Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO III

TROPA HERÓICA

Un día triste, el tres de octubre de 1892, en la tarde, Mercado terminaba, después de comer, elocuente carta a su madre, en una fonda del barrio de Peralvillo, en México, escribiendo sobre el mantel de pobre mesa.

Aquella a quien tanto quería y por la que él abandonó sus estudios en el Colegio Militar, pasaba una temporada en Tacubaya, en casa de una amiga suya. Su segundo marido, que vivía perpetuamente borracho, estaba entonces entregado también al juego, arrastrando una vida de aventurero soez y cínico ... ¡Y el subteniente pensaba que un hombre así poseía a su madre!

Así es que estaba melancólico, y como siempre, pálido ... y en un preludio de llanto, húmedos sus ojos, sus contemplativos ojos. Dobló la carta y puso la dirección, permaneciendo -cruzados los brazos sobre la mesa-, absorto ante vagas perspectivas su pensamiento. Presentóse un caho de parte del ayudante del batallón, comunicándole que aquél le ordenaba se presentara al momento en el cuartel, que estaba casi enfrente de la fonda.

Cuando llegó, supo, estupefacto, que medio batallón partiría por el tren Central, esa noche, para Chihuahua. No indagó más, y algunas horas después, en un vagón atestado de soldados y maletas, caminaba a todo vapor, devorando kilómetros, escuchando atónito el trueno del rodaje férreo sobre los rieles, cuando abrían la portezuela, en una fría ráfaga de estrépito y sombra ...

Nunca había viajado, y estaba contento de ser impelido tan de improvisto a nuevas sensaciones, a nueva vida.

Llegado a Chihuahua, después de un camino de dos días y dos noches, la última, a las ocho, se encontró formado en unión de sus dos compañías, por espacio de una hora, frente a la estación silenciosa.

Atravesó, al flanco de las filas, la ciudad, y durmió tranquilo. Al día siguiente, en conversaciones con oficiales de otro batallón, pudo reflexionar acerca de lo que pasaba en el Estado de Chihuahua.

Se había sublevado contra el Gobierno un pueblo lejano, clavado altivamente en el corazón de la Sierra Madre; se habían mandado reiteradas veces fuerzas militares, y fueron derrotadas, muertos muchos oficiales y hecho prisionero el teniente coronel Ramírez del Undécimo Batallón.

¿Qué rebelión era aquélla?

Además, la causa de los insurrectos parecía ser simpática, aunque nadie definía su bandera política. Su valor y destreza en el manejo de las armas de fuego era proverbial en todo el Estado. Eran admirables tiradores, heroicos, inteligentes, caballerescos, inauditos.

El pueblo chihuahuense, inculto entonces, pero valiente y altanero, mostraba a los oficiales una antipatía sorda que se declaraba en elogios estupendos a los hijos de Tomochic. No hablaban de otra cosa ...

Eran unos semidioses; invencibles, denodados, audaces; unos tigres de la sierra, que derrotarían todas las fuerzas que se les enviaran. - ¡Oh! sí. ¡Ah! ¡cómo eran buenos! exclamaban en todas partes sus admiradores de Chihuahua.

Sabía Miguel, en efecto, que eran verdaderamente temerarios, hasta lo inconcebible; que su táctica consistía en apuntar exclusivamente a los oficiales y jefes. Comprendían muy bien que, muertos éstos, las tropas se desbandaban, y ya se había visto en el combate del día dos de septiembre tan dolorosa verdad. Y, naturalmente, aquel triunfo los había hecho más orgullosos todavía, confiando desde entonces en su definitiva victoria.

Cruz Chávez, el caudillo, les predicaba una extraña religión, especie de catolicismo cismático que desconocía al Clero mezclado con extravagantes ideas de santidad, propias de un estado inculto y de una ignorancia completa, candorosa y terrible.

Tal fue lo que hasta entonces pudo saber Miguel, aunque su pensamiento investigador y sutil intentaba profundizar la verdadera causa de aquella rebeldía inaudita, tan obstinadamente imbécil como heroica.

Y se preguntaba: ¿habría algunos ambiciosos que explotasen la indómita bravura de los serranos, protegiéndolos, cebando odios antiguos en sus almas fieras y sencillas, azuzándolos luego contra el triste heroísmo de las bayonetas federales?

¡Demasiado se hablaba de ello, y se mencionaban nombres! ... Nombres que corrían siniestramente a la sordina, en todo el distrito de Rayón, en gran parte de Chihuahua y que hasta a la oficialidad inteligente y juvenil del Noveno Batallón llegaban, a veces.

En Ciudad Guerrero debería efectuarse la concentración de las fuezas, ya respetables que tras los últimos fracasos enviaba el Gobierno Federal contra el pueblo de Tomochic, a sesenta leguas de Chihuahua.

Doscientos cincuenta hombres del Noveno se enviarían allí con los piquetes de Seguridad Pública del Estado, Quinto Regimiento y una compañía del Undécimo Batallón que sobrevivía al desastre del dos de septiembre.

Además, y por vía de prueba, se había hecho venir de México un cañón de montaña sistema Hotchkiss, de pequeño calibre, municionado con cien granadas y cien botes de metralla, y dotado de seis artilleros al mando de un teniente. Tomaría el mando de esta pequeña brigada el general Rosendo Márquez, y como segundo jefe, el general coronel José María Rangel, jefe de la Segunda Zona Militar cuyo cuartel general radica en Chihuahua.

Ordenóse al coronel Gómez, jefe del Quinto Regimiento, que suministrase caballos ensillados a los oficiales del Noveno Batallón, quienes recién salidos del Colegio Militar, no podían por primera vez hacer fácilmente las seis jornadas que hay de Chihuahua a Concepción Guerrero.

El día diez se emprendió la marcha, llegando las dos compañías a esta ciudad el día quince, atravesando terrenos solitarios e incultos y lomas ásperas y pedregosas. Era todavía el desierto. Actualmente el ferrocarril de Chihuahua a la Sierra Madre viene transformando esta región que empieza a poblarse y cultivarse.

En aquellas jornadas tuvo que resentirse mucho la tropa, pues el Noveno Batallón hacía más de ocho años se hallaba inmovilizado en la capital de la República, luciéndose en las formaciones de parada, en las columnas de honor, por su corrección en las marchas y alineamientos, y por su aspecto brillante y marcial ...

Y había que ver a aquellos oficiales, que en los pasillos de Palacio y en las banquetas de Plateros, siempre abrochada la levita, acicalados y pulcros, paseaban los oros del uniforme, suspendida del cinturón la espada, sonora y nuevecita, la espada virgen; había que verlos, por el árido y duro sendero, empolvados y sucios, maltrechos, ennegrecidos por el sol, ridículamente a caballo al lado de los soldados que a paso de camino, calzando gruesos huaraches, remangado sobre el muslo el pantalón, flotantes los extremos de los calzoncillos, la aparatosa mochila a la espalda, al aire el paño de sol, y el fusil suspendido del hombro, marchaban entre el polvo del camino, que se extendía hacia el ocaso, interminable, monótono y agrio ...

¡Ni un solo árbol en aquellas mudas soledades! Apenas los dorsos inmóviles y escuetos de los cerros lejanos perfilaban el horizonte vasto, recortando con sus filos ondulantes o dentados el azul intensísimo del cielo.

Y tras aquellas inmensas graderías, adivinábase la formidable, y alta, la trágica Sierra Madre.

Y después de rendir la jornada en míseras rancherías escasas de víveres, pero no de huraña altivez en sus moradores, se nombraba una guardia y se procedía a hacer el rancho para la tropa, la cual se tendía en el suelo, feliz con la fruición voluptuosa de estirar los miembros fatigados, adoloridos y sudorosos ... Los oficiales francos se dispersaban, entonces, ávidos y sedientos, en pos de carne, pan, queso, chorizos, y sotol, que se les vendía -cuando se les vendía- de mala gana, con frías reservas, torvas miradas y negro gesto.

A veces, los pobres diablos de oficiales volvían con las manos y el estómago vacíos; mal humorados y frenéticos contra aquella gente, inhospitalaria y adusta, en verdad, pero que había adquirido en otras ocasiones dolorosa experiencia con los abusos que siempre, casi inevitablemente, comete la soldadesca hambrienta y cansada.

¿Qué culpa tenían aquellos seres que sufrían y luchaban anónimamente por cosas tan vagas, tan altas, tan incomprensibles para ellos, como la tranquilidad del país, el Orden, la Paz, la Patria, el Progreso, el Deber; qué culpa tenía aquella mísera tropa, resignada y heroica, de ceder al hambre, y de tomar o arrebatar donde encontraban? ...

¡Las rapiñas de la soldadesca! - ¡valiente frase escrita por los ahítos desde el fondo de los cómodos gabinetes! -pensaba Miguel, indignado, al comprender que en nada desmerecía aquella tropa, al hacer francamente, por hambre, lo que otros en las ciudades ejecutan, de guante blanco, guardando las buenas formas, por perversa ambición.

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