Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXXIII

LOS PRISIONEROS DE GUERRA

Fue un tristísimo amanecer el del siguiente día. Casi no hubo crepúsculo. La niebla se confundió con el humo, y el valle apareció aún más desolado y silencioso; el caserío de Tomochic muerto y en escombros ...

Sólo la casa de los Medrano, ocupada por el estado mayor, y restos del Noveno y Undécimo Batallones, estaba animada. Había algunas otras casuchas que alojaban piquetes del Duodécimo y nacionales de Sonora, pero se guardaba un silencio terrible.

En el Cuartel General, tras la pared que cercaba el fondo del patio, tres o cuatro tiradores que se relevaban cada hora, permanecían a la expectativa, en tanto que en un rincón y tras enorme claraboya estiraba su cuello, silencioso e inmóvil, el cañoncito Hotchkiss, a caballo sobre su montante de cuatro patas.

A las nueve de la mañana, en el momento en que se repartía a la tropa la ración de carne y harina, se presentó un hombre flaco y sucio que había llegado corriendo desde la casa de Cruz.

Era uno de los prisioneros que éste tenía encerrados en un galerón dentro del mismo patio del Cuartelito. Todos los que en él se encontraban habían logrado abrir la puerta, pero nadie se había atrevido a ser el primero en salir, temiendo, con razón, que les hiciesen fuego de cualquier parte.

El coronel Torres, segundo en jefe, le interrogó a solas, ordenando luego que se le diese de comer poco a poco y con muchas precauciones, pues hacía muchos días que no comía sino maíz crudo.

Poco después, con gran sorpresa vieron los tiradores que cercaban el puesto enemigo, aparecer una mujer en la puerta de la casa de Cruz. Avanzó lentamente, saltó por entre las maderas de la ya destruida empalizada, y sin rumbo fijo, empezó a vagar entre los sembrados con ademán atónito de loca ... Harapienta, sucia, desmelenada, agitando los brazos, persignándose, era una visión espectral aquella tomochiteca ...

Al fin, se dirigió a la casa de los Medrano, tímidamente. El general ordenó que se la respetase y aun que le ayudaran a acercarse. Cuando un pima llegó, conduciéndola del brazo, todos quedaron horrorizados ante su cuerpo enclenque y encorvado, y ante su fantástica cabeza circuida de cenicientos alborotadísimos mechones que le formaban algo como un resplandor fatídico. Era una decrépita anciana de ojos vidriosos e inyectados de sangre, vestida con un hilacho de enagua azul, y calzada con viejas teguas. No podía hablar ...

- ¡Vaya un parlamentario que nos manda la plaza! -dijo Castorena al columbrar la actitud estúpida de la desdichada mirando de hito en hito al general! ...

- ¡Se rinden, por fin, esos brutos! ¡Se rinden! -clamaron algunas voces, creyendo que Cruz Chávez la enviaba a conferenciar. Sin embargo, no era así, y bien pronto se supo que, medio loca por la muerte de sus nietos, había decidido ir a buscar sus cadáveres y llevar alimentos a los heridos, muchos, también, hijos y nietos suyos.

Contó, tartamudeando, después de comer un plato de sopa que el general le ofreció, que Cruz no la dejaba salir; pero como era la más anciana del pueblo y la que más gente había dado a la causa de Nuestro Señor, el jefe tomoche, impotente para detenerla la había dejado salir, encomendándola a la Virgen Santa.

- ¿Qué hacen todos allí amontonados? -cuentan que preguntó el coronel Torres.

- Reza y reza -contestó la vieja.

- ¿Y Cruz, qué hace?

- ¡Reza y reza ... !

Trataron entonces el general Rangel y el coronel Torres de que la infeliz anciana llevase una intimación del enemigo, haciéndole comprender lo terrible e irremediable de su situación, aconsejándoles que se rindieran, siquiera por compasión a las mujeres, ancianos y niños, que morían de hambre o contaminados por la peste que en la casa de Cruz se iniciaba por la putrefacción de los cadáveres que arrojaban ellos mismos en la noche al patio, y que permanecían insepultos, dando durante el día un espantoso espectáculo de muerte a las familias hacinadas como un montón de carne agonizante en los rincones, entre aquellas paredes sostenidas por una obstinación fanática inverosímil, por una terquedad tremenda.

Comprensible era el horror, la inmensa y desoladora desesperación que habia en aquella casa que debía estar convertida en un sarcasmo de hospital, sin médicos, medicinas, ni alimentos ... ¡Hospital, reducto, capilla y tumba!

Tras vagas vacilaciones de la atónita anciana que temía la cólera del caudillo, quien le había prevenido que jamás tratase nada semejante con los impíos hijos de Lucifer, llevó un pliego firmado por el general Rangel en el cual, con las mayores razones posibles, se pedía la rendición incondicional de los de Cruz, advirtiendo que si se obstinaban en su resistencia tomaría a sangre y a fuego su último puesto, por lo que se le permitiría que saliesen las mujeres y los niños, a los que se tendrían las mayores consideraciones.

Media hora después volvió la anciana con la contestación del caudillo tomoche, en que se negaba enérgicamente a rendirse, negándose también a enviar las familias, por dudar del cumplimiento de la promesa.

Era, en verdad, hacer muy poco honor a los sitiadores, mas como se tomó a insistir, sobre todo respecto al envío de las mujeres y niños, que era impío que sufriesen aquel infierno, decidióse Cruz a hacer salir sólo a las familias de los que ya habían muerto.

Un grupo informe, un montón de enaguas sucias y de harapos desgarrados encubriendo carnes flacas, entre murmullo sordo de gemidos, toses y sollozos de niños, entró lentamente por la chaparra puerta de la casa, ante la estupefacción de todos los soldados y oficiales que se pusieron en pie para ver aquello tan horrible ...

Glacial consternación inmovilizó a cuantos lo presenciaron. La soldadesca y los duros indios de Sonora no tuvieron sino una sola alma de admiración y de piedad para aquel montón de náufragos, para aquel doliente manojo de humano infortunio que entraba chorreando sangre, la última sangre de aquel moribundo Tomochic ...

Algunos oficiales palidecieron; las mismas soldaderas callaron. Y Miguel no recordaba haber leído en drama alguno ni en ninguna terrible novela, nada más patético y doloroso.

Todos miraron con respeto, abriendo valla silenciosamente al desfile trágico de las víctimas.

Iba a la cabeza un anciano jorobado, de largos cabellos blancos, apoyándose sobre los hombros de una muchachita muy flaca, de rostro lívido, y que llevaba vendada una mano herida por alguna bala enemiga. A través del vendaje sucio aparecía gran mancha negra. Había una anciana que marchaba quejándose lastimosamente, con el rostro todo ensangrentado por una amplia herida que tenía en la cabeza.

Una mujer alta, de grandes ojos negros, muy erguida, llevaba en sus brazos un niño de meses que lloraba. Algunas jóvenes que se adivinaba que fueron bellas, marchaban envueltas en mantillas de color opaco, o cobertores a cuadro, rojos y negros. Un niño de seis años cojeaba escurriéndole sangre de las rodillas; en sus ojos había dos lágrimas contenidas por una voluntad poderosa.

Después ... era bullente masa confusa de cuerpos raquíticos y rostros huraños de ojos negros, de miradas febriles y relampagueantes, sobre la lividez de flacas y rugosas mejillas. Y cerrando esta procesión de desgraciadas que abandonaban los seres queridos que ya no les vivían, este rebaño de viudas y huérfanas, este montón de humano dolor, marchaba lentamente la anciana emisaria, la vieja tartamuda que había dado tanta gente a Cruz, al Papa Máximo ...

¡Y considerar que aquel centenar de náufragos y de parias no eran todos los que había; que allá en la casa de Cruz quedaban algunas mujeres obstinadas, las que aún tenían vivos a sus hijos y esposos!

Instantáneamente Miguel pensó en Julia. ¿Iría con aquellas infelices? ¿Viviría aún ... ?

Intentó observar los rostros de las mujeres, experimentando profunda amargura y oprimiéndosele el corazón con el vago temor de descubrir entre ellas al ser de su amor, a su melancólica desposada ...

Pero la mayor parte de las mujeres llevaban las cabezas cubiertas con abrigos o jirones de chales, y bien pronto desaparecieron por el fondo de un viejo portalón. Tras él dilatábase destartalado galerón que servía antes de troje a los Medrano. En su sombra penetraron, tragadas ...

Y Miguel vio una lágrima en los ojos del general, quien no pudo articular una palabra, indicándole sólo con el gesto al doctor Arellano, que se hallaba a su lado, que entrase para atender a los heridos.

Les llevaron harina, carne y patatas, y se abrió apresuradamente el botiquín para proceder a las primeras curaciones. Los soldados, en grupos, desde lejos contemplaban, taciturnos, el interior de la troje, de la que salía un fatídico rumor de lamentos, gemidos, quejas infantiles y toses de ancianos. En la puerta se apostó un centinela, con la consigna de no dejar pasar a nadie ni aun a los oficiales ... ¡Eran prisioneros de guerra!

Ya muy poco faltaba que hacer para aniquilar a los tenaces enemigos que quedaban en su último reducto, decididos a acabar de morir allí, altaneros, invictos, desafiando a los federales que no se atrevían a emprender el final asalto.

La única señal de vida que daban era aquella bandera que flotaba al viento con sus tres colores que salpicaban con un tono alegre el sombrío panorama ... ¡Qué ironía la de aquel insólito pabellón tricolor, la de aquella bandera mexicana clavada bárbaramente heróica en las ruinas de una tumba!

Ya no hacían fuego desde sus aspilleras, ya no gritaban, y era profundamente triste aquella calma silenciosa que se extendía por la soledad del valle ...

Los ganados, abandonados a sí mismos, habían huido por las montañas de la sierra, y solamente los perros y cerdos, azorados, vagaban ... Los cerdos entraban y salían por entre los escombros de las casas, poniendo en fuga a las gallinas y devorando hambrientos los cadáveres ... Los perros aullaban, desgarrando dolorosamente el gran silencio de los campos ...

El general comprendía que en la noche deberían los sitiados hacer salidas para recoger el maíz, las patatas y el frijol que producían aquellos terrenos, y a proveerse de agua del río, y trató de impedirlo. Mandó que toda la fuerza se dividiese en guerrillas, que debían extenderse durante la noche alrededor de la casa de Cruz Chávez, ocupando las que estaban cerca, con el objeto de vigilar e impedir cualquier salida.

Cada fracción de aquéllas, al mando de un oficial, llevaba un corneta para que se contestase la contraseña cuando del Cuartel General corrieran la palabra. Para impedir cualquiera confusión con los nacionales de Sonora o Chihuahua que no debían tener lugar fijo, sino marchar vivamente por donde se ordenara, habían de contestar con determinada palabra -el santo y seña- para ser reconocidos cuando éstos se acercaran a los puestos sitiadores.

A las seis de la tarde, muerto ya el sol, en la penumbra de la noche entrante, partieron a los puntos designados de antemano las fracciones combinadas, marchando en orden disperso, agazapándose tras los relieves del terreno, tomando innúmeras precauciones para no ser vistas del enemigo que seguía silencioso en su exigua fortaleza, cuya masa delineábase confusamente en las tinieblas bajo un zenit frío en que derretía su blanco hielo de luz un gajo de luna ...

A las ocho de la noche, rompiendo el vasto silencioso con penetrantes notas, resonó en el centro del valle el toque de atención, parte y diana. Y no bien se había extinguido la última vibración, cuando allá en el extremo del cerro de la Medrano vibró otro toque igual, al parque también el puesto del Cerro de la Cueva lo repetía.

¡Atención, parte y diana! ... Lamentáronse, simultáneos, los mismos toques en todos los puestos del valle, produciendo extraña y fantástica letanía que los ecos de la sierra repitieron y multiplicaron, hasta perderse de los vastos y negros confines, en un vago y melancólico decrescendo, expirando tristísimamente en el hondo misterio, en la soledad, en el silencio, en las tinieblas, bajo la melancolía de la luna ...

Hacía un frío intenso, y Miguel, taciturno, en pie, envuelto en su capote, apostado tras de la cerca de adobes de un casuchón semiderruido, contemplaba a su frente, como a unos cincuenta metros, las negras paredes de la casa de Cruz. Y el trozo de luna iluminando el horizonte con lívida claridad envolvía el paisaje en un velo de cruel pesadilla ...

Miguel sentía renacer en su alma la tristeza inconmensurable que constituía el fondo de su ser ... Pensó en su madre desgraciada, en su pasado sin una sola alegría, sin una fe, sin un amor; en su porvenir destruido, en la fatalidad que hacía de su corazón un corazón desventurado ... ¡Pobre alma la suya, candorosa, sincera y lírica!

Pero, ante el horror y la tristeza de Tomochic desvanecíanse sus propias amarguras ... ¿Era posible que aquellos obcecados que velaban esperando la muerte, y tras ella la vida eterna en el Paraíso, fuesen más felices que él, que vivía sin esperanza, abatido? ¡Ah! ¿y Julia? aquella mujercita tan viva, tan linda, la de ojos obscuros, tan elocuentes, tan melancólicos ... ¡Qué pasión tan extraña ... !

Evocó otra vez el idilio nupcial. Resurgieron sus mismos pensamientos:

... en unas cuantas palabras había adivinado una historia dolorosa soportada con dulce resignación, con la sonrisa beatífica del mártir que entrevé el cielo. Y con estremecimiento de indignación recordaba la incalificable abyección suya de poseerla en un momento de embriaguez, cediendo a los impulsos de bestia que, como una invasión de demencia, le arrebataban en las horas de orgía ... ! Mas luego atenuaba su falta hasta absolverse ...

Ella había consentido, como cosa inevitable, como resignada al predominio del hombre, y experimentando ante la juventud de Miguel las primeras voluptuosidades del amor, en el despertamiento de su adolescencia ...

De pronto, tornó a desgarrar el silencio de la noche el toque de atención, parte y diana, cuyas notas metálicas resonaban en un coro gigantesco y fantástico de cornetas marciales. Atención, parte y diana iba repitiendo cada corneta hasta llegar al del último puesto, allá en la iglesia humeante ...

Después eran los ecos de las montañas los que repetían la última parte del toque, aquella diana sarcástica que iría a llevar sus acentos al fiero puñado de sublimes fanáticos que repetían en un rincón de México, en el siglo XIX, las inmortales actitudes heroicas cantadas por la poesía épica.

El joven oficial se estremeció nerviosamente cuando el recio mozo que llevaba como corneta de órdenes se incorporó y, con el rostro hacia el Cuartel General, dio al viento la contestación del toque, de aquel toque que significaba el alerta de los puestos.

Después, Miguel tomó a su meditación, paseando a la claridad de la luna en creciente, próxima ya a ocultarse tras el lomo enorme de una montaña. ¡Julia ... ! ¿Estaba en verdad enamorado de ella o era el sentimiento que experimentaba una reacción de su naturaleza, una neurosis que ocasionaba en él el prestigio del infortunio y de un trágico destino, unido su nombre y su vida a la vida y al nombre de Tomochic... ? ¡Quién sabe! ¡quién sabe! Y no podía confirmar otra cosa que el hecho de que pensaba en ella ... y se desesperaba de no haber podido interrogar y mirar detenidamente a las mujeres llegadas esa mañana, a las pobres prisioneras ... Cuando las infelices desfilaron ante él, no la había visto, pero comprendía que bien pudo haber pasado sin conocerla.

Y Miguel en aquellas cavilaciones, ya sentado, ya paseándose, pasó la mitad de la noche oyendo cada cinco minutos aquel toque de atención, parte y diana, repetido tristemente en el silencio, con intervalos regulares, como los golpes de ingente y formidable péndulo, resonando en la soledad del valle, sin luna ya, y en la soledad de su alma, negra también.

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