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CAPÍTULO XXXIV

¡REZANDO, CANTANDO Y MATANDO!

A las doce ocurrió un incidente. Ya hacía una hora que se había ocultado la luna, mas en las tinieblas pudiéronse distinguir algunas sombras que se aproximaron al río.

Al momento los tiradores que por aquel lado cerraban el cerco hicieron fuego. Múltiples detonaciones repercutieron en el gran silencio, prolongadas por los ecos de las montañas. Fue un desgranamiento de truenos en las tinieblas. Al punto los auxiliares de Sonora acudieron velozmente. Se creía en una salida del enemigo, pero las sombras desaparecieron y en el sitio en que se les había visto se encontraron dos tinajas llenas de agua.

A la luz de una linterna reconocieron entre los breñales huellas de sangre ...

- ¡Dios quiera que hayan podido beber un traguito de agua esos pobrecitos! -murmuró una voz; compasiva ... la voz de un soldado.

Al amanecer del día veintiocho volvieron las fracciones de vigilancia a la casa de Medrano, desde cuya espalda permanecía un puesto de tiradores en observación del Cuartelito, cuya bandera tricolor seguía ondeando con el viento frío y negro que soplaba del noroeste.

Esa mañana llegó otro convoy de provisiones de Guerrero, con una escolta del Quinto Regimiento, la que traía también pormenorizadas instrucciones del general Márquez.

Naturalmente, llegaron nuevos barriles de sotol y volvió a haber algazara y radiante efervescencia en la tropa y oficiales.

Allí, dentro de las cuatro paredes del patio de la casa que había sido de los hermanos Medrano, volvieron a oírse las canciones de los soldados, canciones que acompañadas con las notas solemnes de los tomochitecos acordeones resultaban más quejumbrosas, impregnadas de sonoridades místicas como las de un órgano; que sugerían olores de incienso, visiones de fúnebres cirios ... contrastando su melancolía con los rostros alegres y glotones y con aquel borrascoso alboroto, alzándose bajo un cielo de azul inmaculado, en plena frescura -ya que el invierno apenas se iniciaba y únicamente se hacían sentir en las noches y en las mañanas.

Volvieron las fogatas de las fritangas a levantar sus retorcidos penachos de humo. Y no sólo carne de cerdo guisaban las desarrapadas viejas, sino gallos, gallinas y guajolotes cogidos en los corrales de las desiertas y humeantes casas.

También habían hecho barbacoa, chile frito, patatas guisadas y tortillas de maíz. La vida se refinaba. ¡Muy pocas veces habían comido tan bien!

Tan sólo allá, en un rincón del patio, a la puerta de la vieja troje, en la que un centinela se paseaba aburrido con el fusil al hombro, hubiérase escuchado incesantemente un triste y monótono rumor de rezos, toses, gemidos, quejas, y llorar de niños. Era el departamento de las mujeres prisioneras.

A las diez de la mañana, dispuestos en guerrillas y serpenteando entre los sembrados, unos treinta pimas pudieron llegar por la retaguardia al galerón que ocupaban en la casa de Cruz los soldados prisioneros. Allí los indios de Sonora horadaron las paredes, logrando salvarles.

Dos prisioneros habían muerto de sed y los demás -entre ellos un subteniente del Duodécimo Batallón, hecho prisionero el día veinte- lograron volver salvos al Cuartel General, escoltados por aquellos valientes hijos de Sonora, de aquellos recios indios, dignos rivales de los criollos serranos chihuahuenses.

Dióseles de comer con muchas precauciones, a causa de su gran debilidad, pues llevaban semanas de estar sostenidos sólo con maíz tostado o crudo que los tomoches les habían dejado. En cuanto a éstos, encerrados épicamente en la casa de Cruz Chávez, seguían mudos y como enterrados en vida, en una vida que era una obstinada y fiera agonía.

¡Compasión y admiración profunda inspiraba a todos aquel puñado de locos héroes, sufriendo con la atroz y lenta muerte del hambre y la sed, antes que entregarse, clavados en la tierra que creían sagrada, rezando, cantando y matando ... !

Y los jóvenes oficiales se imaginaban el horror del cuadro, veían en la estancia infecta y oscura aquel montón de hombres que expiraban lentamente, con el rosario o la vihuela en una mano, y en la otra la carabina cargada con los últimos cartuchos bendecidos primero por la Santa de Cabora y después por el mismo caudillo que en la tierra los guió al combate y que en el cielo les conduciría, cual lo había prometido, ¡a la diestra de Dios Padre ... ! ¡Y Cruz continuaba, creyente y fuerte, al lado de los cadáveres en putrefacción de las últimas víctimas!

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