Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXXII

INCENDIO DE LA IGLESIA

Al día siguiente, aún rebosaba plena algazara la cumbre del cerro, cuando de pronto cundió una noticia que hizo levantarse a todos los soldados y oficiales francos.

¡El Undécimo iba a dar el asalto a la iglesia!

En efecto, el general Rangel había hecho tomar el Cerro de la Cueva como base indispensable para llegar fácilmente a la iglesia de Tomochic, por hallarse completamente al pie de aquella eminencia, donde un piquete de nacionales de Sonora hacía fuego incesantemente sobre la torre.

El general, en vista de la situación insostenible del enemigo, ordenó que esa mañana una compañía del Undécimo Batallón la tomase, para lo cual debían ocupar primero las casas que la iglesia tenía a su frente, con el objeto de organizar allí faginas provistas de combustible, botes de petróleo, rastrojo, ramas secas y paja, y en un momento dado, protegidos por los fuegos federales de la Cueva, la Medrano, y de las mismas casas, debían al paso veloz llegar hasta el atrio, y ante el portón del templo arrojar todo aquello ... Como en la construcción de la iglesia abundaba la madera, obligados los sitiados por el incendio a salir, serían fusilados inmediatamente, apenas asomaran.

Se dio el mando de la fuerza, compuesta de cuarenta hombres, al capitán primero Francisco Manzano, quien tomaría sus posiciones en las casas indicadas, esperando que el cañón rompiese su fuego para intentar abrir brecha.

Después de dar un gran rodeo, pasando a través de las milpas y tras las asperezas del terreno, la tropa del Undécimo, extendida en tiradores, tuvo que atravesar el río. Y como la bravura y la precisión con que la compañía del Noveno realizó la toma del Cerro de la Cueva, había infundido en la tropa y oficiales de otras facciones un generoso estimulo, las del Undécimo se portaron, a su vez, bizarramente.

En tiradores, uno a uno, con el fusil en alto, a la espalda el haz de leña o el bote de petróleo, arremangado el calzón a medio muslo, los soldados del Undécimo entraron al río ... Y apenas pudieron ser blanco de las carabinas tomochitecas de la torre, empezaron a caer cadáveres y heridos ...

Mas no retrocedieron. Sus oficiales, calada la carrillera del kepis, la pistola preparada para matar al primero que intentase retroceder, gritaban enérgicamente:

- ¡Viva el Undécimo Batallón, viva el general Díaz ... ! ¡No se cuelguen ... !

Unos cuantos instantes duró la crítica situación, pasando a la margen opuesta. Las mismas bruscas asperezas del terreno les ocultaron, pudiendo continuarse el avance con toda impunidad.

A paso veloz, y siempre en tiradores, prosiguieron hasta llegar a las cercas de las espaldas de un grupo de casuchas próximas a la iglesia, casuchas abandonadas hacía tiempo, pero intactas todavía del saqueo y del incendio.

Ocupadas las casas, listos los Nacionales en el alto crestón del Cerro de la Cueva para batir la torre, a las once de la mañana el cometa de órdenes del general tocó fuego: Tronó el cañón. Simultáneas descargas cubrieron de humo los frentes de las casuchas y la cima de la Cueva, de donde empezó a descender una lluvia de haces de rastrojo encendido, de humeantes rollos de zacate, de sacos de paja, en densos nubarrones salpicados de chispas.

De vez en cuando, cual granadas de mano, eran lanzados desde el Cerro de la Cueva al recinto de la iglesia, los botes de petróleo ...

Al propio tiempo todas las cornetas que tuvo a mano el general, y que se encontraban en otras casas en torno del templo, tocaron ataque, como si por todas partes fuesen a arrancar columnas de asalto contra aquella pobre y destartalada iglesia acosada, triste reducto de un montón de fieros moribundos ...

Retorcidos hilos de humo eleváronse del interior de los tapiales que cercaban el caserón frontero al templo. Algunos botes de petróleo habían caído reventando en un patio ... el viento, hostil a los últimos tomoches, arrastraba hacia la torre ardientes mechones de yerbajos secos, remolinos de chispas, turbonadas de astillas, harapos de humo candente y rojizo ...

- ¡Viva el Gran Poder de Dios! ¡Viva Santa Teresa de Cabora ... ! ¡Viva Santa María de Tomochic! -gritaron tras sus claraboyas los sitiados, en el momento en que en un solo alud la sección del Undécimo se precipitó hacia el atrio, dejando un rastro de sangre.

Fue un minuto. Ante el portón de la iglesia los soldados, ebrios de entusiasmo y sotol, arrojaron su cargamento de combustible y petróleo. Cual pólvora ardió al instante ... Una inmensa llamarada se alzó de súbito ... los asaltantes retrocedieron a ocultarse tras de los sepulcros del atrio escondiendo también sus largos retorcidos hachones untados de negra brea ...

- ¡Viva nuestro Papa Cruz ... ! ¡Viva Nuestro Señor ... ! ¡Mueran los hijos del Infierno! -aullaban las voces, arriba.

- ¡Viva el Gobierno! ¡Viva la Nación unida! -gritaban los oficiales del Undécimo, enardecidos, locos de entusiasmo, anhelantes por abatir la puerta del templo y entrar con la pistola amartillada hasta el interior del reducto ...

Y, no obstante, los tomochitecos economizaban sus municiones ... Notábase un lento desgranamiento intermitente en su tiroteo. Mas, se conocía que apuntaban bien, que, cual solían no desperdiciaban un cartucho ...

Y mayores llamaradas envolvieron la puerta. Y a la iglesia entera bien pronto ocultó negra y espesa nube de humo, entre cuyos remolinos, cual relámpagos amarillentos, brillaban los fogonazos de las carabinas tomoches. Allá en lo alto de la torre, entre el estrépito de las descargas, las voces estentóreas rugían:

- ¡Viva el Poder de Dios! ¡Viva María Purísima! ¡Viva la Santa de Cabora!

- ¡Viva el Supremo Gobierno! ¡Viva el Onceno Batallón! -respondían abajo los asaltantes replegados a las paredes para no ser tocados por las balas de arriba.

Hubo un terrible momento ... Abrióse, de pronto, la puerta que ya empezaba a arder, y, carabina en mano, casi desnudos, ennegrecidos, algunos hombres aparecieron, saltando increíblemente ágiles por la hoguera en plena furia roja, y, descargando sus armas, sin apuntar, contra los soldados estupefactos, se lanzaron en vertiginoso escape fuera del atrio, perdiéndose por entre las milpas ...

Iban a salir otros espectros, pero desprendiéndose con horrido crujir de sus viejos goznes, cayó oblicuamente una hoja del portón que obstruyó la entrada como un muro flamígero ... Nadie podría entrar ya, ni salir ...

A la expectativa del horrible drama permanecieron desde aquel momento los sitiadores. Ya todo era cuestión de tiempo.

Entonces las fuerzas que permanecían en el campamento de la Medrano lo abandonaron, bajando al valle, y subiendo al pueblo, ocupando las casas adyacentes a la de Cruz Chávez, en cuya azotea estaba plantada una hermosa bandera tricolor.

La compañía del Séptimo, el Cuartel General y el cañón, se instalaron en la casa de los Medrano, junto al camino real y al pie del cerro.

Había existido una tienda en aquella vetusta casa y era la más amplia de las de ese rumbo. Incendiada el día anterior, el fuego había respetado algunos cuartos y una parte de un portal interno. En la espalda, en la pared que veía al centro del pueblo, se abrieron claraboyas para observar el Cuartelito (casa de Cruz) y la iglesia, cuyo incendio era cada vez más espantoso.

Desde aquellas claraboyas Miguel observó el espectáculo. Las llamas debían haber invadido el interior del templo, pues el humo se escapaba de las ventanas y arcadas de la torre, y lo terrible de aquello era que la mayor parte de las mujeres de Tomochic estaban refugiadas allí ...

Y, entonces presenció una cosa siniestra y trágica ... ¡en lo alto de la torre, fuera de la barandilla, una anciana asomó su cuerpo, y con violento impulso se arrojó al abismo ... !

Era ya demasiado. El general ordenó a su corneta tocar alto el fuego, conmovido, acaso, ante la lúgubre escena, juzgando ya inútil aquel lujo de horror ... Pero fue muy tarde, porque el incendio había tomado tal incremento, que grandes torbellinos levantaron su penacho rojo por encima de la cúspide ... Pronto vino el desmoronamiento ... oyóse un retemblar tremendo, un trueno sordo y prolongado ... la techumbre se desplomó ... Otros crujidos sucesivos escucháronse, y luego gran parte del cuerpo de la torre vino abajo, entre inauditas erupciones de diluvios de chispas y de altísimas llamas intermitentes ...

Todo había terminado, y sólo la casa de Cruz, con sus tres líneas de aspilleras y su altivo pabellón tricolor flameando en lo alto, desafiaba a las fuerzas tristemente vencedoras ...

Según opinión del general, la toma del Cuartelito era dificilísima y exigía las mayores precauciones.

Evidentemente que con la tropa restante habría podido tomarse, pero hubiera costado mucha sangre, y el general tenía orden de economizarla. Prefirió gastar paciencia y aburrirse algunos días más, a perder más gente ...

Aquella casa estaba construida con adobes, pero durísimos, y tanto que el cañón a cien metros no abría brecha en ellos; la puerta estaba cerrada a piedra y lodo, y como ya ni una sombra de esperanza de salvación debía quedar a los sitiados, sabrían como nunca defenderse, vendiendo muy caras sus vidas.

Además, era tal la situación de aquel reducto, al cual convergían todas las veredas del pueblo en cuyo centro se encontraba, que dominaba todas las vías y campos que a él le conducían.

Gente de los nacionales de Sonora y de Chihuahua, de Seguridad Pública y del Duodécimo Batallón dieron pequeños puestos avanzados, ocupando las casas que rodeaban el Cuartelito, formándole un cerco apretadísimo.

Entre tanto, el templo en ruinas y las demás casas continuaban lanzando al cielo azul inmensas espirales de humo, surgiendo de sus escombros hálitos de lumbre. Y en la noche tiñeron el horizonte negro con sangrientos reflejos, más bellos, más intensos, más numerosos que los de las noches anteriores, iluminando con mayor pompa trágica aquel valle erizado de bárbaras tumbas ...

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