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CAPÍTULO II

¡QUÉ LINDA!

Detúvose Mercado en el umbral de la puerta del fonducho al oír una tenaz y confusa algarabía de voces, gritos y carcajadas, mezclados a un agradable estrépito de vajilla removida y de cubiertos chocando con la loza de los platos y el cristal de las copas.

Mas no dejó de intimidarse un poco, viendo, ante larga mesa, instalados a quince o veinte militares desconocidos para él, uniformados de dril, de rostros ennegrecidos y sucios, hablando los más, comiendo y bebiendo todos.

Era aquello más bien una tienda, lleno el armazón de botellas vacías, sirviendo de mesa el mostrador cubierto con un grasiento mantel, atestado de platos y de cascos de cerveza.

Había allí oficiales del Quinto Regimiento, del Undécimo Batallón y del Cuerpo de Seguridad Pública del Estado de Chihuahua, y pudo comprender Miguel, al momento, que eran jefes, por lo que dijo a Gerardo:

- Oye, tú; aquí hay muchos superiores; - pero aquél lo arrastró, tomándole del brazo. Y como la mesa era extensa y había amplio hueco cerca de un extremo, se sentaron allí, gritando el tenientito chaparrón:

- ¡Cuca, dos comidas!

La llegada de los jóvenes pasó inadvertida; y Miguel, pensativo, prestó oído a la conversación que animábase ruidosamente, a medida que el hambre se satisfacía.

Después de pasear su vista por los rostros plácidos reconoció a Castorena, sub teniente también del Noveno Batallón, a quien juzgaba él su mayor enemigo.

Era un adolescente rechoncho, cabezota de ensortijados cabellos azafranados y voz cavernosa, a quien, sin motivo, odiaba cordialmente.

Ya se comía menos, pero se bebía y se hablaba más. Y Castorena, un poco ebrio, relampagueante, improvisaba brindis en verso, que unos cuantos oficiales aplaudían, en tanto que la charla continuaba entre otros camaradas menos alegres.

Y dos criadas, altas y blancas, vestidas de percal claro y con mascadas rojas en el cuello, iban y venían muy atareadas, llevando los platos o botellas de cerveza.

- Lo que es ahora sí -declaraba un teniente del Onceno Batallón, de enormes bigotes grises y cara de corsario-, ahora va en serio el negocio; todo está muy bien combinado; somos muchos; les vamos a hacer pedacitos; cuestión, a lo más, de una hora ... ¡ni el polvo nos ven!

- De veinte minutos, compañero -acentuó un mayor-; el coronel Torres, que viene de Sonora con cien hombres del Duodécimo Batallón y con sus pimas, indios muy buenos para el pleito y que conocen muy bien la sierra, nos va a ayudar.

Y se puso a referir al capitán del Noveno que tenía al frente, las causas de la derrota del día dos de septiembre: ningún plan bien concebido; completo desconocimiento del terreno; y, sobre todo, la traición incomprensible de Santa Ana Pérez, quien con más de sesenta hombres de la fuerza del Estado de Chihuahua, se pasó -decían- cínicamente al enemigo.

- Pero oiga usted, mi mayor -exclamó Castorena, poniéndose grave- ¿qué, son tan terribles esos hombres? En todas partes, desde Chihuahua, no nos hablan de otra cosa, al grado de decir algunos que no les entran las balas.

- Son terribles, compañero; conocen su carabina Winchester a las mil maravillas; han sostenido desde niños un eterno combate contra los apaches y los bandidos; pueden correr vendados por la sierra sin dar un mal paso, pero son excesivamente ignorantes y altaneros. No se ha cuidado de ilustrarlos y quieren independerse de los dos poderes a los cuales hasta hoy han obedecido: el Clero y el Gobierno. Están bajo una obsesión imbécil ... ¿quién los sugestiona ...? Desconocen toda autoridad; ya se ha querido tratar con ellos y piden imposibles. ¡Hay que acabar de una vez con ellos ...! Será cruel pero necesario: ¡Suprimirlos!

En aquel momento, Cuca, una deliciosa mujercita, gorda y risueña, de ojos negros muy bellos, llevó a Miguel y a Gerardo dos platos de humeante y sabroso caldo, que ambos empezaron a beber con sorbos estrepitosos.

Y luego hubieron de esperar con paciencia los demás platillos, escuchando las palabras del mayor, que seguía disertando sobre los enemigos a quienes iban a batir en Tomochic.

Encantóle al joven la manera razonable como se expresaba aquél; sin embargo, no se daba cuenta aún de la cuestión, no podía penetrar la causa del alzamiento obstinado de ese pueblo ignorante, y el espíritu a veces malicioso y desconfiado de Miguel entreveía algo tenebroso y podrido ...

Castorena, con el rostro purpúreo, escurriéndole la cerveza por el chaquetín empolvado, tomó un vaso lleno, y gritó, poniéndose repentinamente en pie:

Sí, señor, hay que acabar
Con el fanatismo necio.
Vamos a bailar de recio,
¡A Tomochic a triunfar!

Tan chabacano brindis entusiasmó a todos, menos a Mercado, a quien los chistes del guasón de Castorena le irritaban por demasiado toscos y soeces.

Después se brindó por los que iban como valientes a defender al Gobierno, que según el mayor significaba la causa del orden, la paz, la civilización, etc. El mayor brindó respetuosamente por el general Porfirio Díaz, por el victorioso regenerador de la Patria, etc.

Y Miguel seguía escuchando, taciturno, devorando ávidamente un trozo sanguinolento de carne asada.

Aún no se acostumbraba a aquellas reuniones alegres tan frecuentes entre camaradas arrojados de aquí para allá, repentinamente, por el destino, tal vez en vísperas de una catástrofe.

Hacía dos años que Mercado se encontraba en las mas del Noveno Batallón (al que pasó del Colegio Militar, donde cursaba su tercer año de estudios para ingeniero), a causa de un drama de familia que había sacudido su estudiantil existencia de bohemio melancólico.

Episodio sencillo y cruel que había truncado para siempre todo el hermoso porvenir que soñara, y fue que su madre, casada en segundas nupcias, se había separado bruscamente del esposo que la maltrataba. Enferma y sin recursos, iba ya a entrar al hospital, pero Miguel lo impidió pasando voluntariamente al ejército, y ayudándola en su miseria con el reducido sueldo de subteniente. Quería continuar sus estudios en el cuartel en las horas francas, pero fue imposible; cayó al vicio. En vez de libros, copas. ¡Se hizo borracho!

Sufrió el contagio malsano de la pereza que engendra la existencia rutinaria y monótona de una guarnición, y no pudo abrir un libro en mucho tiempo. Sintió decaer tristemente su alto espíritu ante la rudeza de la disciplina y ante la vulgaridad de la vida del cuartel, y para resignarse se sumergió en el siniestro olvido del alcohol, solitariamente ...

Su inteligencia, su imaginación, su sentimiento, eran inútiles en las trivialidades de la vida militar. Él, que resolvía con la mayor facilidad problemas de cálculo infinitesimal, o debatía sobre cuestiones de derecho de la guerra, no podía mandar sin atrojarse un ínfimo pelotón de soldados, por lo que, en realidad, era un pésimo oficial.

Además, su constitución física era entonces muy delicada. Extremadamente flaco, pálido y nerviosísimo, con su cara larga de viejo, que era un sarcasmo en sus plenos veinte anos, y sus verdes ojos tristones, inspiraba lástima, una gran piedad despectiva.

Era una planta exótica, con su eterna melancolía entre la alegre oficialidad del batallón, compuesta de muchachos bullicíosos y calaveras, pero en general, cumplidos en el servicio, galantes, como marciales hijos del Colegio Militar.

En vano intentaba ser bromista y expansivo con ellos, que en el fondo le querían, pero que ostensiblemente le despreciaban. No podía congeniar con seres que lo satirizaban con ironías crueles y cuyas conversaciones banales le aturdían, aun reconociendo él su inferioridad como soldado.

Así fue que aquel día, mientras la francachela subía de punto entre las detonaciones de los cascos de cerveza al destaparse, él contemplaba, siempre triste, en silencio, su plato ya vacío. Le pasaron un vaso desbordante de espuma, y tuvo que brindar poniéndose en pie, diciendo tímidamente, copa en mano:

- ¡Brindo, señores, por el triunfo de las armas del Gobierno, la derrota de los revoltosos y por el orden, que es la paz y el progreso!

Chocaron los vasos salpicando el tosco mantel. Y se hizo un grave silencio en la estancia humeante y calurosa, cruzado por nobles pensamientos.

En ese instante entró a la fonda una jovencita alta, cimbradora y ligera, con falda de lana guinda. Amplio chal a cuadros rojos y negros caíale en sus hombros gentilmente. Sus cabellos oscuros formaban una gruesa trenza pesada sobre el chal. No pudo Miguel ver su rostro, porque con paso rápido cruzó la estancia y penetró en la cocina.

Una criada retiró el plato vacío del oficial, poniendo en su lugar otro con frijoles, murmurándole al oído:

- Esa muchacha es de Tomochic, y dicen que es hija de San José.

Cuando Mercado iba a preguntar más, un teniente del Estado Mayor, que charlaba cerca de la puerta con la fondera Cuca, exclamó:

- Están tocando llamada de honor en el Cuartel General. ¡Vámonos!

Hubo un gran movimiento y ruido de sillas, y todos se levantaron limpiándose la boca con el mantel, después de echar el último trago de cerveza, pagando cada uno tres reales a Cuca.

Miguel, que fue el último, se acercó a la puerta de la cocina, mientras esperaba el vuelto de un billete de cincuenta centavos. Pudo oír entonces una voz de un timbre melancólico y dulce y de inflexiones cariñosas, llegando a sus oídos estas palabras, entre el ruido de los platos y cubiertos:

- Sí, don Bernardo dice que pasado mañana nos iremos a Tomochic, ¡María Santísima nos valga!

Y Mercado, corriendo un punto, es decir, alargando el cinturón de su espada, escapó, llevando la impresión luminosa y grata de la jovencita grácil, de la hija de San José, que debía marchar también a Tomochic.

Y al pensar en el ritmo de su paso, en sus fugitivas gracias y en su femenil adolescencia, una ráfaga de frescura ensanchó el oprimido pecho de Miguel bajo la hornaza de la siesta, y murmuró:

- ¡Qué linda!

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