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CAPÍTULO XVI

EVOCACIÓN LA CAMPAÑA CONTRA LOS APACHES

En Río Verde se dictaron numerosas órdenes para prevenir una sorpresa. Tendiéronse dos líneas de puestos avanzados, cerrándose con núcleos de fuerza los puntos de acceso al campamento.

Miguel fue nombrado de servicio a retaguardia, con diez hombres de confianza de su compañía, y dos auxiliares de Chihuahua.

Uno de éstos era un viejo de setenta años, alto, seco y fuerte, muy entusiasta, de ojos juveniles, extraños en su arrugado rostro.

El subteniente y el viejo auxiliar, carabina en mano, pasearon juntos por entre las malezas y peñascales que circundaban el puesto avanzado, charlando con camadería cordial.

Y el chihuahuense contó, entonces, algunas de sus campañas contra los indios bárbaros, y refirió una entrada triunfal a Chihuahua, cierta mañana de abril.

El vibrante anciano hablaba con tanto relieve y color que Miguel, enternecido, tuvo la visión clara de aquel cuadro.

Veía pasar, en la mañana primaveral, espléndida de sol, tibia aún, bajo el dosel de raso azul oscuro del hermoso cielo de Chihuahua, por la calle animada repentinamente, el desfile de la cabalgata heroica.

Veía los valientes que regresaban victoriosos de la feroz campaña contra los bárbaros apaches.

En las banquetas la gente del pueblo forma valla; las familias asoman a las ventanas; los tenderos han saltado el mostrador para salir a las puertas de sus casas, y en el ambiente claro vibra el jubiloso repique de la esquila mayor de la parroquia.

Aquella brava cabellería desfila lentamente, de a cuatro en fondo. Sombreros anchos sobre rostros ennegrecidos de barbas hirsutas; blusas grises o chaquetones de cuero; pantalones de gamuza amarilla y teguas altas; monturas improvisadas con pieles de venado y de animales de la sierra ...

Los caballos son pequeños y flacos, pero ágiles y vivísimos, tan tenaces y valientes como sus jinetes ... y recortan la claridad azul del espacio largas lanzas con puntas agudísimas y centellantes ...

¡Sus lanzas ... ! Miguel, con el pensamiento, contemplaba en ellas toda la leyenda de la campaña bárbara y admirable.

A lo largo de las fuertes varas, desde la punta hasta el regatón, van prendidas largas cabelleras negras, salpicadas de sangre, ásperas y siniestras, pendientes del cuero cabelludo arrancado a los cráneos de los feroces Indios.

Todas las lanzas de los vencedores de los apaches están lúgubremente festonadas con las cabelleras de los que han dado muerte en los combates, en los desiertos ... y cada una es un glorioso trofeo de guerra; significa una hazaña del más abnegado heroísmo ...

El viento agitaba las largas crines de las astas llevadas verticalmente, y mezclábanse los luengos mechones de una y otra lanza. Y el tropel sonoro transformábase en un ambulante y espesísimo bosque horrible de melenas ensangrentadas y negras ... Un estremecimiento de hondo pavor flotaba en torno.

En las grupas de sus cabalgaduras llevaban los jinetes altos maletines formados por las pantaloneras de los camaradas que habían quedado muertos en las inmensas soledades de la sierra o en las áridas llanuras del Norte.

- ¡Ay! en los cráneos vacíos, y ya bárbaramente pulimentados, de las víctimas del deber, de los que habían caído en los combates con los terribles indios, bebían entonces su tegüino y su sotol en las orgías, los jefes apaches que habían escapado y cuyas cabelleras aún no pendían de las lanzas de los bravos chihuahuenses -pensaba Miguel.

Hacía algunos años que el gobierno del Estado de Chihuahua había organizado una campaña contra los apaches que asolaban los pueblos y las rancherías, robando, entrando a sangre y fuego por todas partes, con toda la fuerza lúgubre de un desastre invasor.

El gobierno ofreció trescientos pesos por cada cabellera de apache muerto en la campaña. El coronel Terrazas, astuto conocedor de las regiones del Norte, de las costumbres de los indios, incansable y tenaz veterano, fue el jefe de ella.

Partieron más de quinientos hombres, audaces montañeses de la sierra, sedientos de vengar la muerte de seres queridos, ansiosos por exterminar las hordas salvajes que llevaban el duelo y el espanto a los hogares de la gente laboriosa y pacífica.

¡Larga fue la campaña ... ! Larga, y de una ferocidad atroz.

No, no fueron sólo los épicos combates cuerpo a cuerpo, lanza contra lanza, machete contra machete, audacia contra audacia, sino también las hambres que roían las entrañas, la sed febril, enloquecedora y sombría en las jornadas interminables, a través del desierto, bajo un sol africano.

Y en el invierno duro, el frío nocturno en el puesto de vigilancia, tiritando, sobre la nieve que cubre con su blancura implacable y hostil las anfractuosidades negras y los crestones de los abismos, cuando el viento mugiente de la sierra corta, cruel, los rostros, con sus ráfagas de acero; y la fatiga, el insomnio y el hambre ... Las marchas, trepando, resbalando, deslizándose, el oído alerta, las pupilas fijas en las rocas y en los árboles, tras de los que puede saltar la flecha del apache ...

Pero ¡qué felicidad cuando, al fin, se les envolvía en el fondo de una cañada y se caía sobre ellos, lanza en ristre, después de haberlos aterrado con una descarga cerrada! ¡Con qué profunda rabia, con qué inaudito esfuerzo se lanzaban sobre ellos ... !

En vano aullaban los bárbaros de la manera más siniestra, más espantosa; en vano sus rostros de bronce, pintarrajeados de negro y rojo, hacían las muecas más feroces y los gestos más amenazadores y saltaban, como tigres, haciendo resonar los colmillos humanos de sus collares ... ¡En vano! Sin salida ni escape en el fondo del barranco, caían atravesados por las lanzas de los valientes serranos chihuahuenses, que al cargar pensaban en el viejecito que cuidaba del rancho patriarcal ...

Hasta que, por fin, la gran batida terminó. El bravo Terrazas hizo retroceder las hordas salvajes más allá del Bravo, y una mañana, aquella mañana primaveral y espléndida, entraron sus jinetes a Chihuahua.

¡Habían partido más de quinientos y regresaban ciento quince!

Cuatrocientos habían quedado en los desiertos de las sierras abruptas y selváticas y en las inmensas y desoladas llanuras.

Y en sus cráneos vacíos libaban, ahora los aguardientes del Norte, los salvajes escapados de las lanzas ...

Pero los supervivientes, esos de las caras negras y las barbas hirsutas bajo los anchos sombreros, traían con las pantaloneras de gamuza de los héroes muertos, las cabelleras-trofeos que el gobierno pagaría a las viudas y huérfanos ...

Y al pensar en todo esto la gente de Chihuahua, al ver el bravo desfile, el viento matinal agitaba, mezclándolas, las cabelleras apaches, negras, largas, horribles y salpicadas de sangre -selva ambulante de trágicas melenas.

Y de abajo de aquélla surgía un concierto lúgubre de alaridos quejumbrosos. Eran los niños y mujeres prisioneros, pobres bestiezuelas inocentes de la barbarie de los suyos, que llevarían a las casas de Chihuahua, donde serían recogidos, la nostalgia de la vida montaraz y nómada ...

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