Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XVII

¡ALLÍ ESTÁ TOMOCHIC!

Al día siguiente, todos los aventureros paisanos, y los militares no uniformados, ataron, por disposición del general, grandes cintas rojas a sus sombreros, para no ser confundidos en el combate.

A los oficiales de mas se les obligó a quitar las espiguillas e insignias de sus uniformes.

Se trataba, de esta manera, de evitar ser los principales blancos del enemigo, quien, como ya sabían, cazaba inexorablemente a los oficiales y jefes, distinguiéndolos perfectamente entre la tropa.

La jornada del día diecinueve fue muy corta, de Río Verde a Las Juntas, tres horas de marcha, a dos leguas solamente de Tomochic, frente al enemigo.

Esa jornada, muy breve en verdad, pero pesadísima por ser toda una gran ascensión en caminata, por no encontrarse agua en todo el trayecto y no haber los alimentos suficientes, fatigó aún más a la tropa, la víspera del ataque.

No obstante el hambre y la sed, no obstante el abrumamiento de haber trasmontado cerros y cerros, se notó satisfacción por aproximarse al desenlace, fuera cual fuese ...

Después de que se repartieron a la tropa y oficialidad las raciones de carne y harina del pobre rancho, hubo en el campamento de Las Juntas; situado en una alta meseta, desde cuyos bordes podrían dominarse fácilmente todos los alrededores, una gran calma sorda que encubría la excitación de los ánimos, a la expectativa del asalto.

Nuevamente tornaba la angustia de la incertidumbre. Se hablaba quedo y se conversaba poco. Los rostros, pálidos por la fatiga y el escaso alimento, miraban con ojos inquietos el horizonte limitado por las rocas y los pinos.

El general Rangel en persona, que era el primer jefe (pues Márquez había regresado a Guerrero antes de llegar a La Generala), ordenó y vigiló el servicio de avanzadas.

A las ocho de la noche se apagaron las fogatas y reinó el más profundo silencio.

Tan sólo, allá, a lo lejos, una gran luminaria lanzaba fantásticamente resplandores rojizos. De allí partía una incesante murmullo. Era el vivac del Cuartel General.

- Se conoce que cenan y que aun beben algo -decía Castorena, sentado a lo turco con su carabina a un lado, a otros oficiales tendidos sobre la yerba.

- Pero tú ya cenaste; lo que te preocupa es beber, borrachón -contestó el teniente Torrea, que procuraba colocar cómodamente su cabeza en una almohada de piedra.

- A mí sí; de veras me preocupa beber; algo diera por un trago de agua -dijo Miguel, a quien la carne asada, único alimento que probaba hacía dos días, le producía una sed insaciable. Además, el agua había escaseado ya.

- Yo diera un poco más por un trago de sotol, hasta un verso -agregó Castorena.

- Hombre ... ¡a ver si ahora puede hacer versos el poeta! -clamó Torrea ya tendido a lo largo.

- Mañana los haremos todos cuando nos chamusquen los tomoches.

Un silencio molesto siguió a esta conversación, que en un ángulo del campamento tenían los oficiales francos, después de una frugal cena de carne asada, una triste cena sin agua ni sal ...

Esperaban la hora de rondín, servicio que consiste en vigilar, paseando los puestos de centinela y el orden general en el vivac o en el cuartel, en las horas en que la tropa franca descansa.

- Bueno ... ¿y por fin, cómo entraremos? -preguntó Miguel-. ¿Cuál es el plan? ¿Vendrá el coronel Torres o es una papa nada más?

- Creo -explicó el capitán Servín- que la primera columna bajará por el Cordón, mientras nosotros entramos por el camino real, y el coronel Torres, con las tropas de Sonora, ataca por la banda opuesta. El Hotchkiss va a hacer pedazos la iglesia, primero, y ahora verán cómo salen las mujeres y se vuelven bola y ... ... cuestión, cuando menos ... cuando menos, de un par de horas ... Ya lo veremos ... ¡los veremos!

- ¡Al fin ... ! siquiera que comamos gallina al mediodía. Una hermosa gallina tomochiteca, asada en la lumbre de la iglesia ardiendo! ... ¡que sabroso platillo! -y Castorena chasqueó la lengua.

- ¡Oh! quién sabe ... Quién sabe, muchachos ... no sea que ...

- ¡Pero qué! mi capitán; si nos matan ... siquiera que comamos bien antes.

En aquel momento, entre la sombra, avanzó, envuelto en su capote, el capitán primero de la Segunda Compañía del Noveno, quien en voz baja pero firme y serena les saludó, dándoles las buenas noches. Charló, animándoles con su conversación, y les recordó que eran oficiales salidos del Colegio Militar, que tenían que hacer advertir que tan bien sabían estudiar como batirse.

- Hasta mañana, señores ... Mucho cuidado ... Voy a dar una vuelta ... ¡Muy bien hechitos esos rondines! ¡eh ... !

Se alejó con pasos mesurados, alta como siempre su pequeña cabeza, mirando en torno con suma escrupulosidad, atento a corregir, pronto a imponer la disciplina y el orden.

Era el capitán Eduardo Molina. Todos en lo íntimo le querían por su buen corazón, siempre dispuesto a salvar de cualquier apuro a sus oficiales, para quienes tenía los mejores estímulos.

Era, en cambio, muy severo, y por esto solían sus inferiores motejarle; y como cuando daban clases teóricas militares a éstos en la Academia, se complacía en explicar toda clase de combates a fuego o bayoneta, entusiasmándose y extendiéndose, le llamaban Napoleoncito. El capitán Napoleoncito del Noveno era también de mínima estatura y también, como El Grande, amaba la guerra. ¡Era un esclavo del deber y un leal amigo!

- Ya veremos mañana de qué cuero salen mds correas -dijo el poetastro-, y como nadie le contestó, fastidiado y sin sueño, se puso en pie con el propósito de ver si echaba la sierra a algún oficial de Estado Mayor.

A las cuatro de la madrugada del día siguiente, veinte de octubre, se hizo levantar la tropa a la sordina. En la sierra, a esa hora y en esa época del año, es aún plena noche, la obscuridad profunda y el frío intensísimo.

Se hablaba en voz muy baja. Era en la sombra un silencioso ir y venir de espectros. Los sargentos primeros de las compañías no pasaron lista, sino contaron simplemente las hileras. Los puestos avanzados se incorporaron a sus respectivas secciones. A la luz de las estrellas, de cerca, hubiéranse visto bajo las caladas capuchas rostros pálidos, barbillas temblorosas y labios resecos.

Llevaban puestos sus capotes los soldados y sobre aquéllos iban cruzadas las cananas y las correas de las bolsas de combate, repletas de cartuchos.

Media hora estuvieron todos en pie, impacientes, tiritando, taciturnos, esperando la hora de marcha, media hora, y sin que el alba asomase tras los vértices de los pinos que limitaban la meseta del campamento, media hora de frío cruel, de angustia, de inquietud sombría.

El general recorrió varias veces las columnas, hasta que, al fin, los nacionales y auxiliares se desprendieron entre las sombras para formar los exploradores de la vanguardia.

Un oficial de Estado Mayor previno a los jefes de las secciones que se iba a principiar la marcha; los oficiales montaron en sus caballos y ocuparon sus puestos; hubo un crescendo de rumores, de voces, choques de cascos contra las piedras, secos ruidos de las culatas de los fusiles.

De repente se empezó a marchar a través de la sombra espesa, bajo un cielo negrísimo constelado de espléndidos luceros que refulgían, maravillosos, entre los altos ramajes, y sobre los crestones de los peñascos.

Al principio fue duro y agrio, casi pavoroso, el descenso ... ¡La tropa, invisiblemente empujada, creía encontrar en lo bajo de la plataforma por la que descendía bruscamente, al pueblo de Tomochic, y creía que iba a batirse allí, en plenas tinieblas ... !

Bajaban los soldados, vacilantes, hacia un valle que no parecía tener fondo ... bajaban tropezando ... y se oía aquel singular ruido metálico de los cañones de los fusiles chocando, campanillando contra las ánforas de zinc ... Los caballos de los oficiales resoplaban, y sus casos hacían saltar chispas contra la roca dura.

Un hielo de muerto, un lúgubre horror tenebroso congelaba la sangre, apretaba el corazón, adoloría el vientre vacío y poblada de pesadillas rojas el cerebro anémico ...

El rebaño iba en la tiniebla y el frío, despeñado por ignotos derrumbaderos ásperos, escurriéndose, rebotando, por entre erizadas y retorcidas gargantas negras, trotando, galopando a veces entre los pedregales invisibles, sin haber dormido, famélico, sediento, temiendo ser fulminado de súbito por el trueno de una descarga enemiga.

¿Los tomochitecos, sagaces conocedores de los intrincamientos de aquellos montes, no podrían darles un albazo ... ?

¿No podrían impunemente aquellos fieros cazadores de las montañas, levantar en las tinieblas una hecatombe pánica, en el fondo de algún barranco, para mayor gloria de su Papa Máximo o de la Santa de Cabora?

... Y la red trágica de hazañas fabulosas que de los tomoches se contaban en todo Chihuahua, volvía a tender rojas pesadillas en los cerebros débiles ...

Al fin llegaron a un terreno plano por el cual siguieron, oblicuando ligeramente a la izquierda; atravesaron un arroyo casi seco, y cuando la columna remontaba otro cerro, albeó el cielo y palidecieron las estrellas.

Y al encontrarse, después de hora y media de jadear, en la nueva cima ... la aurora esplendía, casi súbita, anaranjada y roja, tras el filo negro de los montes que a su espalda dejaban.

Entonces, los oficiales echaron pie a tierra, entregando sus caballos a soldados del Cuerpo de Seguridad Pública.

¿A qué horas llegaban? ¿Dónde estaba Tomochic? ¿Después de descender por segunda vez iba a principiar el ascenso a otro cerro ... ?

Repentinamente la columna se detuvo. Luego hubo una evolución que equivalía a contramarchar, y la fuerza se dirigió sobre su flanco derecho; mas como por allí las rocas se alzaban cortadas a pico se hizo más a la derecha, y se remontó la misma altura por la cual habían descendido.

- ¡Con un caram ... ba! -gritó Castorena- ¿Estamos jugando?

- Vamos a flanquear ...

- No, mi capitán, habrán equivocado el camino.

Y se continuó la marcha. El sol empezó a calentar y el cansancio hizo cojear a algunos soldados, a causa de que el terreno se hacía asperísimo y se marchaba de nuevo en la piedra. Y no había ya ni un solo árbol; era una desolación de paisaje lunar.

- ¡Entren! ¡Entren! vociferaban los oficiales, aun cuando ya ellos iban jadeantes.

Mercado, que marchaba en la primera columna, cerca de una sección del Undécimo, sentía una fatiga atroz.

De pronto vio correr en diferentes direcciones a los nacionales ... La vanguardia se replegó al núcleo de la tropa. Expectación. Silencio.

En aquel momento se escuchó lejano, muy lejano, a través de las montañas, el toque de atención, parte y rancho -la contraseña de la columna del coronel Torres que venía por el camino de Pinos Altos y que debía estar frente a Tomochic, al mismo tiempo que la fuerza del general Rangel.

A paso veloz siguió luego la columna hasta llegar a un claro en el monte ... Se escuchó un rumor extraño, algo como un desgranamiento traqueteante.

- ¡El coronel Torres se está batiendo ya ... ! ¡Muchachos, no quedemos sin tajada! -gritó un oficial del Undécimo Batallón.

El tiroteo iba acentuándose más y más ... Algunos soldados se aproximaron al borde de altas rocas entre las que ya empezaban a erizarse pinos y arbustos pequeños. Inclinados sobre la cresta de aquel reborde, contemplaron el fondo de los derrumbaderos, y más allá, en las lejanías, un inmenso valle cruzado por la cinta serpentina de un río. Disforme cerro jiboso, cual gigantesco dromedario, alzábase en un extremo, y frente a él, extensísimo, irregular, salpicando de casitas grises y blancas las praderas desiguales, en torno de vieja iglesia, el pueblo de Tomochic.

- ¡Tomochic! ... ¡Tomochic! ¡Ahí está Tomochic! -gritaron varias voces.

¡Tomochic! ¡Tomochic! -y el nombre bárbaro y heroico se propagó del alto reborde rocalloso a las filas compactas, corriendo por la tropa con un estremecimiento glacial.

Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha