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CAPÍTULO XV

A TRAVÉS DE LA SIERRA MADRE

... Y principió la ascensión lenta hacia el oeste, trepando las primeras lomas de los estribos de la sierra, dejando, en el fondo, a la villa de Concepción Guerrero, cuyas casas albeaban a la orilla del río que serpenteaba bajo los últimos rayos del sol, del sol pronto a hundirse frente a la columna en marcha.

Era aquella, en verdad, una tarde espléndida, áurea y escarlata, de pompa otoñal; el río aparecía penumbroso al oriente; al ocaso, el camino subía en espirales entre un terreno rojizo, cubierto, a trechos de espesísimas malezas.

Una alta nube de polvo purpúreo circuía a la columna, a cuyo frente empezaron a alzarse los interminables bosques de la Sierra Madre. A los flancos, las grietas, en las faldas rojizas del monte, parecían inmensas llagas sangrientas.

Miguel se enderezó sobre los estribos de su montura. Miró a retaguardia. Aún se veía la casa de Julia.

Luego, el valle desapareció tras las primeras hondonadas de la sierra, que al fin mostró su austera majestad, ataviada con el esplendor de la selva, de la selva cuyos altos pinares, al sentir las ráfagas frías de la noche que ascendía, entonaban el himno del crepúsculo.

El joven subteniente iba absorto ante la belleza de paisajes nunca vistos. Infinitas veces tuvo que ser reprendido por adelantarse a su puesto, pues solía abandonar la brida del caballo, el cual subía tropezando por el sendero áspero y pedregoso.

El viento fresco de la tarde disipó las nubes de su pensamiento, y ya sereno, se entregó a la voluptuosidad de una marcha lenta, al borde de los tajos por donde trepaba, dislocada, la columna.

Contemplaba, atónito, el ondular oscuro de los barrancos, de cuyo fondo emergían hálitos de nieve; y se extasiaba al ver surgir, entre los peñascos y los ramajes, el cielo violáceo.

El encanto de aquella naturaleza potente, bravía y severa, tonificaba sus nervios enfermos.

- ¡Esto es inmensamente bello! -murmuraba de vez en cuando. Y los camaradas que le oían hablar solo y levantar los brazos, extático y maravilloso, se reían.

Al obscurecer acampó la fuerza, concentrándose en un gran claro en el monte, llamado La Generala.

Esa noche aún hubo alguna animación. Se encendieron las fogatas, y sus altas llamaradas iluminaron a trechos las tinieblas, haciendo proyectar a los pinos, sombras inmensas.

El dieciocho de octubre de marcha tuvo que principiar muy entrado el día, a causa de un incidente curioso.

La caballada del Quinto Regimiento, relativamente cercana a sus cuadras en Guerrero, burlando la vigilancia, en tropel y a galope, retrocedió por el camino recorrido en el día, hasta llegar a inmediaciones del pueblo de donde la hicieron volver.

Ése fue un día alegre para el espíritu triste del joven oficial. Y era que encontraba verdadera fruición en aquella gran vida, ruda, austera y vigorosa de la sierra, que parecía hablarle de orgullo, de libertad y de amor.

Se abandonó a sus meditaciones solitarias; miró de frente a su porvenir; tuvo fe en la existencia.

¿Por qué había de morir tan joven cuando aún podía trabajar, ser útil, cumplir una misión, y sentir el júbilo de la victoria?

Saludable reacción se verificaba en él. Tenía el presentimiento de asistir a un drama terrible que templaría a su alma con escenas épicas que no olvidaría jamás, y cuyo recuerdo le fortalecería en las duras crisis de la vida, en los futuros conflictos ...

Y el prodigioso espectáculo de la Sierra Madre se desarrollaba gravemente a sus ojos contemplativos.

Ya era el trepar penosísimo por agrias cuestas, dejando a los flancos negros abismos que causaban vértigo; a las veces, el descanso audaz por pendientes cortadas casi a pico, o la marcha en una línea, soldado tras soldado, por desfiladeros estrechísimos, por largos cañones en el fondo de dos formidables paredes, desde donde como dentro de un pozo, se veía el cielo muy alto, muy alto y radiante.

Miguel, aterrado, se preguntaba ¿por qué no los aniquilaba el enemigo en aquellos sitios, donde diez hombres podían destrozar a un ejército ... ?

¿Por qué el adversario que iban a combatir, conocedor perfecto de aquellas montañas, por qué no los sorprendía cuando, diseminados hasta en un espacio de una lengua se arrastraban en el fondo de los barrancos, en un terreno guijarroso y abrupto ... ?

No se necesitaba, en verdad, mucho arrojo para tan poco. Pero se sabía de fijo que los valientes de Tomochic esperaban, en su propia casa, la agresión, repugnándoles salir de su sagrada tierra, donde tenían la conciencia de ser invencibles.

Bien lo sabía el general, y por eso muy pocas precauciones tomaba a pesar de su penosa experiencia.

A veces los auxiliares eran destacados a los flancos, por donde trepaban con facilidad, para explorar el terreno. Pero era evidente que, en caso de ataque, sólo hubieran sido los fatídicos nuncios de la catástrofe.

A la una de la tarde, la columna hizo alto en Peña Agujerada, donde, matada una res, se repartió carne y harina, por todo alimento del día, a la tropa.

A las cuatro, prosiguió la jornada, la cual no se pudo rendir sino hasta las once de la noche, habiéndose tenido que atravesar varias veces el río.

Aquella caminata nocturna, tan temeraria, en la oscuridad, produjo atroz impresión sobre el ánimo de Miguel.

Había que marchar casi a tientas entre los pinos y las rocas agigantadas por la sombra.

Los soldados, jadeantes de fatiga, destrozados los pies, y sangrando en las aristas de las rocas por donde trepaban, seguían silenciosamente en las tinieblas pavorosas, tropezando y cayendo, levantándose, volviendo a tropezar y caer.

Habían cesado las risas, las bromas, las alegres charlas y las canciones con que la tropa, durante el día, transformaba en paseo la monótona aspereza de la marcha sobre la dura piedra.

Ahora, en las sombras, ascendía de la dispersa y prolongadísima columna, un triste jadear, la angustia de una múltiple respiración difícil entre el rumor de las pisadas y el persistente y monótono chocar de los fusiles contra el zinc de las ánforas ...

- ¡No se cuelguen, no se cuelguen!

- ¡Entren, entren! -gritaban a los rezagados los oficiales, por costumbre, pero, aunque a caballo, tan fatigados como los pobres infantes.

Unos cuantos guías, pagados a precio de oro por el general, precedían la marcha.

Se subía y se bajaba por rampas bruscas, o se saltaba de vez en cuando, ya en el fondo de las barrancas, por entre guijarrales, hundiéndose los pies, ensangrentados y adoloridos, en el agua glacial de los arroyos, en la linfa invisible que corría cantando cristalinamente dentro del abismo. Algunos soldados se tiraban a beber, soportando, inconmovibles, los furiosos culatazos con que los sargentos intentaban levantarlos.

Los caballos se resistían, lentos y azorados, a bajar las cuestas; sus cascos arrancaban chispas entre los pedernales; fosforescían en las tinieblas sus grandes ojos. A veces se detenían, extenuados, resoplando ruidosamente, tendiendo las orejas hacia el misterio de la noche rumorosa y terrible, bajo el esplendor frío de las estrellas que palpitaban, arriba, entre la negrura de los árboles y sobre el brusco amontonamiento de los peñascales.

- ¡Entren! ¡No se cuelguen! -volvían a gritar los tenientes, fustigando con innobles insultos a la tropa exhausta, dispersa y pávida, que se arrastraba, crujiendo, entre las revueltas gargantas de la sierra, rumbo a la muerte ...

- ¡Ca ... ramba ... ! Pero ¿por qué no nos hacen pedazos aquí? Esos tomoches deben ser muy imbéciles, tan piedras como estas piedras, cuando no se les ocurre venir a barrernos! -decía Castorena a Miguel.

Al poetastro la falta del alcohol le hacía pesimista. Había agotado, hacía mucho, su botella de tequila, y empezaba a sentirse exasperado y un tanto medroso.

- ¡Unos cuantos balazos que nos tiraran desde lo alto del monte, y ya estábamos hechos polvo ... ¡Te imaginas qué desorden!

- ¡Ya lo creo ... ! Sería el pánico, la derrota! -corroboró Mercado, estremecido por el hálito de pavura que soplaban las frases de Castonera.

- ¡Ni a melón les sabríamos!

Miguel no contestó ya. Comprendía lo espantoso de una sorpresa nocturna en la sierra, al rendir una dura jornada: la tropa hambrienta y exánime, desorientada, sin saber adónde la llevaban, ni por qué, ni por dónde llegaban los enemigos, ni cuántos eran ...

Evocó nuestros más tristes desastres nacionales, y se imaginó, aterrado, lo que pudo ser, lo que fue la catástrofe del Cerro del Borrego.

Y la ironía misma de este nombre era cruelmente trágica. ¡Unos cuantos audaces sorprendiendo a la tropa cansada, que duerme, casi muerta; a la tropa mexicana, que bien dirigida es épica legión, y abandonada al acaso, mísero rebaño!

Mejor que nunca comprendió entonces Miguel las altas responsabilidades de un jefe, y la urgencia de que México tuviese una oficialidad instruida, disciplinada, honrada.

Surgió en su pensamiento un panorama bellísimo ... Del fondo del inmenso valle, amurallado por altas montañas azules, entre un vasto ramillete de espesas frondas, alzábase el Castillo de Chapultepec ...

Chapultepec, con su alcázar presidencial y su Colegio Militar; el aula en que se enseña a ser culto y fuerte y a combatir; y el palacio en que se hospeda al que triunfa.

Y pensó que sólo de aquel moderno Chapultepec heroico podrían surgir los gérmenes de un ejército mexicano digno de su bravura y de su patriotismo.

Repentinamente, el caballo del meditabundo oficial se detuvo en firme.

- ¡Río Verde ... ! Ya llegamos, ya llegamos ... ¡Al fin! -dijeron algunos.

Eran las nueve. Se rindió la jornada.

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