Índice de Santa de Federico Gamboa | Segunda parte - Capítulo III | Segunda parte- Capítulo V | Biblioteca Virtual Antorcha |
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SANTA
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO IV
Igual a lo que se pudre o apolilla y que, en un momento dado, nadie puede impedirlo ni nada evitarlo, así fue el descenso de Santa: rápido, devastador, tremendo.
Los sombríos círculos de la prostitución barata, los recorrió todos apenas posando en ellos lo bastante para gustar su amargura infinita y no lo suficiente para a lo menos tomar resuello y con alientos mayores, después de un poco de relativo reposo, continuar descendiendo como descendía, a trompicones, con dramático paso, cayendo y levantando, enferma, alcohólica, lamentable. Diríase, al verla, que ahora caminaba a tientas, encogida y medrosa -como caminamos en las tinieblas-, ignorando dónde pararía, procurando lastimarse lo menos posible, ya que sin lastimamientos no caminaba, resignada corporalmente ¡sólo corporalmente!, pues para sus adentros, ¡quién sabe qué maldiciones mascullaba entre los hipos de sus ebriedades pertinaces y entre sus labios trémulos, que hablaban sólo cuando el alcohol concedíale cortos descansos y ella recordaba tiempos mejores, días que fueron, que habían sido...!
Desde la noche en que Rubio la repudiara indignado por la flagrante infidelidad, Santa bajaba, siempre más abajo, siempre más; no cual si Rubio simplemente la hubiese repudiado del apócrifo hogar, sino cual si dotado por milagro repentino, de una fuerza sobrehumana, la hubiera echado a rodar con empuje formidable por todas las lobregueces de las cimas sin fondo de la enorme ciudad corrompida. En ellas rodaba Santa, en los sótanos pestilenciales y negros del vicio inferior, a la manera en que las aguas sucias e impuras de los albañales subterráneos galopan enfurecidas por los obscuros intestinos de las calles, con siniestro glú glú, de líquido aprisionado que en invariable dirección ha de correr aunque se oponga, aunque se arremoline en ángulos y oquedades sospechosas y hediondas, que los de arriba no conocen, aunque brame y espumajee en las curvas y en los codos de su cárcel. Allá van, a escape, por las cloacas y letrinas, más turbias, más ciegas y más inconscientes conforme engrosa más y más caminan... allá van, sin saber a dónde, golpeándose contra insensibles paredes tapizadas de barro y limo que las estrangulan, deforman y encauzan, que casi han de contemplarlas con las cicatrices que las inmundicias han grabado y esculpido tenaz y pacientemente, y que en el antro, simularán ojos condenados a perpetua fijeza, a nunca parpadear, a ver la fuga de las aguas impuras, con sus iris de lepra y sus pupilas de cieno... Allá va el agua, incognoscible, sin cristales en su lomo, sin frescor en sus linfas; conduciendo detritus y microbios, lo que apesta y lo que mata; retratando lo negro, lo escondido, lo innombrable que no debe mostrarse; arrojando por cada respiradero de reja, un vaho pesado, un rumor congojoso y ronco de cansancio, de tristeza, de duelo... allá va, expulsada de la ciudad y de las gentes, a golpearse contra los hierros de la salida, a morir en el mar, que la amortaja y guarda, que quizá sea el único que recuerde que nadó pura; en la montaña que apagó la sed y fecundó los campos que fue rocío, perfume, vida...
¡Así Santa!
La noche de la quiebra con Rubio, no previó nada, habituada a triunfar con su carne de deleite y de pecado, envalentonada con el alcohol que de poco tiempo acá suavizábale los dolores de su cuerpo enfermo y los que fatalmente producíale su desastroso vivir, no prestó al suceso la mínima importancia; ¿qué se había concluido el encierro con uno...?, ¡bravísimo!, demasiado duró; ya vendría otro, y si ese otro no venía, ya volverían todos, ansiosos, suplicantes, a implorar, no que los amase, sino que se dejara amar de ellos, humildes, pacientes, ridículos; con los mismos ademanes, las mismas ofertas, los mismos estremecimientos y las mismas tonterías... ¿Los hombres...?, ¡bah! Y se reía del sexo entero, compadecíase de los que se denominaban los fuertes; recordaba esta actitud y aquella cara y, sin poder remediarlo reía, reía, rió más alto, dentro de los mugrientos interiores del simón que trastabillaba en el arroyo. Un instante pensó buscar a Hipólito y comunicarle la ruptura, su decisión de no volver a la casa de Elvira, pero a causa de los entorpecimientos de su voluntad de dipsómana, rechazó la idea, hasta continuó riendo del asombro que causaría al músico encontrarse con el nido vacío y el pájaro volando. Le avisaría después.
Cuando el coche se detuvo, Santa desconoció el sitio.
- ¿Qué casa es ésta? -preguntó al cochero que abría la portezuela.
- ¿Ésta...? Es de las caras -replicó el automedonte, volviéndose a determinada fachada-, aquí hay muchas gringas que hablan en su lengua...
- ¿Americanas...? Ni a tiros ¡bruto! ¿No sabes que no nos quieren...? Llévame a casa de la Tosca, en el callejón de...
- Ya sé, ya sé -contestó el auriga encaramándose en su pescante y azotando los caballos-, ¡orita llegamos!
Contra toda probabilidad, la Tosca, competidora, paisana y enemiga de Elvira, no admitió a Santa, por la especie de francmasonería en que se agitan las inquilinas de los prostíbulos; sabíase que aunque Santa era artículo de grandísima demanda, se comprometía con frecuencia y los parroquianos serios se enfadaban y preferían en el establecimiento diversas mujeres menos guapas y a la moda, pero más sufridas y constantes. Sabíase, gracias a la conspiración fraguada contra Santa en su propio burdel, que la chica había estado en el hospital, sin que se hubiese sacado en limpio si con motivo o sin él. Sabíase que había estado luego dizque con pulmonía -¡vaya usted a fiarse...!- y por último, sabíase que en la actualidad estaba enredada con un señorito rico, quien no aprobaría que su querida, por un disgustillo cualquiera, se le largase y le tirara plancha tan soberana... Sobre todo, ¿por qué no regresaba Santa, como era natural, a la casa de Elvira, la sola que había explotado a sus anchas la prolongada bonanza de esa mina...? Allí había gato, ¡claro que lo había! y la Tosca en persona, sin testigos, en su alcoba chillante de ama de tales casas, le brindó un anís y muy cogida de las manos de Santa, tranquilamente la desahució, sonriendo y endulzando la repulsa:
- Pues verás, hija, por qué no te tomo, verás... Lo que te dije de que no hay cuarto disponible es mentira, que siempre se te había de hallar un huequecito donde la pasaras tan contenta... no, lo que sucede es que no deseo ponerme de uñas con la Elvira, ¡ya ves tú!, ella me perjudica y me busca la vida, ¡con su pan se lo coma...!, y calcúlate, calcula lo que diría y lo que me haría. Además, tú andas liada con un tío de mucha guita, lo sé boba, ¿qué te crees...? No, no me salgas con que habéis reñido, ¡ea!, que tú y yo sabemos que esas riñas duran lo que a nosotras noS pega la gana... El pobrecito te buscará y haréis las amistades, y yo un pan como unas hostias si te recogiera...
Santa intentaba terciar, poner los puntos sobre las íes, y de no lograrlo, porque la Tosca no consentía baza, conformóse con apurar a pequeños sorbos las copas sucesivas que le escanciaban, sin contarlas, iracunda, retozándole en la garganta palabras soeces.
- No, no me interrumpas chica, que yo no soy fácil... ¡Tú andas enfermita, créeme a mí, se te ve en el semblante, criatura...!, y esta noche te cargas una juma que tutea al Verbo... Vete a casita, no seas tonta, haz las paces con tu oíslo varón y mañana me darás las gracias. ¿Despediste tu coche?
Muy airada por lo que oía y muy insegura por lo que tenía bebido, Santa se levantó y soltó a la Tosca las palabras soeces que en antes retozábanle en la garganta. A ella no le faltaba al respeto ninguna esto ni ninguna estotro:
- Vine a tu casa por favorecerte, ¿lo oyes?, pero a mí lo que me sobra es dónde vivir, y rogada, mal que te pese... Hemos concluido tú y yo, que lo que es ahora ¡por cualquier dinero me quedaba contigo...!, ¡cóbrate tus anises! -terminó arrojando a la bandeja un par de duros.
Y más ebria aún, se echó a la calle, resuelta a no llamar a nuevas puertas, siendo como era tan tarde, la hora en que esas casas trabajan y no contratan pupilas; segura de que dondequiera que se presentara recibiríanla en palmas; en el fondo, herida en su amor propio por la conducta de la Tosca. Su coche, aguardábala.
- ¿Qué hora es, tú? -balbuceó pugnando por abrir la puerta del vehículo.
El cochero dijo una hora que Santa no entendió a las derechas. Vacilante penetró en el carruaje y asomada a un ventanillo agregó:
- Ahora, a la fonda de las Ratas, que me muero de hambre... ¡Ah, te convido a cenar si le apuras a los cuacos!
No quiso entrar en el fonducho, al que por humorada fuera distintas veces en unión de señores principales, el que debe la fama de que disfruta a lo excelente de sus platos populares, guisados con maestría. Por lo demás, el lugar es infecto, descuidado, sucio y mal concurrido; pero se va a él cuando se anda de tuna y acompañado de mozas del partido. Generalmente arriban los consumidores medio borrachos y salen borrachos completos, mas en el interin, se ha cenado bien, bebido pulque con eXceso y hasta trincado con el vecino de mesa; algún artesano huraño y cortés que con urbano modo acepta el trinquis -y aún lo retribuye-, a reserva de enfadarse y pasar expresivas vías de hecho si descubre en el trato señoril el menor asomo de desprecio o burla. Por esa moderación de los contertulios y porque inexorablemente cierra sus puertas a las once de la noche en punto, no hay riñas ni voces que escandalicen o alarmen al vecindario; a lo sumo sí se escucha, puertas adentro, una Marina que chapotea y zozobra o un canto sentimental cUya melancolía piérdese entre libaciones y regüeldos. Es un figón casi decente, que derrota al resto de sus congéneres, como ortigas creadas en los barrios hormigueantes y a los que no puede uno aventurarse sin positivos riesgos. El dueño de éste, obeso y bonachón al parecer, ha visto y oído mucho, conoce las debilidades, flaquezas y lacras de la gente de levita, duélese de ellas, y de no poder remediarlas, las explota callada y estoicamente.
Es un antiguo y retirado camarero de restaurante, que conserva parte de sus viejos hábitos: la cara afeitada, la sonrisa pronta, la contabilidad turbia. En las manos la barba, atisba a su clientela, dormitando a la manera de gato veterano y socarrón, que tolera que los ratones se diviertan y chillen hasta cierto límite. Profesa principios fijos. Repantigado tras el mostrador, defiende con su vientre disforme el cajón del dinero, al que nadie sino él mete mano; a su derecha, los tres barriles de pulque reposan y transmutan en monedas su líquido; frente por frente quédale la cocina, de la que no sacan asado, enchilada o fiambre que él no divise, sin contar con que los meseros deben mostrarle lo que sirven y que él mira al desgaire... No caben engaños, es una ganancia segura. Los obreros le llaman Don Fulano, los de levita lo tutean, en memoria del restaurante. Él sonríe a todos y no fía a ninguno. A prima noche lee El Imparcial.
- Que me sirvan en el coche -mandó Santa al cochero-, pide cosas que piquen, y que a ti te sirvan en el pescante.
Santa jamás recordó la terminación de la noche aquella. ¿Dónde se encontró al mocito entre cuyos brazos despertó después del mediodía siguiente, en un hotel pésimo de la calle de Ortega...? El muchacho, que por su porte y pergeño acusaba mediana decencia, cuando Santa abría los ojos, vestíase con escasísimo ruido, cerradas las maderas del balcón, como si se preparara a huir avergonzado. Reparó en que Santa lo miraba, y se ruborizó, quedóse con la toalla en el aire, muy encarnado y sin concluir de enjugarse el cuello, que le chorreaba hilos de agua.
- ¿Ya despertó usted? -le preguntó, cual si los abiertos ojazos de Santa no fueran prueba plena de su despertar.
- ¿Pues no lo ves? -repúsole Santa, con su profesional tuteo. ¿Quién eres tú? ¿Por qué estoy contigo? ¿Qué cuarto es éste...?
El conturbado adolescente -dieciséis años a todo tirar- tuvo un arranque de sinceridad juvenil, y parándose a media estancia, en camiseta, lavado de cara y manos, accionando con la toalla a guisa de bandera de parlamento, despejó la incógnita.
- Se lo voy a decir a usted todo, ¡la pura verdad! Ya esto no tiene remedio y no quiero que usted vaya a formarse juicios desfavorables; prefiero que me mande usted preso, de una vez, a que se crea lo que no es...
- ¡Que yo te mande a la cárcel! ¿Y qué me has hecho? -le preguntó Santa interesada e incorporándose en la cama, hincando un codo en las almohadas, en fuga la angostísima manga de la camisa de seda y embutidos, al descubierto un hombro y el nacimiento de uno de los senos-, ¿qué me has hecho...?, no llevas cara de bandido.
El muchacho, siempre muy colorado, confesó su hazaña. Era estudiante, y estudiante pobre, de la preparatoria, sin su familia en México. Hacía bastante tiempo, lo menos un año, que había conocido a Santa en una tanda última del teatro Principal; ella, elegante, alhajada y guapa, con otra muchacha y dos sujetos bien puestos que intentaban ocultarse en el fondo del palco. Prendado de ella, tomó informes y supo en qué casa vivía, cuánto costaba visitarla y qué difícil resultaba el lograrlo, aun disponiendo de la suma, crecida para los flacos bolsillos de él. Sin embargo, a punta de privaciones y ahorros sobre sus mensualidades, amasó el total que cambió por un flamante billete de a diez pesos, y que guardó como tesoro dentro de una calavera -ornato de su cuartucho y propiedad de un compañero, estudiante de medicina- para que la portera por miedo al cráneo no se hurtase el billete. Mas a pesar del billete y contra lo que rabiaba por morder a Santa, no se decidía a ir en su busca, concretábase a contemplar el papel y a prometerse un gran goce para cuando la rabia lo apremiase o para cuando venciera esa timidez inexplicable en él, que, en la escuela y con sus amigos, pasaba por emprendedor y osado. Tenía novia, y bonita, y las noches en que conseguía charlarle a la ventana, despedíanse con un beso, entre los barrotes... Había tenido amores de más enjundia con una costurerita del Palais Longchamps, ¡el de la calle de Plateros...!, y una dependienta de La Imperial, esa casa americana con espejos en la que venden sodas y helados, acogía sus requiebros, sus ramos de violetas, había aceptado su invitación de ir con él solo a las luces de los Angeles, hasta las diez...
- ¡Pero con usted nunca pude! -continuó, yendo a sentarse a la insegura cama, que gimió con el duplicado peso, y en la que Santa embelesada lo escuchaba-, ¡no, nunca! Llegaba yo al jardín, ¡vaya, una noche hasta me asomé a la sala! Por cierto que un ciego toca el piano, ¿verdad?, ¡para que vea usted cómo sí me asomé...!, pero al tratar de preguntar por usted, la lengua se me pegó al paladar, me temblaron las pantorrillas y sólo atiné a escaparme. ¡Me dio tanto berrinche y me dije tantas picardías por bruto...! Y usted dispensará ¡Santa! -añadió virilmente-, el billete destinado a usted lo gasté al fin, que en este México es empresa de romanos economizar dinero. Ya sin fondos, me he conformado con soñar con usted, de tiempo en tiempo, y con mirarla, mucho, mucho, cada vez que la veo en alguna parte. ¿A que usted no me conocía ni de vista...? Anoche, ya tarde, yo salía del teatro Arbeu y me la encontré a usted frente a la botica de las Damas, rogándole el cochero que tomara una toma de acetato, estaba usted semicongestionada, ¡caracoles...! La reconocí, ¡y me dio un gusto...! Le hablé a usted por su nombre y usted me contestó de tú, me dijo: Súbete aquí, conmigo, y la correremos juntos. ¡Al sordo se lo dijo usted!, que no había acabado de decirlo y ya estaba yo adentro, pegadito a usted que se me recostó en el hombro. Lo malo fue... -y calló, púsose a retorcer la toalla, más encarnado todavía.
- ¿Qué fue lo malo? Dímelo, bobo, ¿qué fue...?
- ¡Bueno, pues sí! -exclamó el estudiante después de reflexión breve-, fue lo malo que el cochero se insolentó al ordenarle yo que nos llevara a la casa esa en que usted vive. Le di las señas y, riéndose el muy ordinario, me plantó en mi cara que si no se le liquidaba no daría ni un paso. Yo..., yo no llevaba dinero ni de dónde sacarlo; por fortuna, me acordé de mi reloj, un reloj de níquel que anda al pelo y así de grandote, como sartén, lo saqué y se lo propuse en prenda, que se lo rescataría hoy..., él lo vio, lo oyó, por poco no lo prueba el muy desconfiado, y se dignó traernos a este hotel; ¿qué hacía yo con usted dormida y trastornada, en medio de la calle...? El cuarto se debe, hay que pagarlo ahora, a la salida, y si usted no desconfía como el cochero, en cinco minutos voy y consigo los cuatro reales, ¿quiere usted...? Luego, en abonos, yo le iré dando lo que usted cobre por una noche entera, pues no pude resistir mirándola a usted y... ¡desnudándola! -concluyó por lo bajo.
Rato llevaba Santa de estar gozando inmensamente con la chusca confesión de su enamorado, por lo que al llegar a este punto, echósele encima, como loba que era, y ambos rodaron abrazados por la cama gemebunda y débil.
- Hiciste divinísimamente bien, ¡zopenco!, ¡sabroso!, ¡feo...! Vuelve a desnudarte, ¡conquistador!, y no te acuerdes de tu costurera ni de tu novia, acuérdate de mí nada más y ven, ¡mi vida!, hártate de mí que te me doy toda, ¡óyelo! Te me doy de balde, hasta que te canses, para que vuelvas a soñar con Santa...
Lo mismo que ogro hambreado pegóse Santa un festín con aquella juventud que, a su vez, mostraba afilados colmillos y un apetito insaciable. Cómo mordía, ¡canijo!, ¡cómo mordía y cómo devoraba, sin refinamientos, depravaciones ni indecencias, sino a lo natural, con glotonería de dieciséis años, deliciosamente...!
- ¡Ay, Santa! ¡Santa! -suspiraba durante las treguas, rendido-, ¡qué linda eres!
No necesitaba Santa apelar al arsenal de torpes excitantes a que apelaba en el ejercicio de su socorrida profesión. Con mirarlo, con moverse, con respirar lo enardecía; y él volvía a la carga con bríos mayores, en parte, por exigencias orgánicas casi vírgenes, y en parte, por hacer provisión, lo más que se pudiera, de mujer codiciada, superior a sus medios y que quizá no volvería a disfrutar en muchos años, hasta que no ganase costales de dinero.
Diose por vencida Santa, en dulce y nunca experimentada derrota; y sacándose de la media un lío de billetes de banco, ella ordenaba, ¡cuidadito!, invitó a comer. Un criado marchó en solicitud de viandas; una comida de fonda humilde, rociada con cerveza barata, que les supo a banquete.
Entristeciéronse ambos, al ponerse a la luz, olvidados de que en esta pícara vida todo concluye, todo, aun ella misma. Nada se habían prometido ni nada habían recordado, por lo que su junta resultó encantadora. A causa de la falta de promesas, no tuvieron que engañarse ni se adelantaron las desazones que ya el prometer trae consigo; y a causa de la falta de recuerdos, no resucitaron penas ni amarguras, las que, parecidas al polvo de lo que se tiene arrumbado en los arcenes de las casas o en los armarios de las memorias, salen revueltas con las reminiscencias placenteras cuando manoseamos los días viejos o cuando oreamos las momias de las épocas difuntas. Ellos no, celebraron y festejaron su imprevista conjunción, sin enconos por el pasado ni aprensiones por el porvenir. Se besaron, vivieron largos años en fugaces minutos, y al separarse por corporal cansancio, se sonrieron satisfechos, plácidos, agradecidos mutuamente de no haberse escatimado voluntades ni caricias.
Su conjunción fue un doble crepúsculo; para el estudiante, con sus dieciséis años, crepúsculo de aurora, de alba; para la infeliz Santa, un crepúsculo de atardecer de noche que comienza pero que todavía no amedrenta, que con su media tinta adormece cuitas, disminuye dolores y promete descanso. Como todos los crepúsculos, fue bello para el uno y para el otro. A la donación espléndida del cuerpo de la moza, pagó el doncel con la ofrenda soberbia de sus besos y de su juventud. Nada se debían, por eso nada se cobraban. Y se separaron tan contentos, cual los pastores primitivos, los Daphnis y las Cloes del poeta heleno. Ni siquiera se les ocurrió darse nueva cita, ¿con qué objeto...? El amor no emplaza; las aves y las flores no se encadenan, se encuentran, hay un rumor de alas, caída de algunas plumas, gorjeos; hay tallos inclinados, polen en colores que se iluminan, caída de algunas hojas, perfume que se difunde, y nada más. La naturaleza se regocija, la tierra se pasma, el mundo ama.
¡Pobre Santa! ¡En cuántas ocasiones después de esta fecha grata, no recordó hasta sus detalles más nimios! Diríase que su casual encuentro con el estudiante había sido análogo a la luz del fósforo que encendemos para avanzar en lo obscuro. Alumbra, sí, pero tan poco, y se nos consume al necesitarla tanto... Porque, a contar de aquí, el descenso de Santa convirtióse en un despeñamiento idéntico a todos los despeños; rapidísimo, implacable, sin nada ni nadie que lo evite o remedie. Sólo había algo que caminaba más de prisa que su despeñadura, su enfermedad, los dolores aquellos, en su principio raros y ya tremendos, ahora frecuentes, lacerantes, preñados de fúnebres presagios. Atribuíalos Santa al mal que aterroriza a las prostitutas, que tarde o temprano casi siempre las atrapa. Procedió lo propio que para combatirla proceden las del gremio: desde luego, una ocultación absoluta, para la que es preciso, al apretar los dolores, una resistencia inverosímil, que llega a las lágrimas, reír en lugar de aullar; retorcerse a solas, y en público tolerar el corsé, que se vuelve coraza de tormento -los abrazos de los clientes, que se asemejan a tenazas de martirios venecianos-. Después de la ocultación al extremo, la aplicación de remedios empíricos, las yerbas que envenenan o sanan, vendidas a hurtadillas únicamente por agoreras ancianas y soterradas en viviendas remotas y espantosas, donde terminan los arrabales de las ciudades y comienzan los terrenos baldíos, desolados, yermos; los ungüentos y los polvos con nombres ininteligibles; los encantamientos y hechicerías; los talismanes y los augurios:
Emplee usted sangre de gallo o pelos de gato negro, cargue usted un ojo de venado o un esqueleto de lagartija, ponga una batea de agua a la luz de la luna en menguante, queme incienso y bese el trasero de un recién nacido; la magia y el ocultismo, las frases portentosas, los quietismos, las invocaciones diabólicas de enmarañado sentido, las herejías y las impiedades, cuánto daña el espíritu sin aliviar la carne. Todo lo hizo Santa y su mal persistía, inatajable, insidioso, progresando, como castigo venido de lo alto por culpas endurecidas y que mina un organismo, sometiéndolo a padecimientos crueles y sin cura. Por maravillosos que fuesen específicos y drogas, estrellábanse contra la terquedad de la dolencia que día a día se aguzaba; ahora, el dolor abarcaba regiones varias, escoriaba y ulceraba, roía con ferocidades de animal dañino y pequeñísimo, al que no sabemos dar caza. Había crisis insoportables, que sumían a Santa en un infierno de penas del que salía, sin embargo, con el semblante normal, el color firme y sin menoscabo las curvas de su cuerpo. Notaba, no obstante, cierto agravamiento al concluir de proporcionar placer a los que con su dinero exigíanselo y, al propio tiempo, no se reconocía fuera de combate, llevaba a cabo prodigios inauditos de fingimiento y resistencia.
Luego, que con la misma imprevisión con que fue guardando las joyas que le dieron sus apasionados ricos -una cantidad más que mediana de gemas preciosas que ella arrumbó en cincelado cofrecillo, con las que engalanó su belleza tentadora y con las que se complacía enjugar arrancándoles soberanos destellos cuando desde arriba dejábalas caer en el capitonado fondo del alhajero-, esas joyas la abandonaron sin sentir, a par que la salud, los enamorados y los protectores. Entre las corredoras de alhajas que frecuentan los prostíbulos, en representación de los murciélagos, y que le compraron las piedras en la séptima u octava parte de su valor, y los prenderos peninsulares, que son, si cabe, peores aún que las corredoras, en un suspiro pusiéronla sin más alhajas que sus ojazos, todavía brillantes a pesar de las lágrimas, aterciopelados y expresivos, con el divino alero de sus pestañas sedosas y rizadas que los sombreaban y defendían avariciosamente. Volvía la cara Santa y hacíase cruces por lo veloz de la desaparición: ¿cómo era posible perder en un instante tanta piedra, tanto oro, tanto esmalte...?
Mientras las joyas produjeron dinero, la situación anduvo tal cual; se pudo cohechar a los agentes que con ferocidades de milano y afán de enterradores perseguían al ave enferma y próxima a perecer; se pudo conservar algo de legítimo orgullo, protestar contra inhumanas exigencias de amas de burdel, mudar de casa, hasta instalarse en vivienda privada, de la que hubo que desertar en breve. Pero las joyas se fueron a pique y se apeló entonces a los trajes de coste, las sedas y rasos que no Se estimaban antes cosa mayor, los sombreros, abrigos y plumas que antes contábanse a docenas. ¡Qué atrocidad, todo se iba! y al paso que la pobreza y la desnudez se afianzaban, el descrédito cundía y la traidora enfermedad agravábase. Ya en burdeles inferiores ponían reparos para admitir a Santa; ya el gremio sabíala enferma, y de comentar la dolencia tantísima boca, peor resultaba aquélla y más desahuciada la víctima; ya los hombres conocían el caso y aconsejábanse unos a otros... ¿Ayudar o ver de aliviar a quien había sido su ídolo...?, ¡qué bebería! Aconsejábanse no tener tratos con ella, huirla, era un peligro y una amenaza. Alguien propuso denunciarla a la autoridad a fin de que se apartara y a buen recaudo se pusiese el infalible e inminente contagio.
Con perfecta conciencia de que se hundía, Santa continuaba hundiéndose. Para que le dolieran menos los golpes, declaróse decididamente la querida del alcohol, que siquiera la adormecía, y aun la obsequiaba, cuando entre sus viscosos brazos de monstruo sujetábala, con panoramas y espejismos que la hicieron amar los envenenados sopores, cargar la mano para que el engaño se prolongase, ¡sobre que así era feliz!; siquiera en sueños de plomo de los que despertaba aporreada, el alcohol conducíala a su pueblecito de Chimalistac, a su casita blanca con naranjos y gallinas, al regazo de su madre, al honesto querer de sus dos hermanos honorables.
De despertar y volver a los ergástulos, Santa lloraba; mas al principiar a beber su tósigo, cuánto reía a carcajadas roncas y lúgubres que sus cofrades de vicio no entendían, pero sí respetaban con honda conmiseración callada, apuntando en sus pupilas apagadas de alcohólicos.
Hipólito venía sufriendo más, mucho más que la misma Santa. Al iniciar el descenso, es decir, después de la repulsión de la Tosca, sin embargo de no ver él nada con sus ojos ciegos, olfateó el siniestro, y en medio de eufemismos predíjoselo a Santa. Por sus desdichas, él se sabía al dedillo las máculas y cábalas de que adolecen las mujerzuelas de los burdeles, sus amas y encargadas; consiguientemente, veía lo que a Santa aguardábale si no tronchaba el peligro de raíz y resolvía domiciliarse por algún tiempo en ciudad o pueblo cercanos:
- Descanse usted, Santita, que a más que el descanso ha de venirle de perlas, necesita usted borrar la impresión que a fuerza ha de originar su quiebra con ese Rubio y el desaire de la Tosca. Si carece usted de fondos, que no ha de carecer, yo guardo unos reales que son de usted Santita... Sobre todo, póngase usted en cura, desde mañana, desde hoy, ¿qué sabemos lo que serán sus dolores? ¿Le falta a usted un nombre para retirarse de este oficio endiantrado...? Pues si no la apena a usted por lo poco que soy, tome usted el mío, que yo no le reclamaré pago ni retribuciones.
Cuando estos sucesos comenzaron, no los consideraba Santa con el pesimismo del pianista, considerábalos al contrario, de buena cariz... Tal vez con objeto de que sus energías no se le amenguaran, discurrió que la mudanza de hábitos no estaba exenta de atractivos:
- Realizar un deseo que ya se me enmohecía de puro viejo. Hipo -decíale al músico escandalizado-, conocer cómo viven las prostitutas pobres. Si no me agrada, siempre habrá tiempo de desandar lo andado y de volvernos atrás. Soy casi rica, Hipo, no se apure usted, y en realizando este capricho o regreso a una de las casas de lujo o me pongo a vivir con usted, muy sosegada, para que usted alcance su sueño y yo me alivie. Pero, ahora no me contraríe usted, no me vaticine desgracias, ¡déjeme probar esto, unos días, vamos!, acabaré de asquearme, me regeneraré de veras y seré luego la mujer más constante con usted, ¿no se enoja?, ¿seguirá queriéndome?
Y finalmente, venciendo los ascos que le inspiraba el ciego ascos que por el alcohol y el encanallamiento progresivo tendían a borrarse-, felinamente lo acariciaba Santa; con lo que Hipólito perdía los estribos y la besaba, la besaba en el cuello, por sobre la ropa apretábala tanto que le cortaba el respiro, como si ya tuviese derecho para hacerlo o como si la honda pasión contrariada rebasara la medida y por los poros se le escapase.
Una ocasión, por poco no la posee. Su animalidad, acicateada por el deseo refrenado, por la creciente intimidad que los ligaba -veíanse en los hoteles mal reputados, después de que algún anónimo dueño de Santa salía del cuarto, dejando encima de un mueble, visiblemente, el importe de la convencional tarifa (un puñado de monedas que cabrilleaban en la media luz de la habitación cerrada), y en el aire enrarecido de la misma, un olor vagabundo y perezoso, a tabaco, bebida y sudor masculino; olor que se parecía, aunque en escala menor y muy desvanecido, al de los establos desaseados que albergaron muchas reses, cuando ya el ganado marchó a las dehesas y el sol revuelve con sus rayos los detritus y miasmas. Allí llegaba Hipólito, guiado por Jenaro; allí daba suelta a sus suplicaciones, temores y profecías; allí acogotábalo el hedor aquel, que además, le estrujaba el corazón y a sus horribles ojos sin iris acertaba como a estriárselos, según los surcos que en los globos blanquizcos le imprimían las lágrimas lentamente resbalándole. ¡Cuántas mañanas lloró sin poder ni saludar, parado a la mitad de la estancia blandiendo el cipión que descendía luego sin castigar a la ramera, ni menos las incalificables debilidades de él que le estorbaban el morir y día a día llevábanlo a contemplar, y aun adorar ignominia tan grande...! A diario la propia protesta, el propio juramento:
- Si usted no cambia, Santita, aquí lo dejamos. ¡Le juro a usted que no vuelvo a buscarla ni a preocuparme de lo que le acontezca!
Para eliminar testigos, mandábase a Jenaro por aguardiente y café -que era éste el único desayuno que toleraba el estragado estómago de la chica. Y durante una soledad de éstas, el ciego se le abalanzó delirante, desfigurado, amenazador:
- ¡Yo!, ¡yo! -gritaba-, ¡alguna vez yo, que me muero por usted! ¡Yo, Santita, sea usted compasiva, que si más aguardo, no me tocará nada! Todos pasan sobre usted, Santita, como si fuera una piedra de la calle..., ¿y yo, que la idolatro, oigo el tropel y con eso he de saciarme...? No Santita, así suceda lo que suceda... ¡Hoy paso yo...!
Hubo instantes de lucha, de positiva brega cuerpo a cuerpo; sin otra ventaja de la parte de Santa que su vista sana y buena, en tanto que Hipólito debía combatir con las tinieblas de sus ojos y el defenderse de Santa, quien, al fin, se puso en cobro, y sofocadísima, declaró al ciego desde el lado opuesto del catre que a modo de trinchera los distanciaba:
- ¡No, Hipo, por Dios! Es usted demasiado bueno y no merece que yo me le entregue como estoy. ¡No, le digo a usted que no! -agregó corriendo semidesnuda y aterrorizada de la actitud del ciego, que a fe que espantaba: los párpados de sus ojos enormemente abiertos, dilatada la nariz y contraída la boca, encogido todo él, cual fiera lista a saltar, sin cayado, los nervudos brazos abriéndose y cerrándose desesperados de sólo asir el vacío; con brincos de gato montés y resoplidos de tigre enjaulado.
- ¡No, Hipo, no...! -repetía Santa, yendo de un extremo a otro, Hipólito, ganándole terreno minuto a minuto, sin hablar, tendidos sus brazos como antenas de araña fantástica, en reclamo del cuerpo fugitivo que no veía pero que con locura adoraba; cuya vecindad adivinaba en su oído admirable de ciego, cuya desnudez olfateaba con irrazonable frenesí de infeliz y hacia el cual tendía los brazos temblorosos en suprema y terrible demanda de alivio...
La lucha se tornó implacable, con encarnizamiento de enemigos. Ya no había ídolo ni idólatra, sino el eterno combate primitivo de la hembra que se rehusa y el macho que persigue. De vez en cuando, escuchábanse ahogados y roncos ¡no!, ¡no! de Santa y los arrastramientos de Hipólito, en el piso de ladrillos... Un descuido de Santa, que resbaló en el suelo; luego dos gritos, el de pavor de ella y el de victoria de él; luego..., luego un jadear meramente animal, de personas enlazadas que forcejean, el ciego encima, magullando la carne idolatrada que al mundo entero pertenecía, abriéndose brecha con crueldades de gorila... Santa, en muda ya, domeñada, en espera de la furiosa embestida, con la silenciosa conformidad de su sexo, para aquellas derrotas fisiológicamente fabricado, y entrando de rondón, Jenaro, que se petrifica de mirar el informe e impotente bulto, que vierte el aguardiente, el café; que, niño en definitiva, solloza y clamorea:
- Amo...! ¡Don Hipólito...! ¡Niña Santa!...! ¿Qué es...?
Ahí terminaron las soledades, nunca más se mandó a Jenaro en busca de nada. Si los camareros de los hoteles no podían ejecutar el mandado, prefería Santa permanecer en ayunas, no beber su aguardiente, cuanto hay, con tal de no permanecer a la exclusiva merced del ciego.
Pues aquella criatura, a pesar de sus depravaciones, a pesar de ser la negación del pudor y de todos los pudores, conservaba uno en favor de Hipólito. Raro, ¿verdad...?, mas así era. No quería dársele tan manchada y sucia, saliendo de todos los brazos. Quería dársele después de una interrupción en su degradado vivir, que medio la limpiara y medio hiciérala digna del amor del pianista que, al cabo, esplendía por sobre las negruras de su despeñamiento, igual a antorcha de salud, a estrella celeste que le garantizara perdón, descanso, olvido. ¡Y explíquense ustedes por qué, ello no obstante, retardaba el principio de enmienda, la interrupción indispensabilisima, por qué el propósito de ayer, hoy desbaratábase, y por qué el de hoy corría mañana parecida suerte...!
Ante la tardanza, ante el continuo rodar de la moza peñas abajo, Hipólito llegó a desesperar, y sacando fuerzas de flaqueza, cumplió con la oferta de separarse de ella:
- Santita -le dijo con resolución-, ¡adiós! Ni nunca me ha querido usted ni nunca me querrá, que si algo me quisiera, a buen seguro que no me tuviese en este purgatorio... ¡Ya no puedo más, se lo protesto a usted! Día a día vengo a sacarla a usted de estos hoteles de Satanás y usted se me queda, me promete que mañana se irá conmigo..., y ese mañana bienaventurado que yo aguardo hace quién sabe cuánto tiempo, jamás amanece, Santita, porque usted lo detiene, porque se creería que usted prolonga la noche y en lo obscuro se encuentra complacida, que usted aborrece el sol... ¡Ay, Santita, cómo se conoce que no es usted ciega...! Cómo se conoce que su ida conmigo poco le significa, que conmigo seguirá tan a oscuras o más que ahora... Pues quédese usted, Santita, quédese y Dios que la ayude, yo ya no espero... ¡Jenaro!, despídete de Santita -ordenó el pianista, para proporcionar coyuntura a que Santa lo llamase.
Pero Santa, muy alcoholizada aquella mañana, mal atendió las patéticas razones del ciego, le permitió partir y, al adiós de Jenaro, murmuró:
- Sí, sí, váyanse, que se me parte la cabeza, y hasta mañana o hasta la noche, en el café de la Escondida, ya saben...
- No -contestó Hipólito regresando a la vidriera-, ni hasta la noche ni hasta mañana... ¡Adiós, Santita!
Cuando un río en avenida, descuaja, destroza y arrastra hasta enormes piedras y gruesísimos troncos que, allá van, cabalgando en las crestas espumantes y en los lomos verdosos de las ondas bramadoras a perderse en el mar, aunque en el pánico de su curso demente, piedras y troncos se revuelven, se entierren, resurjan y giren y por huir y salvarse, ocasiones hay en que una paja desgarrada y mísera, que también cabalga, pero despavorida, en las líquidas crines del vestigio desbocado, con sólo que de la ribera la sujete una rama, un tallo tan mísero y endeble cual ella, escapa del turbión, y muy asida a esa debilidad, circundando con su cuerpecito íntegro el tallo salvador, las aguas pasan por encima de ambos y dolidas de sus dos debilidades, como que respetaran esas nupcias de dos desventuras que ni sumadas alcanzan a oponerle una resistencia siquiera mínima, y al apaciguarse el río, al volver las aguas a su manso y rumoroso discurrir benéfico, los árboles y piedras -fuerza, soberbia, poderío-- no se miran ya; el tallo salvador y la paja desgarrada -lo débil, lo despreciado, lo humilde- ahí están, muy abrazados, temblando todavía dentro de un marco circular de espumas que, a manera de besos, cada ola les arrojó a su paso y que se apagarán muy pronto, después de haber acariciado y creídos e eternas -como los besos, que después de acariciar y de apetecerlos eternos, bórranse muy pronto, de los labios primero y de las memorias después.
En cambio si suprime usted o aparta de la ribera la rama o el tallo, la paja perece con mayor prisa que las piedras y que los troncos.
Ése fue el caso de Santa. Suprimido Hipólito, ella continuó rumbo al abismo, a escape, desgraciada, despreciada, desamparada y doliente. Recorrió la escala, peldaño por peldaño y abrojo por abrojo, hasta que dio con sus huesos y su cuerpo enfermo en un fementido burdel de a cincuenta centavos; nido de víboras, trono del hampa, albergue de delincuentes, fábrica de dolencias y alcázar de la patulea.
Era un cuarto, más que grande, deforme y disforme; una de sus cuatro paredes encaladas, embistiendo en un rincón a su vecina y sostén, con lo que ambas, en el ángulo que determinaban, amenazaban desplomarse y aun habían comenzado a hacerlo, por arriba, del lado de las vigas, según la tierra en polvo y los terrones cual puños que se venían abajo, al transitar de los carros cargadísimos y toscos que durante ocho horas diurnas, en su laborioso ir y venir de hormigas monstruosas, estremecían el arrabal.
Para arribar a tan ruin anclaje, anduvo Santa la Ceca y la Meca, lo mediano y lo malo que las grandes ciudades encierran en su seno como cutáneo salpullido que les produce un visible desasosiego y un continuo prurito, que únicamente la policía sabe rascar, y que contamina a los pobladores acomodados y los barrios de lujo. Es que se sienten con su lepra, les urge rascarse y aliviársela, y a la par despiértales pavor el que el azote, al removerlo, gane los miembros sanos y desacredite la población entera. En efecto, si la comezón aprieta y la policía rasca, sale a la cara la lepra social, se ven en las calles adoquinadas, las de suntuosos edificios y de tiendas ricas, fisonomías carcelarias, flacuras famélicas, ademanes inciertos, miradas torvas y pies descalzos de los escapados de la razzia, que se escurren en silencio, menudo trote, semejantes a los piojos que por acaso cruzan un vestido de precio de persona limpia. Caminan aislados, disueltas las familias y desolados los parentescos; aquí el padre, la madre, allí el hijo por su cuenta, y nadie se detiene, saben dónde van, al otro arrabal, al otro extremo, a la soledad y a las tinieblas. Lo que importa es que no los adviertan, que el ruido de los carruajes, la animación, el trabajo y el placer de los que poseen esas cosas, los escude y los esconda. Tanto peor si alguno de ellos es capturado por sospechoso; el resto de la familia no se acercará a indagar causas ni a compartir cautiverios. El trote menudo continúa, el punto terminal se halla distante...
Eso y más conoció Santa; conoció gentes y sucedidos que muchos ignoran hasta su muerte, a pesar de que han vivido siglos y años en la propia ciudad, leyendo sus diarios, concurriendo a los jurados, cultivando relaciones con autoridades y gendarmes. Santa lo conoció todo por exigencia de su oficio, que, en determinado nivel, es el natural y discreto intermediario entre lo que ataca y lo que se defiende, entre el delito y la ley.
Su actual domicilio, ubicado en región de pésima fama, más allá del Chapitel de Monserrate y de San Jerónimo, y muy al sur y cayendo al oriente, disponía hasta de nueve arpías sin contar a Santa. El cuarto de las paredes que se desplomaban lo subdividían dos tabiques principales que dejaban una especie de pasillo o corredor bien estrecho, y varios tabiques laterales que se agarraban como podían, con alcayatas, cuñas y retazos de cuerdas ennegrecidas de pringue, de los dos principales y de las paredes desconchadas. Por muebles, unos camastros agraviados, de colores sombríos y huérfanos de lana en colchones y almohadas; alguna silla de tule, desfondada y coja, y en la pared suspendida, a guisa de icono apropiado al culto salvaje que ahí se practicaba, una invariable bandeja de peltre con abolladuras y costras que ningún ácido sería capaz de extirpar, coronada con una toalla nauseabunda cuyas dos extremidades oscilaban patibulariamente a los portazos de las pupilas y de sus visitantes. Al fondo del pasillo o corredor, sobre una mesa con menesteres domésticos, una impiedad casi sacrilega: la imagen en fotografía de un santo, clavada con tachuelas en sus esquinas, rodeada de flores de papel, luciendo dos o tres exvotos de plata enmohecida y resistiendo los parpadeos de una lamparilla de aceite que dentro de una copa rota alumbraba noche y día.
Allí recaló Santa, después que la echaron de todas partes; llena de dolores y de pobreza; medio borracha; sus ojos opacos; su espléndido cuerpo donde no anguloso, hinchado, convertida en ruina, en despojo y en harapo.
- ¿Admite usted una más? -preguntó a una vieja con chiquiadores de jabón, entrapajada en el rebozo, chupando una colilla de cigarrillo y oliente a alhucema, que le franqueó la pequeña puerta taladrada de agujeros y remiendos.
Hubo una pausa muda, en pleno sol, el que, por bañar la acera, también bañaba, noblemente, la entrada del antro. La vieja examinaba, sin lograr levantar del todo los carnosos párpados que tendían a esconder los ojos. Luego, alargó sus manos, como puñados de sarmientos, puso al descubierto parte de sus brazos desnudos que por apergaminados y flacos imitaban brazos de momia, y con las manos, que se distendieron igual a tarántulas amaestradas, palpó caderas, senos y muslos, alzó la falda un poco y por fin ordenó:
- ¡Entra...! Si no te has desayunado, ahí hay hojas con catalán; si ya te desayunaste, barre quedito, que tenemos a uno todavía durmiendo...
Ni a la vieja se le ocurrió averiguar si la libreta de Santa hallábase en orden, ni a Santa contarle que carecía de ella. ¿Con qué fin, si en esas regiones profundas, la sanidad y sus agentes ya no se muestran celosos del cumplimiento de sus deberes...? Para el supuesto remoto de que a los agentes asaltase la excentricidad de ir a incoar esclarecimientos, siempre encontraríase libreta substituta con qué contentarlos. Por lo demás, ni riesgo, que los parroquianos del cubil tienen poderosas razones personales para no armar algazaras si los enferman. Si acaso, aclaran quién fue la culpable y le arriman un pie de paliza en las tenebrosas calles adyacentes o en los horripilantes figones de las cercanías, en donde invitan y regalan a este hato de desdichadas. Pero no acuden a la policía, ¡un cuerno!, pues en la liquidación saldrían con su haber muy encanijado y su debe repleto de partidas por pagar. La mayoría de la parroquia es estuche de honorabilidades; soldados desertores, que allí mismo venden y negocian los uniformes, los chacos, las cartucheras y los marrazos; rateros prófugos, que allí ocultan, por lo pronto, lo diminuto y frágil apañado con sus artes e industrias; fletadores de tierra y de agua, de canoas y carros que meten más matute que mercancías declaradas; buhoneros y carcamanes, que regresan o parten a las ferias rurales; comerciantes al menudeo, de la vecindad, con más trampas y deudas que existencias en sus tiendas, a las que no pueden tornar, porque, injustamente, se las ha sellado el juzgado; infieles administradores de pulquerías, sin empleo, pero con odios, con reales y con revólver al cinto... En ocasiones excepcionalísimas y a vueltas de influjos y parlamentos con la dueña del ergástulo, algún pobrecito reo de homicidio que, aburrido de no saber si lo fusilarán o lo indultarán con veinte años de presidio, se fuga de Belén y allí lo albergan sus valedores mientras le procuran disfraces y seguridades. Un mundo especial, que aflige e interesa; sin sentido moral y con rasgos morales que deslumbran; la hez trocándose a veces en abnegación; los pocos contra los muchos; como cavernas las conciencias, como hábito el crimen, como lenguaje el caló; lo que sobrenada, la resaca de las grandes charcas humanas que se dicen ciudades, los antisociales, en fin.
Al cerrar la puerta y de nuevo atrancarla, la vieja habló imperiosa y lacónicamente:
- ¿Cómo te llamas? -preguntó a Santa.
- Santa -repuso ésta.
- Pues desde hoy te llamas Loreto, ¡qué Santa ni qué tales...!
Y hasta el nombre encantador se ahogó en la ciénaga. A pesar de la decadencia de Santa, esta gehena la anonadó. ¡Qué noches y qué tardes y qué mañanas y qué agonía! Salía de los brazos de un forajido y caía en los del mal que por dentro la trituraba o en los del alcohol falsificado que bebía a torrentes para ver de aniquilarse, de no sentir, de que la tirara encima de su camastro o en el vivo suelo, y roncar embrutecida e insensible. Y asistía, presenciaba lo que se sucedía, inconsciente y atónita, sin protestas ni remedios, cual todos sufrimos las pesadillas peores que no se acaban, las que enloquecen, las que, despiertos, nos hacen temblar, pedir fervorosamente a Dios que lo visto y sentido no lo veamos ni sintamos nunca, más que en pesadilla.
Su único consuelo estribaba en salir y meterse en un afamado figón de la plazuela de Regina, denominado: El Sesteo de las Fatigas, que se cerraba a media noche corrida y en el que se guarecía y embriagaba un conjunto multicolor y multiforme de gente de pelea sin oficio ni beneficio, por lo menos durante seis horas, de las oraciones a las doce, cuando al fonducho ardíansele los intestinos. ¿Fue aquí o con el asesino escapado de Belén, que con ella se desveló una noche completa, donde Santa aprendió la letra de una danza que sin cesar canturreaba después de aprendida? Ambos pudieron ser los maestros, pues en El Sesteo había mucho canto, con guitarra y todo, y el asesino -¡el mundo es así!- trató a Santa con finuras y ternezas femeniles de puro delicadas, le confesó por qué había matado, ¡y aun le habló de una mujer que quería y de un hijo, chiquito, cuyo paradero ignoraba...! (la pareja que aquella noche pernoctó tabique de por medio con el asesino y Santa, contó que les oyó llorar y charla que te charla, en voz baja de confidencia y de secreto). Como a un momento dado, el hombrón se soltó cantando, ora porque el aguardiente se le encaramase a la cabeza, ora porque el recuerdo de sus desdichas lo hubiera embriagado, no está investigado dónde Santa aprendería la danza que canturreaba tercamente, sin afinación ni voz, cual súplica reiterada de que las palabras cumplieran lo prometido en la dulzura de la melodía y en la magia de la rima. ¡Las danzas son la apropiada música de los individuos que agonizan y de las razas que se van!
Uno de los cuartetos contenía ofrecimientos tan misericordiosos:
...dicen que los muertos, reposan en calma,
que no hay sufrimientos en la otra mansión...
Que Santa los repetía sin descanso, obsesionada ya, por la muerte, creyendo a pie juntillas en la garantía de los versos sepulcrales. Sin aquel entusiasmo ni aquella devoción con que decía lo primero, cantaba el resto, por no truncar la estrofa:
...que si el cuerpo muere, jamás muere el alma,
y ella es la que te ama con ciega pasión...
Al llegar a estas palabras últimas, por asociación natural de ideas, como por ensalmo aparecíasele Hipólito, el ciego, mirándola sin verla con sus horribles ojos blanquizcos de estatua de bronce sin pátina. La aparición borrábase en el acto, sin que Santa pudiese distinguir en lo confuso de los lineamientos que se esfumaban, si el alma de ella, la que jamás moría, era la que anhelaba que Hipólito se diera prisa a rescatarla, o si Hipólito no la rescataba porque ya el alma de Santa obrase en su poder y él mantuviérase custodiando el sagrado depósito.
En las dudas, fue la enfermedad la que sí alcanzó su grado máximo. Materialmente atenaceaba a Santa, y con la carga a cuestas de la gehena en que moraba, no daba ya paso, ni realizaba movimiento, ni intentaba ademán que no le arrancara gritos, los que, aunque sofocados lo más posible, oíanselos los clientes, las compañeras, el ama. Instantes había en que ni caminar conseguía, sino que a rastras ganaba el camastro, asíase crispada a sus ropas nada limpias, y con lágrimas de verdad, imploraba clemencia de sus alquiladores:
- ¡No me toques, que me estoy muriendo...! ¡Y no me acuses con la vieja, porque me correría y no tengo a dónde irme...!
Unos la forzaban, como infernales chivos en brama, sin curarse de sus dolores que suponían fingidos; algunos contados, le pagaban y aun le aconsejaban apelar a tal o cual remedio; los más, desde el cuarto, pedían una suplente:
- ¡Oye, tú, Fulana, manda otra muchachona, que ésta no sirve...!
Medio mes contemporizaría la vieja, y al cabo de él, con idéntico tono e imperio idéntico a los empleados para la admisión, la despachó:
- Mira cómo te las compones, porque mañana te me largas... Te perdono los catorce reales que me debes del rebozo...
Hay situaciones que ya no empeoran con nada; por lo que Santa redújose a responder con un triple sí a la perentoria admonición:
- Sí... sí... sí, me iré mañana... ¡Ya lo creo! -añadió, sin saber por qué lo añadía.
Fueron tantos y tales los dolores que la torturaron toda esa tarde, que no probó gota de alcohol. Sudaba mucho, sus ojos parecían sepultados en sus cuencas, y las ojeras, de tan negras, parecían huellas de golpes recién recibidos. Debía hallarse muy grave, muy grave... Revolcándose en su cama miraba a su alrededor y hacia atrás, en forzada conformidad contra lo irremediable; ya ella marchaba, ya, el tren o el buque o la diligencia o lo que fuera, echaba a andar y se la llevaba, vaya si se la llevaba...
Al oscurecer, una mejoría ligera, mas suficiente para que reaccionara. Llamaría a Hipólito e Hipólito vendría, en el momento, amante y noble, sacaríala de ahí y la ayudaría a bien morir, la enterraría, y, sobre todo, la perdonaría. Aumentó su deuda a dos pesos, solicitando una peseta con qué pagar a un mandadero:
- El señor que va a venir por mí, le pagará a usted -aseveró con aplomo, y ante la incredulidad de la vieja, agregó:
- Si nadie viniera, ¿qué le importa a usted una peseta más...?
El recado a Hipólito, sincero y feroz, verbal y con laconismos de telegrama que anuncia una defunción:
- Le dirás a un ciego que toca el piano en tal casa de tal calle, que Santa, ¡fíjate!, que Santa está muriéndose y quiere verlo, nada más, y que se venga contigo, ¡corre!
Si la vieja, las mozas y los clientes hubiesen sido asustadizos o de diversa pasta amasados, habríanse hecho cruces frente al portento que veían: un ciego feísimo y pésimamente trajeado, llegando en coche al burdel, en cuyos interiores se precipitó auxiliado de un lazarillo descalzo y roto.
- ¡Santa...! ¡Santita...! ¿Dónde está usted...?
Y después de contestar Santa, el ciego se metió en el cuarto y apenas si se escuchó como un sollozar de personas que no desean ser sentidas.
- ¡Hipo! -decía Santa muy por lo bajo al pianista, que la palpaba y olía y besaba devotamente-, me echan de aquí, ¡de aquí...! Nadie me quiere ya... apesto, estoy podrida, ¡me muero...!
- Yo te quiero, yo... yo... Y te llevo conmigo... y no te morirás... ¡porque no es posible que te mueras!
Se la llevó, en efecto, pagando lo que adeudaba.
Salieron los demás, hasta la mitad de la calle, no creyendo que aquello fuese realidad.
El ciego entró a Santa en el carruaje, siguiéndola después, y como Jenaro subió al pescante ni más ni menos que un lacayo, las sombras de la noche y del arrabal completaron el hechizo.
Triunfalmente, arrancó el carruaje.
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