Índice de Santa de Federico GamboaSegunda parte - Capítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

SANTA

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO V


Sonaban las diez de la noche cuando el simón se detenía en la casa de Hipólito; por lo que el ferrado y arcaico zaguán estaba cerrado ya, circunstancia que no desagradó al pianista, pues le ahorraba la curiosidad de los vecinos, que, seguramente, excitaríanse muchísimo si lo viesen entrar en su domicilio acompañado de una mujer.

En cambio, el teatro Arbeu, frente por frente del inmueble, ostentaba encendidas todas sus baterías de luces, abiertas sus puertas, y por éstas saliendo a la calle los concurrentes, a disfrutar del entreacto. Las luces se estiraban hasta la pared frontera, arrancando de los balcones destellos que simulaban interior iluminación en los edificios alumbrados. Oíanse murmullos y risas, mirábanse flamas de fósforos que duraban un instante y cigarros encendidos cuyos fuegos revoloteaban en limitado radío, siguiendo los ademanes que les imprimían los fumadores agrupados. Al borde de la acera opuesta al teatro, veíanse, en fila, mesitas atestadas de panes con sardinas, de bizcochos y dulces, todas con idéntico alumbrado; una vela de sebo, con pantalla de papel para que el viento no las apagara, y todas con los propietarios tras ellas, evitando que los granujas revendedores de billetes y contraseñas -emperadores del arroyo- no les birlasen algún comestible. A entrambos lados de las puertas del teatro, hileras de carruajes estacionados, desiertos varios pescantes porque sus cocheros conversaban en corrillo, apagados diversos faroles por economía, dormitando algunos caballos, con el pescuezo muy tendido y la cabeza muy gacha, descansando en la lanza y en los cejaderos, o aproximándose al empedrado mas y más a cada respiración, como si con ésta marcaran el nivel de su sueño.

De un salto de simio, Jenaro se bajó del pescante, abrió la portezuela y pidió órdenes:

- ¿He de ir a buscar cena...?

Primero, liquidóse el coche, con respectiva propina; luego, abrió Hipólito el zaguán con una llavaza que de su pantalón extrajo, y, Jenaro adelante, para no desamparar a su amo, que tampoco desamparaba a Santa, Jenaro resultó guiando a los dos por el patio enlosado. La enorme casa, a oscuras y en silencio, salvo, abajo, una que otra claridad que asomaba medrosa y pálida por las hendiduras de las puertas cerradas de los cuartos, y, arriba, una que otra vidriera de ventana o puerta -con cortinas de gancho-, tras las que se adivinaban quinqués por apagar dentro de las viviendas. Como ruidos, el chorro de la fuente del patio, blando y monorrítmico; y de aquí, y de allí, llantos de niños inquietos y canturreos maternales, arrullándolos. En un rincón del patio, sujeta a dos paredes, una cuerda colgada de ropa recién lavada que se oreaba, y aun mecía, dando a camisas y calzones, de mangas abiertas y espatarrados, fatídico aspecto de mutilados que ahí se pudrieran o de blancos espectros a punto de remontarse y desvanecerse.

La vivienda de Hipólito estaba en los altos, y a ella subieron quietamente, Jenaro exceptuado, que, conocedor del terreno, anunciaba peligros:

- ¡Cuidado! Ése es el caño... No se coja usted del pasamano, niña Santa, porque le falta un pedazo... Ahora, de uno en uno, porque el corredor tiene un boquete más ancho que yo... ¡Ya llegamos!

Santa, que tanto tiempo llevaba de no contemplar sino las peores lobregueces, no pudo menos de elogiar la casa. Apoyada en el barandal del corredor, mientras Hipólito bregaba emocionado por meter una segunda llave en la cerradura de su habitación, murmuró:

- ¡Qué bonita es esta casa, Hipo, qué grande!

Reducíase la morada del pianista a una azotehuela destechada que hacía veces de recibidor a la intemperie; en seguida, tres piezas: una de medianas dimensiones, de cielo raso agujereado y manchado por las goteras, con papel de tapiz sucio y desgarrado; otra, muy obscura, en la que dormían Jenaro y el Tiburón -un palomo llegado de donde nunca se supo, por los aires, y domesticado al extremo de atender por su nombre, escoltar a los inquilinos lo mismo que un perro, comer posado en un hombro del músico o en la boca de Jenaro, alegrando a los moradores con su cucurruquear, y viniendo a ser la nota única presentable de la desmantelada casucha, con el arrastrar de su cola abanicada por los pisos y su volar confianzudo por las estancias-. Al final, la cocina, con un brasero de poyo que se desmoronaba por desuso, una alacena poblada de ratones y arañas, y tierra y polvo y humedades. Figuraba en el cuarto de Jenaro una amplia cama de la fábrica del lazarillo; cajas de vino vacías y agrupadas, en sus junturas, paja, encima un petate, desteñidos retazos de ancianas alfombras y un cobertor heredado de Hipólito... ¡El muchacho dormía tan ricamente! El cuarto del patrón sí que abundaba en muebles, desde mullido catre de a cinco pesos, con colchón de resorte y colchón de lana, sábanas, almohadas y colcha, hasta tocador de calle de la Canoa, con espejo que de nada servía a Hipólito. Había de todo: mesa de noche y mesa para comer, un sofá de cerda, ropero de llave, cuatro sillas y platos, cubiertos y vasos de distintos precios y matices. Una lámpara sin bombillas, que proporcionaba menguada luz si la encendían, y una vela esteárica, de las de a medio real, que se consumía encajada en palmatoria de hojalata, recubierta de capas de estearina petrificada que las velas anteriores habían ido acumulando con su indigente arder y su pródigo chorrear.

Optaron por prender la vela de preferencia a la lámpara, y al comprender Hipólito que ya se veía dentro de su casa, quitóse el sombrero, cogió ambas manos de Santa, y, besándolas, solemne, exclamó:

- ¡Mira qué poco puedo ofrecerte, Santa, pero todo tuyo, todo, hasta nosotros, que somos tus criados! Aquí se hará lo que tú mandes, aquí te animarás y nadie en el mundo, digo, mientras tú quieras, nadie vendrá a importunarte, ¿estás contenta...?

Echóse Santa en brazos de Hipólito, cegada por la llama de aquel amor que, lejos de extinguirse, trazas llevaba de perdurar hasta la muerte de quien lo nutría o de quien lo inspiraba; quizá hasta después, más allá de la muerte y del olvido.

- ¿De verdad tanto me quieres, Hipo? -preguntó Santa, dudosa de que no obstante su primitivo desvío hacia Hipólito y de que ahora, que despreciada fisicamente, enferma y sin encantos, la repudiaban todos, hubiese alguien que en quererla persistiese con esa idolatría infinita de mar sin orillas. ¿No será -continuó quedo- que, por no poder verme, te has figurado que soy distinta de como soy...? ¿No sabes -continuó casi en un soplo- que mi belleza se me ha ido? ¿No te lo dije ya? ¿No te dije que ya nadie me busca, que doy asco, que no sirvo ni para satisfacer a los más ordinarios, los pelados de las calles y los vagabundos de los caminos...? ¿No te doy asco a ti? ¿No es una limosna la que me brindas por lo que me reste de vida, que bien corta ha de ser...?

Hubo una pausa imponente, larga. Desasióse el músico de los brazos de Santa, delicadamente, envió a Jenaro en busca de cena, y caminando en la estancia, cual si no fuera ciego, con aplomo increíble, llegado donde Santa pronunció:

- ¡Oye!

Hubo una nueva pausa. Parecía que Hipólito mirara el suelo, según lo doblado de su cabeza. En realidad, mirábase por dentro, miraba atrás, a lo sufrido en tiempos pasados, al páramo desolado en que siempre latiera su corazón. Y luego, rompió a hablar:

- Yo mismo no sé cuánto te quiero, ¡hay cosas que no se saben...!, pero, calcúlate que me hacían pedacitos, muchos, muchos, ¿me comprendes...? Cada pedazo del tamaño del ojo de una aguja, y que muchos hombres, muchos, fueran tirándolos por el mundo entero, a puñados, acá un puñado, otro en China, que dicen que está lejísimos, y así todos, a leguas y leguas unos de otros, separados por montes, por ríos, por todo lo creado... Pues si tú, en medio de un desierto, mil veces más enferma y más pobre y más despreciada y más fea, ¡vaya, que asustaras a las fieras!, si tú un día me llamabas como me has llamado hoy, si como hoy me juras que me quieres, lo mismo que, vivo, volé a tu lado y a tu lado me tienes y a tu lado me tendrás hasta que nos muramos, lo mismo mis pedazos se juntarían solos, por milagro muy grande, y juntos, quiero decir, yo rehecho, habría ido hasta ti, a bendecirte y adorarte como en este momento te adoro y te bendigo...

- ¡Sí, Hipo, sí te quiero, te juro que sí te quiero! -le dijo Santa, al fin cautivada y de veras queriéndolo- ¡Creémelo, dime que lo crees!

- Tú no sabes -siguió Hipólito rechazándola, sin contestarle si creía o no creía en su juramento, completamente alucinado-, tú no sabes lo que es vivir sin amor toda una vida... Dios te libró de saberlo, ¡ríndele gracias! A ti, al contrario, amores te sobraron, los has deshojado al principio, pisoteado después, y al principio y después te has reído de ellos, igual a las criaturas que se ríen de los juguetes que rompen y de las flores que destrozan, porque no les importa, ¡hay muchas jugueterías y muchas flores en el mundo...! Tú has sido una feliz, pues se me figura a mí que ni con parar en lo que paraste te manchaste por dentro... Apuesto a que en el fondo eres buena, ¿verdad que sí? Me lo revela el que hayas acabado por quererme y por venirte conmigo que, fuera de mi madre y de ti, no me ha querido nadie... ¿Qué es tu fealdad si a la mía la comparas? ¿Qué es tu miseria y qué el mal que te aqueja...? Yo te aseguro que también soy bueno, sí, no seré un santo, pero bueno sí soy..., la prueba, que nunca he maldecido de Dios y que con más conformidad que desesperación he venido caminando a tientas por esta noche interminable en que me hallo sumido...

El ciego, al decir esto, habíase incorporado; y la luz de la vela le dio de lleno en su rostro comido de viruelas, en sus horribles ojos sin iris, que, por inmóviles, parecían mirar las tristezas que brotaban de sus labios protestantes, el acumulado dolor que enumeraba, el desconsuelo de su existencia yerma en amores. Muy impresionada, veíalo Santa, sin reparar ya en la fealdad de su adorador último, antes descubriendo en ese propio rostro infamado con la triple marca de la viruela, del padecer y de la miseria moral y material en esos ojos blanquizcos de estatua de bronce sin pátina, una hermosura extraña, un atractivo de persona martirizada, que ha apurado hasta las heces, solitario y mudo, el cáliz amarguísimo de todas las desgracias.

Una onda formidable de piedad la acercó a Hipólito, la prosternó a sus plantas, abrazada a sus rodillas. En el mismo instante, acatando la costumbre, el palomo vino, volando desde las piezas oscuras, a posarse en el hombro de su amo.

Ya la débil fiama de la vela, que zozobraba en el nimbo de las sombras del cuarto, destacábase el grupo simbolizando el ciego con aquella paloma en su hombro y con aquella mujer a sus pies, una escultura trágica del irremediable y eterno sufrimiento humano, abandonada en una de las tantas encrucijadas de la vida, maltrecha por las inclemencias de los tiempos, pero siempre erguida, sin nunca desmoronarse, yendo a parar en ella el amor en sus formas únicas de terrenal y alado.

Presentóse Jenaro con la cena y con su vivacidad de avispa. Sin previa venia encendió la lámpara, abrió la ventana para que se les metieran un poco las estrellas, aderezó la mesa, y batiendo palmas, hizo que Santa e Hipólito se acomodaran. Les sirvió con diligencia de consumado camarero profesional, desmenuzó migas para el Tiburón, que con cuello y cola contoneábase por entre platos y vasos, y a la hora de destapar la modesta cerveza, que para embravecerla había estado agitando, procuró que el taponazo causara estruendo, derramó la espuma y anunció cómicamente:

- ¡Champaña de a diez locos! ¡De la casa de doña Elvira, en que hemos trabajado todos...!

Se manifestaba tan contento del hallazgo y secuestro de Santa, como el pianista su amo, quien cenó distraído, vuelta su cara a la muchacha, cual si pudiera mirarla. Y era lo que sorprendía a Santa, ¿por qué si ella volvíase a contemplarlo, él ejecutaba maniobra análoga? No concluyó aquí lo extraordinario: después de la cena, como si le leyese los pensamientos, Hipólito pidió la botella del catalán y con grande discreción dijo a Santa, que se moría por catar aguardiente:

- Bebe una copita de esto, que yo lo acostumbro encima de mis comidas y no estaría bien que me consintieras beber solo -y con raro tino, sin verter gota, le sirvió en un vaso grande el tanto de dos o tres copas pequeñas.

Por no mortificarla con su presencia, se levantó y llamó a Jenaro a la azotehuela, donde con él sostuvo animado parlamento del que Santa pescó un trozo que otro:

- Muy temprano, Jenaro..., muy temprano, a las siete siquiera...

Santa se apresuró a despachar su ración de catalán, porque sus dolores se anunciaban y necesitaba reposo. Sin quejarse todavía demasiado, vio sonriendo los postrimeros aprestos de Jenaro: el cuidado con que guardó trastos, apartando para sí los mejorcitos restos de la cena; el cariño con que puso en el suelo al Tiburón, que no se oponía a los manoseos del granuja; el chiste con que se retiró tocando rancho, con una mano en la boca a guisa de trompeta, su plato de cena en alto, y el Tiburón tras él a paso veloz, oscilante la cabecita, como un péndulo erecto, inflando y desinflando el buche al compás de sus coquetos andares. Llegado Jenaro a sus dominios, llamó la atención de Santa el escuchar que sostuviera una tendida charla.

- ¿Con quién habla Jenaro? -le preguntó a Hipólito.

- Con el Tiburón y con sus ratones y sus arañas de la alacena -le explicó el músico, habituado a las prácticas de su lazarillo-, está poniéndoles de cenar.

De ahí a poco, nadie habló; sin duda Jenaro dormía y sus animales también, Santa hacía poderíos por vencer sus dolores, que volvían a atenacearla y retorcerla bajo las sábanas. Mordía éstas, a fin de que sus quejidos nacieran muertos e Hipólito no los advirtiese, y con todas las veras de su alma anhelaba honradamente que aquéllos, cuando menos, no la laceraran tan duro; que le otorgasen breve tregua, aunque luego la atormentaran peor. Pero que pudiera entregarse a Hipólito, tornarlo dichoso alguna vez; que pudiera ofrendarle su cuerpo, inútil ya y nada codiciable, a quien por él se perecía, a quien merecíalo más, ¡oh, mucho más!, que los mil y mil que se lo habían estropeado con sus caricias torpes y sus despóticas lujurias asquerosas... Y conforme Hipólito, desnudándose muy despacio y con la exagérada parsimonia del que intenta prolongar halagüeñas ideas y situaciones de cuya realidad se duda, preparábase a palpar y saborear el ideal de su vida -a punto de convertírsele en hecho positivo-, los dolores se le adelantaban e invadían el entero cuerpo de Santa cual áspides y víboras se le enroscaban en nervios y músculos, y a semejanza de dragones de leyenda o de celosos endriagos heráldicos, se le amontonaban y redoblaban sus desgarramientos, zarpazos y mordeduras, donde menos debieran redoblarlos... Mordía Santa mayor cantidad de ropas, padeciendo lo indecible con lo que sentía y con la convicción de que no podría, ¡materialmente no podría!, premiar el amor inmenso del ciego que se aproximaba ya a la cama, lo propio que si a un templo se aproximara; recogido, suplicante, tendidos entrambos brazos para anticipar, desde con la punta de las uñas, la soñada posesión de la mujer idolatrada y por tantas ocasiones en la apariencia perdida para siempre.

No supieron sus ojos ciegos que la vela, consumida, boqueaba en la palmatoria, pero si su instinto le gritó que triunfaba, que diera un paso más, el definitivo que de la dicha nos separa, y se proclamase señor y dueño de Santa. Aún se retuvo, tímido cual recién casado, y metióse en la cama..., mas al experimentar el calor tibio y el contacto múltiple, estalló el volcán que alimentaba por dentro, y con estridentes fragmentos de risas roncas, con entrecortado y tierno murmurio, apenas oíble, de palabras truncas, que a borbotones le salían, cayó sobre Santa, que, a pesar de la adoptada resolución de sacrificarse, de morir a ser preciso con tal de que Hipólito gozara, fue tan espantoso su dolor, que se encabritó como se encabritan las vírgenes en los sagrados y secretos combates nupciales, y en llanto y sudor bañada, repelió la embestida:

- No puedo, Hipo, no puedo... ¡Mejor mátame...!

Por natural efecto del mismo amor inconmensurable en que el ciego se consumía, sucedió entonces el mayor de los portentos: Hipólito, por heroico esfuerzo de la voluntad, domeñó el desbocado potro de su deseo, y besando a Santa en la frente, sereno y tranquilo en un segundo, él, fue él quien presentó excusas que resultaban grandes de puro desgarradoras:

- Tienes razón, mi Santa, estás enferma y yo lo olvidé, perdóname y duerme, ¡pobrecita!, me basta con tenerte aquí... sí, acostada en mi brazo... así, Santa así... ¡Descansa, duerme!

Indudablemente fue aquella noche la más casta que nunca tuvo Santa, purificada por el dolor, que no le daba punto de sosiego, y saturada por el amor de Hipólito, que ni se movía, para ver de proporcionarle la quietud que a una demandaban el cuerpo enfermo y el espíritu no muy sano de la muchacha.

Ni uno ni otro dormían y los dos lo simulaban con su inmovilidad y sus ojos cerrados. De tiempo en tiempo, a ella estremecían el dolor, y a él el deseo; y resistían calladamente y en el mutismo. Los pensamientos de Santa, en premio al tanto sufrir pasado, prometíanle la era de dicha que todos perseguimos y de la que todos habemos menester; los pensamientos de Hipólito, en premio al tanto esperar resignado, prometíanle la propia era de dicha que Santa columbraba: el día ofrecido había llegado.

Así sentíanse bien, juntos, cubiertos por la misma sábana humilde y rota como ellos, participándose su calor mutuo; seguros el uno del otro; unidos en lazo indisoluble por su desventura común y su común miseria. Necesariamente, sus pensamientos subían -cada cual por su lado, e ignorantes de que remontaban una sola ruta- a un único paradero, dispensador misterioso de las conjunciones como la suya. Sus pensamientos subían a dar gracias, recordando por el camino que habían sido olvidadizos, que eran culpables; que Santa pudo perecer en el ergástulo de que acababan de libertarla, y que Hipólito, sin luz en sus ojos ciegos ni luz en su alma enamorada, habría perecido en cualquier rincón, desesperado y precito. De fijo los perdonaban, supuesto que les consentían amarse. Las ternuras de que se sabían dueños y que se juraban no escatimarse, curábanlos de lo sufrido, borrábanles desesperaciones y apagábanles los oídos almacenados, los limpiaban de rencores, enconos y maldades. ¡Por el amor volvían a Dios! Y sus pensamientos continuaban subiendo, blancos como armiños, arrodillados como comulgantes, bendiciendo como desgraciados, seguros de que los perdonarían porque ya ellos habían perdonado. Y el dolor de Santa se amortiguaba, trasmutábase en llevadero; y el deseo de Hipólito disminuía, trasmutábase en deleite quimérico y dulcísimo... Muy poco a poco fueron moviéndose, hasta que sus cuerpos se tocaron sin malas tentaciones ni torcidos apetitos, en inmensa promesa pura de pertenecerse cuando pudieran. Y se oyó entonces que el Tiburón aleteaba, pero ellos creyeron, no que fuese una paloma, sino el cariñoso Angel de la Guarda de su infancia, que con ellos se reconciliaba viniendo de muy lejos enviado, que satisfecho de verlos, plegaba las inmaculadas alas, y a falta de madre, de salud, de riqueza y de dicha, ¡dolido de ellos!, les velaba el solo sueño que debe velar, el sueño casto, en que al fin cayeron la pobre prostituta y el pobre ciego...

Gracias a este sueño, inteligentemente llevó a cabo Jenaro el mandado de la víspera. Antes de las siete, de puntillas se huyó con llave y todo, para que no tuviese algún intruso la ocurrencia de ir y despertar a sus amos. Del exceso de júbilo, hizo gritar al loro de la portera y a la portera inclusive, que por la travesura, lo regaló con una carretada de denuestos. En sus interiores, eran enemigos personales ella y él.

En menos de una hora, precediendo a un cargador que conducía un gran canasto tapado, que mucho intrigó a las comadres y desarrapados pipiolos del patio, regresó Jenaro, conduciendo a su turno, en un cesto los desayunos que humeaban lo mismito que locomotoras que por combustible gastaran café. En la azotehuela de la vivienda licenció al cargador, luego de volcado en el enjuto lavadero el contenido del gran canasto, contenido que resultó ser un cargamento de flores fresquísimas, con todos los perfumes y con todos los colores. Un capricho de Hipólito, que como nunca veía nada, no encontró obsequio más a propósito para Santa que cubrirle de flores su mezquina casita, el dormitorio principalmente.

- Que al abrir sus ojos, Jenarillo, vea muchas flores, muchas, y después que me vea a mí..., puede que le parezca yo menos feo...

¡Los ahogos que pasó Jenaro porque no se despertaran! Sus ágiles pies desnudos corrían de aquí para allí, con rumores apenas perceptibles; a efecto de que el Tiburón no cucurruqueara o no volase, lo encarceló en su cuarto, y él púsose a decorar azotehuela y dormitorio, sin orden ni concierto, a impulsos de su fantasía desordenada y turbulenta. El caso es que la habitación quedó quizá mejor que si un floricultor de oficio la hubiera engalanado; recreaba la vista y halagaba el olfato; tenía algo de jardín y algo de iglesia, bastante de fiesta y bastante de campo. Cerca de las nueve dio la mano última a su labor, suelta al Tiburón y sol a la estancia, abriendo la ventana de par en par. El café, servido en la mesa enflorada, entibiábase dentro de las tazas.

Santa despertó la primera, y en la grata somnolencia que sigue al sueño, probablemente se imaginó que aún se hallaba dormida; porque aspiró el aire a plenos pulmones, con hondo suspiro de satisfacción, medio vio las flores y volvió a cerrar los ojos sonriendo al espectáculo inesperado.

Jenaro les lanzó al Tiburón, que fue a parar a las mismas almohadas e hizo la rueda; y golpeando en la puerta del cuarto les anunció a gritos el desayuno.

- ¡Ya traje el café con leche!

También Hipólito abrió sus párpados, y calculando que la batahola la producía el buen éxito de las flores, para no malograrlo, para que sus horribles ojos blanquizcos no echasen a sentenciados a no verla nunca, y ellos se abrieron desconsolados, exageradamente, pugnando por ver ¡un segundo siquiera, Señor...! Las lágrimas de Santa, sobre ellos suspendida, los penetraron gota a gota y en el acto se reabsorbieron en aquella superficie seca, como se reabsorbe la lluvia en los terrenos sedientos, áridos e infecundos que no han probado el agua.

Inauguróse una existencia de ensueño, no vivían, no, ni el uno ni el otro, ¡resucitaban! En medio de los dolores tremendos que no desamparaban a Santa, hiciéronse calle todos sus instintos femeninos, Hipólito no necesitaba ver para reputarse feliz, y Jenaro brincaba y saltaba lo mismo que un cordero. Volóseles el día dibujando planes y esbozando proyectos: Santa guisaría, cosería y barrería, pues se pintaba sola para tales faenas; Jenaro haría mandados y otras diligencias callejeras, e Hipólito trabajaría por las noches en la casa de Elvira, según uso y costumbre.

Hipólito aprobaba, con incondicional aquiescencia beata de bienaventurado, pillando de tiempo en vez un brazo de Santa, su cintura, su vestido, que besaba con glotonería de can hambreado que hurta carne exquisita.

Por lo pronto, Santa y Jenaro, so pretexto de asear la casa, levantaron densa polvareda que les obligaba a llorar, toser y reír. Después, Santa guisó en el brasero de poyo, que por desuso se desmoronaba, platos más aplaudidos que comidos, pues Santa, a pesar de sus preconizadas habilidades culinarias -poseídas en realidad cuando sus juventudes campesinas-, no condimentó ni lo más sencillo, muy bien que digamos. Al incierto futuro con que gratuitamente contaban, consignaron asimismo las opíparas comidas de que habían de disfrutar; todo lo emplazaron para pronto, mañana o una semana, plazos breves de quienes traen a cuestas pesada carga de desdichas y ansían descansar.

¿Por qué a cada proyecto ya cada plan, el implacable mal sin remedio que a Santa afligía, le clavaba las garras, desbarataba los castillos de naipes y entristecía a Hipólito...? Doblábase Santa apoyándose en muebles y paredes, desfigurado el rostro y hundiéndose ambas manos en los sitios doloridos; acariciábala Jenaro, e Hipólito fruncía las cejas y entre dientes mascullaba quién sabe cuántas protestas e imprecaciones. Cuando los dolores se acrecentaron y Santa hubo de acostarse, el músico declaró sombrío:

- ¡Lo primero es que te cures! ¡Mañana te verá un médico, y si ése no sirve, otro y otro, hasta que alguno te alivie!

Con uno bastó; uno que se presentó de parte del facultativo particular del establecimiento de Elvira y al que Hipólito había acudido en su tribulación.

La enfermedad de Santa era tan característica, tan avanzada se hallaba, que el galeno tuvo de sobra con un solo examen para diagnosticarla por su nombre terrorífico y para pronosticar un desenlace próximo y funesto. Terminado el examen, llamó a Hipólito a la azotehuela, todavía con pétalos, tallos y hojas de las flores de la víspera, y sin medias tintas ni prolegómenos disparó la nueva:

- ¡Lo que padece la señora es un cáncer tremendo y sin cura...! ¡Es mal incurable! ¡Quizá alargaríasele algo su vida, aunque tampoco es seguro, precediéndose a la operación, pero la operación no carece de riesgos y es costosísima...!

- ¿Cuánto...? -interrumpió el ciego, pálido y convulso, a todo resuelto, menos a perder a Santa.

- Pues, por ejemplo, en el hospital Béistegui, que posee todos los adelantos modernos, porque aquí ni intentarlo -repuso el facultativo aludiendo a la ruindad de la morada y avaluando de una ojeada lo que el músico sería capaz de pagar-, costaría unos cien pesillos, sin incluir lo que cobren por la convalecencia en una de las salas; yo llevaré a un compañero y a un practicante, para el cloroformo.

- ¿Dice usted que sin la operación es infalible y pronta la muerte de la enferma...?

- ¡Infalible y pronta, sí señor!

- ¿Cuándo quiere usted operar? -preguntó resolviéndose y sin discutir precios-, yo pago adelantado.

- Pasado mañana, en la mañana -contestó el doctor, después de consultar su cartera-. Mañana arreglaré su ingreso y dormirá ya en el hospital.

- ¿Puedo asistir a la operación...?

- ¡Hum...! Si usted se empeña y promete no moverse ni chistar...

- ¿Cómo se llama la operación? -preguntó Hipólito por último, desencajado.

- ¡Histerectomía!

Y el enrevesado nombre acabó de anonadarlo, encontraba enrevesada la estructura y siniestro el sonido, le sonaba a terrible, a peligroso, a inhumano. No colegía nada bueno, y si con ella apechugaba, debíase a la pasividad de ser imperfecto que humilla al hombre y le obliga a conformarse con todos los males que sin cesar se le van encima.

¡Qué caray!, él no sabía palotada de nada, fuera de manotear en el piano. para ir viviendo. Aquel doctor asegurábale que de no proceder a esa histero... demonios, Santa moriría, ¡Su Santa...!, y ahí no cabían vacilaciones; la operación cuanto antes, con sus riesgos y peligros, que siempre serían más conjurables que los de la muerte.

No se enteró en sus cabales de cuando el médico se despedía, le estrechó la mano y se quedó hipnotizado por la muerte, a la que veía cortejando a Santa, durmiendo con ella, a cada instante apretando el cerco, y relegándolo a él a postrimer término, a él, que había tenido la paciencia de aguardar a que nadie codiciase a Santa, a que todos, ¡todos primero!, se hubiesen hartado de ella, y él, a lo último, surgir, arrebatarla, esconderla y adorarla enterita, desde sus pies ensangrentados por los abrojos de su extraviado vivir, hasta sus cabellos, rociados y coronados de besos y de alhajas, de rosas y de espumas, de desprecios y de infamias. Y he aquí que cuando, después del perseverar y del sufrir, creía alcanzar a su ídolo, ahora escarnecido y pisoteado, ahora, que ya sus semejantes y sus hermanos, ¡maldita fraternidad despiadada!, luego de enfermarlo, envilecerlo y prostituirlo se lo tiraban a la mitad de la calle por inservible, agotado, exhausto y sin picor; ahora que él se agazapaba a levantarlo, así que la jauría humana, ahíta y babeante, había vuelto grupas y ululando se precipitaba sobre la carne sana de las rameras de refresco que, igual a manadas de reses, vienen de todas partes a abastecer los prostíbulos, los mataderos insaciables de los grandes centros, ahora, ¡ay!, un cáncer le trocaba en inviolable lo que fue depósito, arsenal y fábrica de todas las violaciones, lo que de tanto ser violado ya no provocaba deseos ni en los individuos más disolutos... Y tras el cáncer, cual si éste no fuera bastante, asomaba la muerte y se la quitaba, riendo de que Hipólito no probaría nunca a Santa, probándola ella y desmenuzándole encanto por encanto, hueso por hueso, entraña por entraña. Contra la muerte no cabía lucha, él luchó contra todo lo que se había opuesto a la posesión, había luchado pacientemente. Nada lo arredró, mientras lo que se le opuso tuvo sus lados vulnerables y flacos. ¿Que la muchacha inauguró con éxito excepcional su vida libertina, y la ungieron reina, y a sus pies quemaron los penetrantes inciensos de la lujuria y de la alabanza? ¡Mejor! El contemplaba el triunfo desde lejos, confiando en que se desvanecería y las horas negras tendrían que venir. ¿Que él era un monstruo de fealdad y Santa un portento de belleza y tentación, cuyo gusto, por rudimentario y vulgar que se considerase a sus comienzos, había de afinarse con el roce, y de finalizar por habituarse y preferir a los hombres guapos, elegantes y ricos, los que no reparan en ensuciarse con todos los perfumes? ¡Mejor! Hipólito presentaríase el día del desengaño, y lo querrían por él, monstruosamente feo, y no abrigaría aprensiones de que los hermosos y los elegantes volvieran a cortejarle a su querida. Las alarmas de Hipólito nacieron al amancebarse Santa, con el torero sobre todo, ¡ése sí que había sido riesgo, y de órdago! Una vez conjurado, repúsose futuro dueño exclusivo de Santa, y bárbaramente, con cruel salvajismo de enamorado, fueron alegrándole las sucesivas caídas de la chica. Que cayera, sí, que se lastimara y se hiciera sangre, mucha sangre por fuera y dentro, que una enfermedad le quitase su belleza o un cuchillo celoso y anónimo se la desfigurase; que la repudiaran todos, ¡todos!, hasta los animales y las piedras, para que entonces se acordara de él y lo llamara y lo quisiera. Ni miedo de que él renunciase o de descontentadizo y digno alardeara, ¡oh, no! Él amaba y, en consecuencia, de antemano había perdonado, de tiempo atrás esperaba en la sombra, en el silencio y en las lágrimas, con los brazos tendidos en perenne súplica ignorada, a que las injusticias y las iniquidades se cebaran en la mujer elegida y por remate se la dieran sin joyas, sin ropas ni alegrías, herida por los vicios y depurada por los martirios... Ella aliviaría, él que era feo como monstruo, repugnante como la miseria, pobre como Job, desvalido y ciego, él la aliviaría, con el supremo electuario de su amor infinito.

Pero la muerte es la invencible, la superior a todo lo malo y a todo lo bueno; la muerte pulveriza a los individuos más fuertes y los proyectos más cuidados; y era la muerte la que se aparecía en el preciso momento en que Hipólito principiaba la idolátrica cura de Santa. Sus energías para luchar y esperar evaporábanse, doblaba las manos...

Y en un rapto de desesperación, para de un golpe castigar su impotencia y su desgracia, llevóse sus crispados dedos a sus ojos blanquizcos y sin iris, resuelto a extirparlos, con demencia irrazonada; ya que nunca le sirvieron ni nunca habían de ver a Santa, que se pudrieran ellos primero en algún muladar, y él luego, en cuanto también se sacara con sus uñas el amante corazón, que, muriendo Santa, tampoco para nada le servía...

- Hipo, ¿qué haces? -le dijo Santa, aquietándole las manos convulsas, al salir a la azotehuela y averiguar por qué el ciego tardaba.

- ¿Yo...? Pues sacarme una paja que se me entró en los ojos. ¿La ves tú...?

Fue la prueba decisiva. Jamás vio Santa tan de cerca aquellos ojos horribles capaces de impresionar hasta a un naturalista; blanquizcos, rugosos, opacos, con redecillas venas as que simulaban en la convexa superficie de los globos enormes y yertos, complicadas marañas de cabellos sucios; los lagrimales grises, con pequeños y asquerosos conglomerados de sustancia clara.

Sin tener que vencerse, con la tierna despreocupación altísima de mujer que ama, para la que no existen deformidades, ¡con qué cariño y cuánta gratitud los besó diversas veces, en su alrededor, en los párpados entornados, en las cejas bravías y en las pestañas truncas! ¡Cómo los hizo que en llanto se empaparan! ¡Qué noblemente cayó encima del hombro de Santa la fea cabeza y el desgraciado rostro del ciego...!

En esa postura, lo interrogó acariciándole su oreja bestial con los labios suyos, los que habían sido enloquecedores, carnosos lo mismo que pulpa de jugoso fruto, rojos lo mismo que granada a la que entreabre su propia savia, frescos lo mismo que sombreado venero montañés, y que ahora, hinchados y colgantes en sus comisuras, no inspiraban sino indiferencia o piedad:

- Estoy de muerte, ¿verdad? ¿Te lo ha dicho el médico y tú ni te resignas ni hallas manera de decírmelo...? ¡Dímelo, Hipo, dímelo, que yo ya me lo sé...! Me siento mala, como si me desarmaran a tirones para guardar mis huesos... Lo que no me gusta es que tú te pongas así, pues qué, ¿no sabes que todos hemos de morirnos...

Temblorosamente, Hipólito la apretaba, ora la cintura, ora el anca ya flaca, sin morbideces y dureza de hacía sólo un año, cual si pretendiese cubrirla íntegra, multiplicar las defensas de sus manos y los escudos de sus brazos. Enlazados encamináronse al dormitorio, en el que permanecieron bastante tiempo sin hablar y sin soltarse, gustando a solas del placer de reconocerse el uno del otro, juntos, quietos, en amorosa resignación muda frente al destino injusto que amenazaba para toda la eternidad separarlos. Así estaban bien por cima del lodo en que habían vivido; asidas sus manos, sus cuerpos en contacto íntimo de abandono voluntario, de casta dádiva recíproca al borde de la tumba; los dos desventurados; los dos heridos por la vida; los dos desesperados y no oponiendo a las secretas fuerzas inescrutables que nos amagan, sino una tristísima pasividad de impotentes que se unen para que el rayo los destruya unidos, queriéndose y llorando... Y en esa quietud dramática los cogió la noche; y Jenaro, melancólico, no osaba perturbarlos; y el Tiburón refrenó sus vuelos, se posaba cerca y parecía mirarlos de lado, con sus ojillos sanguinolentos que palpitaban... No cenaron, cuando Jenaro se ofreció a ir por cena, aprovecharon ellos la interrupción para dar suelta al mundo de confidencias, encargos y súplicas que preceden a las grandes despedidas.

- Avisa a Elvira que no iré a tocar, y tú, toma, cena donde te acomode y regresa tarde... Coge las llaves.

Luego que solos quedaron, Hipólito encendió un cigarrillo, Santa rehusó una copa de aguardiente, y ambos, empleando inauditas finuras, consagráronse a la ingrata tarea de escarbar en sus existencias mutuas.

¡Válgame Dios, y cuántas penas ocultas no salieron a las tinieblas de la ruin sala; cuántos sitios lacerados no se descubrían los narradores, cuántos sufrimientos comunes, cuántas amarguras y cuántas cicatrices!

En su ansia de contárselo todo, mezclaban infantilmente lo pueril a lo serio, lo que graba trazas en el alma a lo que provoca sonrisas al recordarse. Con incongruencia, fuera de propósito y obsesionado por la idea fija, Hipólito iniciaba preguntas, respuestas, rectificaciones y ratificaciones con aplomo gratuito, para sugestionarse y sugestionar a Santa, para de veras creerlas de tanto repetirlas:

- Como tú no te has de morir de eso del cáncer, por eso es la operación, para que sanes; cuando te alivies, después de tu convalecencia, haremos...

Un millón de proyectos, descartando a la muerte, que con necedades de mosca volvía y volvía a zumbar por sus oídos, a enmudecerlos con su aletea invisible. En ocasiones, ganábalos la confianza, vivirían, sí, ¿por qué no habían de vivir juntos? ¿A quién perjudicaban con su enlace voluntario, si eran dos desperdicios sociales que nadie había de reclamar? Y durante los fugaces momentos de confianza, de victoria, de este poderoso instinto de conservación que nos hace agarrarnos a la vida aun cuando sintamos que se nos escapa sin remedio, charlaban de cosas gratas, de sus infancias; de sus madres; de que Santa se llamaba Santa, porque nacida en un día primero de noviembre, su madrina, una italiana cuyo esposo administraba la hacienda de Necoechea, en San Angel, opúsose a que su ahijada se llamara Santos, alegando que en su tierra es común que una mujer se apellide Santa y que a las que tal nombre portan se les diga por el diminutivo: Santuzza o Santucha, no recordaba exactamente.

Por su lado, Hipólito confesó a Santa un grandísimo secreto: no estaba tan tirado a la calle, era poseedor de más de cuatrocientos pesos economizados.

- ¿Qué te creías -dijo yendo a sacar un envoltorio del colchón de la cama-, que yo soy un pordiosero...? Te chasqueaste, mi Santa, te chasqueaste, porque soy un capitalista. ¡Cuenta, cuenta el tesoro! -exclamó riendo y deshaciendo la hucha encima de la mesa.

Encendieron la luz. Santa contó: había, en efecto, entre billetes y monedas, hasta cuatrocientos once pesos con seis reales. El porvenir de la pareja asegurado por un año lo menos. Pronto se evaporó el ficticio contento, tornaron al sofá, a sus lugares, y de nuevo se cogieron las manos y aproximaron sus cuerpos; la salita, alumbrada ahora; el Tiburón, picoteando los billetes y las monedas, irónicos e inservibles si no hay quién los gaste.

Debía ser tarde, porque la casona había entrado en muda.

Muy nerviosa Santa, y mirando aparentemente al dinero, aunque en realidad mirase fúnebres lontananzas, le soltó de improviso:

- Si me muero..., ¡no, no me interrumpas, Hipo, que tampoco yo lo deseo...!, pero si me muriera, júrame que tú me enterrarás en el cementerio de mi pueblo, en Chimalistac, lo más vecina que se pueda de mi madre... ¿Me lo juras...?

Y el ciego juró, con voz clara y entonación firme, mas protestando sin embargo con la actitud, sentándose a Santa en las piernas y estrechándola furiosamente, como si ya, en singular combate, combatiese con la tierra, dispuesta a tragarse a su querida.

Acostóse Santa, que no podía con los dolores, Hipólito afirmó que se acostaría luego.

- Dame tu mano, Hipo, no me dejes -le suplicó Santa entre sábanas. E Hipólito llegóse al borde del catre, donde se arrodilló a fin de que Santa no se molestara, y donde clavó su rostro monstruoso. Los dos callaban, los dos pensaban, inmóviles, los mismos pensamientos, muy apretadas sus manos con objeto de que ni uno ni otro se marchara solo. La vela agonizaba despidiendo intensas intermitencias de luz y de sombra, y el Tiburón, echado sobre el tesoro, dormía con su cabecita escondida bajo una ala.

Al llegar Jenaro, que les llevaba unas tortas compuestas porque no se quedasen en ayunas, pasó tal sofocón de divisar el grupo, que ganáronle tentaciones de arrodillarse lo propio que Hipólito..., sin ruido se escabulló a su cuarto y por la primera vez en su vida lo visitó el insomnio, no pegó los ojos, y en cambio sudó mucho. El silencio imponente de la noche, de la casa y de sus amos, lo impresionó fuera de medida; fue hasta imaginar que Hipólito y Santa habían muerto, que él había muerto también, que todos habían muerto.

¡Vaya un aspecto riente el del hospital! Su fachada flamante y moderna; su proximidad con el templo de Regina, en cuya vetustez diríasele apoyado; los anchos de la tranquila plazuela en que está edificado, lo que el sol retoza con las plantas de su primer patiecillo, y el aseo extremo que respira, despojándolo por completo de la desconsolada apariencia que distingue a los demás hospitales. Santa, que sólo conocía en la materia el siniestro hospital de Morelos, y que por su gravedad y por los ahogos que acarrea una operación quirúrgica en el que debe sufrirla, llevaba su alma en un puño, no pudo menos de poner tristezas y miedos:

- ¡Hipo, Hipo! ¡Esto no parece hospital! Es tan bonito que hasta creo que voy a sanar.

Previo cumplimiento de ciertas formalidades, ajuste y pago correspondientes, quedó Santa instalada en la cama número once de una de las salas cercanas a la de operaciones. Una crujía limpísima, con un total de veinte camas simétricamente colocadas a una y otra parte, separada cada cual por un mueble barnizado que sirve de mesa de noche y encierra los prosaicos menesteres en que el cuerpo se desahoga. Al fondo, una mesa con trastos y libros; dos cuartos para el practicante y los enfermos; colgando de un testero, un crucifijo grande, en escultura y sin peana. En el testero opuesto, un extenso lavabo automático de mármol y metal niquelado, en esqueleto. Sutil olor a desinfectantes, exceso de ventilación graduada y de claridad libre. Se habla a media voz, el calzado no produce ruido. Varias enfermas levantan la cabeza, miran curiosamente a los que entran y vuelven a hundirse en las almohadas. Parten de un rincón apagados quejidos rítmicos. Sentada a orillas de una cama, una mujer vestida, tose, escupe en una escupidera que por sí misma se lleva a la boca, límpiase con un pañuelo extendido y vuelve a toser. Recargado en las almohadas de otra cama, distínguese un busto flaco, de hombros angulosos y brazos de niño, las manos desgranan las cuentas de un rosario y reposan encima del embozo de las sábanas que cubren un vientre enorme, el rostro se ve muy pálido, hundidos los ojos, los labios exangües, color de tierra seca, recitan las letanías sin formularlas, como si las rumiaran y no atinasen a tragárselas...

Santa ha ido describiendo a Hipólito -que no la suelta desde el ingreso hasta su cama. Allí se despiden, él regresará a la tarde.

Anúncianle al salir que la operación será a las siete de la mañana siguiente, y Jenaro y él tiemblan de oírlo; sin hablarse, se marchan llamando la atención de empleados y porteros.

- ¿Adónde vamos, amo? -pregunta Jenaro en los umbrales de la casa del dolor.

- ¡Vamos al...! -vomita el ciego con descompuesta voz. Y la insolencia retumba en los ámbitos de la plazuela espaciosa y sosegada.

Sin preciso rumbo, echáronse a andar por las calles indiferentes y colmadas de vida, de la inmensa ciudad insensible.

La visita de la tarde más que reanimarlos los atormentó. No se atrevieron a decirse nada en aquella sala de padecimientos y de testigos, ni siquiera mencionaron su amor, convertido por contrario signo injusto en irrisión y sarcasmo; no traicionaron el fingido parentesco inventado con el plan de que a Hipólito se le permitiera esa visita y su asistencia a la operación. Se han declarado hermanos y como hermanos se conducen, tierna y castamente. Lo propio que la víspera, se cogen las manos, diríase que no se cansan de este contacto, inofensivo y amante a la vez. Poquísimas palabras, Santa mira a Hipólito y lo encuentra bello, decididamente. Hipólito pugna porque sus ojos vean a Santa, y de no lograrlo, mantiene sus párpados cerrados, tan pegada la barba a su pecho, cual si estuviera horadándoselo. Jenaro, sentado en el suelo; los ve a los dos.

Un triunfo costó a Hipólito ir por la noche a tocar en casa de Elvira, pero después de lo que había faltado no podía permitirse el lujo de renunciar a un trabajo que le suministraba el sustento, ni provocar que lo licenciasen por poco cumplido en sus obligaciones; sobraban pianistas nocturnos con qué sustituirlo. En cierto modo, no le resultaba pesado matar así la espera. ¿Qué habría hecho en su vivienda sin Santa y contando los minutos que tenían que transcurrir antes del supremo peligro...? Prolongó, pues, el desvelo; prestóse de buen grado a seguir tocando en horas extraordinarias, arriba, en el piano que a la policía no le es dable escuchar; y cuando a las cinco de la mañana, con el alba, con Jenaro y con quince duros de más salía a la calle, todavía retardó su andar, cual si con ello pudiese retardar también el fatal advenimiento del instante espantoso. Por Jenaro más bien, consintió en penetrar en un cafetín recién abierto, donde, sin probar pan, apuraron el brebaje humeante que les sirvieron. Y en la mugrienta banqueta en que se desayunaban, les sorprendió el doble repique de la catedral y de la Profesa sonando las seis y media.

Al doblar a la plazuela de Regina, Hipólito se detuvo e interrogó a Jenaro, lo mismo que si el granuja fuese dispensador de vidas y muertes, con fe candorosa de hombre desgraciado y cobarde:

- ¿Se morirá Santa, Jenaro...?

El muchacho, sin sospechar que con su respuesta se encaraba al Misterio que preside y rige a todo lo creado, contestó:

- ¿Y por qué se ha de morir, amo, si a nadie le hace daño viviendo...?

- ¡Hipo, gracias a Dios! -fue el saludo con que lo recibió Santa, en postura ya para aspirar el cloroformo, rodeada de médicos, practicantes y enfermeros enmandilados y hasta los codos remangadas las camisas-, ¡creí que llegabas tarde!

Blanco como un papel, desatinado como ciego y tambaleándose como un borracho, después de tropezar con aquél y con éste sin dar excusas ni los buenos días, Hipólito desasióse de Jenaro y corrió a la cama. Los brazos de Santa acogieron al músico y condujéronlo hasta la boca de la enferma, con gran asombro de los circunstantes que no quisieron estorbar a los hermanos su efusivo transporte. El médico que dirigía la operación los separó, entregó a un individuo la mascarilla consabida y dijo a Hipólito:

- Juicio, amigo mío, si no, no presenciará usted la operación. Recuerde su compromiso...

Acomodaron a Santa la mascarilla, sobre la que empezaron a verter las primeras gotas de anestésico, y aún se la oyó murmurar:

- Adiós, Hipo..., ¡me voy!

- Duerme, mi Santa, duerme sin miedo, y ya verás cómo sanas..., hasta luego, hasta que despiertes..., aquí estoy, junto a ti.

Era mentira, los doctores lo apartaron y JenarO se le acercó amedrentado con aquel aparato. La cloroformización duró largo rato, gracias al alcoholismo de Santa, que se puso a charlar incoherentemente: verdades y ficciones entresacadas de lo mucho que había vivido en tan poco tiempo y de lo mucho que ambicionó sin alcanzarlo nunca; horrores de hetaira y purezas de doncella, una fragmentaria mezcla que sólo a Hipólito emocionaba. Sobrevinieron en seguida dos sacudidas nerviosas con carcajadas, sollozos y gritos, tras éstos, un mutismo alarmante, las aspiraciones imperceptibles, a la respiración idéntica al soplo de una fragua: ¡puf...!, ¡puf...!

- ¡Ya está! -anunció el operador, sin retirar la mascarilla ni suspender el gotear del cloroformo, que difundía su olor dulzón, en reducido radio.

A una seña del cirujano, los enfermeros cargaron con Santa dormida, hacia adelante las piernas flexionadas y oscilantes como trapos; a los flancos, cirujanos y practicantes; a lo último, la cabeza y el individuo del cloroformo; Hipólito, guiado por Jenaro, cerrando el solemne cortejo que cruzó la amplia sala por su camino central, sembrando alarmas en las enfermas encamadas a una y otra parte, y que, acabadas de despertar, incorporábanse en los lechos y veían despavoridas el lento y matinal desfile.

Se recorrió, asimismo, un trecho de corredor, abrieron una puerta, e Hipólito notó que el corazón le daba un vuelco brusco y que el entero cuerpecillo de Jenaro se sacudía. Estaban en la sala de operaciones, porque así que hubieron colocado a Santa -en alguna mesa sería-, el médico previno cerraran, empujó a Hipólito hasta una silla distante, y en su entonación ordinaria avisó a Hipólito que iban a comenzar, que no se moviesen ni tentasen nada, porque todo se hallaba desinfectado y él y Jenaro no; que no hablasen ni los interrumpiesen por motivo ninguno.

- La operación en sí es delicadísima y reclama una exagerada concentración. Ustedes quietos aquí, que aquí no estorban...

¡Qué habían de estorbar si el pánico teníalos reducidos a su más mínima expresión! Hipólito dejóse caer en la silla, y Jenaro se acurrucó entre las piernas de su amo, ambos carraspeando muy quedo por el insufrible hedor a azufre y ácido fénico, con que la atmósfera de la estancia se hallaba purificada y que a ellos les cogía la garganta y producíales náuseas. ¡Hacía, además, un calor...!, el de la autoclave para esterilizar instrumentos y vendas, que ostentaba hasta manómetro, ni más ni menos que las estufas o calderas de las máquinas.

Percibían confusamente el departir de los doctores; los breves diálogos del director y de los ayudantes: Que si para impedir el enfriamiento de las extremidades de la enferma habíanle cubierto las piernas con algodón, y apretádole las vendas de franela... Que si el suero quirúrgico para las inyecciones continuas durante la operación -el suero mágico que no obstante ser sólo compuesto de sal y de agua, da la vida-, estaba listo... Que si las esponjas montadas, el algodón, las pinzas, las valvas, ¡qué sé yo cuánto más!, habían sido inspeccionados... Y como fueran las respuestas afirmativas, de un golpe enmudecieron los operadores y la batalla dio principio.

Un reloj de pared recobró entonces su imperio, el sonoro y pausado tictac de su gran péndulo se señoreó de la estancia y a la vez se instaló en toda ella, firme, incansable, casi humano:

- ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...!

Con él alternaban los estridentes ruidos de las pinzas cuando sus dientecillos de acero se hincaban en la carne acuchillada, y los de las tijeras cuando cortaban despiadadamente en lo vivo. Los gritos del operador, dominándolo, lo apagaban, gritos que en jerga médica se denominan dosis de alarma y que se profieren para reclamar de los ayudantes lo que en el acto se ha menester:

- ¡Irrigador...! "¡Pinzas corvas...! ¡Algodón...! ¡Liga aquí...! ¡Otro cuchillo...! ¡Esponja...! Volvía el silencio -pues silencioso era el jadear del operador-, y volvía el reloj a señorearse, firme, incansable, casi humano:

- ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...!

Persistía Santa en un ronquido pianísimo, salpicado de tiempo en tiempo de quejidos en toda forma, al rebanar la cuchilla o las tijeras, partes sin duda demasiado delicadas; cual si los nervios sensitivos y los órganos sensorios, a pesar del anestésico que maniata la memoria e inmoviliza hasta cierto punto los músculos, se lamentaran de lo mucho que sufrían.

Hipólito, que no podía ver, llegó a alucinarse con el sonido del reloj. Primero, lo identificó como a tal reloj; luego antojósele un ratón disforme en alguna labor diabólica, perforando los muros, y que callase al hablar la gente, para reanudar incontinente su destrucción:

- ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...!

Luego, lo repuso en su naturaleza propia de reloj, pero no marcador de las horas, sino roedor de las vidas. Eso era, eso; y acabaría con Santa, con él, con los médicos, con el mundo, inexorable y fatalmente, aprovechándose de que no le hacemos caso nunca. Él roe, roe siempre, de día y de noche, cuando estamos despiertos y cuando estamos dormidos, cuando gozamos y cuando padecemos, él roe, más a cada minuto, más va desmenuzándonos:

- ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...!

De súbito, el siniestro: un síncope blanco de la enferma, la suspensión brusca de la respiración, cuando la operación, magistralmente ejecutada, tocaba a su término.

- ¡Maestro! -prorrumpió el que aplicaba el cloroformo-, ¡la enferma no respira!

El tropel de las catástrofes: carreras, aglomeraciones, mutismos. Antes que nada, intentóse el procedimiento científico, la respiración artificial tirando de la lengua; el procedimiento antiguo, de presión en las costillas, cuanto prescriben tratados y tratadistas. Después se abrieron puertas y ventanas sin miramientos, y el aire entró a enterarse de la defunción; hasta los árboles del jardín interior, que desde las ventanas columbrábanse, como que rezaban un sudario, con el susurro de sus hojas. ¡Todo en balde!

Santa, que se durmiera creyendo que la llevaban a la salud y a la vida, había traspuesto ya el postrimero dintel augusto.

Sin recordar los doctores la ceguera de Hipólito, le permitían que se acercara al cadáver:

- Puede usted verla, si quiere, su hermana, desgraciadamente, ¡ha muerto!

Y el reloj, por encima del fúnebre silencio que escolta a la muerte, continuaba royendo, firme, incansable, casi humano. Santa era uno menos, muchos faltaban y por ellos iba:

- ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...! ¡Tic! ¡Tac...!

Hay determinados estados de alma imposibles de describir y en el que quedó Hipólito fue uno de éstos. Por momentos, confinaba con la locura; calmábalo, otros, gemir y llorar; otros, parecía atacado de imbecilidad. Los momentos lúcidos supo aprovecharlos a maravilla, poniendo a contribución sus amistades e influjos, que los tenía, pues no impunemente llevaba años y años de tratar a personas y personajes con la igualitaria intimidad de los burdeles en que él tocaba el piano y aquellos frecuentaban. Poseía conocidos encumbrados, con autoridad y todo, en la sanidad, en el gobierno del distrito, en varios ministerios y oficinas. A ellos acudió para obtener lo que perseguía: permiso de velar el cadáver de Santa en la vivienda de él, permiso de sepultarlo según su voluntad última, en el cementerio de su pueblo, cerca de su madre.

Por lo demás, a nadie comunicó, fuera de los indispensables, el luctuoso suceso; y a Elvira y sus pupilas, únicas, si acaso, que habrían concurrido al humilde sepelio, menos que a nadie. El sufrimiento, el amor y la muerte habíanle purificado a Santa conforme al criterio del ciego-, y, en consecuencia, careciendo ya de puntos de contacto lo mismo con los malos que con los buenos de este mundo, era una profanación, a la que se resistía, el invitar extraños. Los despojos de Santa sólo a él pertenecían, sólo él mandaba en ellos como señor absoluto; por eso los ocultó celosamente hasta de las groseras curiosidades de los vecinos de su casa, que intentaban ver a la muerta y se ofrecían a velarla, a guardar compañía al viudo y al huérfano, que tal simulaban Hipólito y Jenaro.

- ¡Gracias, gracias, de veras no!

Previa provisión de flores y cirios, con la muerta se encerraron en la vivienda. Los dos solos la velaron, digo, los tres, porque el Tiburón se incorporó a sus amos, no fue a posarse en el hombro de Hipólito como solía, ni reclamó a Jenaro con los picoteos y rasguños de ordenanza su cena de migajas y sobras. Probablemente a causa de la luz y del chisporroteo de los cirios, tampoco escondió su cabecita bajo el ala, cucurruqueaba, sí, y sus ojillos no se apartaron de la difunta, a la que creeríase contemplaba desde la mesa.

Y allá, en el risueño cementerio de Chimalistac, del pueblecito en que se meció la cuna blanca de Santa, allí la enterraron Hipólito y Jenaro, en el simpático cementerio derruido, siempre abierto y siempre apacible, en cuyos bardales desmoronados, los lagartos toman el sol y corretean, las hormigas trabajan y las abejas anidan; en cuyos árboles copudos y viejos dan sus pájaros moradores estupendos concertantes de gorjeos; entre cuyas malezas óyese palpitar la intensa vida vermicular de los campos funerarios, en cuyos sepulcros modestos, la lluvia que cae y la yerba que crece esconden y borran los nombres de los desaparecidos y las fechas de los desaparecimientos, en cuyo recinto entran las vacas y en las tumbas mismas pacen y mugen; donde los chicos del pueblo van ajugar, y mariposas, heliotropos y campánulas, sin respetos al sitio, se enganchan, se enlazan y se aman; a donde llega el rumor de la catarata doble de la presa grande -por cuyos dos arcos de piedra y después de atravesar la huerta extensa del vetusto y secularizado convento del Carmen, se despeña el río-, tan melancólico y desvanecido, cual si las ondinas quiméricas de sus aguas se impusieran la poética tarea de arrullar a los cuerpos que descansan, y entonaran, dulcísimamente, la balada de la muerte...

A este cementerio enderezaron sus pasos, tarde con tarde, el ciego y su lazarillo, y en él permanecían hasta que los grillos no comenzaban sus cantos y las luciérnagas se encendían. Jenaro se aproximaba a Hipólito, de bruces sobre el sepulcro, y como si lo despertara de pesado sueño, le repetía, moviéndolo:

- ¡Amo! ¡Amo...! Ya es de noche.

La devota visita reproducías e a la tarde siguiente, con idénticas actitudes, idéntica duración e idéntico, al parecer, pesado sueño.

Mandó poner Hipólito en el sepulcro una lápida, consistente en ancha losa tersa, y a la mitad de la losa, sin epitafios ni letreros, mandó entallar, hondo, el solo nombre de Santa en grandes caracteres, para que ni la lluvia ni la yerba borráranlo o escondiéranlo, y para poder él leerlo y releerlo de la única manera que sabía leer: con el tacto de sus dedos.

...El tiempo continuaba rodando; ya Santa llevaba meses de enterrada, e Hipólito no faltaba ni un día a echarse de bruces sobre el sepulcro, su monstruoso rostro pegado a la losa, como si a su través, sus ojos ciegos que nada veían en el mundo, allí sí viesen el adorado cuerpo; las manos repasando el nombre poema; los labios murmurándolo conforme los dedos lo deletreaban:

- ¡Santa...!

Jenaro, muchacho al fin, se aburrió pronto de permanecer dentro del cementerio, y al cabo de una semana, en cuanto a Hipólito le invadía aquella especie de éxtasis, largábase por el pueblo en amor y compañía de sus habitantes menudos, a jugar canicas o a hurtar frutas y panales. Al oscurecer, presentábase a despertar a su amo, quien, perdidos la noción del tiempo y el sentido de la vista, nada advertía ni preguntaba nada.

Y sucedió una vez, cuando Hipólito ya no tenía qué dar a Santa -ni lágrimas, porque se las había dado todas-, que de tanto releer en alta voz el nombre entallado en la piedra: ¡Santa...! ¡Santa...!, vínole a los labios, naturalmente, una oración: y oraciones sí que no se las había dado nunca. Pero, ¿podría rezarle...? Siendo él lo que era y ella lo que había sido, ¿valdría su rezo...?

De rodillas junto al sepulcro, resistías e a orar... ¿Qué eran ella y él? ¡Ah!, ahora sí que veía, veía lo que eran: ¡ella, una prostituta, él un depravado y un miserable! Sobre ella habíanse cebado los hombres y las concupiscencias, hallábase manchada con todos los acoplamientos reprobados y con todas las genituras fraudulentas; había gustado todas las prohibiciones y todo lo vedado, inducido al delito, sido causa de llantos y de infidelidades ajenas... Él no andaba mejor librado, y los dos habían vivido en todos los lodos y en todas las negruras, fuera del deber y de la moral, ¡despreciados y despreciables!

Si ella resucitase y de la mano de él pidiera perdón a sus hermanos y a sus semejantes, sus semejantes y sus hermanos los repudiarían a los dos, tapándose los oídos para no oírlos, los ojos para no verlos y las conciencias para no perdonarlos... Su martirio común y su sufrir continuo nada les valdría si los alegaban en esta tierra baja y corrompida..., ¡no!

Sólo les quedaba Dios, ¡Dios queda siempre! Dios recibe entre sus divinos brazos misericordiosos a los humildes, a los desgraciados, a los que apestan y manchan, a la teoría incontable e infinita de los que padecen hambre y sed de perdón... ¡A Dios se asciende por el amor o por el sufrimiento!

Hipólito gesticulaba y hablaba cual si alguien estuviese oyéndolo...

Transfigurado, su rostro horrible vuelto al cielo, vueltos al cielo sus monstruosos ojos blanquizcos que desmesuradamente se abrían, escapado del vicio, liberado del mal, convencido de que ahí, arriba, radica el supremo remedio y la verdadera salud, como si besase el alma de su muerta idolatrada, besó el nombre entallado en la lápida, y, como una eterna despedida, lo repitió muchas veces:

- ¡Santa...! ¡Santa...!

Y seguro del remedio, radiante, en cruz los brazos y de cara al cielo, encomendó el alma de la amada, cuyo nombre puso en sus labios la plegaria sencilla, magnífica, excelsa, que nuestras madres nos enseñan cuando niños, y que ni todas las vicisitudes juntas nos. hacen olvidar:

Santa María, Madre de Dios...

Principió muy piano, y el resto de la súplica subió a perderse en la gloria firmamental de la tarde moribunda:

Ruega, Señora, por nosotros, los pecadores...


Guatemala, 7 de abril de 1900.

Villalobos, 14 de febrero de 1902.

Índice de Santa de Federico GamboaSegunda parte - Capítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha