Índice de Santa de Federico GamboaSegunda parte - Capítulo IISegunda parte- Capítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

SANTA

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO III


De bote en bote estaba el segundo salón de jurados; igual en la gradería destinada al público que en la estrecha tribuna de la prensa. Por la puerta de entrada, por la del gabinete de deliberaciones -que cae a la mismísima plataforma del tribunal del pueblo-, asoman apretados racimos de curiosos aguantando magullones, codazos, corrientes de aire, incomodidad de postura y calor mal oliente de multitud apiñada. ¡Mire usted que había gente!

En las afueras empinábanse arremolinados los que ya no podían penetrar en la impenetrable masa, y hasta en el brocal del patio mirábanse individuos sentados, con la vista y el oído convertidos al salón.

A pesar de los sendos gendarmes en la reja del gabinete de deliberaciones y en la de los testigos, cuyas rejas dan al patio, los que no lograban entrar agolpábanse a ellas. A la del gabinete de deliberaciones, porque de ahí se percibían fragmentos de la audiencia, frases y respuestas de testigos, finales de párrafo de los discursos de los defensores y de los del ministerio público, trozos del proceso que leía el secretario con gangoso y monótono diapasón de clérigo. Y a la del gabinete de los testigos incomunicados, porque se sabía -¿para qué sirven los diarios noticieros y de honrada información?- que el burdel de Elvira, íntegro, habría de declarar en el severo Palacio de Justicia.

Luego, que el delito era de los que por derecho propio despiertan en las hipocresías sociales afán inmoderado de conocerlos aun en sus detalles más repugnantes y asquerosos ¡mejor!, que mientras más lodo se remueva y nos salpique, mientras más indecencias sean denominadas sin eufemismos ni circunloquios, mientras más sea dable gozar con el espectáculo tristísimo de un semejante caído donde nosotros no caímos -gracias al acaso y nunca porque no cometiéramos, mentalmente siquiera, el delito en que sucumbió un prójimo--, mientras más podamos contemplar a un infeliz solo contra todos, que fue más débil que las pasiones que a todos nos afligen, más nos apresuramos a concurrir y pelear un buen sitio y a no perder ripio de los debates; más nos regocijamos de sólo ser espectadores cuando pudimos ser actores en el drama que el jurado nos representa teatralmente y de balde. Y a la hora de las sentencias, cuando de los labios pálidos de los jueces y de las páginas grises de los códigos abátense encima de las desdichadas cabezas delincuentes, como ventiscas o huracanadas lluvias, muchos años de presidio, muchas iras de los que por impecables se disputan, muchas lágrimas de los que aman al sentenciado (para quienes la pena es inicua siempre), a la hora en que se sentencia a muerte y que el espanto difúndese en las conciencias y en los ánimos, un escalofrío de egoísmo nos recorre la piel; una satisfacción nos inunda el pecho, porque nos sentimos libres del peligro y libres del castigo. En los abismos de aquellas almas hemos visto los abismos de la nuestra, idénticas flaquezas, perversiones análogas; pero aquella alma es una vencida y nosotros podemos retirarnos de la diversión al acabar el drama; ¡hasta podemos condolernos en voz muy alta de la suerte del condenado!

Santa, lo mismo que sus compañeras, tomó en un principio la cosa a guasa, y los amigos letrados del establecimiento de Elvira, aconsejaron a las muchachas cuál debía ser su proceder y cuáles sus dichos. ¿Para qué perjudicar al matador, si al fin el otro, el pobre muerto, no por ello resucitaría? Hipólito, citado también como presencial, se opuso a la estratagema; aparte los riesgos de mentir estimaba inhumano que fuesen a absolver al que tan inhumanamente había asesinado.

- Digamos la verdad pura, Santita, sin favorecer a nadie lo que pasó y lo que vimos, es decir, lo que vieron ustedes... de lo contrario, el amigo del matado, que ha de cantar claro, descubre el pastel y nos embaulan en chirona..., y ni a quién quejarse, porque de sobra mereceríamos por cochinos. Al cabo usted ya se va, ¿qué necesidad tiene de andar en chismes con autoridades?

La tarde que los encerraron en el cuarto de los testigos, por natural emoción -el crimen estaba fresquecito y la vecindad de jueces, curiales y policía siempre impresiona-, guardaron silencio y compostura; las valientes daban lecciones a las pusilánimes: Pues te plantas y dices: Verá usté, señor juez...; Pepa fumaba puro tras puro, e Hipólito no cabía en sí de gozo por la coyuntura de pasarse bastantes horas al lado de Santa, hablándole de lo que mejor le cuadrase, sin miedo de que viniesen a interrumpirlos los que pagan y no esperan, pues a las compañeras no les haría maldito el caso.

Graduó su charla; a los principios del encierro, indiferente y sin substancias; con más miga después, comentando de nuevo el homicidio, repitiendo ella y él lo experimentado la noche ésa, los presentimientos que siempre supone uno haber tenido a modo de heraldos y anunciantes de los sucesos de importancia; lo que por poco ejecutan en el instante de la comisión del delito; lo que a raíz de éste pensaron; lo mal que durmieron; la inminencia de que los hubiesen muerto a ellos, el uno oyó silbar la segunda bala y la otra creyóse herida con el primer fogonazo; las alucinaciones posteriores, a Santa perseguíala la vidriosa mirada del cadáver, a Hipólito el fugaz ronquido del agonizante... Por remate, una humilde confesión mutua, por lo bajo, y una filosófica conformidad:

- ¡Qué malos somos, Hipo ...!

- ¡Malos, Santita, malos...!

Convencidos de su maldad recíproca, se acercaron, sentáronse lado a lado en un rincón, sin más importuno que Jenaro, quien de tanto andar pegado a su amo para auxiliarle en sus menesteres, casi no lo era. La plática cobró sabor y colorido. Jenaro aseguraba que las manos de ambos se juntaban y separaban sin que pareciera que los dueños lo hacían a sabiendas. Hallábase empeñado el ciego en averiguar si Santa amaba a Rubio o si con él se comprometía por conveniencia simplemente, y Santa insistía en que Hipólito le declarase si, hiciera ella lo que hiciera, el amor de él no se concluiría nunca.

Ninguno de los dos resolvíase a mostrar su juego, y con este motivo, sacaban a relucir añejas desventuras, anhelante cada cual de que su interlocutor proclamase que, en efecto, había sufrido menos. A fuerza de desgranar desdichas y de revivir la historia de sus vidas muertas, simulaban que para la que les quedaba por vivir buscaran con el melancólico recuento interesarse el uno por el otro. Traducidos al romance decían sus discursos: Cuando hayas de quererme no me quieras por mis merecimientos, que nada merezco, ¡quiéreme por lo mucho que en este mundo he padecido...!

Afuera, el público seguía arremolinado, empinándose para ver y para oír, seguía el gendarme de la ventana ahuyentando a los que atraídos por la encerrada carne de deleite se llegaban a la reja y hacían guiños a las mozas.

Adentro, seguía la audiencia, interminable, plagada de formalismos; seguía la imperfecta e imbécil maquinaria del jurado cometiendo disparates y disparates. Un momento, que por oficiosa atención el comisario del juzgado entró a ver si algo se les ofrecía a las niñas y que la puerta quedó entreabierta, coláronse hasta los oídos de Santa y de Hipólito confusas frases de acusación o de defensa: vindicta pública..., una madre que ha de llorar por su hijo..., juzgad dentro de vuestra conciencia de hombres de bien, señores jurados..., frases enfáticas que tanto podía ahuecar el defensor como el fiscal y que eran tan aplicables al matador como al occiso. Santa e Hipólito reanudaron el hilo de su charla, Jenaro dormitaba.

Los curiosos que se arremolinaban en la otra ventana, la del gabinete de deliberaciones, oían más; alcanzaban a leer el enorme cartel impreso que cuelga de uno de los muros, ostentando en gruesos caracteres la inmortal y bárbara admonición que compone la parte tercera del artículo 314 del código de procedimientos penales: La ley no toma en cuenta a los jurados de los medios por los cuales hayan formado su convicción... Admonición que debe ser el faro iluminador de los que han de dilucidar culpabilidades por las impresiones recibidas; el Paracleto alado que ha de inspirar a una docena, cuando menos, de espíritus algunos sobomables, vulgares casi todos-, en solemne Pentecostés en que se congregan para absolver o condenar a su hermano. Y las palabras finales del tremendo artículo despiden llamas, ciegan la clemencia, arrasan la piedad hacia los inocentes, que los más empedernidos criminales dejan tras sí, vendan los ojos de los jueces populares para que no los amedrente el patíbulo que les obligan a levantar, con sus garrulerías, el defensor, el agente del ministerio público y el propio presidente de los debates en su resumen dizque imparcial: ...Los jurados faltan a su principal deber si toman en cuenta la suerte que en virtud de su decisión deba caber al acusado por lo que disponen las leyes penales...

En el gabinete de los testigos empezaron a gruñir las impaciencias, ¿pensarían no llamarlos a declarar? El cuarto se obscurecía, la luz del patio que entraba por la ventana enrejada liaba sus bártulos para ausentarse. Otra vez el comisario, acompañando al encendedor que prendió la lámpara del techo, mientras un colega prendía, afuera, la del farol del patio, que oscilaba suspendido sobre la fuente del centro. Al comisario, las muchachas y Pepa lo acosaron, ¿a qué hora las despachaban...?

- ¡Nosotras tenemos nuestro quehacer! -afirmó Pepa sin rubores.

El comisario se rió mucho, dándose por enterado de la naturaleza del quehacer; pero les anunció que la cosa iba larga, que probablemente terminarían a la madrugada, en atención a que el juez había mandado una tarjeta a su esposa, y el agente, a buscar su capa:

- Hay empeño en concluir esto -agregó-, ya ustedes ven que apenas hace mes y medio que ocurrió el lance..., ¡bastante hemos hecho!

Indignóse Pepa y las muchachas se regocijaron de jugarle esa especie de mala pasada a Elvira, quien, a solas en la casa y careciendo de mujeres con qué satisfacer a la clientela, renegaría y echaría por esa boca lo que no es para escrito.

Mientras, Santa puntualizaba a Hipólito por qué aún no vivía con Rubio: por el capricho de la esposa, llegado a desatiempo, de ir a los baños de Puebla en busca de una maternidad que no venía jamás; comunicábale las finezas para con ella del marido infiel, el que se daba por comprometido y hasta ofrecía, desde luego, sufragar los gastos que originase el inmediato apartamiento de su mancebía próxima.

- A diario me despacha cartas y telegramas. Creo que es un caballero perfecto y que me he sacado la lotería, ¿no cree usted lo mismo, Hipo?

- Santita -replicó el músico-, no sé yo si será tan caballero como parece, lo que saco en limpio es que dispone de fondos en metálico, que le sobra mosca, y algo es algo... Lo importante es que dé a usted lo que usted vale, lo que le daría yo, yo que soy un pelagatos y un bueno para nada..., lo que le daré a usted, ¡créame que se lo daré, Santita!, en cuanto usted consienta en que vivamos juntos. Por lo pronto, se acababan conmigo los tapujos y las hipocresías, ¿esconderla yo a usted...?, ¡qué atrocidad...! ¿Sabe usted lo que me produce este Rubio, y los que no siendo rubios gozan de usted y para gozarla se ocultan...?, pues, con ribetes de rabia, me producen lástima... ¡majaderos!, ¿qué más quieren...? Lo que soy yo, Santita... -y vuelta a tocar la tecla, a fabricar castillos y programas encantadores de futuras existencias; vuelta a dibujar en el vacío planos y más planos de una ideal morada de dicha, de un palacio mágico; aquí este mueble, éste otro allí, por la mañana, a hacer una cosa, a la tarde otra y otra a la noche... ¡La quimera!

Como siempre que el ciego daba suelta a sus ensueños de apasionado, y que éstos, a manera de bandadas de palomas, le arrullaban sus sensitividades femeniles y le mitigaban el escozor de su profesión infame, Santa, para no ver la fealdad de Hipólito, para no romper el hechizo, entornó sus ojos, abandonó sus manos entre las del pianista, que, cual si de reliquias se tratase, apenas si con las yemas de los dedos acariciábalas, y muy de tarde en tarde, por no forzarla a subir, besábaselas bajando él su rostro, devotamente, despacio, sin dejar de hablar, con besos prolongados y respetuosísimos.

De vez en cuando preguntaba Santa:

- ¿Y luego, Hipo, qué haremos luego...?

- ¿Luego...?

Volver a principiar, lo mismito, sin cansarse nunca, sin nunca echar de menos pasatiempos nuevos, ya que por su desventura se sabían de memoria los pasatiempos depravados.

- No saldremos de los sencillos, de los naturales; y hemos de ser nosotros, Santita, los primeros en espantarnos de que con tan poca cosa se sienta uno tan feliz... Cuando al fin nos cansemos de aquello, pues dicen por ahí que se cansa uno de todo ¡yo no lo creo, ¿eh?, cuidado!-, entonces, la gran sorpresa, Santita, y ésta sí que no se la digo a usted aunque me desuellen vivo, porque apuesto diez contra uno a que no se la figura usted.

Algunas de las muchachas manifestaron que tenían hambre. Pepa consultó su reloj y vio con asombro que se aproximaban las once, ¡recórcholis!, era indispensable que les consintieran comer un bocado y que a ella le repusiesen su provisión de puros. Con dificultades logróse la comparecencia del comisario y se le prometió gruesa propina, ¿no estaba permitido comer y beber...?

Por supuesto que lo estaba, ¿qué apetecían...? Hízose la lista: sandwiches, cerveza. Banqueros del Destino para Pepa, café con catalán para Hipólito. Agolpáronse a la reja, a ver partir al comisario que provisto de un billete de a cinco pesos cruzó el patio lóbrego y desierto ya.

Con la lobreguez y el desamparo, no sólo el patio, el edificio entero recupera el aspecto de lo que ha sido, su triste aspecto de claustro. Su secularización la borran el día y la afluencia de litigantes; el apresurado ir y venir de curiales; las consultas en los corredores; los grupos que manotean por las escaleras; el abigarrado conjunto de demandantes y demandados, de actores y reos, de herederos y albaceas, de patronos y promoventes; un continuo zumbido de avispero, alguna carcajada que repercute por los abovedados techos de los pasadizos vetustos, algún diálogo del corredor al patio.

De día, el convento se desfigura, ¿quién ha de reconocerlo con su total disfraz de pintura, cal y tansformaciones.bárbaras? ¿Quién ha de reconstruir en las salas de la Suprema Corte de Justicia, por ejemplo, o en las del Tribunal Superior, o en las de los juzgados menores y civiles, o en las del Registro Público de la Propiedad, los viejos oratorios, las desnudas y austeras celdas, los tránsitos antiguos...? Por otra parte, nadie, entre los que lo frecuentan, reconoce ni reconstruye, pues no van a eso. Van al litigio, a los hurtos legales, a los despojos que los códigos amparan, a los embrollos con que los abogadazos de nota y fama blasonan su reputación de inteligentes, de sabios, de honorables. Todos van corriendo, en áspera carga desenfrenada, en pos del dinero, del embargo, del lanzamiento, de la hipoteca, de las costas y réditos, de las herencias y de los honorarios...

Tanto peor para el que crea en la justicia y en la justicia espere -los candores no son de este mundo-, que en el palacio que le han consagrado, la diosa de la espada y de las balanzas rara ocasión da la cara, por lo general ocúltala y se encoge de hombros.

Es perenne la carga, inacabables los doctores de la ley, los tabeliones, golillas y escribas; permanentes los clientes, pleiteando unos lo suyo, honestamente; pleiteando otros lo ajeno, con cábalas y arterias. Ensordece la continua refriega; casi pueden asirse las venalidades, las codicias, los agios; el judaísmo cristiano muéstrase idéntico al legítimo, tan ambicioso y tan sin entrañas como aquél. Y cual si el palacio no estuviese suficientemente mancillado con la incesante ralea que ejecutan los halcones borlados, los azores de levita, los gavilanes especialistas; con ese correr de hienas que aúllan artículos de códigos, reformadas leyes romanas, godas, ante y postdiluvianas, hanle metido en el patio de la derecha los dos salones para jurados, que, con sus atinadas decisiones, coronan la magna obra de escarnecer a la justicia humana.

De ahí que en la noche -si no se prolonga el jurado-, con la lobreguez y el desamparo recupere el edificio el aspecto de lo que fue, su triste aspecto de claustro.

La secularización se esfuma en las tinieblas; duermen en sus armarios los archivos; negras como ataúdes, las mesas y papeleras escóndense en las sombras de las estancias, se invisibilizan; los doseles de magistrados y jueces, los cortinajes de los estrados undivagan como disformes búhos satánicos; los techos crujen, la polilla cae, las arañas laboran, los murciélagos rondan, las iniquidades se ocultan o también reposan...

Entonces la Suprema Corte deja de serlo, y el Tribunal Superior, y los juzgados civiles y menores, y el Registro Público de la Propiedad; entonces los viejos oratorios se iluminan, las austeras y desnudas celdas se pueblan, y por los tránsitos antiguos desfilan los antiguos inquilinos del convento que resucita... y el portero asegura -¡no debe hacerse caso de lo que los porteros aseguren!- que se oyen plegarias y salmodias, que se miran sayales toscos, capuchones erectos que tapan semblantes cirios amarillentos que amarillentas manos flaquísimas sustentan, pies descalzos que caminan sin ruido. Y que se escucha rumor de huesos cuando la visión de fantasmas ambula despaciosamente rumbo a la iglesia de La Enseñanza, en la que sin duda es aguardada, porque -aquí el portero jura y cita el testimonio de sus gentes- se oye que suena el órgano, aunque no cerca cual debiera, sino cual si lo tocasen por debajo de tierra... y antes del alba, la procesión regresa, húndese por vidrieras y puertas y ¡adivine usted dónde se irá!, que cuando el edificio, en las mañanas se harta del sol y los barrenderos van llegando, todo se encuentra en su lugar, sin que falte un papel, ni una colilla de cigarro, ni una telaraña, sin que las sillas o las mesas se hayan movido un palmo.

- ¡Qué casota tan horrorosa Hipo, da miedo! -le comunicó Santa al ciego, retirándose de la reja.

- Vale que no hemos de habitarla ni usted ni yo, Santita -sentenció Hipólito buscando el sabroso rincón, con su palo, y con su mano libre, las dos de Santa.

Cargadísimo de vituallas tornó el comisario cerca de la medianoche; con lo que dicho se está que los que las aguardaban tiráronse a ellas con hambre de náufragos, tanto más cuanto que de la sala continuaban sin llamarlos a rendir sus famosas declaraciones. Sólo hubo de invitados el comisario mandadero, que no se hizo rogar, y los infelices gendarmes de la puerta y de la ventana que, al pronto, agradecieron sin aceptar y al cabo aceptaron tentados por el olorcillo de las viandas y agobiados por lo indefinido del platón. Tuvieron que comer y que apurar las botellas con la mano zurda, en inaguantable conversión, desperdiciando líquido. Los demás, a sus anchas, pues el comisario garantizó que tal era la práctica al extralimitarse en duración alguna audiencia. Comieron a dos carrillos, y por Varios minutos reinó en la pieza un sensible relajamiento de la incomunicación de los testigos y de la disciplina de los empleados menudos. La cerveza se destapó sin precauciones, tosiendo o riendo en coro con risa fingida y con fingida tos, a fin de que los taponazos no fuesen a delatar el gaudeamus. Santa, en parte por broma y en parte por enloquecer al ciego, le endulzó y revolvió su fósforo:

- Trae acá -dijo a Jenaro-, que lo derramas, yo quiero arreglarle a Hipo su bebida.

Y ella y él estuvieron torpes, ella, por pretender quedar demasiado bien, él, por no acusar demasiado sus titubeos de impedido.

Inopinadamente atacó a Santa un escalofrío agudo. Se echó a temblar sin poder reprimirse no obstante sus esfuerzos y los abrigos que solicitó.

- ¿Por qué tiembla usted, Santita? ¿Se siente usted mal? -le preguntó Hipólito alarmado.

- No, mal no, he de haber cogido frío -repuso Santa con trabajos, por lo que le castañeteaban los dientes-, ¡tiénteme usted!

Un chiflón colocado y tenue empujó la puerta entornada, cuyas bisagras rechinaran con desapacible rechinar.

A ese tiempo, el segundo comisario, asistido de un oficial de gendarmes, entró malhumorado y brusco a interrumpir la cena:- ¡Josefa Córdoba, a declarar!

- ¡Vaya, hijo, bendito sea Dios! -le replicó Pepa levantándose con mucha pachorra, desperezándose y pegándole al Banquero del Destino cinco o seis chupadas consecutivas-, vamos andando...

Las demás mujeres llegáronse a Santa, que continuaba temblando, la arroparon, convinieron en que se hallaba desencajada. Anonadado, Hipo acertaba únicamente a maldecir del viento, al que atribuía la enfermedad. Una de las chicas, luego de tentar la piel de Santa, aumentó las congojas garantizando que aquello era un dolor de costado.

- ¡A ver, mujer, respira fuerte...!, ¿no te duelen las costillas?

Por fortuna, el turno de Santa debía ser de los últimos, pues Pepa regresó al cuarto del encierro -aunque ello está prohibido-, y las otras fueron siendo llamadas, sucesivamente.

Conforme percibían su nombre, componíanse de cara y traje, alisábanse el peinado y se engrifaban los rizos, se mordían los labios, ajustábanse el talle, a dos manos, con sacudida de la falda; luego, una enderezada de sombrero -las que lo portaban-, o una airosa arrebujada del mantón o de la mantilla corta, y, marcando las caderas, salerosas y sonrientes, de antemano sabiendo que gustarían, que inflamarían apetitos en el público masculino y confinado que las aguardaba, que había ido por ellas y por ellas sufrido apreturas y cansancios; sabiendo que hasta los magistrados y funcionarios las aguardaban también tan ansiosos y tan blandos como los concurrentes, seguían al comisario y al oficial de gendarmes, nada severo durante el trayecto diminuto, antes pegándoseles, respirándolas con las narices muy abiertas, ofreciéndoles el brazo, derrotados por su vecindad inquietante de carne indefensa.

¡La conmoción que originaba al presentarse en la audiencia! En las gradas, un oleaje; un estremecimiento perceptible entre los miembros del tribunal, en plena plataforma, bajo el mismísimo dosel; una general fosforescencia en los ojos de los viejos, de los jóvenes, de casados y solteros, de serios y alegres; un deseo palpitante, tangible, en los rostros vueltos a las prostitutas que iban compareciendo resueltas, erguidas al pie de la barandilla, donde imprimían al mantón un gradual descenso para dejar al descubierto el busto encorsetado y provocante con las protuberancias de los senos cautivos que se brindan por debajo de los corpiños; en la cintura una mano, sobre la saliente del flanco carnoso y combado; accionando con la otra o asiendo por su mitad uno de los torneados barrotes de la barandilla barnizada; la cara y los ojos sin fijeza, yendo a todas las personas, a los techos y a los muebles; picaresca la cara, jugueteando en los labios rojos sonrisas de triunfo o de desdén, muy veladas, de quien se siente poseedora de lo que tienta y doblega al hombre, nada preciso, sin embargo, promete a cada uno, delante de tantos que a un tiempo la codician; la mirada interrogante, con fingidas ignorancias en el fondo de las pupilas que tanto malo han contemplado, un mirar inocente y plácido.

Esa conmoción subió de punto al presentarse Santa; sin escalofrío ya, aunque bastante descompuesta de fisonomía, las mejillas tintas, brillantísimo el mirar, las ojeras pronunciadas, cual si mucho hubiese llorado, sombreándole y agrandándole sus lindos ojos garzos.

Los funcionarios, los jurados, los concurrentes que llevaban sus diez u once horas de audiencia en incómoda postura, con enrarecida atmósfera, hurtándose unos momentos para ir y fumar un cigarrillo al gabinete de deliberaciones o beber un vaso de agua a las volandas, tenían el asunto hasta el copete, ansiaban cenar, moverse, hablar, salir de aquella sala congestionada de ácido carbónico, repleta de curiosos, de hedor de transpiraciones, de sospechosos alientos. Las lámparas de petróleo apestaban, los candelabros de la mesa del juez chorreaban estearina y las velas que se columbraban en el gabinete de deliberaciones doblaban su flama gracias a la ventana abierta como si fuesen a apagarse de puro fastidio. Todos estaban ahí: tos del negocio que los congregaba, sabíanselo de memoria aún en sus nimios detalles. El reo, que a sus principios inspiró simpatías a unos y antipatías a otros, ya no inspiraba más que universal abominación, ¿por qué no terminaba el juicio? Con tal de que terminase, habríanlo absuelto o condenado con la misma frescura y la misma inconsciencia... Las actitudes imploraban tregua, las cabezas se recargaban en los respaldos de los asientos o en los muros; uno de los defensores, echado encima del pupitre, pintaba con lápiz animales y casitas; el secretario dormitaba, el codo en la mesa del juez, cubriéndose los cerrados ojos con la mano distendida que hacía veces de pantalla; el juez, para disimular los necios bostezos que le contagiaba un gendarme distante, tocaba el tambor con los dedos en la gruesa carpeta y se arruinaba el bigote a fuerza de sobárselo. Sólo el reo, por lo ingrato del banquillo sin respaldo y por palpar que toda esa máquina al pellejo le tiraba, estaba grave, ligeramente encorvado, los brazos cruzados en el pecho, sin pestañear.

De suerte que el desfile de las prostitutas, aunque esperado y sabido, alegró a la sala. La conjunción de las diosas fue amigable; los sacerdotes de Temis acogieron del mejor talante a las sacerdotisas de Venus. Evaporáronse los tedios, las soñolencias y las anquilosis de las articulaciones quietas o fatigadas; uniformóse el movimiento de los cuerpos; una conversión general hacia la barandilla. Notóse que uno o dos miopes frotaban el cristal de sus quevedos con sus pañuelos y con el forro de sus sacos, apresuradamente; que muchas narices se abrían cual las de los sabuesos en la buena pista, y deleitándose husmeaban el olor que despedían las mozas, mezcla asfixiante de perfume caro, de sudor combatido que huele apenas, de carne limpia y de cerrada alcoba de mujer.

A cada nueva declarante, los ánimos se enardecían más, las seriedades profesionales escapaban, las fisonomías, por oficio ceñudas, dilatábanse. Se advertían hipócritas codazos entre los jurados vecinos, guiños entre los alejados; el juez, como una grana, se agitó en su sitial; y el agente del ministerio público un positivista furibundo, un científico que se desayunaba con Lombroso, comía con Brocca y cenaba con Ribot- se apoyó en la barandilla como en un balcón y detallaba a las meretrices francamente, despacio, con benévola sonrisa de sabio que examina sabandijas interesantes e inofensivas para con él, que, por encima de debilidades y flaquezas, sabe de qué antena cogerlas sin que muerdan ni envenenen. Los maleantes aseguraban que no había tales carneros y que el agente era un gran punto en las casas de asignación, en las que se gastaba sus sueldos, estudiando en las que las habitan los progresos incurables de la degeneración y decaecimiento de este pícaro mundo.

Habituada Santa a despertar apetitos, y aun a provocarlos, nada hizo en esta vez, ni siquiera realzar sus encantos, que más de uno de los que la devoraban tenía saboreados. Se concretó a responder según la interrogaban: lo que oyó y lo que vio, la verdad pura que Hipólito le encareció confesar; con ganas de que le permitieran retirarse; sospechándose enferma a lo serio por el escalofrío intenso que venía de sacudirla igual que a árbol endeble, de apariencia de roble, al que el menor cierzo deshoja y abate.

Contrarió a tal extremo la actitud de Santa, cuando todos contaban solazarse la vista al menos, frente a la hetaira a la moda, que uno de los defensores no halló más recurso que inventar el repreguntarla. Y lo solicitó con la prosopopeya forense:

- Ruego al señor presidente de los debates que permita a la defensa hacer algunas preguntas a la testigo...

Hubo una general aquiescencia a la solicitud del abogado defensor, quien se encaró a Santa:

- Dice usted que los creyó reconciliados al verlos hablar en voz baja, ¿no es cierto...? ¿Qué palabras cruzaron? ¡Repítalas usted!

Santa no las recordaba ni tampoco supo qué clase de relaciones existían entre ellos...

El defensor, por oficio, salióle al encuentro y le opuso argucias que escuchó Santa arrugando las cejas... El defensor la enredaba:

- ¡Cuidado con contradecirse! Usted ha declarado que presenció cuando los presentaban, después del primer altercado; conque, si los presentaron es claro que no se conocían, ¿cómo contesta usted ahora que ignora las relaciones que existían entre ellos...?

Acorralada, Santa, quedóse sin responder por lo pronto, mirando de hito en hito al defensor, cual si éste debiera ministrar la respuesta que le exigía a ella; luego dobló la cabeza, para recapacitar, y a lo último dijo distintamente, encogiéndose de hombros:

- ¡Pues no sé...! Es muy cierto que vi que los presentaban pero no sé, de veras no sé eso que dice usted de las relaciones...

Los prácticos en estas urdimbres, preparáronse a aplaudir el ensañamiento del defensor, que probablemente metería a la testigo en un berenjenal sin salida. Chasqueáronse sin embargo, ya que se limitó a significar a Santa un está bien rebosante de amenazas, y al juez un estoy satisfecho que daba el opio.

Al salir Santa, la acometió un segundo escalofrío menos rudo pero más persistente, y todavía obligáronla a permanecer un largo cuarto de hora, en el lugar de los testigos, mientras esos señores resolvían, en vista de su repentina indisposición y de sus flagrantes contradicciones, si era de otorgársele la licencia que para partir impetraba.

No chistó sílaba dentro del simón con sus vidrios incompletos, desde la calle de Cordobanes a la puerta de la casa de Elvira. Pepa, que se la acostó en el regazo y que sintió que ardía, la tranquilizó a la vez que maldecía de los autores del pésimo rato:

- ¡En sudando, tú te alivias, criatura...! Pero, ¿visteis (a las dos mujeres instaladas en el vidrio del carruaje) lo tiesos que se ponían Fulano y Zutano en su papel de alcaldes? ¡Lipendis...!, ya me pagarán la lata en cuanto aporten por casa.

Derechito a sus anchas camas, intocadas aquel amanecer por la carencia de clientes, fueron a parar las testigos del homicidio. Juraba Elvira lo propio que un carretero, contra los peleles del juzgado que, indebida y atentadamente -clamaba frenética-, por dizque averiguar un suceso más claro que el agua, habíanle retenido sus reses; con lo que sus parroquianos, los del fuste, los que pagaban sin cicaterías ni ruindades, ¡hasta El Jarameño!, se le fugaron echando chispas después de paciente espera, a saciar su sed de hembra en los prostíbulos rivales del barrio. Parada en medio de su ganado sumiso, babeaba de ira, examinábalas una por una, golpeábase los grasos muslos fláccidos, que recibían el golpe trepidante, como perniles manidos o gelatinas a punto de derretirse:

- ¿Y quién me indemniza a mí, vamos a ver, quién...? ¡Me caso con la Biblia, corcho...! ¡Lo menos me hacen perder doscientos duros! Cualquiera me vuelve a matar aquí, ¡qué poca vergüenza...!, que se maten en la calle, como los perros, y que la dejen a una ganarse su vida. Mañana os cobraré sala doble, no sola yo he de perder..., sacadlo vosotras de vuestros marchantes, que os sobran mañas para ello... Y tú, Hipo, ya te me estás largando, ¡lila! ¿No hubo piano?, pues no hay guita, ¡ea...! ¡Ésa, que sude. Pepa, darle un buen trago y arropármela!

Trepó las escaleras bufando, se oyó el portazo que daba en la vidriera de su cuarto, al encerrarse. Hipólito, afligidísimo, solicitó y obtuvo de Pepa la gracia de quedarse velando a Santa, por si empeoraba o necesitábase que alguien fuera a la botica, a buscar a un médico:

- Si ella lo consiente, por mí sí -resolvió Pepa trasteando botellas en la alacena del saloncito, para alistar la pócima.

Santa, que mientras Elvira disparaba rayos y centellas, se había acostado, demostró su consentimiento encogiéndose de hombros; el escalofrío la agitaba demasiado, a pesar de la montaña de cobertores y colchas que resistía. La calentura, alta, teníala sumida en densa modorra.

De puntillas entraron a despedirse las demás mozas, a tocar a Santa los carrillos y la frente, meditabundas y supersticiosas junto a la compañera herida repentinamente con dolencia de incógnita gravedad; sintiéndose todas expuestas a eso, a que un vientecillo traicionero y suave, u otro motivo infinitamente pequeño, las enferme cuando menos se piensa, y por desamparadas, por rameras y por despreciables, nadie de verdad se duela de ellas, y de juzgarlas inútiles para su arte triste de proporcionar placeres, las arrojen a los hospitales, a los muladares luego, si alguna alma caritativa no se opone y ocultando la limosna, la obra buena, ocultando el nombre, no reclama el cuerpo que fue nicho de caricias, relicario de besos, búcaro de perfumes, urna de tentaciones y vaso bellísimo de deleite, para devolverlo a la tierra materna y sacra, la única que en el mundo no las rechaza, la que cobija igual que a los buenos y que a los justos que sólo pecaron siete veces al día...

Y más por cobrar ánimo que por comunicárselo a la enferma, decíanle después de quemarse con su contacto:

- No te alarmes, chica, esto no será nada, ya verás lo mejorada que amaneces...

La circunstancia de acostarse sola, así fuese por las cuantas horas que para la del alba faltaban, templó las tristuras que el mal de Santa sembrara en las muchachas. ¡Ser dueñas de sus camas y de sus movimientos; poder revolverse en las sábanas frescas y limpias; reconquistar siquiera una vez en el cautiverio indefinido, un remedo de libertad; poder soñar y dormir en todas las posturas y extender los brazos y doblar las piernas; no tener que obedecer a nadie, ni qué fingir cariño, ni qué desterrar el sueño, ni qué vencer ascos, ni qué padecer alientos extraños y apestosos a alcohol o a cosas peores, ¡qué lotería! Y con excepción de dos viciosísimas, que se amaban sáficamente y juntas se acostaron con alborozo reprimido de recién casados, el resto entró en sus cuartos sahumados, con un placer análogo al del galeote a quien se le permite sacarse los grillos y no arrastrar la cadena. Veían sus camas desiertas que les auguraban legítimo descanso, y una contracción gozosa, de granuja que logra apoderarse de ambicionada golosina, les anudaba la garganta y las hacía reír, ¡qué gusto!, dormir a su antojo, no satisfacer caprichos malsanos, no plegarse a depravaciones y porquerías, no sufrir vecindades incómodas y exigentes que lastiman y envilecen... Mañana volverían al potro, ¡qué remedio! ¡pero hoy, esas pocas horas, serían libres...! Satisfechas y ansiosas de disfrutar en el acto la dichosa soledad, desnudáronse a la carrera, echando de menos a sus amantes gratuitos con los que sí se acostaban y dormían complacidas, y a los que no avisaron de la impensada fortuna.

Instalóse Hipólito a la cabecera de Santa después de poner en el suelo una almohada a Jenaro, que el lazarillo se dormía parado. Ya Santa, automáticamente, había apurado la pócima y reintegrádose a su modorra.

- ¡Santita! -le murmuró Hipólito-, ¿sabe usted quién soy yo...? ¿Me reconoce...?

- Sí Hipo, si lo reconozco pero me cuesta tanto hablar... ¡De esta hecha me muero, Hipo, yo sé que me muero!

Horas negras las que pasó el músico mientras amanecía para los demás -¡que para él no amanecía nunca!-, pegado al lecho de lo que más idolatraba. Ignorante, y por añadidura ciego, no oponía a lo incontrastable sino una forzada resignación doliente, por lo que se cruzó de brazos en la silla que ocupaba y a pensar se puso una porción de fantasías desgarradoras. ¿Qué tendría Santa...? Algo muy grave, gravísimo, las enfermedades benignas no asaltan de súbito con intensidad tamaña, o si lo realizan, no se presentan acompañadas de tan alta fiebre. ¿Cuánto tiempo duraría postrada...? ¿Curaría...? Caso de curar, ¿cómo quedaría...? Porque lo que es pedirle que pensara en la posibilidad de la muerte de Santa, era pedirle lo excusado, no, no, de morir no moriría, estaba cierto, sin fundar su certeza en nada consistente. Aunque Santa no muriese, la trinidad de preguntas que él deletreaba en las obscuras cuencas de sus ojos ciegos, bastaba para aterrarlo, por no hallarle respuesta. Removido hasta en sus bajofondos de desgraciado, intentó apelar a la oración, cual a supremo recurso, mas ¡ay!, la oración no acudía a la cita, merodeaba fragmentaria e ineficaz por entre las arrugas de su corazón y las canas de su alma, llegando a los labios, si acaso, pedazos rotos, desteñidos e inservibles de sus infantiles plegarias que lo calmaban todo y que él balbuceaba con fe inquebrantable al lado de su madre, primero, en memoria de su madre, después. Como con su desordenado vivir apartóse de misticismos y rezos -por no suponerse digno de practicarlos-, ahora los rezos se resistían al llamado, ya no eran sus amigos ni su remedio el bálsamo, que a lo menos amortigua el dolor. ¡Aviniéraselas él según pudiese...! Entonces, su miseria lo paralizó, él y Santa, y los más sanos y los más fuertes eran hormigas, insectos diminutos que mueren sin saber defenderse, en un segundo y por cualquier pequeñez, sin que la hormiga se dé cuenta de la suela que la aplasta ni la criatura de la enfermedad que la doblega... Se nace, se vive y se muere sin que comprendamos palotada... y los tres prodigios, con no entenderlos, los mencionamos vanidosamente y los traemos en continuo ajetreo...

Santa rompió a hablar, desvaríos de fiebre, reconstrucciones trágicas de su niñez, trastocamientos de fechas y sucedidos: el Jarameño, en su casita blanca de Chimalistac; Rubio, de alférez, de gendarme, queriendo seducirla en la casa de Elvira; Santa casada con el compañero de sus hermanos en la fábrica de Contreras, el tañedor de guitarra que por ella se perecía cuando ambos eran muy jóvenes; Jenaro, de hijo de ella, e Hipólito trasmutado en sus dos hermanos, los hidalgos rústicos que la repudiaron y maldijeron:

- ¡Fabián! ¡Dame agua del pozo que está helada...! ¡Esteban!, no dejes que Cosme galope al retinto... ¡Qué sol, Dios mío, qué sol!

E Hipólito, que no contaba con esto, que jamás había oído el delirio de nadie, perdió el tino, y, por pronta providencia, despertó a Jenaro. Jenaro, con el sopor persistente de su sueño de piedra y el susto de un brusco despertar, sentado en la alfombra, cerrándosele a su pesar los ojos, escuchó atónito las incoherencias de Santa, divagando sin término, vuelta a la pared, la cabeza hundida en las almohadas y toda ella inmóvil, como si la agobiasen las ropas. Los ratos en que callaba, poníase a jadear lo mismo que si ascendiese por cuesta empinadísima o que si llegara de muy lejos, quejumbrosa... y rendida...

No se hablaron el ciego y el niño. Jenaro, bien despabilado ya, diríase que era el ciego, a juzgar por la fijeza con que, más que a Santa, parecía mirar lo que Santa decía, sus divagaciones y desvaríos, que en el silencio de la casa y de la ciudad -precursor de la aurora- adquirían resonancias de voces extrahumanas. Hipólito, desmoralizado por completo, diríase que era el niño, a juzgar por la firmeza con que se aproximó a Jenaro y por el afán con que en su enmarañada cabellera recargó la mano, en muda demanda de apoyo y arrimo. Calladas sus bocas permanecieron los dos, sus caras en la dirección del lecho de Santa, sobrecogidos de oírla delirar, de que un cerebro se desorganice tan pronto y un pensamiento salga por ahí dando traspiés de ebrio; de que la palabra cometa equivocaciones de loco.

- ¿No estará hechizada, patrón? -pudo al fin articular Jenaro, muy quedo.

- Lo que está es muy grave, Jenaro, ¡quién sabe de qué! ¿Crees tú que se muera...?

- ¿Que se muera...? -repitió Jenaro. Y luego de una gran pausa meditativa, añadió-: ¡Pues, amo, eso sólo Dios!

En éstas, un golpe de tos de la enferma interrumpió el coloquio; Santa revolvióse en la cama, se retiró el embozo y las ropas, se inclinó hacia fuera buscando algo, sin identificar a sus dos amedrentados veladores.

- ¡Santita! -suplicó Hipólito yendo de un salto junto a Santa, cual si no fuese ciego-, ¡no se destape usted! Dígame que quiere...

- ¡Escupir! -tartamudeó Santa trabajosamente por no hacerlo en las sábanas.

- ¡Anda, Jenaro, menéate tú, que ves! La escupidera para Santita, ¡pronto!

Alargóle Jenaro el trasto. Santa escupió, con más tos después de escupir, resopló acalorada, miró a Hipólito, a Jenaro y la estearina que se concluía en su palmatoria con flama larga y trémula, se dejó caer de espaldas, intentó darse aire con el pañuelo, y volvió a su modorra y a su tema:

- ¡Uf...!, ¡qué sol, Dios mío, qué sol!

- ¡Sangre, patrón, la niña Santa ha escupido sangre! -anunció Jenaro considerando el esputo adherido al plano inclinado de la escupidera.

- ¡Quítala de aquí, Jenaro! -le mandó el pianista, que no veía gota. .. Y como en soliloquio, agregó-: ¡Sangre...!, entonces sí que se muere.

Y no, no se murió, aunque la pulmonía fue de patente. Ora su juventud y su naturaleza de campesina -que lucharon a brazo partido en unión de drogas y cáusticos-, ora el manifiesto capricho que preside el curso misterioso y el imprevisto desenlace de las enfermedades graves, que se apagan cuando matar debieran y matan cuando debieran apagarse, el hecho es que Santa, a los siete días de haber sido atacada, fue dada de alta, recomendando, sí, los mayores cuidados posibles en la convalecencia que comenzaba sobre buen pie. Una recaída -pronóstico textual del facultativo liquidado- sería forzosamente funesta.

Santa, afortunada, renació a la vida en las mejores condiciones: por segunda vez, abandonando el burdel y sus antihigiénicas esclavitudes; ignorante de los riesgos corridos y de las maldades en su contra desencadenadas durante la dolencia; ignorante también de la heroicidad de El Jarameño, a quien nunca volvió a ver; convencida de que Rubio, el amante nuevo, la quería de veras y la mimaría a pedir de boca; convirtiéndose de la noche a la mañana en dueña y señora de una casita, con criadas de ella y muebles de ella y todo de ella, en cuenta, unos pájaros que se prometía colgar en los corredores para que con gorjeos alegraran la vivienda y en la morada evocaran placenteros recuerdos de días desaparecidos y felicidades difuntas...

Hasta la estación resultaba propicia, en pleno verano, mediando el mes de julio con sus lluvias torrenciales que refrescan y limpian; con sus atardeceres deliciosos y sus noches tibias, consteladas, casi pensativas; noches en que puede uno sentarse al aire libre y platicar con las estrellas, y ofrecer la propia enmienda por lo malo que hicimos y que ya no hemos de hacer nunca más... Luego, el interno regocijo que nos inunda por haber escapado de la muerte, y que todo lo poetiza, Santa padecíalo hondamente; quería a sus compañeras, Elvira y Pepa inclusive; interesábale Hipólito; la enternecía Jenaro. El roñoso y anémico jardín que medio oculta al burdel, teníalo Santa por floresta sin par, y tras de los vidrios de un dormitorio alto, entrapajado y tornando a la salud, hallaba simpática la calle, virtuoso el barrio, la ciudad grandiosa, incomparable la vida.

Fue su despedida placentera, en temprana hora para que el amenazante aguacero le permitiese, antes de desencadenarse, ganar su morada; el burdel tranquilo y silencioso, sin marchantes ni importunos; con un carruaje de bandera azul, muelles y auriga experto, que evitaría los tumbos. Santa, muy débil, muy flaca, muy pálida, andando poquito a poco del brazo de Hipólito, a quien Rubio -que no osaba exhibirse de día con su conquista- comisionó para acompañar a la convaleciente. El mujerío, despeinado, en zapatillas y con batas que se desabotonaban descaradamente, salió hasta el coche a despedir a la libertad. Eufrasia lloraba a moco tendido, y Elvira, entre bromas y veras, vaticinó desgracias:

- Vaya, hija, que sea para bien, pero no te engrías ni sueltes a este primo. Guarda los parneses y procura no ponerte fea, no sea que cuando tú necesites volver al burdel, ya ni el burdel te quiera...

¡Qué esfuerzos tuvo que imponerse Hipólito para no reventar y narrarle a Santa lo que ignoraba! Contúvose, sin embargo.

Que no supiera lo malo, y así no se le amargaría su existencia próxima; que no supiese lo bueno, y así acabaría por ni recordar al torero, quien, al fin y a la postre, si aún no se marchaba para su tierra, marcharíase en breve, y con los años, la distancia y la ausencia, también se le borrarían de la memoria sus aventureros amoríos con una mexicana. A él, Hipólito, ni lo bueno se le olvidaba: cómo con la gravedad de Santa, coincidió un incesante telegrafiar de Rubio, desde Puebla, llamándose a burlado por la carencia de respuestas; cómo él, por su ceguera maldecida, no pudo enterarse ni disculpar a la enferma; cómo Elvira se permitió violar los telegramas acusadores y vino en aclarar que la santita fraguaba una segunda escapatoria de sus garras... Feroz, resolvió que la ingrata -¡qué barbaridad, ingrata!adonde se iría desde luego sería al hospital, ¿o se imaginaría que por su linda cara la había de mantener echada en la cama y sin que su cuerpo pagase lo que comía...? Todos los ruegos se estrellaron contra esa roca salvaje, que riñó con Pepa, levantó los puños de destripaterrones, cual dispuesta a golpear con ellos a sus pupilas, y a Hipólito, por una nada me lo planta de patitas en las cuatro esquinas..., ¡qué fiera!

Y aquí entraba lo bueno, personificado en El Jarameño, ni más ni menos, y así Hipólito le pesara reconocerlo y confesarlo, que no le pesaba, ¡lo justo, justo! Acháquelo usted a que el matador no se conformaba con no ver a Santa, o a que por lo cercano de su partida a España deseaba, probablemente, hacer las amistades con quien había sido su querida, es lo comprobado que el hombre, sin saber que Santa estuviese encamada, se apersonó en el establecimiento a la noche siguiente del jurado, dizque a enterarse de si las barbianas gemían en las cárceles o andaban sueltas y en campaña; en realidad, en busca de Santa, por la que ni preguntó, pero acerca de la que todas las otras suministráronle pormenorizada información. Santa, gravísima, con pulmonía, el doctor teníales dicho que no aseguraba la cura. El Jarameño manifestóse incrédulo, indiferente en seguida:

- ¿Conque sí, eh...?, pues ya ella se burlará de la purmonía y del dotor y de la marecita del dolor... ¿Vais a tomarme er pelo...?

No se convenció ni con el dicho de Pepa, ni con la corroboración de Hipólito, que apenas si tocaba el piano acatando el mandato imperioso de Elvira, y que para cumplir y ahogar el ruido de las notas, discurrió meterle al instrumento una media docena de periódicos a fin de que los martinetes no golpeasen directamente las cuerdas y el piano produjera un sonido grato y como distante, que sedujo a los parroquianos, por su novedad, y que por lo delicado y tenue no molestaba a la enferma.

El Jarameño sólo se convenció al penetrar en el cuarto, que olía a medicinas; al sentir con su tacto que la muchacha ardía y que no atinó a identificarlo por más que le clavaba sus ojazos calenturientos. Obra de una hora permaneció en la alcoba sin fumar ni beber, sentado a los mismos pies de la cama, taciturno y quieto. Con detenimiento informóse de síntomas y detalles, de quién era el facultativo, de si Santa -y eso lo repitió cuatro o cinco veces- carecía de algo... Tornó al otro día, desde temprano, y al otro y al otro, asistiendo, sin estorbar, a curaciones, encajado en los ángulos de la estancia, sentándose luego a los mismos pies de la cama, siempre quieto y taciturno. Estalló al quinto día que la gravedad fue menor y que Elvira determinó el inhumano envío de Santa al hospital. De la habitación sacó el espada a la dueña, y en el patiecito, delante de sus pupilas, de la encargada y de la servidumbre, en ese idioma que hablaba, salpicado de terminajos que serían españoles en España, pero que en México ni Hipólito ni nadie los entiende, la puso de asco, la achiquitó a palabrotas y a berrinche:

- Tú no eres más que una tía zorra, y una pindonga, y una chamarra, ¿estás...? Y a Santa, ninguno la mueve de esa cama, ni el santísimo nuncio, porque al que se atreva, lo abro, ¡tal por cual!, lo que es a mí no me das coba... Y pa'lo que sea menester, aquí tiés cien duros, ¡So esto y so aquello...! Y si más hace falta, más daré, ¡ajo...! Y a ella no se le dice quién ha pagado, porque aquí no ha pagado nadie, ¡recorcho...! Y que viva con quien quiera, si es que no se muere... y que sea feliz, ¡hostia!, que no vuelva a ser germana...

Conforme Santa mejoraba, El Jarameño espació sus visitas, no se le mostró más; inquiría noticias, reiteraba su pregunta de si algo le faltaba, y la víspera de que la dieran de alta, ya ella en sus cabales, él se eclipsó, generosamente.

¡Por bobo iba Hipólito a contar heroicidad semejante! Nones, y para embaucar a su conciencia, por vía de compensación, tampoco contaría las perrerías de Elvira.

Concretóse a hablar de su persona, a exagerar involuntariamente la gravedad del mal y los atrenzos suyos:

- ¿Ya me ve usted sentenciado a no verla jamás...? Pues ni se calcula usted lo que sufrí creyendo que no volvería a sentirla, a oírla, a verla como la veo, dentro de mí...

Rubio, apostado en la vivienda, salió al encuentro del coche y ayudó a que Santa se apeara sacándola poco menos que en vilo.

Para recompensar a Hipólito por lo que, seguro, estaría padeciendo, Santa, en la acera, diole las gracias, hizo que Rubio se las diera también:

- Ya lo sabe usted, Hipo, puntualito a visitarme, que Rubio lo consiente... Y con Jenaro, traiga usted a Jenaro, Hipo...

Igual a esos días que amanecen sin nubes, con luz poderosa y celeste que hasta el espíritu alegra; con el sol que ilumina y hermosea campos, casas y calles, y del más vil guijarro hace Un diamante, que en las charcas impuras derrama oro, y en la piedra y el hierro en lo insensible, parece que infundiera ánimo que purifica y limpia, tornando en blanco lo negro, lo viejo en joven, lo enfermo en sano, que engalana las campanas llenas de herrumbe de los templos centenarios y las fachadas leprosas de las casas vetustas; que a los miserables, a los que tienen frío, a las flores de los jardines públicos y a los niños desnudos de los arrabales pobres, caliéntalos amorosamente y les permite olvidar y reír, iguales fueron los albores de la mancebía de Santa y Rubio; un mes escaso; un mes en que gustó de la doble bendición de reír y de olvidar. Olvidó cuanto podía lastimarla -y cuenta que había bastante-, rió de cuanto podía halagarla por suerte había mucho más. -Aquello no era convalecencia, con su séquito de residuos, molestias y temores, era renacimiento inefable a una existencia buena, nueva, insoñada. No sólo el cuerpo -su cuerpo maculado, bellísimo y hecho a los ayuntamientos inmundos de los machos civilizados- se le aliviaba ganando minuto a minuto lo que la muerte (mientras se lo llevaba íntegro) con la enfermedad llevóse en prendas, no, también el alma aliviábasele, también ganaba minuto a minuto lo que el vicio (mientras se la cubría íntegra de telarañas espantosas) le había emporcado ya. Aquello era como un estreno de alma y cuerpo, que fabricados por excelso artífice, sentáranle a maravilla. No advertía arrugas ni pliegues, ni incomodidades, quedábanle a medida de la necesidad y del deseo.

Es claro que Rubio no la amaba con vehemencia, ¿y qué?, hallábase él muy lejos de ser un nene y ella aún no se despercudía del todo. Luego se vería.

Mas ¡ay!, que con el segundo mes y con el tercero, lo que se vio descorazonó a Santa. Los albores de su día de sol, de luz poderosa y celeste, se evaporaron, y como los mejores días primaverales, que tormenta sin anuncio truécalos en lluviosos, tristes y lúgubres, y con la lluvia implacable cae sobre los espíritus la desesperanza, y sobre campos y ciudades fúnebre cortina transparente que lo opaca todo, que cierra horizontes y aprisiona anhelos, así, con un soplo, viniéronse abajo los aéreos castillos edificados por Santa. Además de que Rubio no la quería, la despreciaba; y a cada paso de la prostituta hacia la quimérica e inasible Tierra de Promisión -a cuyos lindes creía ir llegando-, cada vez que las alas entumecidas y torpes de su alma convaleciente pero en vía de alivio, intentaba volar a la altura, Rubio encargábase de desengañarla en términos rudos, con saña de amante:

- Las meretrices no arriban a las tierras de promisión, ¡no faltaría más!; las almas de las mujeres perdidas no vuelan porque no poseen alas, son almas ápteras...

Efectuábase en Rubio un fenómeno común y explicable, por mucho que Santa no se lo explicase; víctima de la amargura con que lo obsequiaba su hogar tambaleante, supuso que una querida de los puntos de Santa mitigaría su duelo y le proporcionaría los dulces goces a que se consideraba acreedor. En lugar de pretender una compostura en su matrimonio -tan mal avenido como la inmensa mayoría de los matrimonios-, gracias a la moral acomodaticia con que nos juzgamos y absolvemos de todos nuestros actos reprobables, echólo a un lado y él se encaminó, cual persona con enfermo en casa y que maquinalmente se dirige a una farmacia en solicitud de un remedio de paga, al burdel, por principio, al amancebamiento después; convencido de que ahí guardábase el medicamento, fácil de ingerir por otra parte, y sabrosísimo al paladar. Y en tanto se familiarizaba con la idea de que Santa únicamente a él pertenecía; en tanto apresurábase a raspar con sus besos los vestigios indelebles de los miles y miles que a modo de pedrisca habían flagelado sin agotarla la planta deliciosa de su cuerpo trigueño, voluptuoso y duro, el amasiato fue llevadero, hasta con cierto picor, que en más apetitoso convertíalo, de besos de otros, de muchos; de caricias ajenas que persistían y le daban a la carne comprada y dócil, perfecta semejanza con esas monedas que han rodado por mercado y ferias y lucen la huella del sinnúmero de dedos toscos que las oprimieron y para siempre opacaron su brillo original y su limpidez prístina. Pero se percató pronto de que los remedios que vende el burdel son ineficaces, y de que a Santa ni con labios de bronce que en toda una vida se cansaran, le rasparía las entalladuras acumuladas y hondas de las ajenas caricias y de los besos de otros. Los horrendos celos retrospectivos, unidos a la perenne y humana presunción de que nosotros nada más seamos los preferidos y los primeros, desoldó el quebradizo vínculo que los engañaba y los mecía juntos. Exasperado Rubio con su esposa, acababa de exasperarse con su manceba; iba de la una a la otra con la certeza de que ya habrían cambiado y alguna de las dos satisfaría lo que él venía persiguiendo, y frente al doble desengaño, enfurecíase, con distintos modales y lenguaje distinto increpaba a las dos, sin hallar consuelo. Un descubrimiento empeoró la situación: sus modales y su lenguaje para con ellas eran distintos, aun se decía a sí mismo que respetaba a su esposa, que carnalmente tan sólo estimaba a su manceba, que nutría dos afectos diversos y compatibles -la hipócrita y falsa moral burguesa practicada por Rubio desde niño-, y ellas, en cambio, cual si se conociesen y aconsejasen cual si estuviesen elaboradas de una propia masa para afrontar sus respectivos conflictos sentimentales, aunque las separaran millones de leguas -¡alabastro la una, lodo la otra!-, tenían, sin embargo, criterios análogos, análogos mutismos, pasividades y respuestas; recibíanlo casi igual, casi igual lo despedían... Y una verdad leída no sabía dónde impúsosele a Rubio, un concepto descarnado con el que colmaba la ofensa inferida a la esposa con el vulgar adulterio:

- ...¡Entre las mujeres no existen categorías morales, no existen sino categorías sociales. Todas son mujeres...!

Luego que las entrañas del amor las informa, el odio principia en el deseo y no concluye en el espasmo, sino en el asco; no asco instantáneo que a las veces tradúcese en la tortura de palabra y áún en la de obra, y a las veces, domeñado por la autosugestión, se traducen en reposo y mutismo, en una nueva embestida que no intentamos por volver a poseer a la persona amada, sino para convencernos de que de veras amamos. La voluptuosidad confina con el cansancio y el hastío y el acto carnal con el crimen -aunque la mayoría, por fortuna, no perpetre este último-; pero, sin excepción, no hay hombre, por enamorado que esté, que no sufra de instantes de repugnancia hacia el espíritu que venera y la carne que adora. Esto, no obstante, son pocos, poquísimos, los que lo mismo que los grandes carniceros en el cubil y en la gruta -nidos de los amores libres-, en el museo y en el jardín zoológico -nidos de sus amores conyugales-, no defiendan hasta el homicidio la carne yacente a sus pies y destrozada con sus zarpas de que ya comieron y de que ya están hartos.

Por todos estos estados psíquicos, agravados con que, en el fondo, nunca había amado a Santa, atravesó Rubio, y las ternezas de los comienzos, las confidencias iniciales abochornábanlo ahora. De verse tan degradado, de verse delincuente, esmerábase en denigrar a Santa, en disminuir su propia degradación y delincuencia maltratando y envileciendo a la confidente. Porque se lo había dicho todo, según es de rigor en cualquiera junta sexual, a la que se recetan una fidelidad ideal, un interés noble y sin límites, una duración perpetua. Vació en su querida las hieles que su esposa le vertía, las arideces de los cónyuges que no se compenetran, las melancolías letales e incoloras en que se consumen los matrimonios desavenidos. Y cuando su querida le resultó mujer asimismo, se amedrentó, diose a vilipendiarla, a insultarla, no porque ella era lo que era, sino por haber sido él ligero, indiscreto, débil.

- No te envanezcas por los secretos que te he confiado, porque te he dicho lo que a nadie debe decirse; no creas que armada de ellos podrías causarme daño..., tú no eres peligrosa, ¿quién ha de hacerte caso siendo una...?

La palabra horrible, la afrenta, revoloteaba por los aires. En los muebles, en las paredes, en las lámparas, en la comida, en todas partes Santa veíala escrita y sin tartamudeos la leía: la maldición, las cuatro letras implacables...

Santa llegó a despreciar a Rubio -¡y quizá hubiese podido amarlo si él explota las simpatías de ayer!- No lo plantaba en seguida con sus pesos y su ordinariez, porque resistíasele regresar a la casa de Elvira, donde ya no la tragaban, o a otra gemela o inferior, donde sólo su fama de reina conociesen... del reinado se desquitaran teniéndola a su merced.

Impedimento de marca mayor por igual estorbábaselo: Santa sentíase atacada de insidioso mal venido a luz con la pulmonía. Síntomas alarmantes y raros, unas hemorragias atroces, escoltadas de pesantez en el abdomen, dolorosa irradiación en los riñones y en los muslos, en el perineo y en las ingles...

- ¿Qué será Hipo? -preguntaba al músico, en absoluto desconocimiento de las infelicidades de Santa, a pesar de que menudeaba sus visitas, asociado a Jenaro-. No he de consultar médico, porque Rubio se creería cosas que no son, y no quiero volver con Elvira.

Hipólito no la sacaba de dudas, prometía yerbas milagrosas, drogas empíricas, del vulgo.

Entonces Santa, a la que prescribieron para su convalecencia un uso morigerado de alcohol, fue gradualmente aumentando la dosis, toda la gama, desde el coñac fino hasta el aguardiente que abrasa y corroe. Contrajo el alcoholismo, tiróse a él, más bien dicho, como al único Leteo adecuado a sus alcances y desgracia.

Y por arraigado hábito -¿quién reprocha al licenciado de presidio que arrastra el pie con que por años y años tiró de los férreos eslabones y de la monstruosa bala de cañón?-, por alcohólica, por enferma y por desgraciada engañó a Rubio, con frenesí positivo, sin parar donde se podía, en la calle, en el baño, en los carruajes de punto, en la mismísima vivienda. Y antes y después del engaño reincidente, bebía, bebía... en ocasiones, se quejaba, reapareciéndole los dolores alarmantes y raros...

Cuando al fin Rubio se enteró, al cabo de varios perdones y participaciones en excesos alcohólicos, cuando la expulsó despiadada y brutalmente, Santa estaba borracha. Al cochero, que le propuso al reconocerla llevarla a casa de Elvira, le contestó riendo y tambaleando:

- No, allí no, llévame a otra, hombre, de tantísimas que hay pero que sea de a ocho pesos siquiera..., ¡todavía los valgo!

Índice de Santa de Federico GamboaSegunda parte - Capítulo IISegunda parte- Capítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha