Índice de Santa de Federico Gamboa | Segunda parte - Capítulo I | Segunda parte- Capítulo III | Biblioteca Virtual Antorcha |
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SANTA
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO II
Derechamente, sin asomos de titubeos ni vacilaciones, como golondrina que se reintegra al polvoriento alero donde quedó su nido desierto resistiendo escarchas y lluvias, así Santa enderezó sus pasos fugitivos a la casa de Elvira, sin ocurrírsele que le sobraban recursos más seguros y más honestos, sobre todo; sin rememorar sus proyectos bordados hacía algunos meses, cuando la muerte de su madre habíale estrujado el espíritu y prometídole, con el abandono del vicio, una resurrección de alma y de cuerpo. Nada de eso.
Perseguida por el terrible mirar de El Jarameño, aquel mirar preñado de homicidio que la hizo suponerse en su última hora, huyó de La Guipuzcoana, humillada, trémula, gacha la hermosa cabeza, en los suelos los ojos, el acobardado corazón batiéndole sin ritmo; ora a gran prisa, cual si le urgiese salir de la cárcel, ora muy despacio, cual si en su pánico tratase de esconderse en ignoradas entrañas recónditas... Bien que advirtió en corredor y ventanas la presencia de la patrona y de los huéspedes, pero airados todos, todos inmóviles, todos agresivos, echándole en cara, con sus actitudes, que sabían su porquería y a una se la reprobaban. Por no tropezar recogióse la falda, y no creyéndose en cobro ni en el zaguán de La Guipuzcoana, salió a la acera, unos cuantos pasos, para no llamar la atención del diluvio de paseantes, con su cabeza al aire, vestida de casa y sin abrigo. Por dicha, obscurecía, y siendo domingo, diversas tiendas no iluminaban sus aparadores, con lo que las calles céntricas lucían sus buenos trechos de penumbra que aquí y allí se desperezaba en piedras y adoquines o se entraba en algún portal abierto o en algún edificio alto colgábase desde la cornisa de su techo, se prendía en los barandales de sus balcones, se bifurcaba en las aristas salientes de sus rótulos mercantiles, a modo de vieja cortina de tul olvidada, de las que sacan en las fiestas, y a la intemperie se deshilachan y, balanceándose, a jirones se caen. En uno de estos trechos de penumbra guarecióse Santa, hasta que un coche, de vacío la izó a bordo y la condujo al prostíbulo conocidísimo:
- ¡Súbase, mi patrona! -le dijo el cochero mientras encendía los faroles y Santa le indicaba la dirección-, ya sé dónde, a la casa de Elvira.
¡Cosa más rara...! Ahora, a solas dentro del coche y cruzando las calles de Plateros y San Francisco, con las peluquerías y cafés de par en par abiertos y de arriba abajo alumbrados y concurridos; ahora que su simón, incrustado lo mismo que una escama sucia entre las escamas flamantes de los cientos y cientos de lujosos trenes señoriales, caminaba poco a poco, formando parte de ese inmenso, articulado y luminoso reptil undívago; ahora que, amasada con la multitud, encontrábase más aislada sin embargo, ahora Santa se arrepentía de haber engañado a El Jarameño. ¿Por qué engañarlo si él queríala tanto?, ¿por qué renunciar al proyectado viaje a España, el viaje que habría de haberse llevado a cabo ni más ni menos que un viaje de novios...? Luego, ¿con quién lo había engañado?, ¿por qué el inventor, que nunca le hizo la rueda, y no Abascal que le bebía los alientos...?
Y la infinita tristeza, agorera de las enfermedades incurables, la que sin fundamento aparente predice la muerte cuando nadie aún alcanza a divisarla, acometió a Santa sólo un instante, mas un instante intensivo que la forzó a reconocerse con llagas hediondas en su interior, al estilo de esos frutos que invisiblemente se pudren y agusanan en el corazón y con gusanos y podredumbre los compran, los muerden y los alaban, a reserva de arrojarlos a los basureros en cuanto el daño asoma...
¿Por qué tan pronto estar tan pervertida, si ayer, sí, ayer nomás, todavía era buena...? No ahondó, ni sabía ni quería ahondar, se resignaba pasivamente a lo que es, con la pasiva resignación que por igual invade a sabios e ignorantes, humildes o poderosos, frente a los designios insondables y las fuerzas secretas que, como a hojas secas, nos arrastran y desmenuzan a todos por los traicioneros caminos de la vida...
Descubría su mal, lo palpaba y plegábase a las consecuencias, a las resultas fatales. Alegrábala, por lo pronto, con alegrías físicas que maquinalmente compelían a tentar y acariciar su propia persona recién escapada del aniquilamiento, el haberse salvado de las iras de El Jarameño y, a su vez, también atribuía la inesperada fortuna a milagro patente. Si la navaja no se hubiese enterrado en las maderas de la cómoda..., pues se habrían enterrado en sus carnes, en las turgencias de su seno de seda y mármol donde los hombres libaban delirantes el deleite que manaba de sus pecíolos sonrosados; o en otro punto cualquiera de sus formas triunfales, en cualquiera curva, en cualquier hoyuelo de los mil y mil que constelaban su piel trigueña y mórbida, como escondrijos de amorcillos, como lugares de descanso para los labios enloquecidos, que de recorrer los urentes desiertos de su cuerpo joven, besando y besando, sentenciados a siempre besar tanta belleza y tentación tanta, habían menester de reposos instantáneos para seguir la dulce tarea de acabar de besarla íntegra, toda, toda. ¡Qué suerte la suya de haber escapado...!, pero, ¿y si El Jarameño al verla de nuevo, de nuevo intentara matarla...? ¡No, no la mataría ya!, esas cosas no se intentan dos ocasiones y si en la primera no se mata, se concluyó, hasta con regocijo de ambas partes por añadidura... Deshecha la mancebía y roto el vínculo que los uncía, menos se arriesgaría el torero a perderse por ella...
Y distraídamente, púsose la chica a considerar despacio los cristales de las peluquerías que albergaban máscaras y caretas, pelucas y barbas, postizos y disfraces por ser primer domingo de carnaval.
No son para descritos los extremos de Eufrasia cuando, al abrir la puerta, topó con Santa. La alzó en vilo, la abrazó, acariciábale mejillas, cintura y ropa. ¡Qué gusto que volviera el orgullo y la alegría de la casa! ¡Menuda que resultaría la sorpresa de doña Pepa, de doña Elvira y de las muchachas, sobre que ni quién la aguardara!
- Lo que es don Hipólito el músico, de esta hecha recobra la vista... ¡Vaya, vaya...! ¡Doña Pepa!, ¡doña Pepa! -gritó desde abajo por no retardar la buena nueva-, ¡albricias, doña Pepa, que ya pareció lo perdido, ya está aquí Santita otra vez...! Están cenando -explicó a Santa.
Verdadero alboroto hubo en el comedor, sillas derribadas en el piso, vertimiento de salsas en el mantel, abrazos y besuqueos a la que regresaba, curiosidades en saludos y miradas, renovación de envidias, sinceros júbilos.
- ¿Pero qué te ha pasado, mujer? -preguntóle Pepa al disminuir el tumulto-, ¿ya cenaste?
Antes que respuesta ninguna, los nervios de Santa reaccionaron distendiéndose; las encontradas emociones de la tarde trágica despertaron de su pasajero letargo; algo de alegría por el recibimiento y por saberse salva, y más de amargura por sentirse desahuciada, supuesto que en aquel medio infecto, a ella se le desvanecían temores y penas, todo esto reunido le truncó el discurso, ahogóle la voz y no le salieron palabras, sino lágrimas sentada al lado de Pepa que jugaba con los ricillos de su nuca, en la cabecera de la mesa ruidosa.
- ¿Y eso? -reiteró Pepa, sin dejar de jugar con su cabello-, ¡borrica!, no llores, que él te buscará, y si no te busca, ¡pata!, que sobran pantalones en el mundo, ¡boba!, y escasean hembras guapas como tú. ¿Por qué regañasteis?
- ¡De milagro no me ha matado hoy, Pepa! -pronunció Santa al fin, incorporándose en el asiento-, y tengo miedo de que me mate.
- ¿Pues qué le hiciste tú? -inquirió Pepa fríamente, recortando con los dientes la perilla de su tagarnina de ordenanza.
Grande debía de ser la responsabilidad que Santa se achacaba, puesto que ni ahí osó confesarla, ahí, donde quizá obtendría indultos, indulgencias y perdones. Limitóse a contestar, de cara al mantel para mejor disimular su mentira:
- ¿Yo...?, ¡nada! ¡Fueron celos, los malditos celos de todos los hombres que se meten con nosotras...!
Pepa, incrédula y experta en achaques de infidelidades, no insistió; diseñó en la atmósfera un elocuente ademán con su cerillo encendido, un ademán amplio e indeterminante que parecía querer alumbrar con la débil flama del fósforo una enorme porción de engaños, ingratitudes y olvidos que trucidan a los amores. Así sería según Santa lo afirmaba, y dio fuego a su puro, Con lentitudes de fumador consumado que aprecia el tabaco, y de filósofo que desprecia las irremediables flaquezas humanas.
Las demás mujeres tampoco tragaron el embuste de Santa. ¿Celos...? Verdad que los celos en ocasiones son infundados, pero las más, y con ellas muy especialmente, con ellas que convierten en hábito el engaño, en incentivo la infidelidad y en necesidad el olvido, para continuar vegetando con su existir mísero, con ellas los celos son casi siempre fundados. De consiguiente, si el torero había pretendido matar a Santa, sus razones tendría para ello; y unas excusaban la felonía; otras, censurábanle azuzadas por la envidia, ¿qué más podía apetecer Santa que el haber vivido tranquilamente junto a un hombre con amor y con dinero? ¡Presuntuosa...!
Santa echó de menos a la Gaditana, ¿qué había sido de ella? Le contaron su compromiso con un empleado de aduanas, quien con su conquista cargó al quinto infierno. Nogales o Tapachula, lejísimos, en un remoto rincón de México, en una de sus fronteras, a una infinidad de días de viaje...
- Y tú -le dijeron dos o tres compañeras- ya perdiste tu cuarto, ¿verdá, Pepa...?, ahora vas a vivir abajo, después de la sala chica.
Asintió Pepa sin prestar importancia a lo del cambio de habitación. Más importábale que Santa cenara:
- Toma cualquier cosa, unos sorbos de caldo para que se te borren las ojeras... ¿Piensas ir al baile...?
Amotináronse todas, alborozadas por llevarla; la una iba con Fulánez, con Zutánez la otra; aquéllas, solas; disfrazadas éstas. ¿Que carecía de ropa...?, ¡magnífico!, un dominó zanjaba la dificultad. Y ni qué temer a El Jarameño, pues suponiendo que también él asistiese y asistiese por buscarla, con no quitarse el antifaz y con escurrirse a buena hora, lo chasquearía.
- Si quieres no hagas sala esta noche -terció Pepa-, te la dispenso sin cobrarte nada; recuéstate un rato, a oscuras, duerme, si puedes, para rehacerte, y a la hora en que estas chifladas se marchen, tú dirás si te marchas con ellas... ¡Ah! ¿Quieres que te salude el pobre de Hipo...? Va a ponerse hecho un loco en cuanto te sepa aquí otra vez.
Santa respondía que sí a todo, a las que se preparaban a ir al baile, a lo que le aconsejaba Pepa; sí, sí, tomaría el caldo, ádoptaría el dominó y el antifaz, saludaría a Hipólito..., ¡de veras, pobre...!
Desde su cuarto cerrado, advertía distintamente los ruidos del salón que tan familiares éranle, hasta reconoció la voz de algunos parroquianos antiguos, los infaltables, los de la ingrata categoría de simples clientes que pagan, despachan y se despiden, han pasado a la categoría de amigos y se enteran de la salud de cada una de las daifas, a las que no denominan por sus nombres de pelea, sino por los de pila, y se interiorizan de chismes y enredos; los admitidos en el departamento de Elvira, con la que solían jugar una brisa de interés módico y trincar un anisetillo gratuito.
Dentro de la quietud relativa de su estancia, sentíase Santa con un apaciguamiento total que le recorría íntegro el organismo y aun consigo misma la reconciliaba: nadie resultábale perverso, ni ella; en el fondo, no amaba al torero, pero tampoco odiábalo, antes continuaba profesándole acendrada simpatía sin perder la esperanza de que habría de contentarse diciéndole ella eso, demostrándole que no pulsaba inconveniente en que de amigos siguieran, perteneciéndose cada y cuando sus respectivos cuerpos lo apeteciesen. Santa, por engañarlo, no se reputaba más culpable; las gradaciones que establecía para considerar las complicaciones sentimentales ajenas y propias, alcanzaban niveles muy ínfimos; la fuerza cósmica del elemento que la hembra lleva en sí, fuerza ciega de destrucción invencible, como la de la naturaleza, ya que la mujer es por sí sola la naturaleza toda, es la matriz de la vida, y por ello, la matriz de la muerte, puesto que de la muerte la vida renace, perpetuamente, esta fuerza y los extravíos de su criterio envilecido no sólo absolvíanla por el daño recién causado, sino por los que perpetraría en lo futuro, quizá más benignos, quizá más formidables, pero muchos, muchos, con su carne de lujuria, y de su alma enferma...
Lo único que ambicionaba, su pureza, su honra, su conciencia tranquila e inmaculada de virgen crédula y confiadísima que ignora el pecado y sin compasiones la inmolan porque ama, habíalo perdido, perdido para siempre..., ¿eran lejanías?, no, porque no le quedaban ni lejos ni cerca, quedaban más allá... allá... en un punto que ni el lenguaje sabe precisar; en el misterioso punto invisible, donde, por ejemplo, queda la muerte... eso era, eso, donde la muerte, de que acababa de escapar, pero cuya calavera contempló a la distancia de un cabello, la muerte que con nosotros llevamos sin llevarla, la muerte que por doquiera nos acompaña sin que lo advirtamos, la muerte que no queda lejos porque puede hallarse cerca y que no queda cerca porque puede hallarse lejos; eso era, donde la muerte nos acecha más allá... ¡allá! Y en ese misterioso punto invisible yacía lo que Santa ambicionaba.
De consiguiente, operábase en su espíritu lo que en su cuerpo; uno y otro abandonábalos a lo que suponía erróneamente fuerzas superiores, y de regreso al antro, respiraba a sus anchas, arrebujábase en su misma ignominia, cual se arrebujaría en cachemiras y rasos; no intentaba la salud, continuaría mala.
Para su gobierno acordaba, ya que no podía rechazar la maldad, utilizarla y agredir con ella, a tontas y a locas, como actúan todos los poderes que no es dable encauzar, el río de su pueblo -ponía por caso-, que cuando manso bendecíalo, y cuando enfurecido, en su avenida, desgajaba troncos y ahogaba ganado y arruinaba sementeras y acobardaba los ánimos sin importarle un ardite que lo maldijesen o lo amenazasen con los puños cerrados, ni que de ablandarlo trataran con llantos de verdad y ruegos como de persona... El río, ¿qué... ?, persistía con idéntica indiferencia en su benéfico curso o en su curso asolador. Ella, Santa, obraría por modo análogo; con sus caricias calmaría a los sedientos de su cuerpo, a todos los que lo codiciaran -pues para todos había- y si de repente, en el curso de su vivir destruía y engañaba, ¡O matarla o dejarla, sin términos medios! Convencida, sin solución de continuidad en sus ideas, de su perversión; desvanecida de haberse asomado a aquella sima sin fondo de su ser moral, contrajo el rostro, en las sombras del cuarto, y se irguió en el lecho apoyando entrambas manos en las almohadas. ¡No tenía culpa! ¡No se declararía culpable nunca! Que escudriñasen su juventud, su infancia; que cavaran en su corazón y no se alarmasen de los escombros que en él hacinábanse: castillos de candores, alcázares de ilusión, palacio de esperanzas venido abajo con dolores y sin ruidos, según se realizan los inconfesados derrumbamientos internos...
¡A que no cavaban!, ¡a que se conformaban con besarle y aplastarle sus senos erectos y macizos, sin curarse de que debajo de ellos latiera su corazón desconsolado o satisfecho...! Y pues pedíanle sólo el cuerpo, sólo cuerpo les daría, hasta que se saciaran o también se lo enfermasen, cual regularmente acaecería, cual acaeció con varias de sus predecesoras, cual tendría que acaecer con las que la sucediesen en el oficio infame... ¿Corazón...?, ¡qué niñada!, con que ya su dueña casi no se acordaba de él y había de echarse en su busca y de consagrárselo a El Jarameño...
Bastaba con lo hecho, mientras quiso al torero -porque habíalo querido, sin duda ninguna-, mientras lo quiso, mantúvose fiel, pero esa tarde se le antojó el inventor, ¿y qué?, ¿por eso matarla...? Y la alegría física de saberse en salvo de nuevo la ganaba; de nuevo se acarició su cuerpo, maquinalmente, cual si las manos, más torpes que el cerebro convencido ya, necesitaran cerciorarse a su turno de que el cuerpo se hallaba completo y hermoso, recorriéndolo poco a poco por su cuenta, con terquedad de animales inteligentes que avaloran los sucesos...
Adivinó Santa que en aquel instante notificaban a Hipólito que ella había vuelto, porque el piano enmudeció de súbito, rompiendo una armonía, y se oyeron en el patio los taconazos precipitados del ciego, el incesante golpear de su cipión contra muros y baldosas, el aviso en voz baja al lazarillo adormecido en su rincón del zaguán:
- ¡Jenaro! ¡Jenaro!, despabílate, ya está aquí Santita, ahora sí que es cierto, me lo ha dicho Pepa...
- ¡Adelante, Hipo! -gritó Santa desde la cama, no bien el músico llamó a la puerta.
Y a pesar de las tinieblas de la estancia -mucho menos densas y absolutas que las de sus horribles ojos blanquizcos de estatua de bronce sin pátina-, el ciego avanzó tanteando el terreno con su cayado, y al hallarse junto a la cama, al sentir a Santa, soltó el palo y bajó sus dos manos con pausado ademán episcopal, hasta que toparon con un hombro de la muchacha; allí las detuvo, sin oprimir, en leve caricia a la par idolátrica e inocente; echóse luego a temblar, y por bienvenida única exclamó:
- ¡Santita...! ¡Santita...!, ¿pero es posible que tan pronto se haya usted arrepentido...?
Santa protestó, ¡qué había de ser arrepentimiento! Ella continuaba amando al torero, era él quien la repudiaba:
- Me ha corrido, Hipo, me ha corrido y por un tanto así me mata..., iba a matarme con su navaja...
El mutismo de Hipólito, cuyas rodillas repiqueteaban contra el lecho y cuyas manos convulsas se hincaron un segundo en las carnosidades del hombro en que posaban, recordaron a Santa la pasión del desdichado, la crueldad que con él cometía puntualizándole lo sucedido; y como a la vez no le agradaba que también este fanático suyo fuese a sospechar el por qué de la rabia del diestro, amainó velas, hábilmente se colocó en el papel de víctima y por indirecta manera -que el otro entendió en el acto-, lo incluyó en el número de sus victimarios posibles:
- ¿Ve usted lo que se saca una con querer a uno de ustedes...? ¿Tengo o no tengo razón en desconfiar de todos...? -dijo, mas al decirlo, distraída o mañosamente, cogió con una de sus manos las dos del pianista, para reforzar el argumento sin duda, e Hipólito, sofocado de dicha, levantó la ilusión, inclinándose le contestó lo que sólo ella podía entender:
- Es muy distinto, Santita, le protesto a usted que es muy distinto...
¡Todo el poema de su cariño inmenso, igual al de todos los amores sin esperanza, contenido en estas frases indescifrables casi!
- ¡Hipo, por tu madre, ve a tocar, que se impacientan en la sala! -declaró Pepa, entrando de improviso en la pieza.
- Pues voy a contentarlos tocando hasta que San Juan baje el dedo.
Y el que se bajó fue Hipólito, a buscar su palo que había rodado por la alfombra. Enderezóse al encontrarlo y se encaminó a la puerta, ágil, sonriente. Desde la puerta agregó:
- Lo que es hoy, Pepa, le toco a usted el mismísimo sertiminio de Hernani, ¡mi palabra de honor!
No obstante lo numeroso de la parroquia que aquella noche llenaba el establecimiento, el entero mujerío ardía en deseos de que las dejaran pronto, a causa de la atracción que el baile de disfraces ejercía en sus pobres cuerpos de alquiler y en sus atrofiados cerebros de apestadas sociales.
Tales bailes les representaban su reinado: unas cuantas horas de unas cuantas noches en cada año. Les representan su fiesta de ellas, de ellas que son el azote secular, la plaga sin antídoto, la tentación perenne, las lobas devoradoras que aullan de dolor y que aullan de placer, las lupas ultrices. Tales bailes reproducen las lupercales a Pan, el dios cornudo y de pezuñas de cabro, tañedor de la flauta pastoril y regulador de las danzas de ninfas, que donde aporta infunde los terrores pánicos. Tales bailes representan la fiesta de ellas, donde únicamente imperan y conquistan y mandan, donde la policía no las acosa ni el hombre las escarnece. Saben los que concurren, que allí son ellas las reinas, de efímero reinado, ¡conformes!, pero reinado al fin en el que poseen, por cetro, la copa de alcohol enemigo, por manto, su propia semidesnudez provocativa de que todo el mundo ha disfrutado, por corona, la aureola con que lo mismo la suprema virtud que el vicio supremo, circundan las cabelleras que cayeron al filo despiadado de las tijeras de plata en las tonsuras claustrales, o que, cayendo, irán al despiadado filo de las orgías; la aureola que encuadra los místicos semblantes de las infecundas vírgenes pálidas por la plegaria y el retiro, y los cínicos rostros anémicos de las infecundas hetairas marchitas por los acoplamientos y la blasfemia; por corte, a sus enamorados gratuitos -los jóvenes que aún no tienen ciertos pudores o los hombres maduros que ya no tienen pudores ningunos-, a los padres cuyas hijas duermen soñando sueños blancos en las discretas alcobas de los hogares sacros, y a los esposos cuyas esposas velan pensando pensamientos negros, abrazadas adulterinamente al desengaño, en los conyugales tálamos abandonados...
Santa se dejó llevar, disfrazada con un sencillo dominó oscuro Y un antifaz de terciopelo y blonda. A eso de las dos de la madrugada hizo irrupción la caterva de la casa de Elvira en el teatro Arbeu, de suyo feo, y acabado de afear por su transmutación en salón de baile. Serían una media docena. Acompañadas de sus galanes, cuatro; sin acompañantes, Santa y la tísica, que lucía disfraz de maga o hechicera para disimular sus flacuras enfermizas. Cerraban la comitiva Jenaro e Hipólito, pues alegó este último, que su deber era acompañarlas, dado que el teatro en cuestión hallábase frente a su domicilio. Pretexto infantil, evidentemente; iba por estar más tiempo donde estuviera Santa, por cuidar de ella, ciego y todo. Tenía recomendada a su lazarillo una vigilancia excepcional:
- En cuanto distingas al de trenzas, al maldito ése, me pones cerquita de él y no le apartes la vista, ¡ojo!, y caso que, Dios lo libre, intentara hacer algo a Santita, me empujas recio encima de él y corres a llamar a un gendarme. No se te olvide Jenarillo, que yo me encargo de no permitir ni que se mueva...
Pagaron las parejas sus entradas, es decir, pagaron las mozas por sí y por sus queridos; pagó Santa por ella y por la maga tísica, e Hipólito se hizo el perdedizo, pagó después por él solamente alegando que su lazarillo no causaba ni cuarto de paga:
- ¡Es un inocente! -añadió en son de broma. El empleado de la taquilla, que conocía al pianista, se asomó a inspeccionar a Jenaro, siguiendo la ocurrencia:
- Ni de balde puede entrar tu angelito, porque es prohibido prostituir a menores... ¡Entra tú, don perdido!, me pagarás luego un aguardiente... pero, de veras, esconde a este prójimo, que se instale por la cantina o por los pasillos, está muy mocoso y muy derrotado... ¡Dejen pasar a ese ciego sin boleto! -gritó a los custodios de las rejas.
Por una de las entradas laterales del lunetario convertido en sala, introdujéronse Hipólito y Jenaro, escondido el lazarillo entre su amo y el muro.
- ¿Qué ves? -preguntó el músico-, ¿ves a Santita?
- De aquí no, nos tapa la gente y hay mucha bola, ¿no oye usted qué ruidero? Mejor nos sentaremos abajo, ya vide unos asientos vacíos.
A fuerza de codos, de con licencias y de ustedes disimulen abriéronse paso, lograron descender las gradas e incrustarse en las dos primeras lunetas que encabezaban una de las pocas bancas arrimadas a los barandales de plateas y balcones.
El midero que Jenaro había aludido era de veras formidable, mixto, de ficticia alegría: la orquesta, instalada en tres palcos segundos, vertía desde arriba un diluvio de notas; de más arriba, de la galería, caían carcajadas, observaciones, chistes de artesanos algo ebrios que presenciaban el para ellos inusitado espectáculo; del palco primero, ocupado por el regidor de turno y por un comisario de policía asistido de un comandante de gendarmes uniformados y de varios gendarmes en pie, descendía la sola nota fría de la reunión; de las plateas, en su totalidad ocupadas por troneras viejos que ya no bailan pero que no prescinden de éstas sus favoritas bacanales, y por troneras jóvenes y adinerados que se dignan alternar con la plebe masculina, con los varones que colman el salón, de las plateas entáblanse diálogos con las enmascaradas, con los conocidos que hay que saludar so pena de disgustos y enconos; se invita a cenas limitadas, en los antepalcos; se brindan copas de champaña que hierven dentro del cristal, que se derrama con los vaivenes y alfombra el piso de pequeñitas espumas playeras que se traga el sediento polvo del suelo o que apagan pisadas de bailadores y orlas de faldas mujeriles. De abajo, sube el polvo; se eleva un pronunciado olor a perfume, a alcohol, a sudor; se remontan risas, juramentos, besos; asciende el deseo múltiple potente, desenfrenado, y todo ello llega hasta los techos, estréllase contra las bombas opalinas de los focos voltaicos, cual mariposas deslumbradas que flotasen en la atmósfera gris.
La apretada masa humana se agita al compás de la música; las bocas se juntan; las manos buscan algo y algo encuentran; los bustos se entrelazan como para no soltarse nunca; un malsano regocijo se apodera de ellos y ellas; míranse las manifestaciones iniciales de locura que el alcohol genera; los duelos espantosos, de duración de relámpago, de los amores que agonizan, se acusan en las caras trágicas...
El bastonero, con correcciones de ministro diplomático en lo irreprochable de su traje de etiqueta y en lo cortés de sus modales, apoyado en su largo mástil florido, con cascabeles, cintajos y moños, es el islote de paz en esa deshecha turbonada; sin embargo, tiembla, tiembla al unísono del teatro entero que resulta endeble para resistir aquel desbocamiento de hombres y de hembras que giran y se oprimen y magullan, que dicen quererse, que creen que se quieren...
De repente, el mástil florido, con cascabeles, cintajos y moños, que sobrepasaban todas las cabezas, crece más todavía, las sobrepasa más, por un segundo sus cintajos ondean igual a grímpolas de navío que zozobra o a flámulas de festival pagano, luego se abate, choca contra el piso, y sus cascabeles y sus discos suenan desapaciblemente. Calla la música, los enlazamientos se interrumpen, las charlas íntimas se mutilan, y la masa, disgregada, sale en tropel de ganado que huye, hacia la cantina y sus mesitas, hacia el alcohol que promete consuelos y olvidos, resistencias y conformidades, dicha, venturas, alegrías, ¡a peseta la copa! Es el intermedio.
Empinado en su asiento, Jenaro exploraba el salón y agachábase al oído alerta del ciego que reclamaba informaciones. No aparecía El Jarameño; había diversos toreros, el Lagarto, el Obispo, el Esto y el Otro, pero el Jarameño ni luz...
- ¡Busca bien, Jenarillo, busca bien...! ¿Tampoco ves a Santita...?
- No, tampoco... aunque sí, un momento..., que la mirara de frente para poder cerciorarse...
- Sí la veo, patrón, ya la vide... está en la platea de los catrines del Clú... no tiene puesta la máscara... ahorita brinda y se baja el capuchón... todititos se le amontonan, amo, como si ella juera panal y los rotos moscas...
- Sobra, Jenaro, ya no mires más y vámonos, que al menos con ésos se halla segura y no corro el riesgo de que vuelvan a robármela...
Principiaba una mazurka a atraer bailadores al salón, y aprovechando el tumulto, Hipólito y Jenaro se retiraron por los pasillos interiores en los que dormitaban los responsables del guardarropa, fumaban subrepticiamente viciosos empedernidos, y algún Pierrot de enharinado semblante estrechaba el talle de Colombina, suplicándole en lo privado que siquiera por esa noche le fuera fiel y de corazón lo amara.
El ciego y el lazarillo avanzaban en silencio; cruzaron el vestíbulo cuajado de mesitas desiertas, salvo una que otra en que disputaban rezagados, borrachos ya. En la del rincón una arlequina solitaria y muy ojerosa canturreaba empapando su careta en las lagunas diminutas que las bebidas vertidas habían formado en el sobado tablero. Después codearon a un gendarme; luego oyeron, por el mostrador de la cantina, confundidos entre vociferaciones, carreras e insolencias, el eco odioso de una bofetada... avanzaron aún... la calle.
Es un misterio averiguar de dónde sacaría arrestos Hipólito para hacer lo que hizo al día siguiente. Ello fue que llegando a su trabajo más temprano que de ordinario, se permitió solicitar de Santa una entrevista en debida forma, por conducto de Eufrasia:
- Pregunte usted a Santita si puede recibirme a solas en su cuarto para decirle dos palabras que me interesan...
Concedióle Santa su permiso, luego de saludarse y de que Hipólito se arrellanó en el canapé, para continuar rizándose el cabello suelto; operación que llevaba a cabo en una silla frente a la luna de su tocador americano, las tenazas calentándose en la bombilla de su encendida lámpara de petróleo y ella, Santa, muy escasa de ropas, su bata y otras prendas en la cama: recién bañada, según se colegía de la amplia bandeja con jabonadura, que en el suelo descansaba, y de un olorcito a agua de Colonia, que flotaba por el cuarto.
- ¿Qué me quiere usted decir, Hipo?
- Pues, Santita... -empezó el ciego. Y soltó su pena, de una vez, elocuente y hasta imperioso a trechos, necesitando no nada más que conocieran su cariño y lo toleraran, sino que se lo correspondieran, ya que no en idéntica dosis (porque los imposibles no se improvisan ni con las manos se coge el cielo), por lo menos en dosis menor, muy menor, que él encargaríase de cuidar y regar, cual si de planta delicadísima se tratase, de ésas que un triunfo cuesta que al cabo de los años florezcan y perfumen, pero que por remate perfuman y florecen premiando los afanes y desvelos del floricultor tenaz. Él no sabía de símiles ni de palabrerías con qué cautivarla, y si a planta delicadísima comparábala, dependía la comparación de que él, aunque ciego, sólo a las flores había amado, después que a su madre, se entiende, puesto que su madre le enseñó a quererlas, a aspirar sus aromas, a diferenciarlas:
- Y en cambio, ni las flores ni nada me enseñaron a querer a mi madre, ¡aprendí yo solo...! Vea usted si es curioso, Santita, por mucho que los dos amores sean muy distintos, también el que por usted siento se me ha entrado como el otro y también me llega hasta los huesos y también carezco de recursos para desterrarlo..., y eso que a usted la quiero contra mi voluntad, ¡como usted lo oye!, pero la quiero a usted muchísimo..., ¡no hay idea de lo que la quiero a usted...!
- Pero, Hipo... -lo interrumpió Santa volviéndose a mirarlo, en la una mano las tenazas enrojecidas, en la otra un rizo de su frente, que se le enroscaba en los dedos lo mismo que amaestrado reptil; al descubierto, por la postura, las manchas negras de sus axilas.
- No hay pero que valga, Santita -insistió Hipólito-, no hay más que cariño de mi parte, un cariño ciego, sobre que ciego soy yo, y de la de usted, lo comprendo como si ya usted me lo hubiera dicho, no hay más que repugnancia, extrañeza, y, si bien me va, una puntita de lástima, ¿verdad...? ¡No lo niegue usted!, si yo soy el primero en confesar que tiene usted razón que le sobra, sí, Santita, debo parecerle a usted un monstruo, porque soy un monstruo de fealdad, pero aquí adentro, Santita, mi fealdad no es tanta, puede que hasta haya pureza que no todos le ofrecen porque no todos la poseen... ¡Quiérame usted, Santita!, ¿qué le cuesta...? Vea usted -agregó levantándose-, vea usted cuánto la querré, que ahora mismo, yo sé que está usted desnuda casi, que podría yo echarme sobre usted y no dejarla escapar, así cerrando mis brazos (cerrándolos estrechamente en el aire) hasta ahogarla o hasta que por miedo me dijera usted que sí, que sí a todo... ya, ya sé, usted gritaría, a mí me llevarían amarrado a San Hipólito, con mis iguales los locos furiosos, ya lo sé, pero sería después de haber logrado algo... Y sin embargo, vea usted cómo sujeto esta fiera que ruge dentro de mí, cómo le acorto la cadena para que se calme matándome y devorándome las entrañas, con tal de que a usted ni su aliento le llegue, con tal de que usted no me cobre miedo... Véalo usted, Santita, vea usted cómo vuelvo a sentarme y qué quietecito me quedo, porque usted no me arroje de su lado...
Santa, que a los comienzos del paroxismo del pianista se creyó en positivo riesgo y se levantó de su silla yéndose en dirección de la puerta, tras la que se parapetó sin preocuparse de que el camisón de seda se le resbalaba -dado que Hipólito, así ella se desnudara completamente, no podría mirar su desnudez-, se tranquilizó de advertirlo tranquilo, de nuevo en el canapé, suplicante y sumiso, en humilde actitud de infeliz que se ha ido del seguro y teme que lo riñan. Al propio tiempo, leía en los horribles ojos blanquizcos del ciego, en su persona toda, un cariño hondo y avasallador por ella engendrado, por ella nutrido. Por la vez primera, antojósele que Hipólito, sin ser un Adonis, tampoco era un monstruo, no, era un hombre feo, feísimo por su exterior, mas, si en realidad por dentro difiriese de los que a diario la poseían, junto a quienes Santa reconocías e inferior y degradada... ¿Si en efecto Hipólito la estimase mujer perfecta y superior a él? ¿Si resultáramos con que la haría feliz...?
No, no romanticismo y disparates. Hipo era un monstruo, y mucho que sí; Hipo era un pianista de burdel, mugriento y mal trajeado, sin tener en qué caerse muerto; un individuo quizá más desdichado que ella misma... ¡Menudo cisco el que armarían las mujeres si ella abandonaba la casa para vivir con el músico...! ¡Ni por pienso!
- ¿Nada me contesta usted Santita? -preguntó Hipólito que continuaba en su mansa actitud de vencido.
- Sí, Hipo, voy a contestarle -le replicó Santa, que, hurgando dentro de su ser encontróse con un resto de honradez y se lo daba gustosa a su enamorado como se da la moneda última al que demanda nuestro auxilio-. Sé que usted me quiere, me lo ha probado cien ocasiones y yo, francamente, por ahora, no lo quiero a usted..., pero no me inspira asco ni repugnancia, eso no... Y vea usted qué cosa, Hipo, si supiera yo que se le acababa a usted este cariño que me tiene me entristecería mucho, ¡quién sabe por qué...! Se me figura (solemne y sincera, divisado un porvenir sombrío) que usted y yo no hemos de separarnos..., ¿cómo le diré a usted...?, ¡vaya!, que usted y yo hemos de encontramos en momentos difíciles..., estoy cierta que he de quererlo a usted, ignoro cuándo, ¡algún día...! ¿Quién es? -gritó colérica al que llamaba a la puerta.
- Soy yo, niña Santa -respondió Eufrasia-, que ahí está el coche que manda el señor Rubio y que está esperándola a usted ya sabe dónde.
- Bueno, que se espere, voy en seguida.
Empezó a vestirse, a grandísima prisa, sin pudores porque de ellos carecía y porque aun cuando de ellos no hubiese carecido, la ceguera de Hipólito autorizábala a vestirse cual si se hallara a solas.
Los ojos de Hipólito, no obstante no ver, habíanse cerrado, su barba hundíasele en el pecho, y sus brazos, como ropa colgada de una percha, pendíanle de los hombros desmazaladamente.
En el silencio del cuarto, escuchábase sólo la agitada respiración de Santa, que se apresuraba, y los complejos ruidos que las prendas de vestir, conforme iba poniéndoselas, hacían en su cuerpo. Tales ruidos, el ejercitado oído del ciego traducíalos a maravilla, suplía la ausencia de vista, proporcionábale una exacta contemplación mental de Santa, lo mismo que si la palpara o ayudase a vestir. De ahí que, igual a los chiquillos que persiguen no revelar su presencia, Hipólito conservó su inmovilidad para que Santa, si reparaba en él, no le ordenase salir y dejarla en paz. Y con el pensamiento, muy cerrados los ojos ciegos, lo presenció todo, cuando Santa quedó desnuda, al mudar de camisa, la de casa por una de calle y de seda también, que acusÓ su calidad en el frote contra la came limpia y dura; cuando se sentó a meterse las medias, que por ser así mismo de seda, se resistían, y la silla gemía con los esfuerzos de la muchacha; cuando se fijó el corsé, cuyos cordones silbaron al apretarle la cintura, al atravesar ojillos, al doblarse en los broches; cuando el refajo se deslizó, y cuando extraía de su ropero el vestido, la toca, el abrigo, los guantes.
- ¡Hipo! -exclamó Santa, de espaldas al pianista-, en prueba de nuestra más que amistad, voy a confiar a usted un secreto en reserva: de una circunstancia que al momento sabré, dependerá que me comprometa yo con Rubio... Nos contentamos anoche, en el baile..., insiste en que viva yo con él... Usted mismo me aconsejó que aceptara, ¿se recuerda...? ¿No me odiará usted si me meto con él, y si algo me pasa, contaré con usted?
- Conmigo, Santita, cuenta usted cuando se le antoje... ¿Acaso a nuestros esclavos o a nuestros perros les preguntamos eso...? Sólo una condición, quiero decir un favor: que me avise usted qué día se va de aquí y que me consienta visitarla, muy de tarde en tarde, cada semana o cada mes, ¿quiere usted?
- Sí, Hipo, sí, sí quiero... ¡Pero cuidado con publicar ni media palabra de esto! ¡Si supiera usted cuántas envidias y cuántos odios me persiguen desde que he vuelto a la casa...! Mañana hablaremos, ¿eh...?, junto al piano, como antes, tocándome usted mis danzas viejas, mi Bienvenida... Y ahora me marcho, que se impacientará mi hombre...
Salieron al patiecito, y Santa, cediendo a irresistible impulso, asió al ciego de una mano y tornó con él al cuarto.
- ¿Qué ocurre, Santita, se ha olvidado alguna cosa...?
En lugar de respuesta, Santa venció sus ascos, cerró los ojos, y cual si cumpliera con obligación ignorada, caritativamente, besó a Hipólito, ¡en plena boca! Y escapó a menudo trote femenino, recogiéndose la falda; y el ciego se quedó petrificado, sin alientos; todo su cuerpo miserable y mal vestido, recargado en la pared, muy abiertos sus horribles ojos sin iris, en cruz los brazos rígidos, como si acabaran de ajusticiarlo y su cadáver tardara en desplomarse para siempre.
Presa de interno deslumbramiento y ya sobre aviso, pronto esclareció, dale que dale al piano, que Santa no se engañaba; que sus compañeras, y aun Pepa inclusive, daban indicios de cansancio, de no tolerar por más tiempo el que Santa fuese la preferida del público y la mimada de la dueña de la casa. Ya no se concretaban a enumerar los defectos de la reina, ya los abultaban y en corrillos comíansela a críticas y censuras. Era la rebelión sorda que mina los tronos y se gana adeptos hasta entre los indiferentes y bien intencionados. Por suerte, allí estaba él, Hipólito, resuelto a defender a Santa de asechanzas y peligros; resuelto a desbaratar planes y ahondar camarillas malevolentes. Paraba la oreja, y husmeaba desde su piano, fingías e el distraído, el frío; y así pudo cerciorarse de que la conspiración era seria y con ramificaciones en los burdeles cercanos al de Elvira a cuyas inquilinas se había comunicado lo insoportable del sin cesar creciente dominio de Santa. Tratábase -según Hipólito aclaró atando cabos-, de circular la especie de que la tal Santa estaba más enferma y podrida que pantano brasileño; y libre gracias a las crecidas propinas con que hUÍa de los "agentes" y de los hospitales que la reclamaban..., ¡qué sé yo cuántas infamias más, cuántos alfilerazos envenenados! Lo que se necesitara para ahuyentar a los marchantes de paga, lo únicamente indispensable para interrumpir la perenne procesión de masculinos que no se hastiaban de saborear y saborear los dudosos atractivos de la aldeana ensorbecida, lo bastante para bajarle los humos a ella y para trifurcar y multifurcar el chorro de pesos y de hombres que en la cama de Santa iban a parar únicamente. ¿No valían ellas otro tanto, si no más...? ¿No eran todas iguales, unas grandísimas...?
Hipólito hacías e cruces de no haber olido la confabulación en sus principios y prometíase ahora resarcir lo perdido contando a Santa lo mucho que ya el enemigo de sus armas mostraba y lo muchísimo que sin esfuerzo se adivinaba oculto.
A la noche siguiente, entrambos tenían que cambiarse una porción de confidencias, lo que Hipólito había descubierto, lo que Santa había arreglado en su cena con Rubio. Pusiéronse a charlar junto al piano, como antes, tocando él las viejas danzas, la Bienvenida de ella. Y al amoroso compás de las piezas compuestas en su honor, Santa rompió el fuego:
- Estamos arreglados, Hipo, me ha hecho Rubio propuestas espléndidas que ya acepté, y salvo que surgiera un contratiempo gordo, hoy somos martes..., pasado mañana o el sábado a más tardar estrenaré mi casa, con muebles y dos criadas, en la segunda calle del Ayuntamiento, ¿sabe usted dónde es?
Hipólito sabía dónde quedaban todas las calles de México y a regañadientes apechugaba con este segundo secuestro de Santa, porque aun prolongándose más que el de El Jarameño -que de fijo se prolongaría-, menos riesgo corría Santa que permaneciendo en la casa de Elvira. La idea lo desgarraba, pero el beso de la víspera, con su dejo de bienaventuranza extraterrena, que paladeaba con solitaria y callada fruición, impedíale oponerse al mínimo designio de su ídolo.
- Vaya usted, Santita, le conviene, yo la aguardo...
¡Sacrificábase! Que fuera ella donde su belleza soberana conducíala: que disfrutara de cuanto bueno hay en el mundo y que él ni remotamente podía darle; que se lo diera otro; que le dieran lo que se alcanza y obtiene con dinero, y cuando hostigada y desencantada Santa pidiese amor, ahí estaría él, ése sería su triunfo, cubrirla de amor, del que había venido aumentando y aumentando dentro de su estropeada envoltura de ciego y de pobre.
Confiaba en la profecía de la víspera; creía en el emplazamiento formulado por Santa; sí, algún día la suerte de los dos uncidalos a un propio yugo, para que, reunidos, concluyesen de tirar del pesado carro de miseria. Sí, ese prometido algún día debía existir, debía ser; y Santa, entonces, indemnizaríalo, después de padecer al lado de otros y por ansia perpetua que nutrimos todos -los desgraciados mucho más-, de que nos toque nuestro día, ¡siquiera uno!, en que probemos la dicha tras que se corre de la cuna al sepulcro. Ese día amanecería alguna vez.
Hipólito, con sus ojos ciegos, mirábalo en lontananza, en el quimérico horizonte por el que esperamos que apunte la felicidad ambicionada... Ese día juntaríanse ambos en la vera de un camino sin iniquidades ni abrojos, un camino ancho, ancho, alumbrado de sol, sin amenazas y sin nubes; y amasados sus respectivos sufrimientos, asidos de las manos, confiaríanse, ¡como si rezaran!, todas las tristezas de sus vidas, todas las amarguras de su larga caminata al través del vicio y del pecado... Mostraríanse sus heridas mutuas, las que la existencia causa con sus asperezas, las que inspiran horror a los fariseos de la tierra, y con amante ósculo calmarían sus dolores recíprocos...
Sí, ese día advendría, y con su advenimiento ellos verían desvanecerse las penas antiguas, cerrarse las llagas de sus espíritus, evaporarse los llantos inconsolados, sus lágrimas de desesperanza... Se amarían, era fatal, era infalible y era misericordioso; todos aman, todo ama, hasta los seres más débiles y desgraciados, ¡hasta el átomo! El mundo sólo puede existir por el amor; nacemos porque se amaron nuestros padres; vivimos para amar; morimos porque la tierra de que somos hechos, ama, codicia y ha menester de nuestra materia...
Deliraba Hipólito diciendo estas cosas, junto al piano, como antes; tocaba las danzas viejas, la Bienvenida de Santa...
Sí, ese día amanecería, tendría crepúsculos, saldría el sol entre nublazones de oro y se hundiría entre los ópalos de la tarde. ¿Qué importaba que el cuerpo de él fuese deforme y que el de ella se hallara marchito por todas las lascivias...? El amor hermosearía el cuerpo del hombre y limpiaría el cuerpo de la hembra, y ya redimidos, caminarían gozosos rumbo a la Sión de las almas, sin memoria de lo pasado, dejando la carne en las zarzas, para las fieras...
Hipólito deliraba, en voz baja, sus horribles ojos sin iris, con radiaciones luminosas, abiertos desmesuradamente, clavados en la altura los globos opacos.
El mal no existía, el mal acabará, el mal acaba... Santa Se bañaría en el Jordán del arrepentimiento y saldría más blanca que los armiños más blancos... Ya lo estaba, ya, ya no era una prostituta impenitente, ya él no era un ciego y un desdichado ya estaban fuera del burdel, ya no había burdeles, ¿qué quiere decir eso...? Ya había llegado el anunciado día, ya ellos hallábanse en el amplio camino de redención, libertos de la maldad infinita de la vida y de los hombres...
La brutal irrupción de un grupo de beodos de levita dio al traste con la quimera. Pedían a Santa en destemplado tono, abrazaban a las demás, reclamaban botellas y copas, exigían un vals, regaron pesos.
- Somos nosotros, muchachas, no hay que asustarse, que venimos de paz, a divertimos y a bailar. ¡Suénale al parche, profesor!
La parranda se armó ni mejor ni peor que la de todas las noches; cuatro o cinco individuos de pergeño decente, conocidos de la casa y que exudaban una chispa sorda; tuteándose, bonachones, dispuestos a seguir bebiendo, a pernoctar quizá, y a no pararse en precios. De consiguiente, acogióseles de buen talante y se les sirvió con prontitud y eficacia.
- ¡A mí se me cansó el caballo! -declaró uno, dejándose caer en el sofá, muy pálido.
Y a la sazón, presentáronse dos nuevos visitantes, también vestidos con decencia, también conocidos de la casa, y, sin duda, del grupo beodo, puesto que con alguien de los que lo componían se saludaron de mano y apellido. Cerciorada Pepa de que la armonía no presentaba amagos de romperse, consintió de hecho en la fusión sin imaginar lo que iba a suceder . Nada hay más frecuente que esta clase de encuentros imprevistos, que se traducen en un gasto mayor de los bandos que se fusionan y en un mayor beneficio para el establecimiento.
¿A propósito de qué se inició el disgusto, si la reunión navegaba como en un mar de aceite? ¡Averígüelo quien pueda! El pretexto parecía radicar en que Santa -que permaneció sentada en el sofá, cuando a su lado habíase dejado caer el de la metáfora del caballo cansado-, se levantó sin su venia a preguntar cualquier tontería a uno de los últimamente llegados. Desmán tamaño no lo consentía el ebrio, en su ebriedad impulsiva, y con descompuestos modales acercóse a Santa:
- ¡Estando conmigo no le hablas a ningún tal porque yo no soy un chulo! -dijo y tiró de Santa por un brazo, con brusquedad.
- Y eso, ¿por quién lo dice usted? -inquirió el interlocutor de Santa en moderada entonación y con ánimos de que retiraran el insulto.
Terció Santa, levantando la voz:
- ¡Suelta, que me lastimas...! ¿Qué te traes tú...? Yo hablo con el que me dé la gana, ¿sabes? ¿De cuándo acá eres mi dueño?
Afortunadamente que los otros, y Pepa en cuenta, se percataron del incidente, y mientras sus amigos forcejeaban con el agresivo -Rodolfo, según lo llamaban-, Pepa y Santa convencían al pacífico de que no debía hacer caso de injurias de un borracho.
Por desgracia en estos medios, para ratificar los tratados de paz o de guerra, la única tinta que se emplea es el alcohol, el enemigo de la especie, el que nos orilla a los precipicios y a las infamias. Se pidió de beber y se bebió; logróse que Rodolfo y el agredido chocaran las copas y se apretaran las manos: uno de los de la cuadrilla beoda, en vista del cese de las hostilidades, abrazado a una chica desapareció escaleras arriba. Rodolfo, siempre muy pálido, volvió a sentarse en el sofá, taciturno, hosco; reanudóse el bailoteo, y Santa, en consejo con Hipólito, determinó retirarse a su habitación, ¿qué hacía allí, en vísperas de comprometerse a lo serio, expuesta a que la insultaran o a sufrir un desagrado?
El alcohol, en tanto, continuaba su obra callada, implacable destructora; precipitábase en los estómagos, que se dilataban o contraían para albergarlo; como un río de fuego, corría por las venas aumentando la circulación rítmica de la sangre; se evaporaba, y por dentro de los organismos, incontenible y arteramente, subía hasta los cerebros, a los que iba envolviendo con siniestra tela sutil de animal ponzoñoso, una tela más espesa y más densa conforme en los estómagos caía más alcohol. A los comienzos de la excitación, colores de rosa, júbilos hiláricos e inmotivados, dicha de vivir, necesidad de amar; el corazón, de sepulturero alegre, enterrando penas y cuitas; el pensamiento, de providente partero, sacando a luz, rollizos y en la apariencia destinados a alentar siglos de siglos, los anhelos recónditos, lo que en la lógica de lo real se halla condenado a nunca nacer; imposibles realizables con ligero esfuerzo, ideales al alcance de la mano que principia a temblar.
La vida sonríe, las mujeres nos esperan impacientes, los hombres nos quieren. El alcohol no es el enemigo, es el electuario, lo bendecimos, pedimos más.
La invasión continúa, el enemigo adelanta. Pone en fuga las delicadezas que aun el más burdo y zafio consigo lleva; huye la vergüenza y huye el respeto de sí propio; no se pierde la noción del bien y del mal-¡ésa es perdurable!-, pero se los confunde, se los disloca, un fatídico ¿qué me importa? se sobrepone y de antemano nos absuelve por cuanto reprobado queremos ejecutar; la dignidad se estremece, pugna porque la fuga no se consume, defiende al individuo palmo a palmo...
El enemigo adelanta, la invasión continúa, ya es casi la derrota. Tambalea la dignidad, quema sus cartuchos últimos, Va a sucumbir... El invasor abrió las cárceles para engrosar sus filas, y los presidiarios, armados, salen de los presidios que la voluntad custodia herida y maltrecha, sin energía ni resistencia..., salen los instintos perversos, las levaduras de crimen, los legados y las herencias ancestrales, de los hombres de las cavernas, de nuestros antepasados delincuentes; salen todos los encadenados, lo que informa la mitad de nuestro ser y a las bestias nos equipara, los galeotes que guardamos aherrojados en los calabozos de la conciencia, con los quebradizos hierros de la moral y del deber...
El enemigo ha triunfado. El cerebro se entenebrece, la voluntad yace inmoble, el discernimiento se ausenta. Y los resultados son salvajes, primitivos, idénticos a los de todas las invasiones; se estupra, se asesina, se degrada, se aniquila al débil, se desconoce la clemencia, se arrasa lo bello, se escarnece lo bueno, se despedazan los dioses lares, se escupen las canas, se viola a las vírgenes, se degüella a los niños..., ondea la bandera roja, es el salto atrás, la edad pétrea, la inutilidad del esfuerzo y la esterilidad de los propósitos, un alcohólico de más y un hombre de menos. ¡Es el triunfo del enemigo!
- Pues a mí me parece que se viste usted de un modo ridículo, don..., ¿cómo me dijo usted que se llamaba? -balbuceó Rodolfo, mirando con vidrioso mirar al que insultara hacía poco y que en busca de descanso había ido a sentarse en un sillón vecino.
- ¿Decididamente quiere usted camorra? -demandó el juicioso, sin mucho juicio ya, gracias a las copas bebidas.
- ¿Con usted?, no, señor; yo peleo con los hombres, no con... -replicóle Rodolfo, recargando en la palabra soez.
Y fue obra de minutos. Primero, los insultos verbales que enardecen y lastiman más que los golpes que han de seguirlos. Después, la actitud de desafío: los reñidores en pie, estudiándose rápida y recíprocamente en mudo balance de las fuerzas contrarias; las miradas de cada uno aceradas, frías, cruzándose como láminas de esgrimidores de espada, llenas de un aborrecimiento, de una tal necesidad de exterminio que asusta al mismo poseedor. Luego, la visión roja, el milenario impulso homicida, la incurable exigencia fisiológica de matar por matar, el persistente y perpetuo Caín trucidando a su hermano que no le ofendía, de quien no recibía daño ninguno, de quien podía recibir amor y ayuda; el movimiento asesino que una vez comenzado empuja por sí mismo hasta la consumación del asesinato. Rodolfo, fatídico, amartilló el revólver.
Cuando los demás pretendieron intervenir, era tarde. Calló el piano, aunque Hipólito no veía los sucesos; callaron los que reían, los que cantaban, los que hablaban; cesó el baile, cesaron las caricias, las aproximaciones, los contactos, los besos..., comprendiendo que algo trágico y definitivo iba a pasar. El revólver, de prisa, de prisa, con movimientos que se dirían suyos e inteligentes, se abajaba, subía, en su cañón y en su cilindro niquelados jugueteando las luces de la lámpara suspendida en el techo. Su boca negra, que parecía bostezar, complacíase en no perder a su próxima víctima, y antes de escupir la muerte escupía el espanto..., de prisa, de prisa...
Demudada la víctima, con palideces funerarias, agazapábase, tropezaba con los muebles; las manos, enloquecidas, posábanse apenas en respaldos y rebordes; el mirar fascinado, sin apartarse de aquella boca; los ojos, saltones, subiendo y abajándose a la par de ella. En el mirar, reconcentrado el amor a la vida, la súplica elocuente de que no se la troncharan; un mirar humillado y desgarrador, retratando la certidumbre, el convencimiento de que perecería.
El revólver, de prisa, de prisa, sin dar tiempo a que interviniera nadie ni nadie lo atajara. Todos pálidos, todos jadeantes, Hipólito de pie, apoyado en su piano, tratando de ver el drama, de salvarse del peligro ambiente, con sus horribles ojos blanquizcos, sus ojos sin iris, de estatua de bronce sin pátina.
Caín, erguido, ajustando la puntería para no errar el tiro, Abel, sin esperanza, agonizando sano, fuerte, joven.
De prisa, un fogonazo, otro fogonazo, de prisa, de prisa... El moribundo por el suelo, rindiendo el alma con piadosa exclamación, devolviéndola a quien la da, invocando el divino nombre:
- ¡Jesús...!
El matador, tambaleante, no quiere ver hacia el muerto; ve a los que lo rodean, estúpida o lúcidamente, según el alcohol se le ausenta del cerebro o dentro de él retuércese por no abandonarlo; su brazo fratricida, como arrepentido del delito, próximo a soltar el arma que bosteza y oscila apuntando a la alfombra.
En la atmósfera un perezoso olor a azufre, igual al que flota en las plazas cuando concluyen las verbenas populares. Los testigos, obrando de acuerdo con sus temperamentos. Pepa, sin poder hablar ni correr, y queriendo realizar entrambas cosas; una mujer solloza cubriéndose el rostro con la enagua.
Santa, sin darse cuenta de ello, está junto a Hipólito, cogida de su mano. Las cejas del ciego muévense desaforadamente; Jenaro asoma la cara por la puerta del patiecito y se eclipsa.
Al pronto nadie habla. Reina el estupor frente a lo irreparable: donde la muerte se presenta, todo calla.
- ¡Benito...! ¡Benito... !
Después de esperar unos instantes, levanta la cara y le dice al matador, despacio:
- ¿Por qué lo ha matado usted...?
El victimario suelta el revólver, que produce un ruido pesado al caer, y los gendarmes, avisados por Jenaro y por Eufrasia, entran en la sala.
Las amarillentas luces de sus linternas de aceite van y besan el rostro del infortunado muerto, melancólicamente, piadosamente...
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