Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo VSegunda parte- Capítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

SANTA

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I


- Pues lo que yo les aseguro a ustedes es que están bebiendo infusión de párpados.

- ¡Hombre, Ripoll, no sea usted cochino! -gritáronle a coro sus compañeros de mesa, que enfriaban el té de sus tazas con las cucharillas respectivas.

- ¡Se gasta usted unas bromas...! -añadió indignado don Mateo, el de la casa de préstamos.

- ¿Bromas...? -insistió Ripoll, entre serio y zumbón-, ahora verá usted sus bromas.

Y se levantó del asiento, con servilleta y todo, metiéndose en su cuarto a obscuras, y los demás oyeron cómo frotaba un cerillo, dos veces, y cómo revolvía papeles.

Triunfante regresó a la mesa, armado de un libro a la rústica que depositó encima del mantel, defendiéndolo con la mano extendida:

- Ahora lo oirán ustedes, nobles hijos de Pelayo, ahora oirán lo que dice un francés traducido en mi Barcelona, o lo que es lo mismo, fuera de España... claro está, ¡voto va Deu (al notar las protestas)! ¡De España...! El francés se llama Goncourt, ¡enterarse!, y afirma que esto que yo voy a leer, él lo leyó en un libro sobre el Japón... como quien dice, aquí a la vuelta...

Apuró su taza, lió y encendió un cigarro, y hojeó el libro hasta tropezar con la página que buscaba. La patrona hizo ademán de retirarse, pero no lo llevó a cabo porque Ripoll, con la mano, diole a entender que podía quedarse:

- No se ofenderá su pudor, doña Nicasia, escuche usted también... ya estamos en el macho, ¡no interrumpirme...!

Y luego de pegar una larga chupada al cigarrillo y pasear una mirada olímpica por las cabezas de su auditorio, comenzó a leer:

- ¡Leyenda del té! Dharma, un asceta en olor de santidad en la China y el Japón, prohibióse el sueño, considerándolo acto placentero y por todo extremo terrenal. Una noche, sin embargo, se durmió y no despertó hasta el amanecer siguiente. Indignado contra sí mismo por esa debilidad, cortóse los párpados y los arrojó lejos de sí como pedazos de carne flaca y vil que impedían alcanzar la sobrehumana perfección a que aspiraba. Y esos párpados ensangrentados, echaron raíces en el sitio en que cayeron, en el vivo suelo, y un arbusto nació dando hojas que desde entonces cosechan los habitantes, y con las que hacen una infusión perfumada que destierra el sueño...

Nadie, lo que se llama nadie aplaudió la lectura o demostró siquiera el menor interés. La voz de Ripoll perdióse en el más absoluto indiferentismo y la poética leyenda en el más perfecto vacío, tanto que el cura carlista don Práxedes Luro, que llevaba fabricadas unas veinte bolillas de migajón de pan con las que se distraía en la mesa lanzándolas contra un vaso vacío, le soltó sin mirarlo:

- Amigo Ripoll, ¡esto ha sido una plancha superior!

Entonces sí que aplaudieron los otros, la patrona inclusive, que principiaba a recoger servilletas y a reñir a la sirvienta. Desfilaron los huéspedes por junto a Ripoll, quien los recibió a bocanadas de humo conforme ellos le daban una palmada en la espalda, riendo de su falta de éxito y repitiendo la frase del cura, con aditamentos varios de caletres:

- ¡Plancha, ingeniero, plancha...! ¡Adiós, párpados...! ¡Tío pesado...!

Ripoll, medio amoscado, encogíase de hombros y los bombardeaba con improperios, en son de guasa:

- ¡Ignorantes! ¡Salvajes! Nunca sabréis nada más que atesorar ochavos..., la culpa me la tengo yo, ¡pollinos...!, no lo digo por usted, cura, lo digo por estos compatriotas suyos, ¡mamarrachos...!

Reían los aludidos más fuerte, camino de sus habitaciones, y el cura apercibíase en el huequecillo menos tuerto del sofá del gabinete a descabezar un sueño, en espera de la partida de mus que noche a noche emprendía con Mateo Izquierdo, el socio de la casa de préstamos de la calle de las Verdes; con Anselmo Abascal, el dependiente de La Covadonga, gran camisería de la calle del Espíritu Santo; y con Feliciano Sordo, quien, aunque declaraba ser minero arruinado de San Luis Potosí, donde había dejado energías, juventud y caudales -según él-, pagaba puntualísimamente su pupilaje, no le faltaba jamás media docena de duros, usaba reloj de oro y era el único que bebía en la mesa Carta Blanca, de Monterrey. Susurraban las malas lenguas que la media docena de duros, el reloj de oro y la cerveza en las comidas de Sordo, se debían a las generosidades de doña Nicasia; que ella y él se entendían, y que dormían a pierna suelta, cual matrimonio legítimo y autorizado. Lo que es en público, salvaban las apariencias, uno y otra; hablábale ella igual que a los demás, sin que registrara tuteo o preferencia en la repartición de manjares. Él sí la tuteaba, francamente, como tuteaba al resto de los inquilinos, excepción hecha del cura y del Jarameño. La sola pequeñez que al parecer los condenaba, consistía en la ubicación de sus habitaciones; vivían pared de por medio y la puerta de comunicación ofrecía bien débiles defensas; del lado de doña Nicasia, un sofá, de cretona, y del lado de Sordo, una mesa pequeña que desempeñaba oficios de pupitre, gracias a una sobrecama floreada que hacía de carpeta, y a un tintero con la tinta petrificada y las plumas tomadas de orín, que hacía de pelícano, pues don Feliciano llevaba siglos de no cartearse con sus problemáticos corresponsales de Potosí.

Escuchando a doña Nicasia, cuando se ponía a devanar el ovillo de su vivir, antes inspiraba respetos y simpatías: decíase -quizá para no romper con la tradición peninsular en la clase de patronas de principios- viuda de militar muerto en la manigua de Cuba, en el 81, por bala de negro insurrecto; muy lentamente soltaba sus apellidos, era Azpeitia de Flores, de los Azpeitia de Calatayud, y su marido, de los Flores de Segovia; aseguraba tener parientes linajudos, ¡hasta en la grandeza!, por parte de madre, que se oponían al casorio con Flores, teniente de Cazadores de Vigueras por aquel entonces, pero ella que sí y que sí, enamorada como una loca, a todo dijo adiós, y a América se vino, a esa América sin entrañas que tantas y tan dolorosas sorpresas guarda a los españoles decentes que se dignan sentar en ella sus reales. Y Cuba sabíasela de coro, especialmente La Habana, de la que contaba a sus oyentes, mezclándolo todo, maravillas y horrores; cómo recién llegado el matrimonio corrían áureos de peluconas, cómo después el comercio fue empobreciendo, y la ciudad, la gran ciudad comerciante y alegre fue entristeciéndose, y la isla entera, prodigiosamente rica y prodigiosamente indolente, fue consumiéndose, consumiéndose hasta no ser ni la sombra de sí misma a causa de los endiantrados laborantes, los tales insurrectos sin rey ni ley, ingratos, ingratísimos, que así la habían puesto y dejado, sin tabacales ni azúcares, sin ingenios ni bohíos, sin frutos ni flores, sin pobladores y sin oro; sus puertos, melancólicos, sus ciudades, silenciosas; sus campos tropicales, eriazos, incendiados, desnudos, bebiendo por igual, como sedientos insaciables, la sangre de los negros maldecidos y la muy noble sangre de los peninsulares que iban a ella por darle esplendor y lustre:

- Como nosotros, como mi infortunado Santiago, que no era un cualquiera, sino de los ¡Flores de Segovia...!

Cundía la indignación entre las filas de iberos domiciliados en los compartimientos de alquiler de doña Nicasia. Del cura carlista abajo, encendíanse todos en ira santa y vomitaban denuestos nada pulcros por cierto, peninsularmente libres, con impudicia de diccionario, y amenazantes, tendían los brazos cerrando los puños, a los cuatro vientos, desde el manso fondo de la salita en que la tertulia efectuábase. Era el despecho amargo de los desafortunados; la perpetua maldición contra el antiguo continente hispano; el mal incurable de que adolecen los españoles que no enriquecen al poco tiempo de habitar países que todavía consideran mostrencos bienes. ¡Ah!, estas Américas que ya sólo los toleran sin diferenciarlos de los demás extraños; que ya se permiten exigirles trabajo -no siempre enteramente limpio-, ¡para darles en paga su sustento...! Y los defectos de México (ya de suyo tamaños e innúmeros) salían agrandados con la bilis, con las iras, con las codicias; sus muchos vicios eran aborígenes, resabios de salvajes, mañas propias de los indios antepasados y de los indios herederos; sus raras cualidades eran meras importaciones que a ellos se debían, a ellos únicamente, y la República ésta, por más que le cobraban el monto de tal deuda, hacías e la sueca y no les pagaba ni los recompensaba nunca. Aquí los ánimos se agriaban; consagrábanse suspiros y saudades a la península distante, a los varios pueblos, partidos y provincias en donde habla nacido cada cual; los cantonalismos apuntaban irreconciliables e irrazonados; surgían los viejos odios. Estella era lo mejor, en el sentir del cura carlista que allí había nacido, ¡recorcho! ¡Navarra, nada menos que la provincia de Navarra, con su audiencia en Pamplona! Izquierdo, el prendero agiotista, abogaba por su rincón gallego, Mondoñedo. Por Cabuérniga, en Santander, Anselmo Abascal, dependiente de La Covadonga, y Sordo ponía a Játiva, su Játiva de Valencia, en los mismísimos cuernos de la luna.

Doña Nicasia, por su condición de patrona y por aragonesa y vecina de Zaragoza la invencible, no se dignaba terciar en la pelea; su persona y su Calatayud hallábanse a salvo, por encima de las diferencias de campanario, que, a las veces, arremolinábanse y pegaban en parte sensible. Curioso resultaba el recio reñir por una misma tierra, madre de todos los que combatían. Tirábanse a la cara con villorrios, aldeas, villas, ciudades y provincias; los ríos, los bosques, las montañas y las producciones trasmutábanse en otras tantas armas arrojadizas, en otros tantos escudos, y los que momentos antes maldecían juntos de la pobre América, distanciados ahora, despedazaban el reino, plagábanlo de pecado y manchas, revolvíanse airados contra la atria que amaban.

- Lo que es vosotros -vociferaban los oriundos de aquí y los oriundos de allí- no habéis hecho más que males...

- Pues me parece a mí que vosotros, con lo que producís...

Y así que se daban en rostro con lo inimaginable, que las manos habían revoloteado por los aires y posádose con estrépito de aves heridas que se abaten, sobre respaldos de sillas, tapetes de mesa y muslos de contrincantes, la calma renacía. Encendíanse cuatro o cinco cigarros temblorosos en la flama de un solo fósforo; regresaban los tuteos, resucitaba el espíritu de unión indispensable para ser fuerte en extranjera tierra, y que no hay español que no lo lleve latente y a disposición de otro español. Renacía la calma, y allá, a dos mil leguas, España continuaba siendo España; seguían corriendo sus ríos; en su lugar las cordilleras; el león en el escudo, firmes sus torres heráldicas, y toda ella arropada en su manto de flores de lis, de flores de grandeza y de flores de gloria, viva a los tantos años, a los tantos siglos, cual la luz de los astros de primera magnitud que, después de extinguidos, brilla todavía.

Sólo dos huéspedes no intervenían en las tremendas y diarias disputas. Ripoll, el ingeniero catalán que se conceptuaba una entidad intelectual y moral muy superior a las de sus paisanos, e Isidoro Gallegos, cómico sin contrata y huésped sin dineros con qué cubrir el módico importe de su pupilaje. Ello no obstante, su gracejo y experiencia hacíanlo más simpático de lo que era naturalmente, y su mala lengua, ¡vaya que la tenía mala!, hacíanle temible y peligroso. Las cuatro del barquero le soltaba al lucero del alba, y, por ciertas alusiones, doña Nicasia sospechábalo interiorizado de su enredo con Sordo. De ahí que no le exigiese el pupilaje demasiadamente y que neutralizaba el cohecho simulando enojos cada ocasión en que al cómico se le iba la sin hueso, vale decir, muchas ocasiones al día y muchas ocasiones a la noche, que Isidoro sabíase al dedillo la vida y milagros del género humano y cuando ignoraba lo concerniente a determinado individuo o individua, en un periquete inventábaselo para no incompletar su crítica ni amenguar su legítima fama de bien informado. Y estas disputas consuetudinarias acerca de los méritos privativos de provincias y ciudades sacábanlo de quicio, huía de ellas por no ofender a los tercos, encerrábase en su cuarto o adelantaba su hora de marcharse a la calle. Teníaselo manifestado, todo eso no era más que perdedero de tiempo y hacerse mala sangre:

- Todos somos peores, sí señor, lo mismo los que vencen que los que hemos perdido con este viaje de los demontres a América, que ni nos llama ni maldita la falta que le hacíamos... Por vosotros lo digo, pues conmigo varía el asunto... yo vine por el arte, por el gran arte que vosotros no conocéis ni de nombre... Ni en Madrid ni en Barcelona, ni en ninguna parte se conformaba con que yo les hiciese sombra; porque se la hacía, ya lo creo que se la hacía, ¿quién se me atreve a mí en el género chico? Y aquí, en México, ¿quién es capaz de ponérseme delante ni en el grande...? ¡a ver, decirlo...! Por lo cual no me soportan y traman cábalas y me urden meneos y me tienen sin una peseta, ¿verdad, doña Nicasia, que nos tienen sin una peseta?, desmiéntame usted, ¡a que no...! ¡Pero vosotros...!, vosotros os tenéis la culpa por gandules, ¿queríais América?, ¿ambicionabais fortuna...? Pues ¡hala! a los campos, ahí, en la tierra que ha menester de fatigas y sudores, de hombres que la violen y la fecunden: preñadla de trabajo y ella os parirá cosechas y cosechas que carezcan de fin, las últimas mejores que las primeras; y tras las cosechas, los pesos duros, y tras los duros las onzas y tras las onzas los caudales, la fortuna soñada... ¡No más mostrador!

- Esto es título de una pieza de Larra, pero también es verdad, ¡no más mostrador!, y en un par de lustros regresaréis a vuestros lugares convertidos en indianos, sabiendo comer carne y esgrimir el tenedor, ¡destripaterrones!, sabiendo leer y firmar, con chistera en vez de boina o de pañuelo, botines de becerro (cantando) unos zapatos bajos de charol en vez de alpargatas... y en vuestras aldeas edificaréis templo aunque no escuela; y mandaréis acá a vuestros sobrinos, y os reventaréis de una indigestión de chorizos, ¡ignorantes, gordos, porcunos, felices... mientras que yo...!

- Usted, antes y mientras y después, ¡So desvergonzado!, puede irse a hacer... ¡gárgaras! -decíanle indignadísimos los aludidos, y el cura carlista, para anonadarlo, declaraba mordaz:

- Dejarlo, dejarlo que se desahogue, pobre, ¡es un histrión!

- ¡Histrión, sí, a muchísima honra, cuidado conmigo, padre cura...! ¿Queréis otra receta? (vuelto a los demás), ¿queréis enriquecer por encantamiento y no trabajar ni un minuto sino raparos la más regalona de las vidas...?, ¿queréis seguir la senda por donde han ido -éste es un verso de... de... no me recuerdo de quién ni os importa tampoco, ¡es un verso superior!-por donde han ido tantos Sánchez y tantos Pérez y tantos López...? ¿Sí...?, pues casaos con rica, y si es feúcha mejor que mejor; es una industria socorrida... Yo no la intento porque no me da la gana, porque yo amo la libertad y a mi patrona. ¡Diga usted que no, doña Nicasia! Yo soy un hombre libre; yo soy partidario de todas estas Repúblicas, de las bombas de dinamita y de la olla podrida; yo soy socialista, anarquista, artista...

- ¡Sablista!, querrá usted decir, eso sí que es usté -le soltaban a una el empeñero y el dependiente de La Covadonga, a quienes, en efecto, adeudaba unos reales, prestados hacía meses sin probabilidades de reintegro.

O bien Ripoll, desde su cuarto, imponía silencio a gritos, pidiendo un poco de sosiego para estudiar, o doña Nicasia amenazaba a Gallegos maternalmente, blandiendo los brazos, hueca la voz Y las palabras descorteses.

Isidoro entonces se escabullía, aún ayudaba a instalar la mesa del mus, y descolgando de la percha general del pasillo su cuaternaria pañosa zurcida a trechos, encaminábase al teatro, donde por compañerismo nada pagaba, y luego al café, y luego a las fondas nocturnas, ocioso y noctámbulo empedernido. Con su eclipsamiento entraba la casa en una quietud relativa, pues había que contar con las diferencias de los museros, los altercados que cualquier juego de naipes consigo trae, y entre jugadores latinos mucho más. Prolongábase la velada hasta la medianoche si los azares de las cartas tenían exageradamente prendido a alguno de los adalides, si no, a eso de las diez y media u once, levantábase la sesión, previo ajuste de cuentas y previa retirada de doña Nicasia que les guardaba plácida compañía sentada a la mesa de centro, con quinqué y pantalla, leyendo descosidos folletines de Pérez Escrich o de Fernández y González. Sordo daba la alarma sacando su relojazo de oro al que convergían las miradas de los contertulios, más atraídos por el valer de la prenda que por la mágica marcha de sus manecillas: iban a ser las once, se liquidaba, y a camita todo el mundo.

La Guipuzcoana, Gran Casa de Huéspedes Española -según rezaban el rótulo pintarrajeado de sus balcones y el letrero del primer descanso de su escalera-, como fragata de alto porte apagaba sus luces, cerraba sUs escotillas y se arrebujaba en el silencio sin detener su andar, tripulada por aventureros, a los que no amedrentaba la lejanía de la costa, ni lo molesto de los tumbos, ni lo hambriento y traicionero de las olas que por igual mecen las ambiciones y los desfallecimientos, a los fuertes que a los débiles, las osadías y las desesperanzas... Nada significa que la embarcación sea frágil, ¡más lo es la vida!, y, sin embargo, con esta vida frágil se llega a muchas partes, consúmanse muchas conquistas y se realizan muchos anhelos, aunque peregrinos, conquistadores y poetas paren en el sepulcro, definitivamente, hacia el cual -anunciaba el Eclesiastés-, vamos todos corriendo...

Desde afuera, sólo una luz veíase brillar, cual de timonel qUe velara por la nave dormida. Y la apariencia no resultaba mentira completa: la luz era la del cuarto de Ripoll, que velaba, no por la nave Guipuzcoana, sino por la suya propia, por el submarino que había inventado y venido a proponer en venta al gobierno de México. Rodeado de planos y compases, frente por frente de un diminuto y perfecto modelo de su descubrimiento. una preciosidad de aluminio, con barandales, torres, tubos lanzatorpedos, escalas, tragaluces y su par de mástiles para cuando navegase al descubierto, quitables para cuando se sumergiese en las profundidades oceánicas, el ingeniero catalán pasábase las horas con papeles y números, calculando resistencias, velocidades, ventajas y defectos; armado de pinzas y herramientas varias; quitando una planchita aquí, reforzando un tornillo allá, cambiando la posición de la chimenea, mudando la escala de babor a estribor y de estribor a babor; con alma y corazón esperanzados en su invento, cuyas calderas no le satisfacían, cuya hélice, en revoluciones torpes, lo atormentaba.

Los inquilinos de La Guipuzcoana, doña Nicasia a la cabeza, respetaban supersticiosamente al ingeniero inventor, y a fuer de analfabetas para quienes guarismos, libros y palabras de alguna alteza adquieren alarmantes proporciones de maravilla, cobráronle miedo, ¡qué concho! Ripoll había leído mucho, soltábales vocablos en idiomas que ellos desconocían, abría libros' de folio con mayor aplomo que el cura carlista su misal o su breviario, como un hechizado ejecutaba operaciones de aritmética, sí, a la memoria evacuaba las consultas de doña Nicasia a propósito de su gasto en el mercado o las de intereses y refrendos que Izquierdo, el empeñero, proponíale. Gradualmente, convirtiéndose fue Ripoll en el orgullo de la casa y destronando, en materias laicas, la autoridad adquirida por Práxedes Luro con la simple exhibición de su sotana. Ripoll era el sabio y era español, ¡por supuesto que era español!, y eso necesitaban, eso, gachupines así, que con sus saberes vinieran a civilizar a estos americanos y a proclamar la supremacía universal y absoluta de la península. Como por lo pronto el hombre anduviese escaso de fondos, doña Nicasia se le adelantó, después de una junta total de pupilos y del visto bueno de Sordo:

- Don Juan, lo que es por mí no se apure usted ni vaya a abandonar eso del sumarino... Cuando en estos reinos se lo compren, y se lo paguen sobre todo, usted me paga a mí y en paz..., pero mientras, nada, que usted pide por esa boca y yo sirvo con la mejor voluntad, ¿estamos...?

Ya lo creo que estaba y que estaría hasta no realizar la transacción profetizada; sobre que el problema de su sustento corría parejas, por lo insoluble, con el de la venta codiciada. Se acostumbró a vivir a crédito, lo mismo que iba acostumbrándose a que en el ministerio de Guerra y Marina nunca lo recibieran. El triunfo consistía en tener paciencia, mucha paciencia, como doña Nicasia, que jamás le recordaba el incesante crecer del adeudo. Todos en La Guipuzcoana terminaron por interesarse en el invento, cuyo mecanismo, precisamente porque no lo entenderían en los siglos de los siglos, antojábaseles cosa del otro mundo que por remate habría de dar a cada uno honra y provecho. El cura don Práxedes, en las raras misas que le caían en tanto lo nombraban párroco de alguna aldea rural y cercana a la metrópoli -promesa de personajes prominentes de la colonia-, antes del Ite... encomendaba la destructora maravilla. Y un domingo, por unanimidad se bautizó el trebejo, de más valía que el Peral, con castañas y sidra compradas a escote. Pusiéronle Aragonés, en obsequio a la patrona y por indicaciones de Sordo. Los cuarenta años sonados hacía cinco de doña Nicasia, esbozaron una jota; don Práxedes bendijo el traste y Gallegos cantó él solo el dúo de La Verbena:

- Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad...

Los huéspedes de La Guipuzcoana concibieron por el invento y por el inventor, respeto de catecúmenos. En la casa hablaban bajo; lo que Ripoll opinaba, por evangelio disputábanlo; y cuando en las noches, muy tarde ya, recogíanse los paseadores, al contemplar el iluminado balcón del ingeniero sonreían a solas, ufanos de habitar, tabique de por medio, con el genio que velaba infundiendo su espíritu en el Aragonés, monstruo que a todos casi pertenecía, que todos amaban ciegamente desde luego, tal y como se hallaba: imperfecto, pequeñín, inconcluso; a reserva de amarlo todavía más, después, pronto, cuando se recetara el gran chapuzón en el Golfo de México y nadando mejor que la mejor ballena, se entregara a agujerar barcos de madera y a lanzar por los aires los más formidables acorazados del mundo, ¡ole ya...!

El reinado de Ripoll, tan cariñosamente inaugurado, duró bastante menos de lo que él necesitaba que durase. Con el arribo de El Jarameño, que se entró una mañanita con carta de recomendación, pesos y billetes a porrillo, copia de baúles y valijas, y un mozo de espadas, Bruno, más flamenco en decires, andares y hechuras que si en la propia Flandes lo hubiesen parido (¡Soy andalú de Aracena, carcule usté...!, declaróle a la criada), se relegó a Ripoll a la indiferencia y el Aragonés al olvido. Atávicamente, étnicamente volviéronse en masa al torero; impulsados por secreta fuerza irresistible se desvivieron por mimarlo y agasajarlo, cual si con él hubiera entrado en La Guipuzcoana milagrosa bendición, años y años codiciada. Poco tuvo que poner El Jarameño de su parte para ganarse unas voluntades que espontáneas y regocijadas a él se adherían. En lo que sí tuvo que andar con largueza fue en el capítulo de parneses, pUes con perdón de doña Nicasia, su Guipuzcoana iba que volaba al abismo y a la bancarrota. El Jarameño, de buenas narices, olfateó apuros y les aplicó radical remedio: pagaría pupilaje doble siempre que se le cuidara como a mil, y por pronta providencia, anticipó un bimestre:

- Las cuentas claras, patrona, y el chocolate espeso. Corra usted el temporal con este dinerillo y aluego... pues lo correrá usted con otro.

Doña Nicasia gimoteó; Sordo estrechó enfáticamente la diestra del diestro; Gallegos lo aplaudió, hombreándose con él. ¡Bravo, compañero, así he sido yo toda mi vida!, el empeñero le sopesó los dijes de la cadena, y el resto de huéspedes radicóse en Babia. Ripoll almorzó en la calle y a regañadientes incorporóse a sus coinquilinos, cuando a su regreso nadie aún abandonaba los manteles y con muchedumbre de anises y manzanillas digerían platos extraordinarios dentro del comedor.

El Jarameño se entronizó; era el cuerno de la abundancia, fuente inagotable de gracejo y la alegría de la casa. Don Práxedes confesó francamente que era mucho hombre; el empeñero, que lo adornaban magníficas prendas; Gallegos nombróse a sí mismo perito catador de sus cigarros y puros; doña Nicasia sólo hijo lo llamaba, y todos a una adoptaron para tratarlo el honroso título que le prodigaban Bruno y los banderilleros y picadores de su cuadrilla, sus visitantes perennes: maestro denominábanlo y maestro denomináronlo la patrona y los huéspedes. Este noble dictado y la coincidencia de que por esos días notificáronle a Ripoll en el ministerio que su submarino no ofrecía las condiciones apetecibles y no se lo aceptaban a precio ninguno, ni regalado, sumieron al ingeniero en negra melancolía que hubo de disimular en lo profundo para no incurrir en la pena de suspensión de víveres, que, regularmente, le infligiría doña Nicasia al percatarse, si se percataba, de que con la resolución ministerial ella perdía su dinero y la esperanza de juntarse con él ni en el Día del Juicio. Debe consignarse, sin embargo, que honradísimos eran los propósitos de Ripoll: vendería su submarino a particulares, a sus paisanos ricos, a los chinos, y en vendiéndolo, a saldar con su patrona y demás gente ordinaria, porque debía sus picos, unos picos como los de los Pirineos. Con la desazón y las fatigas, tornósele agrio el genio y amarilla la piel. Mal encarado, sentábase a la mesa sin cortejar a El Jarameño, y, a manera de desesperado, convirtióse en blasfemo y de pésimas pulgas; irascible, gruñón, agresivo, soltando palabrotas que a los otros les resultaban jeroglíficos y charadas amenazantes. Apenas si Gallegos lograba que hilvanara dos palabras.

- ¿Por qué ya no nos cuenta usted las cosas tan interesantes que solía? -preguntóle el cómico en cierta ocasión.

- Porque yo sí que me volví anarquista de verdad, no como usted, que lo es de mentirijillas, y cualquier día cambio mi invento; en lugar de que vuele buques de guerra, ¡voy a hacer que vuelen ciudades y naciones íntegras! ¡Sí, sí, no reírse...!, ¡íntegras!, con pobladores y con demonios..., ¡un jaleo, pero qué jaleo...!, ¡que concluya allá, por las nubes!

- Pues no quiere usted na, gachó -terció El Jarameño benévolo-, ¿qué daño le ha hecho a usted tantísimo inocente?

Alzóse de hombros Ripoll y soltó uno de sus incomprensibles terminajos que de sus lecturas y su comercio con eruditos legítimos, le restaban:

- Un daño muy grande -respondióle al torero-. Usted todavía cree en los inocentes, a pesar de que la degollina del tal don Herodes acabó con la especie; yo creo en otras cosas; yo creo, por ejemplo, en que ustedes y yo y todo el mundo somos hijos del ¡antropopiteco...!

Si no les aclara tan pronto que el antropopiteco (no hubo nadie, ni el cura, que pudiera pronunciar el vocablo a las derechas) era un monstruo primitivo que, según sabios de nota, fue nuestro antepasado, como si dijéramos el tatarabuelo de los humanos, el ingeniero la pasa mal. Los huéspedes cercaron a Ripoll, exigiéndole la traducción al romance de tamaño disparate. Y este monstruo primitivo remató la caída de Ripoll: doña Nicasia le indicó que necesitaba fondos; Sordo le retiró la mirada y el cura el saludo; los demás reíanse de él en sus barbas y la criada le dejaba sin asear el cuarto dos y tres días. Isidoro Gallegos, al contrario, intimó con él y lo visitaba a menudo, tratando de inculcarle su estoicismo para conllevar flaquezas de prójimos y gorduras de la suerte.

Inopinadamente, El Jarameño diose a protegerlo, atraído y deslumbrado por aquel su guirigay pseudocientífico, por su fisonomía barbada y viril, casi hermosa, y por su decidida fortuna pésima. Apaciguó el chubasco, pagó a doña Nicasia un mes de su pupilaje y, monarca absoluto, contra la afirmación de don Práxedes de que el catalán olía a hereje que apestaba, levántesele el entredicho, se le devolvieron unas miajas de su reputación de antaño.

- ¡Es un tío que sabe! -proclamó El Jarameño a guisa de bando de amnistía-, y que ha de haber tirado puñados de años trasteando universidades y gramáticas. Yo lo defiendo porque me nace defenderlo, ¡ea!, y una tarde he de brindarle un toro...

No llegó hasta allí la gratitud del defendido, que, deponiendo enconos y antipatías, a cada paso se la manifestaba a su benefactor. Pero que concurriera a los toros ¿él?, ¿él, que ni en Barcelona ni en Madrid había concurrido nunca?

- No, Jarameño, no, usted me perdone que no lo complazca me enfermo en la plaza, sufro; no, de veras no me brinde usted nada, que ya demasiado me ha brindado aquí. Odio los toros y a los toreros, permítame que continúe queriéndole mucho como hombre y como amigo...

Aquella noche a nadie extrañó en La Guipuzcoana que El Jarameño no asistiese a la comida, pues rara noche comía en la casa; malogrando las proezas culinarias de doña Nicasia y la cara de pascuas con que lo recibían sus compañeros de pupilaje. Sí chocó, aun a los museros enfrascados en el naipe, que a eso de las diez se apareciera en la salita el mozo de espadas Bruno.

- Er maestro dice que le oiga uzté un momento, patrona.

- ¿Viene enfermo? -interrogó doña Nicasia, ansiosamente.

- ¡Quiá! -repuso Bruno, sonriente-, más zano que un cabestro; viene acompañado...

Deshízose el mus; Gallegos retardó su salida y doña Nicasia, sin aguardar a que se le enfriasen los ojos, siguió a Bruno por el corredor hasta el mismísimo cuarto del espada, en el que penetraba a cualquier hora. Los jugadores se agolparon en la mampara de la sala, en mano sus respectivos juegos. En la habitación de Ripoll, aunque iluminada, imperaba silencioso recogimiento. Sin duda el diestro, a la par que doña Nicasia empujaba la vidriera dejándola entreabierta, encendió la lámpara de petróleo, porque la estancia, alumbrada de pronto, permitió que las curiosidadés en acecho medio se satisfacieran:

- ¡Caracoles! -murmuró Gallegos, plantado a la mitad del pasillo-, ¡qué hembra se ha recetado el maestro...!

- ¡Patrona! -decía en el propio instante a doña Nicasia El Jarameño cortando por lo sano-, aquí tiene usted a esta dueña de mi alma; se dizna vivir conmigo para que yo sin ella no me muera... Y aquí nos va a mandar a todos, a usted, a mí, a los huéspedes y al globo terráqueo..., conque, ¡se concluyó...! Si alguien se enfada, a la calle con él, y si se enfadan todos, a todos soleta, que yo pago por nosotros y por lo que usted pierda y por la madre que me parió... Esta señora se llama Santa, doña Nicasia, ¿se hace usted cargo? ¡Santa...! ¡Ven tú, gloria!, ven a que te conozca la patrona...

Tan cierto es que las mujeres, por su poderosa facultad de fingir, no pierden jamás, ni jamás olvidan los gestos, palabras o actitudes que las favorecen, que Santa recuperó instintivamente sus aires de los buenos tiempos, sus cautivantes aires de sincero candor campesino, y de nomás acercarse a la luz del quinqué, de nomás saludar y reír a doña Nicasia, se la ganó de un golpe; y si ésta desde luego no dio la bienvenida que su entusiasmo le dictaba (a pesar de adivinar en lontananza, si encubría el lío, crecidos beneficios que gran falta le hacían), reconoció por causa, el deseo de no disgustar a Sordo ni incurrir en las iracundias eclesiásticas de don Práxedes, retornó el saludo y escurrióse sin soltar prenda.

Discreto y rápido se efectuó el conciliábulo, encerrados en la habitación de la propietaria, ésta, Sordo y don Práxedes. Que pronto se pusieron de acuerdo los miembros del conciliábulo, comprobado quedó con que pronto también reaparecieron en familiar grupo.

- ¿No le parece a usted, padre cura, que es lo debido cuando se trata de personas decentes?, ¿no le parece a usted? -insistía Sordo, que llevaba la batuta en el asunto.

Y ante los mudos asentimientos de don Práxedes y de doña Nicasia, satisfecha ella, y su paternidad, por efecto de la costumbre, aprobando con el brazo cual si repartiese bendiciones entre los feligreses de los curatos que había servido y de los que -el ilustrísimo arzobispo mediante- prometíase servir en lo futuro, a la sala regresaron entrambos varones mientras doña Nicasia pugnaba porque El Jarameño abriese su puerta:

- Soy yo, Jarameño, soy yo. ¡Abra usted! -gritábale-, que pueden ustedes quedarse, como usted quería...

No le respondieron del cuarto oscuro y cerrado. Por la cerradura, a la que doña Nicasia pegó los ojos, nada alcanzaba a verse. Apenas si pudo escuchar rumor de besos compartidos, de recíprocas caricias, el imponente y triunfal himno de la carne.

El Jarameño y Santa, al fin, otorgábanse el don regio de sus mutuos cuerpos, de sus mutuas juventudes y de sus mutuas bellezas. Oficiaban en el silencio y en la sombra, rompiendo el silencio con el eco difuso de los labios que encuentran otros labios o que recorren toda una piel sedeña y dulce que se adora hace tiempo; desgarrando la sombra con la luz de sus encendidos deseos contrariados tantos días, cuando el vivir y el amar son tan cortos... Y del amor que se desperdiciaba por los resquicios, se llenó, transfigurándose La Guipuzcoana entera, como si invisibles manos compasivas la incesaran pausadamente, totalmente, y desterraran vulgaridades, envidias, codicias, Cuanto de ordinario formaba su oxígeno respirable. No eran Santa y El Jarameño una meretriz y un torero aguijoneados de torpe lubricidad que para desfogarla se esconden en un cuarto alquilado y ruin, no, eran la eterna pareja que entonaba el sacrosanto y eterno dúo, eran el amor y la belleza. ¡Oficiaban...!

Doña Nicasia se apartó respetuosa, cabizbaja, grave, como se aparta uno siempre de los lugares en que se celebran los misterios del nacimiento, del amor y de la muerte; ¡los misterios augustos!

La noticia circuló entre los huéspedes de la sala, primero, y entre los ausentes a la hora del suceso, conforme llegaban a sus cuartos. Cundió que don Práxedes no se oponía; que Sordo daba su aprobación y que doña Nicasia estaba contentísima de la ocurrencia. Hubo un encogimiento de hombros universal; ¿qué les podía importar que hubiese una mujer de más en la casa? A lo sumo, alborozo por conocerla, idea vaga de que los prefiriera al amante, la grata e informulada inquietud que en los hombres origina, a cualquiera edad y en cualquier estado, hallarse próximos a una mujer bonita. Por desengaño de las miserias de nuestro linaje, Ripoll encogióse de hombros más que los otros, al ser notificado del arribo de Santa, por Gallegos, quien, mañana a mañana, de pantuflas y saco destrozado, instalábase en el cuarto del ingeniero a fumar media docena de cigarrillos bien conversados:

- ¿Qué opina usted, profesor, de esta invasión de faldas...? A mí me alegra... es una real hembra, de buten, le digo a usted que es de buten...

No se entusiasmaba Ripoll, de narices sobre sus números. ¿Las mujeres...?, ¡peuh!, iguales, todas iguales, por mucho que cada enamorado sostenga lo contrario y para su dama exija una excepcionalidad que es subjetiva, meramente subjetiva... mas en el fondo, todas cortadas por una sola tijera: las mismas mañas, las mismas falsías, los mismos defectazos irremediables de máquinas imperfectas cuyo molde se echó a perder hace años... Como no hay de otra marca y de ellas habemos menester para gozar, con ellas apechugamos prometiéndonos componer a la que nos cupo en el reparto o a la que nos corresponde en la perenne arrebatiña...

Reía Gallegos de filosofías semejantes, ¡qué cuerno!, si siendo imperfectas nos matamos por ellas y tras ellas andamos como chuchos rabiosos, ¿qué sería si llegaran a la perfección?, ¡el acabose, ingeniero, el acabose!

Luego, contó a Ripoll que los huéspedes habíanse conducido a sus despertares cual si El Jarameño y su chica fueran novios de veras, casados la víspera. Ni ruido hicieron en el desayuno, de puntillas se largaron a sus quehaceres, mirando de soslayo a la puerta cerrada:

- Vamos, hombre, que hasta la sirvienta se moderó al batir chocolates y lavar tazas..., esto supera a Los amantes de Teruel...

No faltó ninguno a la comida que, según los reglamentos, sirvióse a la una de la tarde en punto. La única contravención a los tales consistió en que el mantel y las servilletas albeaban de limpios y en que en el centro de la mesa figuraba un gran ramo de flores, de a duro lo menos, alegrando semblantes. Gallegos inició algunas alusiones picantes que inadvertidas se evaporaron debido al severo mirar de doña Nicasia, a un carraspeo de Sordo y a un fruncimiento de cejas de don Práxedes. Antes que los del Teruel ingresó la sopera, destapada y olorosa.

- Hoy he guisado yo -proclamó doña Nicasia-, hay sopa de ajos, huevos con tomate, bacalao y olla podrida...

- ¡Y yo pago el vino! -gritó El Jarameño entrando radiante de la mano de Santa, ruborizada, así como suena, ruborizada y para sus adentros temerosa: ¿se le averiguaría en la cara lo que había sido...?

Por dicha, la salva de aplausos que estalló a su llegada diole confianza y ánimos; y cuenta que no solamente la aplaudían a ella, buena parte de los aplausos consagrábanlos a los platos anunciados y al vino prometido, que Bruno introdujo en un canasto: dos docenas de botellas que tintineaban entrechocando, tinto español, legítimo, de la Rioja.

Sin dificultades ganó Santa en este primer encuentro; en sus redes de prostituta elegante, añadidas y a trechos rotas de tanto servir, cautivó a aquel montón de aventureros y de horteras, a Ripoll inclusive, a pesar de sus despectivas teorías contra el sexo. Isidoro, cautivado a su vez, examinábala, sin embargo, procuraba recordar: ¿dónde he visto yo a esta muchacha...?

Pero llegó el domingo próximo, fecha de lidia, y la decoración cambió. Los individuos de la cuadrilla de El Jarameño, que a diario visitaban al maestro y habituados a estos amasiatos de duración corta y emborrascada, guardando distancias, trataban a Santa como esposa temporal de quien los mandaba, desde el sábado a la noche notólos Santa con actitud diversa, sin sus carcajadas y cantos, sin su alegría de existir ruidosa y franca de los demás días. A lo mejor de su plática quedábanse taciturnos, sacudían la ceniza de los cigarros con meticulosidad pensativa y suspiraban muy por lo bajo, cual si maquinalmente probasen a engañarse a sí mismos ahogando sus suspiros o miraban al maestro fija y largamente, en mudo voto porque la ciencia de él los salvara a todos mañana, en la arena, que tanto puede servirles de sepultura profana como de amplio pedestal de fama y renombre.

- ¡Mucho juicio esta noche, y mañana, temprano, en el encierro toos, pa diquelar er sentío de lor bichos! -díjoles El Jarameño al despedirlos.

Y Santa vio claro que partían preocupados y que El Jarameño, preocupado, regresaba al cuarto; que después cenaba con sobriedad, sin catar el vino ni estrecharla a ella, acostados ya por lo que alarmada de lo inusitado del fenómeno, se lo reprochó femenilmente.

- ¿Ya no me quieres...? -le preguntó dentro de la tibia sombra del lecho, arrimándole el mórbido cuerpo, en un total ofrecimiento.

Estremecióse el matador, mas ante la vecindad del peligro, en las profundidades de su ser arrumbó las ansias de su temperamento de fuego, e igual que si implorara una merced grandísima, habló a su querida:

- ¡No, no te quiero ya, te adoro ahora...! Mira, por un cabello tuyo daría mi vida; por toda tú, la vida de mi pueblo, y porque no me engañaras nunca, todos los imperios y reinos de la tierra, ¡y cuidado si hay imperios y reinos...! Si no te abrazo y no te beso y no te como a muchos bocados para saborearte a mis anchas, más padezco yo que tú, ¡te lo juro por estas cruces! (enclavijando las manos aunque no se veía gota), pero si mañana salgo vivo de la corrida, ¡pobrecita de mi alma!, te voy a devorar... No es que la lidia me acobarde, no, ¡si me vieras estoqueando!, se me pone el pulso más firme y más quietecito que cuando duermo, ¡por mi salú...! Es que si se descompasa uno la víspera de torear -será gitanería, concedido-, ¡ay hija!, se corre el riesgo de torear por última vez, y ya ves tú si, queriéndote lo que te quiero, me haría gracia que un bicho me ultimara mañana, ¡Corriendito...! Por eso no me toques ni me tientes, ¡por la marecita que te echó a penar en el mundo!, pues si me tocas no respondo; llamas me corretean por las venas, y mi alma y mi vida a ti se me van, y yo detrasito de ellas... Si te abrazo, me ardo; si te beso, parece que pierdo el juicio... Me moriría encima de tu pecho sin sentir nada, nada más que ganas, remuchísimas ganas de continuar contigo después de muerto, enterrado en tu seno hasta que el mundo se concluyese, ¡qué sé yo!, años y años, lo que duraran sumadas tu vida y la mía y la de nuestros hijos, y la de los hijos de nuestros hijos... ¡Mi Santa...! ¡Mi Santa de mi alma...!

Contra su costumbre, no tomó El Jarameño, al día siguiente, su café en la cama. De las manos de Bruno recibió la bandeja y en persona sirvióselo a Santa, ya penetrada de la gravedad de los sucesos y que de mal talante lo apuró echada sobre las almohadas; su anca soberbia señalándose a modo de montaña principal, bajo las ropas rugosas, del resto del cuerpo extendido: en lo alto la cabeza; las negras crenchas rebeldes, cayendo por sábanas y espaldas, como encrespada catarata; en seguida, un hombro redondo, como montaña menos alta; luego el anca, enhiesta y convexa, formando grutas enanas con los pliegues que hacía colcha de bombasí, levantada por dentro; después, la ondulación decreciente de los muslos que se adivinaban, de las rodillas en leve combadura; por final la cordillera humana y deliciosa, perdiéndose allá, en los pies que se hundían, de perfil, en los colchones blandos, y que dibujaban angostas cañadas, microscópicas serranías blancas con las arrugas de la ropa, veredas que se entrecruzaban, senderos que conducían a las orillas del lecho, a los hierros dorados de que colgaba el rodapié de punto, o que, internándose bajo las sábanas, conducían, inocentemente, a la piel ardorosa, aterciopelada y trigueña de la bellísima hetaira...

El sol, el sol del cielo, que al abrir El Jarameño las maderas del balcón había asaltado la estancia cual invasión de agua represa que de improviso rompe compuertas y anega campos, dio de pleno en Santa, le regó de luz y de moléculas rubias que bullían en la atmósfera; pintó en la pared, con sombra, los contornos de su cuerpo, y por abertura estrechísima del camisón que no habría consentido ni el paso de un dedo-, el sol, con ser tan grande, por ahí se metió a besar quedamente, con sus labios incorpóreos y astrales, el botón sonrosado de los senos de Santa, que apenas asomaban su forma de copa de la Jonia, de copa sólo fabricada para gustar de ella los néctares, las esencias y las mieles.

- Tendremos una gran tarde -vaticinó El Jarameño volviéndose a mirar tanto sol dentro de la pieza. Y detendiendo su mirada en Santa, que aguardaba inmóvil el doble baño de calor y de luz, masculló cual si consigo mismo hablase:

- ¡Qué linda eres ...

Acto continuo, para que no lo ganasen enternecimientos inoportunos, se entregó a Bruno, el que con una maestría de barbero profesional, le afeitó el rostro hasta dejárselo azuloso y terso. Luego, lo vistió de corto, traje de calle; cepillóle el sombrero de anchas alas y le alargó el bastón de carey con puño de oro. Santa insistió entonces en que le permitiera asistir a la corrida.

- Llévame, Jarameño. Considera con qué congojas pasaré la tarde aquí sola, ¿me alisto...?

Ni por pienso. El Jarameño, serio, reproducía sus negativas de cuando Santa solicitó ir a verlo torear; volvió al pretexto de sus presentimientos, de sus gitanerías, según los tenía bautizados:

- No irás, mi Santa; por tu madre que no me pidas ir... Me da en el corazón que el día que tú me veas torear ha de ocurrirme una desgracia grande... Quédate aquí, y reza, acompáñame con tu pensamiento y con tu querer, y antes que la noche, regresaré yo.

Bruno, en el interin, aparejaba un remedo de altar; dos velas de cera, encima de la cómoda, frente a una Virgen de los Remedios en cromo, que habrían de arder mientras El Jarameño se hallase en peligro inminente. Él las encendía al partir y él las apagaba al tornar, lo mismo si tornaba sano y salvo que como cuando en Bilbao tornó en vilo de sus hombres, con aquella cornada en la ingle que lo hacía sufrir aún.

La Guipuzcoana toda, no obstante que a sus inquilinos transportábalos la afición y que el alborozo los delataba, mantenías e en cierta reserva en atención al maestro; por lo que la comida dominical resultaba relativamente silenciosa y anticipada, se servía en cuanto el matador volvía del encierro. De acuerdo con lo que la regla manda a los lidiadores. El Jarameño sólo tomaba un par de huevos tibios y una copa de jerez, seco; el estómago debe estar vacío para ceñirse apretada la banda y para disponer, en la brega, de ligereza y agilidad. Santa comió un bocado con desgana, a pesar de las instancias de la patrona que singular afecto le aparentaba; sentíase nerviosa, con palpitaciones y ganas de llorar; colérica de que los huéspedes, ansiosos, consultasen relojes y cambiaran guiños de subrepticias connivencias. Ripoll, flemático, no rehusaba manjar; y Gallegos, en el colmo del entusiasmo por lo que gustaba de los toros y porque El Jarameño obsequiábalo domingo a domingo con una contrabarrera numerada, soltaba sin descanso halagüeños augurios: habría un gentío a reventar, público conocedor y villamelones, chicas guapas y caritativas:

- ¡Que va por usted, hombre de Dios, conque a lucirse y a dejar bien puesto el pabellón!, nosotros los artistas debemos posponer...

Lo callaba a improperios y a bolazos de miga de pan; él no era más que un comicucho, y malón por añadidura, ¿cómo se comparaba a un personaje de la talla de El Jarameño...? Los cómicos no corren más riesgos en un meneo que sacarse una patada por la cabeza, docena de silbidos y perder la contrata..., ¡pero los toreros pueden quedar inválidos, pueden perder la vida...! BrunO anunciando a su amo que era hora de arreglarse, rompía el medroso mutismo que seguía a la fúnebre observación. ¡Perder la vida...! y siendo tan fácil perderla, ninguno suponíase a ello expuesto, ni El Jarameño que de la mano de Santa salió esa tarde del comedor. Bruno los precedía, y una vez traspuesta la puerta del dormitorio de los amantes, sin consultar, la cerró con llave.

En la vasta cama matrimonial reposaban las prendas del traje de luces, la chaqueta con sus mangas abiertas y el pantalón corto, despatarrado; cuidadosamente desdoblado el resto, en inanimada espera de que lo encajaran donde debían encajarlo.

Siempre de la mano de Santa, El Jarameño fue y encendió los cirios, se arrodilló y se abstrajo en la contemplación de la imagen; si rezaba, rezaba con la mente, pues Santa no notó ni que moviese los labios. Estaba pálido.

- Siéntate, mi serrana, y aprende a vestirme, que es empresa complicada -le dijo al incorporarse y principiar la maniobra previa de despojarse del traje de calle, cuyos pantalones, por lo ceñidos, hubo de tirarle Bruno, agazapado.

Con tal intensidad posábase ahora el sol en la acera de enfrente, que su puro reflejo alumbraba el cuarto del diestro con exceso de luz vivificante, alegre y amiga.

Al quedar El Jarameño casi desnudo, se puso en pie. Y Santa, aunque sin hablar, lo admiró en su belleza clásica y viril del hombre bien conformado. Los músculos, los tendones, las durezas de acero que acusaba en los bíceps, en los pectorales, en los omóplatos, en las pantorrillas nervudas y sólidas, en los anchos de la espalda y en lo grueso del cuello, armonizábanse, le prestaban hermoso aspecto antiguo de gladiador o de discóbolo, de macho potente y completo, nacido y criado para las luchas varoniles, las que reclaman el arrojo, el valor y la fuerza; las luchas olímpicas en las que se muere, si se muere, de cara al sol, sonriendo a las mujeres y a los cielos, salmodiado por las valientes notas de las músicas guerreras, en gallarda apostura y espléndido lecho mortuorio; yacente en arena caldeada con efluvios de un rey de astros y con sangre de fieras que agonizan ululantes y se amortajan en la púrpura de sus entrañas al aire, con céfiros de bosques, insanos clamoreos, aplausos y jadeantes espiraciones trémulas de multitudes suspensas y encantadas de hallarse tan cerca de un peligro que no las herirá pero sí las enloquece y fascina, que lo mismo las sacude en sus clámides, mantillas y vestidos -que lucen todos los colores-, que en sus espíritus subyugados, donde se anidan todas las pasiones y todas las vesanias. ¡Santa lo admiró!

Sí, reconocía que estaba hecho para esas luchas, adivinábalo más bien. En cambio, sabía que estaba asimismo hecho para el amor, para el amor suyo, de ella, que, en pago, lo amaba a su manera, plásticamente, por sus juramentos gitanos, por lo asfixiante de sus brazos y lo salvaje de sus caricias de incivilizado. No se resignaba con perderlo acabando de hallarlo, ni con que un toro se lo matase aquella tarde que más convidaba a acercamientos íntimos...

- ¡Mira, morena, mira cómo se viste un matador de toros! -le dijo El Jarameño sentándose en una silla y abandonándose a las pericias de Bruno.

Primero, el calzón de hilo, corto; luego, la venda en la garganta de los pies, muy apretada, contra luxaciones y torceduras; después, las medias de algodón, y sobre éstas, las medias de seda, tirantísimas, sin asomos de una arruga; después, las zapatillas, de charol y con su lazo en el empeine, y ¡arriba!, ¡pararse!, vengan la taleguilla y la camisa de chorreras, finísima, de hilo puro, de cuatro ojales en su cuello almidonado.

- ¡Mis botones de cadenilla, Bruno! -ordenó El Jarameño, a tiempo que introducía bajo el cuello de la camisa el corbatín de seda y que se abrochaba los especiales tirantes de brega.

Metióse la falda de la camisa dentro de la taleguilla, que cerró por delante, y pidió faja de seda y sudadero de hilo, con los que Bruno lo cinchó, duro, apartándose luego a preparar el añadido. Iba El Jarameño a abotonarse el cuello, mirándose al espejo del lavabo, cuando reparó en su medalla bendita -la que se oxidaba con sus sudores, enzarzada en los negros y abundantes vellones de su tórax-, y devotamente la llevó a su boca, la besó muy quedo.

- Anda con el añadido, Bruno, ¡menéate! -ordenó sentándose de nuevo y destrenzando la coleta.

En el propio instante se oyó que un carruaje detenías e abajo, en la calle, y a la masa de huéspedes, capitaneada por doña Nicasia -sin incluir a Ripoll-, que ansiaban a El Jarameño, desde afuera:

- ¡Ahí está el coche, maestro ya van a dar las dos y media! ¿No nos vamos?

- ¡Salgo en seguida! -contestóles El Jarameño-, ¡adelantaos vosotros y aplaudirme en la plaza!

Bruno procedió a fijar el añadido, trenzando el pelo postizo con el del diestro y con la moña aovada. ¡Bueno! Había quedado bien... ¡A ver el chaleco! ¡Por supuesto, acorta el correón...!, ¡ah!, 'ah...!, ahora la chaquetilla:

- Cuidado con las hombreras, ¡bárbaro...!, ¡endereza las borlas del sobaco!, ¡no, no tires recio!, despacio, eso es... -iba diciendo al meter los brazos en las mangas. Luego, se encasquetó la rizada montera, hacia adelante, su delantero mordiéndole las cejas, la parte posterior descansando en el añadido, y el barboquejo partiéndole entrambos carrillos, de la sien a la barba, como cicatriz indeleble de su carrera. Con codos y manos palpó si los dos pañuelos de la chaqueta asomaban lo bastante, e inclinándose un poco, permitió que el capote de paseo, más verde que un océano y con más oro que una California, que con respetos de sacristán que manosease paños consagrados, extendido sostenía Bruno, le cayera en los hombros sin un pliegue, sin un desperfecto, gloriosamente.

- ¡Abre, prenda!, y grita al cochero que baje la capota de la victoria -le mandó a Santa, sin cesar de mirarse al espejo, su brazo izquierdo en jarras, levantando con el codo el capote terciado, dueño de sí mismo, en contemplación egolátrica de su individuo; de la que adolecen todos los artistas que viven en directo contacto con el público y han menester de actitudes determinadas para conquistárselo.

Por el abierto balcón, entráronse atropelladas, diáfanas ondas de luz y auras ligeramente frías de invierno de los trópicos. Ondas y auras envolvían al diestro, hacían resaltar la gallardía de su figura; los tonos verde olivo y oro viejo de la tela y del recamado de su traje de luces. Santa experimentó inopinados e instantáneos celos, comprendió por qué estos hombres arrancan aplausos a su desfile, por qué engendran pasiones hasta en algunas damas encumbradas. Sus defectos, sus vicios se descubrirán después, mucho después, en la plaza son el color y la curva, el arte y la fuerza, la agilidad y la maestría..., tienen sus rostros pálidos..., los ojos negros..., manchas de sangre..., matan, engañan, lastiman, caen..., ¡a veces, mueren...!, aman siempre, a una hoy, mañana a otra...

Veíalo Bruno idolátricamente, atento a sus menores gestos, solícito perro de caza, orgulloso de ser su criado, de vestirlo y cuidar de su persona, de sus caprichos y de sus armas. Lió sin aspavientos el hato reglamentario: los tres capotes de brega, con costurones y coágulos; las tres muletas rojas; los tres palos para armarlas; la filosa puntilla, y la funda grande, de gamuza amarillenta con el monograma del matador, que albergaba los tres estoques pesadísimos, toledanos, de puntas como agujas.

- ¿Listos? -preguntó El Jarameño.

Y ante la respuesta afirmativa de su mozo de espadas, cOrrió a Santa, le abrazó el talle y al oído le susurró promesas y esperanzas, nuevas declaraciones rápidas de amores inmensos, nUevas exigencias de fidelidades imposibles; lo que se exige y promete para combatir las separaciones que pueden ser eternas; el conjuro a los riesgos probables; la confianza en el regreso, poetizando los adioses; la voluntad sobreponiéndose a los peligros, a las fatalidades ineluctables que destruyen nuestras dichas y siegan nuestras vidas...

- ¡Hasta luego, mi Santa, te juro que hasta luego...! Reza ahora por mí y quiéreme mucho...

Y con el partir de El Jarameño y Bruno, desvanecióse aquel cuadro de Goya.

Santa se asomó al balcón en los momentos en que la victoria arrancaba con Bruno en el pescante, cargando su hato, serio; El Jarameño, solo en la testera, vuelto al balcón, mandándole a Santa millares de besos, sin recato, a ciencia y paciencia de los transeúntes, que alzaban la cara para averiguar a dónde se dirigía semejante bombardeo. Al doblar la esquina, ya no arrojó besos, con la mano abierta prometía un pronto regreso; le significaba que lo esperase. ¡Volvería, ya lo creo que volvería...!

- ¿Da usted su licencia, criatura? -escuchó Santa, que cerraba su balcón.

Doña Nicasia y el inventor, que no concurrían a los toros, habían resuelto acompañarla y darle palique: quejumbroso y vulgar de la parte de la patrona, iracundo pero no exento de chispa, de la del ingeniero naval.

No iría El Jarameño a tres calles, cuando la sirvienta se apersonó en la habitación, a prevenir a Santa que la buscaban.

- ¿A mí? -interrogó azorada-, ¿quién puede buscarme, si a nadie he dicho...?

Mas no pudo resistir, ni aun en presencia de extraños que fisgaban su manejo, al hábito adquirido en su recién abandonado oficio de acudir al primer llamado de cualquiera.

- ¡Con el permiso de ustedes...! No, doña Nicasia, no se moleste, voy yo misma a ver quién es.

Era Jenaro, el lazarillo de Hipólito, que le sonreía desde el fin de la escalera; descalzo, desarrapado; entre sus piernas juntas, el agujerado sombrero de petate.

- Jenarillo, ¿a mí me buscas?, ¿y qué te pica?, ¿cómo supiste que estaba yo en esta casa...?

- ¡Álgame, niña Santita!, largándose con El Jarameño ¿pa'dónde había de coger...?

- ¿Y qué te trae, quién te manda? -le preguntó Santa acercándosele con cariño y de antemano sabiendo su respuesta.

- Pues, ¿quien ha de mandarme, niña?, ¡no se haga!, mi amo don Hipólito, que ya no sabe qué hacer desde que su mercé se salió de la casa... ¡Esta triste, triste, palabra...!, y en desta mañana me dijo: Jenarillo, te vas allá a la Guipuz... bueno, a la casa ésa, y en cuanto se salga el otro -¡que ojalá y lo reviente un toro...!- no, si no lo digo yo, lo dijo mi amo..., en cuanto se salga, tú te metes y le hablas a Santita, pero sin mentarme, como si fueras por tu cuenta..., anda, Jenarillo, anda y mírala por mí... Ya vine, ya la vide a usté y ya me voy..., pero vuelvo el otro domingo; hoy vine a la una y me estuve tlachando, tlachando que El Jarameño saliera, desde la pulquería..., ya la vide a usté en el balcón, y, ¿a que usté no me vida, apostamos...? ¡Niña Santita! -murmuró encogido, antes de despedirse-, ¿por qué no me regala un boleto de sol?

Explicóle Santa que ella no tenía los billetes de entrada, eso correspondía a los empresarios y vendedores:

- ¿Quieres mejor un billete de banco?

- ¡Un billete de banco...! -repitió aturdido Jenaro, mientras Santa le alargababa uno de a dos pesos. Y cuando fue suyo, lo olió, lo retorció como papel de cigarros, se lo metió por la barriga, en un roto de su camisa:

- Con estos dos trompudos -añadió-, hasta los gendarmes de las esquinas me respetan...

Según la media vuelta que dio, disponíase a volar escaleras abajo, pero Santa lo detuvo:

- ¡Aguarda, Jenaro!, ¿qué vas a decirle a Hipo?

- ¿Cómo qué...?, que con razón la quiere a usté, que la quiera todavía más, aunque sea ciego, como la queremos todititos los que la vemos.

Y se desbarrancó por la escalera, sin que pareciese que le dolían los desnudos talones al golpear contra las gradas de piedra. En el patio, adrede, volcó una batea colmada de jabonadura y calcetines en remojo, de Sordo y de don Práxedes.

El amancebamiento de Santa desenvolvióse tranquilo. Quietamente deslizábanse las semanas unas tras otras en la insípida atmósfera de La Guipuzcoana; entre las moralejas elásticas del acomodaticio don Práxedes, las furias de Ripoll, los chistes de Gallegos y las marrullerías de Sordo. Santa reía al nomás abrirse la boca de Isidoro, le pedía trozos de zarzuelas y estábase las horas pendiente de sus mentiras y verdades de cómico y de bohemio. A don Práxedes -residuos de su educación campesina- besábale la mano noche a noche; y con doña Nicasia charlaba de su pueblo, su Chimalistac tan próximo y tan distante a un tiempo, lazo de unión, guirnalda de flores, de árboles frutales y de casitas blancas que separaban a un santo de una santa, a San Ángel de Santa Catarina. Ripollle interesaba sin saber por qué; Izquierdo, el empeñero, inspirábale miedo de que un día se tragara sus alhajas, de las que durante las comidas no apartaba su experta mirada de buitre; y Abascal, a pesar de que le suspiraba a hurtadillas del diestro, érale indiferente.

Su amor por el torero, como que se le desgastase con las semanas pacíficas, similares, sin parrandas ni bullas; paseando en carruajes algunas tardes; yendo al teatro y a cenar de fonda algunas noches; comprando en las tiendas algunas baratijas que, después, en el cuarto, resultaban sin aplicación. Que el hombre queríala, no le cabía duda; ¡qué extremos!, ¡qué caricias frenéticas!, ¡qué ojeadas relampagueantes cuando hablaban del pasado sucio!, qué dulzores y humildades de animal cerrero e indómito que se contiene, cuando hablaban del porvenir sin sombras ni amarguras, allá, en el cortijo andaluz, muy pronto, al terminar la contrata del espada... Sin embargo, a no ser por las almas de los domingos, esa amenaza de que un toro despanzurrara al Jarameño; a no ser por la ebriedad de los regresos, él sano y salvo, oliente a cabro y como cabro cayendo sobre ella, insaciable de su cuerpo de hembra linda, del que se adueñaba y adueñaba hasta lastimarla, pidiendo que lo matara, que lo mordiera, que le hiciese daño; pidiéndole lo que nadie habíale pedido:

- Dame toda tu sangre, ¡barbiana!, ¡dame tu sangre...

A no ser por todo esto Santa se habría cansado de él; habríalo dejado sin odios, al contrario, mas también sin penoso esfuerzo. Ella tenías e imaginado cosas distintas, lo que él prometía en sus visitas donde Elvira; una continua juerga, la guitarra y la navaja, la manzanilla y la plaza de toros, Santa en lugar visible, El Jarameño brindándole los bichos que estoqueara, el público interiorizándose de sus amores, aplaudiendo a Carmen más que a Escamillo... y en vez de lo imaginado, lo real: El Jarameño, receloso del ayer y del hoy, retirándose de amigos, compinches y admiradores; excluyendo terceros en sus cenas y paseos; egoísta e igual a todos los hombres cuando aman y que de buena fe se creen bastantes por sí solos a llenar las mil aspiraciones inadivinables y heterogéneas de las mujeres. No, no basta el perpetuo y monótono te quiero; a lo menos a Santa no le bastaba, ¡habíalo oído tanto y a tantos...! Un domingo, hasta se lo participó a Jenaro -que nunca dejaba de presentársele en la ausencia del matador-, ¡extrañaba su vida de antes!

Era verdad. Aquel ensayo de vida honesta la aburría, probablemente porque su perdición ya no tendría cura, porque se habría maleado hasta sus raíces, no negaba la probabilidad, pues en los dos meses que la broma duraba, tiempo sobraba para aclimatarse. Además, El Jarameño infundíale un miedo atroz; sentíalo capaz de realizar sus amenazas, las que todos los amantes formulan y muy pocos llevan a cabo: las amenazas de muerte que se profieren en los ratos de desconsuelo sin causa aparente, al predecirnos un despiadado instinto que el amor renece si no supimos cuidarlo, que la carne que uno adora y el alma que uno cree aprisionada dentro de la propia, pueden írsenos sin que haya humano poder que las ataje: la carne a otra carne, el alma a otra alma... De ahí la amenaza de muerte, la que todos los amantes profieren y muy pocos llevan a cabo.

- ¡Si un día no me quisieras, te mataba...!, ¡te juro que te mataba...!

Quizá a ese miedo debióse la inmotivada infidelidad de Santa a la voluptuosa atracción que el peligro ejerce en los temperamentos femeninos, la curiosidad enfermiza de desafiar la muerte, de temblar a su presencia y con deliciosos terrores aspirar su hálito helado.

Ello fue que un domingo en que no era fácil prever que la corrida se interrumpiría a su mitad con alboroto grandísimo descalabraduras de aficionados e intervención armada de la autoridad por lo pésimo del ganado-, un domingo traicionero, Santa traicionó a El Jarameño, entregándose cínicamente a Ripoll que, en un principio, se opuso. No, no sería una indecencia, él le debía favores al torero, habíale dado mano de amigo... Pero Santa insistió, El Jarameño nada sabía, estaba lejos:

- Y tú me gustas, ¡bobo!, por desdichado, porque todo te sale mal..., ¡anda...!

Enardecido por la tentadora, Ripoll cedió en un arranque de desgraciado; consintiendo que sus levaduras de socialista destruyeran, por destruir, siquiera fuese una ventura, la propiedad de alguien, la dicha de un dichoso y acreedor a su gratitud...

De súbito, El Jarameño dentro de la pieza, como un rayo, convertido en estatua frente al delito torpe. En el acto mismo, la fuga del inventor, que de milagro escapa, el eco de su correr, sin sombrero y sin alientos, por las escaleras y por el patio... En un segundo, las lavas del volcán, la ira que ciega y empuja, la necesidad de destrozar, de pagar daño con daño.

Tambaleante, El Jarameño cierra su puerta, con llave, y arroja el capote de luces, que le estorba; busca algo en la cómoda, en la ropa de calle pendiente de la percha..., al encontrarlo, un alarido siniestro, gutural, del árabe del desierto que resucita en los interiores de su ser...

Por el balcón entornado, palideces crepusculares, rumores callejeros, murmullos de día de fiesta...

Santa ve llegada su última hora -¡todo es rápido, todo es solemne, todo es trágico!-, y se postra de hinojos, mirando hacia la imagen, cuyas velas parpadeantes chisporrotean por lo largo de sus pabilos, como los cirios que alumbran a los muertos recién dormidos... Igual a un tigre antes de abalanzarse sobre su presa, El Jarameño se encoge, se encoge mucho, y encogido, abre con sus dientes la faca, la cuchilla de Albacete, de muelles que rechinan estridentes, que suena a crimen. La hoja corva reluce... violentísimamente la baja, con el brazo rígido la lleva hacia atrás para que el golpe sea tremendo, para que taládre el corazón que engaña y el cuerpo que se da, para que la mano se empape en la sangre culpable, en los huesos rotos... Y la hoja, ¡tal es el impulso!, clávase en las maderas de la cómoda que sustenta a la imagen y sus cirios...

El Jarameño tira, tira con rabia loca, y la hoja tarda en salir..., ¿un minuto...?, ¿un siglo...? Por fin, derriba los cirios, derriba a la imagen, y el cristal de su marco quiébrase con estrépito... Suelta la faca El Jarameño, porque el gitano se ha asustado, recoge el cuadro, lo limpia, exclama roncamente, sin mirar a su querida:

- ¡Te ha salvado la Virgen de los Cielos...!, sólo Ella podía salvarte... ¡Vete!, ¡vete sin que yo te vea! ¡Sin que te oiga...!, ¡vete...!, porque si no, yo sí me pierdo...

Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo VSegunda parte- Capítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha