Índice de Santa de Federico Gamboa | Primera parte - Capítulo IV | Segunda parte- Capítulo I | Biblioteca Virtual Antorcha |
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SANTA
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO V
La casa de Elvira, lo mismo que las demás del gremio, de espaldas a la ley, se permite diversas libertades y transgresiones que resultan siempre en perjuicio inmediato o mediato de los clientes. De ahí que expendan bebidas alcohólicas a exagerados precios y que la inspección médica que cada semana han de sufrir sus inquilinas, en el hospital municipal de Morelos, la sufran cómoda y tranquilamente en el prostíbulo, de facultativos particulares que a las veces y por lo amplio de la paga tienen ojos que no ven" lo que ver debieran. De ahí que... una porción de cosas.
Santa, por predilecta del alma -gracias a las ganancias pingües que le producía-, y porque en los primeros días de huérfana y de expulsada del templo se confinó en su habitación, dejó de sufrir una de las visitas del doctor de confianza y éste no apuntó en la libreta que Santa hallábase sana. Al cabo de unos ocho días, Santa reapareció en la sala, ligeramente hosca y agresiva de palabra, con momentáneas ausencias de pensamiento, pero como resuelta a apurar de una buena vez los agridulces dejos de su carrera triste, según se entregaba a hombres y a copas.
- ¡Santita, despacio! -decíale Hipólito-, que si tropieza usted y cae, va a dolerle mucho la caída.
- ¡Si me caigo...! ¡Si me caigo...! ¿Y qué más caída me quiere usted, Hipo?
- No'se enfade usted, Santita. Siga usted, pues, y que viva la Pepa.
Siguió la cosa; en crescendo, que sobrábanle arrestos a la muchacha y las ocasiones no escaseaban, ¡qué iban a escasear! Creeríase que de improviso y por íntimas causas determinantes, lo poquísimo que de bueno conservaba y que se traducía en determinadas repugnancias por esto y por aquello, en ciertas predilecciones y unas cuantas delicadezas que sobrenadaban de su naufragio de cuerpo y de su agonía de alma, se fuera muriendo a gran prisa, y Santa, con más prisa todavía, lo enterrara bien hondo, en profundas huesas insaciables, huesas de desesperanza y desencanto, para evitar la putrefacción de tanto cadáver de ilusiones, purezas e ideales. ¿Qué había de hacer sino enterrarlos, ya que eran muertos y no podía llevarlos a cuestas, ni siquiera esconderlos dentro de su cuerpo lleno de vida y proporcionar placer sentenciado? Lo que le explicaba a Hipólito, dueño ya por entero de sus confidencias:
- Si parece que me empujan y me obligan a hacer todo lo que hago, como si yo fuese una piedra y alguien más fuerte que yo me hubiera lanzado con el pie desde lo alto de una barranca, ¡ni quién me detenga!, aquí reboto, allá me parto, y sólo Dios sabe cómo llegaré al fondo del precipicio, si es que llego... ¿Y quiere usted que le diga por qué me comparo a una piedra...? Porque yo muchas veces, cuando criatura, las lanzaba así, en el Pedregal Y me causaba pena no poder detenerlas, verlas tan chiquitas'golpeándose contra peñas grandes, de puntas de lanza y filo de cuchillo, que las volteaban, les quitaban pedazos, sin que ellas lograran detenerse, ni las raíces de los árboles, sus hojas o sus ramas las defendieran, no; continuaban cayendo, cayendo, más pequeñas y destrozadas mientras más caían, hasta que invisibles -y eso que me asomaba por descubrirlas, agarrándome a algo sólido- nomás dejaban oír un sonido muy amortiguado, el de los golpes que se darían allá abajo... Luego, también me comparo a una piedra, porque de piedra nos quisiera el público, sin sentimientos ni nada, y de piedra se necesita ser para el oficio y para aguantar insultos y desprecios... ¡Ya vio usted qué me sucedió en la iglesia!
- Usted disimule, Santita, pero eso de la iglesia ya le dije a usted que había sido una injusticia... ¡qué barbaridad...!, y si no fuera porque de veras el oficio de usted está muy mal mirado yo le aconsejaría que se quejara, ¡caray!, pues no así como así lo puede echar a uno un sacristán... pero ni un obispo, ya se ve que no -declaraba Hipólito, no muy seguro de lo que aseveraba-. Mas de lo de la iglesia no se infiere ni es menester que usted haya de suicidarse como está usted suicidándose... porque, Santita, convénzase usted, la vida será todo lo fea y amarga que se quiera, pero ni conocemos otra ni retoña la condenada... Calcule usted cómo será, que yo; que soy ciego, la defiendo... Refrene usted sus bríos -agregó muy turbado y encaminándose al piano con objeto de ocultar su turbación-, ¿quién respondería de que no esté usted llamada a labrar todavía la dicha de un hombre que necesite de usted para ser dichoso...?
Santa se puso seria, porque al propio tiempo que entendió la discreta alusión del pobre músico, ¡ay!, entendió asimismo que ni asomos de amor nutría por él, ni pizca. Moralmente, nutría estimación amasada con su poquito de piedad sin interés carnal y su bastante de gratitud; físicamente, casi repugnancia, con más miedo a sus ojos sin iris, de estatua de bronce sin pátina.
En cambio, Rubio, el de la propuesta de apartado amancebamiento, érale simpático al extremo, pues operábase en Santa aunque no se diese cuenta de ello- el naturalísimo deslumbramiento que ejerce en ánimo de plebeyo origen el calcularse igual al antiguo señor respetado y quimérico que a la larga, desgastado por los años y por los vicios, baja en sus pósteros al nivel del antiguo vasallo; y como no resta de este vasallaje y de aquel señorío más que el deseo eterno y santo, generador de mundos, él es el encargado de arrojar al uno en brazos del otro, obligándolos a olvidarse de vejeces y distancias, bajo la condición dulcísima de un total acercamiento de juventudes. Rubio, por callados sinsabores conyugales sin menoscabo de honra: cuestión de genio de la esposa, sola dueña del fortunón que gastaba el matrimonio -así hablaron los del Sport Club al ser inteligentemente interrogados por Santa-, Rubio persistía en la propuesta, insistente, encaprichado; padeciendo, por otra parte, de enfermedad de carne y de costumbre, conocida de todos los masculinos: no apreciaba a Santa, no la amaba siquiera, habíase acostumbrado a ella.
Santa no lo desahuciaba, ¡qué disparate!, pedíale largas, unos meses de mutua prueba; cual si de su lado cupiese alguna satisfactoria, llevando la existencia que llevaba.
Por lo que al Jarameño respecta -iay!, ahí le dolía-, el problema continuaba insoluto, negándosele Santa y enardecido él. Ya no suplicaba ni preguntaba cuándo, había variado de táctica; ahora trataba de hallarse junto a Santa lo más posible, y acicateado por anhelos casi animales, por apetitos insaciados, diose a frecuentar el burdel a todas horas, a cortejar a las guapas de la casa, con quienes hasta dormía sin tocarlas, para ver de despertar en Santa un conato de despecho.
¡Con qué punzante interés presenciaba Hipólito, a distancia, esta lucha de amor! Con cuánta anticipación previó, a pesar de su ceguera de ojos, que no sólo Santa se entregaría al torero sino que habría de adorarlo tanto, tanto, que con la mitad, con la centésima parte de la idolatría que adivinaba latente en la muchacha, él hubiérase reputado millonario de dicha. Porque ya sí que no cabíale duda, quería a Santa con sus cuatro sentidos, con su entero corazón y con su entero cuerpo desgraciado. y sufría horrorosamente, pues aunque no se conociera, sabíase feo, repugnante, sin atractivos; los harapos humanos, malamente llamados mujeres, con los que había desfogado su vicioso temperamento de fauno en continuo celo, no podían menos de confesárselo en los momentos supremos del espasmo, asustadas de él:
- ¡Qué feo eres, Hipo, que feo ...!
E Hipólito se acostumbró al dictado, formóse con él una especie de coraza por la que resbalaban sin herirlo las carcajadas y denuestos con que por lo general acogían sus cínicas declaraciones amatorias las hembras de algunos puntos que el ciego perseguía y que las más de las veces, andando el tiempo, venían a ser suyas -¡son las mujeres tan caprichosas!- Pero Santa antojábasele diferente, de pasta distinta, no obstante su género de vivir; reputábala inasible y domiciliada en regiones quiméricas de bienaventuranza y ensueño. Para mayor sarcasmo, presenciaba que pertenecía de bonísimo grado al mundo entero; que por un puñado de monedas, ricos y pobres adueñábanse de ella; sabía que sus brazos- entre los que él se moría de deleite eXquisito sin eXlgirles otra cosa sino que lo apretaran y apretaran hasta expirar en ellos después de gustar esa lenta agonía incomparable- abríanse para el primer venido y lo apretaban y acariciaban, ¡casi en su presencia! A los principios de la pasión en que hoy se consumía, no aquilató el malestar que de él apoderábase en cuanto Santa partía de la sala acompañada de un alquilador cualquiera, que, probablemente, ni apreciaría el tesoro que se le entregaba. Sí, chocábale quedarse desagradado y pensativo junto a su piano, mientras arriba, en el cuarto, se realizaba íntegro el programa brutal y nauseabundo de los acoplamientos sin cariño, que él conocía de coro por haberlos practicado y oídolos relatar con menudencias y detalles, tantísimas veces... El tal programa Hipólito lo deletreaba en su mente, a su pesar seguíalo paso a paso y fase a fase, padeciendo lo indecible cuando conforme a sus cálculos de veterano en la materia, el final se aproximaría...
¡Ahora se desnuda ella...!, seguía pensando. Y de sólo pensarlo, se estremecía en su banquillo, cual si agua helada le escurriese por la médula, y sus horribles ojos blanquizcos, sus ojos sin iris y sin esperanza de poder admirar jamás esa desnudez magnífica, y sobre la que galopaban desbocados todos los apetitos, enfurecidas y dementes todas las concupiscencias, sus ojos de estatua se encerraban muy apretados, ¡como si la soberana desnudez de Santa tuviera el privilegio prodigioso de deslumbrar y herir hasta los ojos de los ciegos...!
No tocaba entonces -aquello no era tocar-, con movimientos titánicos hacía que las notas aullaran y maldijeran, improvisando arpegios enlazados que resultaban danza de un extraño sabor, que quizá subirían al cuarto excomulgado a arrullar a la pareja en los desfallecimientos mudos de la carne satisfecha. Y al bajar Santa, al escucharla reír y charlar con compañeras y visitas, ¡con él mismo!, sin dar la mínima importancia a lo hecho -que de repetirlo transmutábase en insubstancial e insignificante-, acometían a Hipólito serias tentaciones de estrangularla, de causarle grave daño, así a él le pegaran cinco tiros o lo partiera un rayo.
Por fortuna, pasábale pronto el arrechucho, y vuelto a sus casillas, reñíase, se prometía no reincidir, disimular a cualquier costa un amor que, ya en frío, no vacilaba en bautizar de locura. Mas sus arrepentimientos desvanecíanse en breve, a diferencia de la espina, que se le clavaba más adentro cada día. Vez hubo en que considerara su conflicto sentimental desde opuesto punto de vista, ¡qué demonios!, en definitiva Santa no era manjar de dioses ni monja clarisa. ¿Por qué no había de probar fortuna presentándose al igual de los favorecidos, con sus dineros contantes y sonantes, a comprar una mercancía que se hallaba en venta y a la disposición del mejor postor? No digo yo el precio de una tarifa, el de mil tarifas le daría -que Hipólito, a fuer de buen pobretón, no carecía de ahorros-, con tal de curarse de aquel desasosiego que lo traía a maltraer y sin trazas de disminuírsele. ¿No era la mayor de las ridiculeces a sus años, con su fealdad y su pobreza, con su mundo y experiencia sobre todo, prendarse de una mujer de éstas y exponerse a perder la casa, la clientela, acarreándose por añadidura merecidísima silba de dueñas, encargadas y pupilas?... No daba paso a formular su propuesta; no hallaba palabras adecuadas; su discurso resultábale, de antemano, o demasiado casto o demasiado libre; y eso que se preciaba de conocedor en el ramo fácil de suyo-, de conquistar fortalezas que, al igual de Santa, pidiendo están que las conquisten. Una tarde, hasta llegó a guardarse veinte pesos para ofrecerlos a la chica y alcanzar con paga tan fuera de lo común, lo que indudablemente valía menos para los otros, los que no espantaban por su fealdad; él daría más, a modo de compensación, con objeto de que las repugnancias que despertara se atenuasen con el desprendimiento. Hízose guiar de Jenaro, asombrado de la excursión a hora inusitada.
- ¿De veras vamos a la casa de doña Elvira...?
- ¿Qué te asombra? Tengo que arreglar un negocio importantísimo.
Mas al encontrarse frente a la puerta; al preguntar Jenaro si llamaba, Hipólito titubeó, reflexionando, y de oír ruido de pasos en el interior, viró a toda vela, a rastras obligó a su lazarillo a caminar para atrás unas cuantas varas.
- No, no, ahora no conviene; llévame a sentar a la banca de afuera, para que supongan los que nos vean que estamos aguardando los trenes... aprisa, ¡bruto!, que si abren, nos pescan... Mira si hay gente en los balcones... ¿No...? Mejor, hombre, mejor...
Sentados ya, de espaldas a la casa y medio encubiertos por los troncos y ramas del jardín, respiró Hipólito desahogadamente, encendió un cigarro, y por la millonésima vez, de poco tiempo acá, sujetó a Jenaro a un interrogatorio que formulaba a diario, pensando las respuestas del granuja, llenas de donaire y no exentas de colorido picaresco.
- Jenarillo, hijo, vas a explicarme cómo es Santita, ¿eh...?
- ¿Otra vez, don Hipólito? -exclamó Jenaro, que a la sazón, con uno de sus pies descalzos dibujaba en la arena letras y signos-. Pues Santita es preciosa, don Hipólito -principió el tuno sin prestar gran atención, por lo pronto, al retrato hablado-. Imagínese usté una mujer como dos dedos o cuatro... no, como dos dedos más grande que usté y maciza... ¿cómo le diría yo a usted...?, maciza como una estuatua de ésas del Zócalo, que no lastimara al apretarla uno...
- ¿La has apretado tú acaso, sinvergüenza?
- ¡Adiós! ¡Apretarla, apretarla, claro que no!, pero pa'las veces que esperándolo yo a usté en el patio y saliendo ella con otro señor, me ha apachurrado contra la pared, aldrede, sabiendo que soy yo y riéndose de mi sofocación... Ya usté sabe que conmigo es muY retebuena, siempre me guarda un taco de comida, Y los sábados me afloja mi pesetilla...; dice que es pa'que me bañe, porque siempre ando muy sucio, ¡usté verá...!, que me merque unas ropitas y andaré más limpio que un jabón de la Puebla... Y en el Tívoli, ¿qué tal? ¿No me manda dar pasteles o de esas rebanadas de pan con carne, que les dicen...?
- ¿A mí qué me importa todo lo que me charlas como una cotorra? Te digo que me cuentes cómo es, pero bien contado, empezando por su pelo y acabando por sus pies... anda, Jenarillo, anda, íbamos en que es muy maciza y muy alta, sigue... Considera que tú la ves noche a noche y que yo no he podido verla nunca..., píntamela de palabra, facción por facción, hablándome despacio, hasta que yo comprenda y me la figure, como si le hablaras a una criatura... ¡qué digo criatura, si casi todas las criaturas ven...!, como hay que hablarle a un ciego. ¿Cuántas cosas no me has enseñado a conocer...? Pues así hombre, así... no me salgas con que esto lo tiene de este color y aquello de este otro, porque yo no entiendo de colores... o mira, píntala a tu modo, nada le hace, y yo la entenderé al mío... anda... ¿conque el pelo...?
- Pues el pelo... -comenzó Jenaro, serio, ya, buscando imágenes en su paupérrimo léxico callejero que despertaran en su amo una comprensividad especial-, su pelo es del color de lo que usté que no ve nada ha de ver con sus ojos, quiero decir, negro, negrísimo, del color que yo veo si me aprieto los míos... sí... sí... así es (insistiendo después de apretar sus ojos con los dedos). Cuando lo tray suelto los días de baño, que me parece a mí que son todos los de la semana, lo menos le da más abajo de la cintura... seguro, como una cuarta más abajo, y es tanto, don Hipólito, que le cubre los dos pulmones, se le viene pa'delante y tiene que estar echándoselo pa'trás con sus dos manos... pero el maldito no se deja, le tapa las orejas, se le amontona en los hombros, le hace cosquillas en el pescuezo... el aire se lo vuela hasta los ojos y los labios, o se lo enmaraña, y ella se amohina sacude la cabeza... entonces ¡válgame Dios, patrón!, le cay a modo de manto, de ésos que las rotas ricas llevan al tiatro ésos de puritita seda que con la luz eleitrica relumbran como si fueran charcos de tintas y que ellas recogen con los guantes, al apiarse de sus coches, pa'que ni el aire de la calle se los maltrate...
- ¿Así es su pelo...? -prorrumpió Hipólito, meditabundo-. ¿Y su cara, cómo es su cara? A que no sabes decírmela...
- ¿Que no sé? ¡No digo! Vea usted, patrón, su cara... pues su cara es muy linda cuando está seria; se parece, al pronto, a la de las vírgenes y santas de las iglesias... espérese usted, don Hipólito, espérese usted, que usted no sabe cómo son... cuando está seria... ¡qué jijo, no le hallo el modo...! cuando está seria... pues cuando está seria, ¡caracho!, calcúlese usted que en lugar de pellejo se le hicieron de duraznos, pero de duraznos melocotones, los que tienen en su cáscara que huele a bueno, una pelusita finita, finita, que de tentarla nomás se le hace a uno agua la boca por comérselos... ¿A que ora sí me entendió usted...? Ora, cuando se ríe, se le hacen hoyos en los cachetes y en la barba, como del vuelo de una lenteja cruda; y de los ojos, yo creo que le sale luz igualita a la del sol... bueno, no tanto ni tan fuerte, ¡qué tonto soy!, parecida a la del sol, eso sí, muy parecida, porque lo alegra todo y todo lo anima, hasta a mí que soy chico y destrozado y que nunca entro en la sala... me llega la luz a mi rincón y en mi rincón me alegra, y hasta los chiflones que se cuelan por el zaguán, el sereno que de las nubes baja al patio y que me hace temblar de frío noche a noche, me hacen los mandados si ella mira pa'donde estoy, los venzo con el puro pedacito de su mirada que me toca a mí y que guardo harto rato, cerrando mis ojos pa'que se me vaya hondo... me acurruco entonces, clavo la cabeza en mis rodillas y me duermo muy a gusto, hasta que usted, cuando acaba en el piano, va a despertarme con su bastón...
- ¿Así son sus ojos...? -de nuevo preguntó Hipólito, más meditabundo todavía-, si son así, mirando con indiferencia, ¿qué serán cuando miren con cariño, Jenaro...?
- ¡Ujule, patrón, sépalo Dios! ¡Santita tiene ojos de venada, negros también y como almendras, pero, si los viera usted...!
- Volvería a cegar -declaró Hipólito, profético.
- ¿Tanto la quiere usted, patrón? -inquirió Jenaro, atreviéndose por la primera vez a deslindar situaciones, por más que con sus malicias de granuja abandonado, con sus picardías de niño que no ha tenido infancia, de azotacalles, sin padres ni pudores, ha tiempo que la pasión del ciego érale conocidísima.
Dobló Hipólito su cabeza, sobre el pecho, y por toda respuesta a la concreta pregunta de su lazarillo, encogióse de hombros por no poder medir la intensidad de su amor, cual se encogería de hombros el marinero a quien pidiesen el número de todas las olas o el astrónomo a quien pidiesen el de todas las estrellas. Y abrió sus brazos, desmesuradamente.
En éstas, el silbato de vapor de la tintorería francesa lanzó a los aires, en recta columna de humo blanco, su pitazo angustioSO y agudísimo; y los operarios de éste y de los demás talleres de la calle trabajadora durante el día, recogiéndose las blusas azulosas y mugrientas, encendiendo el cigarrillo con sus manos percudidas, empezaron a salir y a obstruir la acera mientras se despedían con palabrotas, los serios, y los viciosos, de bracero, enderezaban sus pasos ya no a Los Reyes Magos, cerrados hacía una hora, sino a las vinaterías y cantinas baratas, a los figones; los serios, a sus distantes hogares humildes; serios y viciosos, lentos, fatigados, fatigados del día, de la semana y del mes, fatigados de los años y fatigados de su vida.
Ni a Jenaro ni a Hipólito, en su ociosidad y pena, les importaba nada el desfile de obreros cansados ni el éxodo de la tarde, más cansada aún, que desmayada y cárdena se debatía por tramontar los cerros y colinas en el poniente del Valle. ¡No se habían fijado cuando a las cinco en punto la escuela municipal abrió sus presas e inundó la calle de chiquillos...!
- Háblame de su cuerpo, Jenaro -murmuró Hipólito sin alzar su rostro, al cabo del prolongado silencio de ambos-, ¿cómo es...?
Aproximóse Jenaro a Hipólito, porque algunas parejas de obreros y criadas quizá -en la penumbra distinguía el muchacho cestas y pantalones de tela azul- iban sentándose en el mismo banco, muy juntos, proponiendo el hombre cosas interesantes, según de sus ademanes se colegía, y la mujer reacia diciendo no, no, por sola contestación verbal, en tanto que aquietaba las curiosas manos del galán con reconvenciones monosilábicas y fingidos alejamientos. Bajó la voz Jenaro, a reserva de elevarla a cada dos o tres minutos, en que las corridas de tranvías repletos e iluminados, de la Plaza de Armas salidos, pasaban rozando casi los bordes de la acera del jardín.
- Su cuerpo sí que no lo conozco pa'decirle a su mercé cómo es... Cuando se viste de catrina y que se va por ai, al tiatro o a cenar con los rotos esos del Clú, la veo más alta ¡palabra!, como si creciera un jeme de los míos... ¡tiente usté! (acercándole su mano abierta), la cintura se le achica y el seno se le levanta ¡ah! las caderas le engordan y se le ven llenotas, pero nada más; el abrigo y el vestido la cobijan mucho... Cuando hay que verla es cuando no sale y se queda con ese ampón que le dicen bata... entonces se señala toditita... sentada, se le ven los pies chicos, chicos... también como los míos (tentándoselos para rectificar)... y las piernas, que cruza y campanea, son muy bonitas, patrón, delgadas al comenzar, no crea usté, y luego, yendo pa'arriba, gordas haciéndole una onda onde todos tenemos la carne, atrás... siempre lleva medias negras muy estiradas y que le relucen, sin una arruga... Hasta ai le he visto. Ora, ¿quiere usté que le siga diciendo lo que se le señala más y lo que más le estrujan sus marchantes cuando la jalonean y se la sientan en las piernas, allá en la sala...? ¿No se enoja usté...?
Hipólito, a punto de declarar que sí le enojaría, y mucho, el que Jenaro continuase detallando a Santa con esa mezcla de candor de niño y pillería de granuja, a causa del morboso afán que el excesivo querer consigo trae de sufrir de cualquier modo por la persona amada, sufrir de palabra, de obra y de pensamiento, aunque ella no lo sepa nunca o nosotros sepamos que no ha de valorarlo al saberlo, Hipólito dijo que no, sólo con su índice, pero lo autorizó a ello levantando la cara, fijando sus horribles ojos blanquizcos, sus ojos sin iris, en la despierta fisonomía del lazarillo.
- ¡Pues es su seno, patrón! -deletreó Jenaro, bajando su voz todavía más, cual si solamente en tan apagado tono deban mencionarse las partes ocultas de nuestros cuerpos-, es su seno que le abulta lo mismo que si tuviera un par de palomas echadas y tratando con sus piquitos de agujerar el género del vestido de su dueña, pa'salir volando... allí están, en su pecho, y nunca se le vuelan, se le quedan en él, asustadas, según veo yo que tiemblan cada vez que las manos de los hombres como que las lastimaran de tanto hacerles cariños...
- ¡Ya! -rugió Hipólito enderezándose-, ya no me digas más, porque te pego... ¡Ya veo a Santita, ya la vi, y bendigo a Dios porque soy ciego y no he de verla como la miras tú!
A partir de esa noche, no volvió el músico a pedirle a Jenaro amplificaciones o retoques en el retrato de Santa, en cambio, tampoco volvió a reír cual solía, faunescamente, al escuchar cuando tocaba sus danzas en casa de Elvira, cómo los parroquianos, excitados, palpaban los encantos de las mujerzuelas. Ahora permanecía inmóvil, pegado a su piano y pensando en sus amores maldecidos. Hubo vez en que casi le grita a Santa ¡cuidado!, pues la adivinó en inminente riesgo de caer en los brazos de El Jarameño, que día a día captábase las voluntades de la moza. Asimismo intentó, por remediar un mal máximo con uno bastante menor y supuesto que el corazón de Santa nO vibraba del lado de Rubio, fomentar la slmpatIa por este inspirada:
- Santita -decíale las ocasiones, rarísimas ya, en que érale dable charlar con ella en el relativo apartamiento que antaño le hiciera dichoso y cobrar esperanzas locas-, Santita, ¿en qué ha parado su proyecto de comprometerse con aquel señor Rubio? ¿Se acuerda usted? Se me figura a mí que él no quita el dedo del renglón, ¿o sí...? Piénselo usted, Santita, piense usted en que es un caballero y en si le afirma que la quiere, por algo ha de afirmárselo... -y se azoraba de que Santa, con sus naturales perspicacias, no reparara en el dolor inmenso que a él representábale encomiar a un rival de segundo término, de preferencia al torero triunfante, y, por ello, el más odiado. Los otros, Rubio inclusive y por el momento al menos, no le inspiraban celos extraordinarios, a pesar de la continuada posesión que disfrutaban de ella. Eran distintos, provocábanle un malestar meramente físico, mientras los calculaba adueñados de su dama; escozor en la epidermis; amargores en la boca y arrebatos en el humor, pero El Jarameño le provocaba fenómenos mucho más intensos e interiores, hasta crispaturas en el mismísimo corazón, que le entrecortaban el respiro y le inventaban a la mente ideas criminales, de crímenes imprecisos o incomprensibles.
Vaya, la propia Gaditana, apasionada igualmente de Santa por efecto no de una perversión, sino de una perversidad sexual, luengos años cultivada, poníanlo en menos atrenzos que el diestro: primero, porque Santa abominaba de la práctica maldita y era remotísimo que al fin en ella diera; y segundo, porque aun en ella dando, a Hipólito no le producía la tal celos propiamente dichos, producíale más bien indulgencia y risa, con su poquito de seguridad de que Santa, entonces, aborrecería los hombres y sería fácilmente curable, como se cura a los rapaces que comen tierra u otras porquerías sólo amenazándolos con un dedo.
Esta pasión de la Gaditana hacia Santa, no era un misterio para ninguna de las de la casa, y si Hipólito se hallaba interiorizado debíase a que las muchachas y Pepa y Elvira, reputábanlo por de la familia, y a que Santa le despepitó la ocurrencia desde que ella apuntó:
- ¡Hipo!, ya no aguanto a la Gaditana. Figúrese usted que está empeñada en que yo la quiera más que a cualquier hombre, ¿se habrá vuelto loca...? Toda la mañana se la pasó en mi cuarto sin dejarme levantar, arrodillada junto a mi cama y besándome todo mi cuerpo con unos besos rabiosos, como jamás he sentido, ¡y usted calculará si me han besado...! Hasta lloró contándome que se tenía por desgraciadísima que sufría por un montón de cosas, que ya no creía en los hombres ni podía quererlos, porque son unos tales y unos cuales, que todo le daba asco, y que si yo la rechazaba haría una barbaridad gorda... Supuse yo que se habría emborrachado anoche y por eso Se manifestaba tan rara... ya ve usted lo mal que amanece uno al día siguiente de una borrachera. Y se lo dije, le dije: Anda y acuéstate, mujer, para que se te pase la cruda y te vengan otros pensamientos, no seas tonta... Pero me juró que no había bebido ni gota, y volvió a las andadas de que sufría mucho y de que la perseguía la desgracia, sin dejar de besarme, diciéndome flores entre los suspiros y las quejas: Qué bonita eres, hija, pero qué bonita, ¡rediez...! Hasta que me fastidió y se lo dije claro: Pues mira, Gaditana, me alegro por la noticia y márchate a tu cuarto, que me voy a levantar... ¡Nunca se lo hubiese dicho, Hipo, si viera usted cómo se puso...! Se arrastraba en la alfombra, se mesó el cabello, pataleó como si le diera un ataque, y por último me rogó que le permitiera quedarse allí...: ¡Te prometo -me decía sollozando- que no te molestaré más, que ni te hablaré, si te molesta que te hable, con tal de que me consientas permanecer aquí mientras te lavas y te vistes... si quieres, te ayudaré a vestirte, como si fuera yo tu camarera, y si no quieres, no te ocuparé ni una silla... mira, aquí me siento, levántate...!. Y arrastrándose siempre, fue y se arrinconó entre el canapé y el guardarropa de luna... ¿Lo cree usted, Hipo? ¿Verdad que parece cuento...? Después...
Después, unos clientes interrumpieron la narración exigiendo buena acogida de la muchacha y buena música del pianista, quien no apencó con que le incompletaran aquélla y en cuanto tornó a hallarse a solas con Santa pidió la continuación para conocer el caso a fondo, no obstante que perfectamente sabía el significado de los arranques de la Gaditana. Era el vicio antiguo, el vicio ancestral y teratológico que de preferencia crece en el prostíbulo, cual en sementera propicia en la que sólo flores tales saben germinar y aun adquirir exuberante lozanía enfermiza de loto del Nilo; era el vicio contra la naturaleza; el vicio anatematizado e incurable, precisamente porque es vicio, el que ardía en las venas de la Gaditana impeliéndola con voluptuosa fuerza a Santa, que lo ignoraba todavía, que quizá no lo practicaría nunca, contentándose, si acaso, con probarlo, escupir y enjuagarse, según escupimos y nos enjuagamos cuando por curiosidad inexplicable y poderosa probamos un manjar que nos repugna.
- ¿Después...? Nada, que la Gaditana se acostó en mi lugar y se tapó con mis sábanas a pesar de hallarse vestida; y que, conforme yo arrojaba al suelo mis ropas, para mudarme de limpio, ella se agachaba a recogerlas y las besó, Hipo, las besó como si fueran las de un amante o como si fueran reliquias... ¿Qué será esO, Hipo, usted lo sabe? ¿Lo sabrá Pepa...? ¡Yo no sé qué pensar...! ¿Le pego por sucia o le aviso a Elvira para que la cure? ¡A ver, decida usted!
- Santita -exclamó Hipólito sonriendo y tocando con su mano izquierda algunas notas del piano-, ¿es posible que no sepa usted qué busca la Gaditana? ¿Ninguna de las muchachas, ni Pepa ni Elvira, le han hablado a usted de eso...? Yo creía que usted lo sabía ya y que se prestaba, estoy seguro de que las muchachas creen otro tanto, ¿sabe usted desde cuándo? Desde que la Gaditana se convirtió en su profesora de danzones y a nadie toleraba que la enseñara a usted a bailar... ¿no le llamó a usted la atención entonces? ¿No sospechó usted algo?
- ¡Pero qué es lo que había de sospechar, hombre de Dios, si ahora mismo no sé de lo que se trata...! No se ría usted, Hipo, que usted sí sabe que ésta es la hora en que no acostumbro a decir mentiras, ¿qué es?
- ¡Pues eso, Santita, es amor, aunque no lo parezca...! ¡Sí, amor es, no se aturulle usted ni se figure que es a mí ahora a quien le falta un tornillo... Es amor contrahecho, deforme, indecente, todo lo que usted quiera, pero amor al fin! ¡La Gaditana se ha prendado de usted...! No todos los amores ni todas las criaturas nacen lo mismo... véame usted a mí, despacio, si es que no lo ha hecho antes, y verá que de puro feo espanto, y ¡caramba, Santita!, mi palabra de honor que yo no tengo la culpa y que si llegan a tomar a tiempo mi parecer, habría salido un primor, o siguiera feo común y corriente, pero con ojos que vieran sin esta ojtal... ojtal... ojtalmía purulenta, que, me lo aseguró un médico, es la responsable de que yo ande a oscuras. Vea usted a los nenes que nacen con veinte mil dedos o con las patas torcidas o con las cabezas rellenas de agua ¿atroces, eh...? Lo propio acontece con los amores: unos nacen sanotes y derechos, para con el juez y con el cura; otros medio tuertos, acarrean llantos, desdichas y engaños... el de usted con el militar, Santita, sin ir muy lejos... y otros son los monstruos, como éste de la Gaditana, por ejemplo.
- ¿Amor, Hipo, se llama amor...?
- Sí, Santita, así le dicen los inteligentes... pregúnteselo usted a ese borrachín que nos visita y que hace versos; amor de nombre, y de apelativo... el de una señora que se tiró al mar hace muchos años, como cinco mil...
- ¿Es decir, que a mí me ama una mujer...? ¡Puah! ¡Hipo, me da basca, y donde insista la tal Gaditana le daré a probar mis manos y le quitaré la hambre que tiene, con una tunda, de probar a lo que sabe mi cuerpo...! Que me quieran los hombres norabuena, pero...
- ¡No, los hombres no, Santita -la interrumpió Hipólito abandonando súbitamente el tono zumbón de la plática-, los hombres no...! Conque la quiera a usted un hombre, uno nada más, pero hondo, hasta los huesos, hasta después de la muerte, un hombre que no le eche a usted en cara lo que es usted, y por usted viva; un hombre que la adore y que la abrace y la defienda y la sostenga; que se enorgullezca de que usted le paga con un poquito de cariño, un poquito, una miseria, su idolatría tan grande; que la ponga por encima de las estrellas y se la incruste en el alma, le vele el sueño, le adivine el pensamiento, y así le diesen más años que a Matusalén, pocos se le hicieran para seguir queriéndola, ¡ay, Santita!, entonces sí que conocería usted la gloria en vida y no volvería a saber para qué sirven las lágrimas ni lo que son las penas, las tristezas, las vergüenzas y los arrepentimientos...
- Hipo -dijo Santa enseriada también-, ya hay un hombre que me ofrece cosa parecida.
- ¡Ese -le observó Hipólito- no lo cumplirá, no y no! Es demasiado dichoso, lo mima la suerte, y de lo que usted ha menester es de un desgraciado, de uno que solamente conozca el reverso de la medalla, ¿me entiende usted?, y que al ser aceptado por usted, se considere favorecido y no favorecedor... Ya que usted reconoce que por desgracia suya está muy abajo, no intente usted asirse de la primera mano que le tiendan de arriba y que puede cansarse o soltarla a usted, a lo mejor... Usted inclínese, busque por entre sus pies, y con lo que tropiece, confórmese..., levántelo usted, Santita... levántelo y vayanse a cualquier parte, cerca o lejos, es igual, lo indispensable es que la quieran a usted mucho por fuera y por dentro, y no que uno se la lleve por capricho, otro por vanidad, otro porque usted le gusta como hembra de placer, y nadie por usted entera, limpia o con manchas, como es usted...
- ¿Y dónde he de hallar a ese hombre, Hipo? -demandó Santa impresionada a su pesar y sabiendo previamente lo que le contestarían.
- ¿Dónde, Santita...? -repitió Hipólito sofocado, poniendo sus dos manos en el teclado, mas sin hacer sonar una sola nota-, pues vea usted, se lo voy a decir aunque se ría, que no se reirá, no, ¿por qué había de reírse...?, y se lo voy a decir porque sé que usted quiere ya a otro, a ése de que hablábamos, y con él se irá..., ¡lo veo, lo veo con estos ojos que no ven nada...!, se lo voy a decir, porque es preciso que usted lo sepa y porque ya me ahogo con mi secreto... ¡Santita!, arrimese usted, que no nos oigan... ¡Santlta, ese hombre soy yo..., yo que valgo menos que un gusano, que como gusano horrorizo y que como gusano he de ir siguiéndola y siguiéndola por dondequiera y con quienquiera que usted vaya... Yo Santita, sólo yo, el único que encontrará usted siempre dispuesto a...
- ¡Jinojo! ¡Hipo, toca el piano y déjate de marear a Santa! -gritó la Gaditana, furiosa de lo que el coloquio se prolongaba.
Y el músico tocó excepcionalmente inspirado; y Santa, sin chistar, sentóse en el más obscuro rincón de la sala estiradas sus piernas, la cabeza en el respaldo de la silla, colgantes los brazos, la mirada en el techo y su mente pensando, pensando, pensando...
Con dos parroquianos cualesquiera que por la puerta asomaron, despabiláronse las chicas, calló Hipólito y se incorporó Santa. Los parroquianos eran de cerveza, y bien servida, sin exagerar la espuma en los vasos ni escamotear las botellas antes de concienzuda ordeña; dos individuos que iban a lo que iban y que defendían sus dineros:
- ¡Toman las cervezas con buenos modos o ni cerveza damos! -pregonaron a la mitad de la estancia.
Pepa inició el asalto a la bandeja, se armó de vaso haciendo guiños a sus pupilas. Todas, menos Santa, bebieron; los dos ciudadanos eligieron dos mujeres y, luego de liquidar la Pilsner, subieron a los dormitorios.
Hipólito llevaba rato de haberse vuelto de cara a la reunión, girando en su asiento de bejuco. Y su fealdad, su rostro comido de viruela, con sus horribles ojos blanquizcos de estatua de bronce sin pátina -que resistían impávidos y muy abiertos la luz de los quinqués de la araña del centro-, destacábase del fondo negro del piano, cual se destacan de las pinturas de los biombos y de los esmaltes de las lacas los rostros espantosos de los bonzos japoneses. Púsose Santa a contemplar su fealdad, detenidamente.
De improviso, Eufrasia, la criada, que raras ocasiones aventurábase hasta el salón, entró colérica, dirigiéndose a Pepa:
- Doña Pepa, ahí están los agentes y dicen que vienen de orden superior; ya me canso de repetirles que no son éstas las horas de presentarse, que las muchachas están ocupadas, que vuelvan mañana... ¡No se separan de la puerta!
- ¡Déjalos que entren, borrica! -le indicó Pepa con el aplomo de quien sabe sus negocios en perfecto arreglo y sabe, además, que dádivas quebrantan peñas, sobre todo peñas así deleznables y fáciles.
Son los agentes de Sanidad el último peldaño de la pringosa escala administrativa. Estriban sus atribuciones en vigilar qUe las sacerdotisas de la prostitución reglamentada municipalmente, cumplan con una porción de capítulos, dizque encaminados a salvaguardar la salud de los masculinos de la comuna. Y como a la vez disfrutan de cierto carácter de policías, es de admirar, en lo general, el sinnúmero de arbitrariedades que ejecutan, los abusos y hasta las infamias que suelen cometer a sabiendas, arreando a la prevención con señoritas honestas, pero desvalidas y mal trajeadas que resultan inocentes del horrendo cargo de prostitutas y a quienes se despide con un: Usted dispense, que vale oro. En cambio, cuando las profesionales les untan la mano -que al fin y a la postre esta vida es transitoria, inestables los bienes terrenos y hay que acaparar éstos para conllevar aquélla-, pasan inadvertidas las infracciones mayores; salvo el caso en que un alarde de incorruptibilidad les prometa, a la larga, beneficios más pingües. De todos modos, es su aparecimiento causa de inquietudes serias; por lo cual, a la par que Pepa de bonísimo talento se adelantó a recibirlos, Santa palidecía, de recordar que su libreta no estaba al corriente. Fue veloz a consultar con Hipólito que, no obstante haber acabado de compararse a un gusano -y de creerlo para su fuero interno-, de sólo oír el anuncio de esos sujetos, torció el gesto y se puso en pie, dignamente, junto a su piano, en cuya tapa superior apoyó un codo, de espaldas a la entrada por donde escuchábanse las voces de los tales y de Pepa.
- ¿Vendrán por mí, Hipo? Hace dos semanas que no paso registro...
- ¿Por usted, Santita...?
Y se echó a reír moviendo la cabeza negativamente y haciendo que no, que no, en el aire, con su mano libre, cual si con ella ahuyentase los temores de Santa. No le cabía en el juicio que los abrigara, de ahí su risa frente a la aprensión de Santa, mimada, relacionada y perseguida por todo el México que significa y que supone.
Las demás mujeres, sus libretas en orden, tendían distraídamente la oreja al dilatado parlamentar de Pepa, que comenzaba a incomodarse; desde la sala veíase que accionaba mucho, que ofrecía algo. Oyéronse fragmentos del asunto:
- Pero, Saucedo, qué pesadez... esto lo arreglo yo mañana...
- ¡Eufrasia! -gritó luego-, ¡ve a traer un coche y dile a Elvira que baje...! ¡Santa, ponte el mantón!
Aquello fue un derrumbamiento, Hipólito empalideció más aún que la misma interesada; las compañeras de Santa se arremolinaron en la puerta para cerciorarse de que fuese verdad que se llevaban a la joya de la casa; a la Gaditana hubo que sujetarla, porque en furia convertida, vomitaba sapos y culebras contra los impasibles agentes, que no desamparaban el zaguán. Jenaro, atónito, refugióse debajo de la escalera y de allí arriesgaba la mitad de su inteligente cara picaresca.
- ¡Canallas! -masculló Hipólito, sintiendo a Santa a su lado-, prométales usted más dinero, Santita, ¿qué ha de hacer usted?
Todo en balde. Los agentes, muy crecidos dentro del odioso ejercicio de sus funciones, no cejaban un ápice; ni por cien pesos habrían abandonado su presa, por orgullosa codiciable, y a su entera merced en lo futuro, después de este susto mayúsculo.
- Fíjense ustedes -les explicaba Hipólito aparte y con solemne entonación-, esta mujer disfruta de unas amistades tan empingorotadas que hasta los empleos de ustedes peligran..., háganse los tontos y en su salud lo hallarán, yo sé lo que les vendo.
Y meneaba sus cejas, cerraba sus párpados para ganárselos, como si mirara.
Impuesta Elvira de la novedad, no le dio importancia, auguró un pronto y favorable arreglo:
- Id a la comisaría Pepa, y nada temáis, son humoradas de este Saucedo...
Mozas y filarmónico contagiáronse de la confianza del ama. Indudablemente había error y Santa y Pepa regresarían en breve y la casa toda reiría de su alarma.
Por exceso de precaución, Hipólito mandó a Jenaro a la comisaría:
- ¡A ver cómo te las compones para espiar, y si notas síntomas graves, volando a avisarme...!
Con Elvira a la cabeza, el funcionamiento regular del negocio siguió su marcha. Volvieron a sonar el piano y las risas de las chicas; volvieron a oírse los taponazos de las botellas descorchadas y las exigencias de los clientes; volvieron los intermitentes eclipses de las educandas que eran escogidas por los apresurados, y el continuo caer de monedas y billetes en la holgada limosnera de cuero que ahora pendía de las muñecas de Elvira, quien por su afán de lucro, prefería descender de su pedestal de señora y dueña, antes que perder un peso si la interina regencia del establecimiento daba en manos inexpertas o descuidadas. Unicamente el sombrero de Hipólito no volvió a circular ni a producir dinero a su propietario; solamente Santa no volvía, a pesar de lo mucho que la deseaban dos o tres prójimos arrellanados en los sillones y costeando cervezas a las otras para matar el tedio de la espera. Elvira engañaba a estos últimos, por separado:
- Santa tardará, se halla en su cuarto con un señorón, no te creas... ¿Por qué no vas con la Mengana? ¿No te gusta...?
Sí, sí, todas eran bonitas, jóvenes, preciosas, pero todos querían a Santa; todos optaban, en su deseo insaciado, esperar mansamente, sentados en la sala grande, en la sala pequeña; gastando sus caudales respectivos; saludándose y aun conversando entre sí los que de antemano se conocían; los que mutuamente se ignoraban; trabando relaciones efímeras, cuestión de hablar con alguien, de beber acompañados; amistades que duran lo que tarda uno en vaciar una copa, minutos, al cabo de los cuales, para siempre desaparecen el líquido y el interlocutor. Las muchachas explotaban la espera; hacían gala de sus atractivos escogiendo con admirable instinto a los más fogosos, que al fin decidíanse por el cambio y se marchaban resignados con la que les quedaba a tiro, empujados por Elvira y por sus propios apetitos bestiales, empujados por el piano que no cesaba en sus armonías obscenas, empujados por la casa entera que respiraba inmunda lujuria fácil.
- ¡Bah!, nos sale lo mismo, Santa será otra vez -persistieron los menos, uno o dos que ya se tenían ofrecido estar con Santa y nada más que con Santa:
- ¡Elvira, unas cervezas, y a estas niñas lo que apetezcan...!
Santa, como todo anhelo, como todo lo que se desea y como todo lo que se espera. Santa nunca volvía.
De veras principiaba a alarmar a Hipólito y a Elvira la tardanza inexplicable. ¿Qué haría Santa?, ¿habríanse atrevido en la inspección a detenerla? E Hipólito no quiso seguir tocando, so pretexto de cansancio; después, tocaría después, en cuanto fumase su cigarrillo. Y Elvira echaba viajes, de la sala a la puerta de la calle y de la puerta de la calle a la sala, hasta que avistó a Jenaro, a escape, con su sombrero de palma entre las manos para correr más ligero.
- Le gané al coche, ¡caracho! -dijo jadeante-. Ahí viene ya doña Pepa, sola; la niña Santa, presa, se la llevan al hospital... -y se enjugó el sudor del rostro con la manga de su camisa que, rota, colgábale a manera de deshilachada estola.
En un instante, Elvira inventó una historia para despedir a loS obstinados que aguardaban a Santa y salvar con el crédito de la pupila, el de la casa. Santa habíase salido a cenar sin aviso:
- Con esos del Clu que no la dejan ni a sol ni a sombra, es mucho cuento... Conque, volver mañana, tempranito...
Hipólito requirió su sombrero y su cipión, y sin atender razones, salió en medio del pánico que la noticia tenía producido:
- ¡Condúceme a la comisaría, Jenaro, vivo!
En la puerta lo detuvieron Pepa y El Jarameño que venían juntos por acaso. Llegaba El Jarameño a su visita diaria, a punto que Pepa se apeaba del carruaje; saludáronse en la acera, y en el trayecto, costeando el jardinillo, narróle Pepa el suceso, al que el diestro no le encontró, de pronto, la trascendencia; ¿de qué se alarmaban...? Mas no bien Pepa se lo detalló con sombríos colores, cargando la mano, era la cárcel, el hospital, el encierro y el sufrimiento, cuando el torero comprendió, y como quien se desnuda de un disfraz que ya carece de objeto, puso de manifiesto su amor hacia Santa:
- Yo no entiendo de estos infundios de justicia ni me agrada meterme con la autoridad, ¡me caso con la Biblia!, pero como haya alguien que me lleve donde Santa esté, la saco porque la saco, ¡recorcho!, no digo yo...
Elvira y Pepa, sin recordar lo que en la casa se sonaba respecto de la pasión del músico -pasión reputada de inofensiva y pasajera, de embeleso de viejo prostituido-, lo designaron con un simultáneo gesto expresivo.
- Aquí está Hipo, Jarameño, que sabe hasta dónde penan las ánimas... ¡Hipo, anda, lleva al Jarameño...!
¡Ah, el movimiento repulsivo de Hipólito, la crispatura de todo su ser, por dentro, al oír la inhumana orden! ¿Él, él había de llevar al rival detestado, execrado, aborrecido? ¿El había de servir de instrumento para que el torero se adueñara de Santa...? ¡De Santa...! Y materialmente retrocedió, unos pasos, cual si perdiese el equilibrio; rechazó con las manos tendidas peligros invisibles para los que veían, pero que él, ciego, veía y ahuyentaba con ese ademán de conjuro. Los otros aguardaban ansiosos.
Fue una lucha brevísima, de segundos, que a él le resultaron interminables, como siglos. Y su misma pasión que con sólo nutrirla, aun a trueco de sufrimientos inconfesados, le difundía por venas y arterias un remedo de dicha, lo decidió, haciéndole pedazos un mundo de entrañas que no se sospechaban tan sensibles, y que ahora, en los instantes solemnes de su idolátricQ renunciamiento, se le quejaban, cada cual en sus dominios: en la boca, hiel; en las piernas, temblores; en los riñones, dolor de verdad, y en el corazón, lo que es en el corazón, una tormenta desencadenada: latíale enloquecido, con punzadas que le obligaban a llevarse las manos al sitio adolorido, disimulado, fingiendo que buscaba algo en el pequeño bolsillo alto de su chaleco...
En un supremo arranque amoroso, prefiriendo padecer él todo antes que ella padeciese nada, murmuró tétricamente:
- Vamos, lo llevaré yo en el coche; que Jenaro se suba al pescante para que me encamine después...
Ni él ni El Jarameño hablaron palabra dentro del vehículo que los conducía lado a lado. Se codeaban a causa de los tumbos y se alejaban a causa de la voluntad, pues quizá el torero presentía en su acompañante intenciones sobre Santa y por eso manifestábasele antipático y hostil; quizá le había descubierto su pasión, en nada, en ese no sé qué magnético que nos fuerza a adivinar en un teatro, en un baile, en un café, en un paseo, que un individuo, uno entre mil, ama y desea ardientísimamente a la mujer que nosotros amamos y que nosotros solos poseemos. Y se establece una momentánea corriente de odio homicida; rétanse las miradas, empalidecen las fisonomías; un minuto más y aquello estallaría, mataría, aniquilaría... Es el odio por el amor, el odio incurable y eterno, ¡es el odio antiguo!
Como Hipólito era ciego, y como aunque no lo hubiera sido no habrían podido verse dentro del simón en el que apenas les salpicaban de luz lunar los grandes focos voltaicos suspendidos a la mitad de las calles largas y apostados en todas las esquinas -luz que caía por los huecos de las portezuelas lo mismo que en los empedrados cae de repente el agua grasienta que del interior de alguna accesoria arrojan anónimos brazos desnudos, y que luego de salpicar limitado radio se apaga y enmudece-, como no era posible que se miraran, sus cuerpos se huían, por sí mismos, experimentando mutua repugnancia física.
No estaba el inspector, aquella noche tocábale la guardia al secretario de la Inspección, un sujeto pasablemente altanero y soñoliento, de edad inapreciable, barba sin afeitar, bufanda de estambres al cuello, y adherida a la frente, para librarse de los reflejos de las ampolletas eléctricas, una de esas viseras de cartón que se sujetan con alambre y que usan los relojeros, los grabadores y los enfermos de la vista. Leía un impreso.
- ¡Cabayeros, mu güenas! -exclamó El Jarameño al entrar en el despacho y pegarse a la reja de madera que aísla del público a los empleados y divide la habitación en dos porciones.
- ¡Primero quítese el sombrero, amigo, que está usted en la oficina! -le espetó en desabrido tono un escribiente que se acercó a la misma reja a averiguar qué le ocurría a ese personaje de trenza.
- Pues, verá uzté -comenzó El Jarameño descubriéndose de mal talante y remontándose la coleta con el ademán peculiar a todos los toreros cuando se retiran el calañés-, sucede que unos agentes de... del orden serán, digo yo, se han traído aquí a una muchacha más sana que un albaricoque maduro... y esto es lo que a mí me parece que no está en el orden, porque...
- ¡Hombre, El Jarameño! -exclamó el secretario reconociéndole con júbilo, por ser gran aficionado a las corridas de toros. E interrumpió su lectura, se levantó del pupitre y se aproximó a la reja.
El Jarameño, por pronta providencia y según uso y costumbre en los toreros que, al oírse llamar vuélvense sonrientes al rumbo de donde parte la voz, hasta cuando se hallan seguros, por haber marrado su suerte, de cosechar un denuesto o un pucherazo del encrespado público de los tendidos de la plaza, El Jarameño se volvió sonriendo hacia esa cara semiencubierta por las sombras de la visera.
- Pase usted, hombre, pase usted adelante -siguió diciendo el secretario que en persona abrió la reja-, y dígame qué le sucede... no le había conocido, creí que se trataba de un maleta de tantos escandalosos. Que noche a noche nos llueven... ¡Qué casualidad, eh...! ¡Yo con ganas de conocerlo a usted de cerca, y usted presentándoseme...! Pase, pase, hablaremos aquí, en la otra pieza, sin que nos estorben los que vengan... ... ¡Cedillo, déle vuelta a la luz!
Y luego que Cedillo iluminó la estancia contigua, el secretario metió en ella al Jarameño, muy inflado desde que palpó que lo conocían y lo alababan.
La habitación, mezquina; polvosa y sin alfombra; con una papelera en los medios, un almanaque exfoliador en una de las paredes enjalbegadas, y, en otra, un mapa de las demarcaciones en que la ciudad se encuentra seccionada por la policía. Encima de un sofá austriaco, un cura Hidalgo, de litografia, dentro de marco lamentable; en un rincón, una especie de armario suspendido, con el registro telefónico en su interior, cuyas brillanteces metálicas, diminutas ruedas dentadas, alambres y rótulos microscópicos: Inspección General, Bomberos, Gobierno del Distrito, dan al aparato apariencias de reloj en compostura, sus timbres niquelados, destacándose, y la bocina enhiesta simulando un gancho de percha que por olvido no se ha clavado en su lugar. Sobre la papelera, un revólver de reglamento, enorme, Colt, calibre 45 y cachas de nácar; y apoyándose en los muros, cuatro armarios cerrados negros, fúnebres. Olor a desinfectantes; olor a agrio, a vecindad de gente miserable y sucia. Rumor de voces destempladas y distantes; de pisadas firmes, en el patio; relincho incompleto de algún caballo que olfatea, y junto a una mampara entornada, ronquidos fuertes, rítmicos, de hombre cansado.
- Vaya, Jarameño, palabra que me alegro de conocerlo..., siéntese..., ¡le voy a ofrecer un tequilita, pero legítimo, de la viuda de Martínez...! ¡Para las desveladas, Jarameño, para las desveladas..., de día, por nada le pruebo a usted el licor! -explicaba el secretario sacando de debajo de la papelera unas copas empañadas, una botella y un salero-. ... sí, sí, la sal primero, en la lengua, eso es..., ¡a su salud!
Y entrambos bebieron el aguardiente de Jalisco. El Jarameño, urgido y en el fondo amedrentado de hallarse en dominios de la policía, soltó su pretensión. Iba por Santa, respondía por ella, pagaría lo que fuese, la presentaría cuando se lo exigieran, pero que no durmiera allí...
- Hágame usted la gracia, usted que puede y que es persona decente... ¡La chiquilla está delicada y le juro a usted que me la matan!
- ¿Conque Santa, eh? -repuso el secretario con los ojos encandilados-, la conozco, la conozco y le alabo el gusto, Jarameño, qué, ¿está usted metido con ella? ¡Con franqueza!
El Jarameño alzóse de hombros:
- ¿Metido...? No, no precisamente... sino que... -y se quedó atascado, sin concluir.
- ¡Mi querido matador, llegó usted tarde! Santa ya duerme en el hospital Morelos.
El diestro se levantó, blasfemando entre dientes. Marchábase a sacarla de ese hospital en seguida; ¡lo que es Santa no pasaba la noche en hospital ninguno, ni en ese hospital Morelos ni en el de la santísima peineta!
Detallándole con benevolente superioridad lo intrincado del engranaje administrativo, lo calmó el secretario; desde luego, en el hospital no le abrirían por ninguna de estas nueve cosas, y menos le tolerarían, no ya sacar a Santa, ni mirarla siquiera, era una temeridad intentarlo.
- ¡Jarameño!, parece mentira..., al tocar segunda vez, me lo pepena a usted un gendarme, o dos, o veinte, y me lo zampan en chirona... ¡No sea usted pólvora, hombre...! En cambio, y si usted me promete no divulgarlo, yo le doy una receta para que mañana saque usted a Santa, así esté más enferma que qué...
Lo interrumpió un ruido complejo, de gente que penetraba en la oficina y gente que penetraba en el patio.
En la oficina escuchábanse sollozos de mujer y llanto de niños forcejeo de gendarmes, insolencias de hombres del pueblo, ceceoS de los escribientes. En el patio, jadear de camilleros depositando una camilla en el suelo, pisadas de un caballo y el relincho incompleto del de antes, imperiosas órdenes, lamentos de quien mucho sufre, chasquidos de fósforos, apresurados andares.
- Señor secretario -dijo Cedillo entreabriendo la vidriera-, una niña con lesiones, hay bastantes consignados y un herido.
- Voy, Cedillo, voy, despierta al practicante..., ni hablar lo dejaban a uno (quejándose con El Jarameño después del mutis con Cedillo). Pues sí, va usted mañana y ofrece retirar a Santa de la prostitución, porque la hace su querida, fíjese bien, Jarameño, ¡su-que-ri-daa...!, le afloja usted la plata a un mediquillo que se comprometa a curarla, caso que esté enferma, ¡naturalmente!, y carga usted con su prenda a donde le pegue su real gana... ¿Qué tal el remedio...?
Aumentaba el tumulto de la oficina, aunque menos que el del patio, Cedillo truncó de nuevo la conferencia, sin ceremonias:
- ¡Se muere el herido, señor! No quiere declarar..., la mujer quiere que se confiese... ¿Lo interroga usted...?
- ¡Vamos a interrogarlo, ahí voy! -y volviéndose a El Jarameño, estupefacto por la receta, por lo que oía de heridos y confesión, por saberse dentro de una cárcel, ¡mecachis!, el secretario continuó:
- ¡Otro tequila, Jarameño!, que esto no daña por más que uno se propase, es una borrachera benigna, sin cruda al despertar...
- ¿Qué cruda? -inquirió el diestro, ya en pie y saboreando el ahumado dejo del tequila.
- ¡Adiós, inocente...! El malestar que proporciona cualquier borrachera y que usted ha de haber padecido a millones... ¡Ah!, antes de separarnos, dígame si es cierto que son españoles los toros que va usted a matar en su beneficio y el precio que fijarán a las localidades de sombra.
- ¡Pa uzté, gratis, gachó, yo le orsequio la suya! Los animalitos son de Veragua, pero paecen dotores de Salamanca, por er sentío, er poder y las mañas... ¿Por dónde me las guillo, cámara, que uzté está de prisa y yo también?
Abrió el secretario la puerta que daba al patio, con tan mala suerte que se toparon con la camilla en que el herido agonizaba y El Jarameno hubo de costearla, para escapar. Quieras que no, por más que perseguido de sus supersticiones de gitano tratase de apartar la vista, sobróle tiempo para presenciar el lúgubre cuádro: un bulto cobijado de sombras, en la camilla, con el estertor de los agonizantes; el practicante a un lado, inútiles y casi grotescos ante la muerte sus médicos servicios, bajándose los remangados puños de la camisa manchados aquí y allí de sangre humana; de hinojos y adherida a la camilla, sin desamparar de su brazo izquierdo a una criatura que dormía y cUya carita mugrienta y pálida oscilaba conforme la mujer agachábase o se enderezaba, desolada de contemplar que su hombre se moría, y que, cual si no supiese más palabras, repetía únicamente: ¡Longinos...! ¡Por María Santísima...! ¡Longinos...!
Del todo agachado, vio El Jarameño a un sacerdote descubierto, de negra capa flotante que mostraba al herido un crucifijo, y que rezaba piano, muy piano, en secreto, plegarias que se desvanecían por sobre las inclinadas cabezas de empleados y gendarmes...
- ¿Quién te pegó, hombre? -preguntó el secretario colocando sus manos encima de los bordes de la camilla, muy cerca su cara de la del moribundo-, ¡dímelo, anda, un esfuercito...!, ¿quién fue...? ¿Peleaban o te pegaron a la mala...?
Del fondo de la camilla brotó una voz espantosa, imponente, lamentable, que formuló con trabajos una súplica última:
- ¡Agua...!
Y sin duda debió morir, porque El Jarameño, que había ido escurriéndose de puntillas, sin encasquetarse su calañés, oyó que la mujer daba un grito, que alguien decía:
- ¡Estiró la pata!, y que el secretario, desprendiéndose del grupo, le recordaba su oferta:
- ¡Jarameño!, que sea contrabarrera, de las que quedan cerca de los jueces de lidia...
Tan impresionado salía, que entendió a duras penas lo que le contaba el cabo de puerta al franquearle el zaguán:
- El ciego que venía con usted se marchó en cuanto supo que la mujer ésa ya no estaba aquí. Le dejó a usted el coche.
Punto por punto realizóse al siguiente día, en el hospital, lo predicho por el secretario de la comisaría; excepción hecha de que no fue posible, sino hasta el atardecer, el libertar a Santa. El Jarameño, mirándola de lleno, declaró bajo su firma que era su querida y que la retiraba de la prostitución. De aquí la tardanza, llenando diversas exigencias oficinescas: el hospital, la sanidad, el gobierno del distrito, ¡quién sabe cuánto más!, que el torero satisfizo yendo y viniendo carruaje arriba y carruaje abajo. Y cuando se la dieron, cuando el simón arrancó con ellos, de tal modo estaban ansiosos el uno del otro, que, sin hablarse, sin esperar soledades ni apartamientos, por recíproca necesidad contrariada que estallaba al fin imperiosa, soberana, se buscaron sus labios, aproximáronse sus cuerpos y se dieron un mudo, prolongado, de abismo, que los forzó a cerrar los ojos y a dilatar la naríz, para no ahogarse, y a rechazarse luego, con los brazos rígidos, para no enloquecer de deleite.
- ¿Lo ves, mi Santa, lo ves cómo eres mía? ¡Sosténme ahora que nunca... guasa! -suspiró enronquecido El Jarameño.
Santa se le acurrucó en el cuello y lo ciñó con sus brazos, voluptuosamente:
- Tú sí que eres mío, ¡tonto...! Todo, todo, ¿no ves cómo te abrazo?, ¡más que tú!
Y olvidados de cuanto les circundaba; de lo que acababa de acontecerles y de lo que les podría acontecer; cogidos de las manos charlaban de sí mismos, de lo que harían, un plan vasto de ventura inacabable. Santa no debía un centavo en casa de Elvira, era libre; recogería su ropa, ¡eso sí!, y sus alhajas, ¡ya lo creo!, despediríase de sus compañeras, las que se quedaban de esclavas presas, con las que había arrastrado la propia cadena... ¡Pobrecillas!, ahora le despertaban lástima profundísima, pero, ¿qué se iba a hacer...?, suponiendo que a las de Elvira esa noche las libraran amantes repentinos, de quiméricos rumbos llegados, quedaban otras y otras; las de las casas vecinas, las de las casas lejanas, las de casa particular y sola, la legión formidable, pululante, que no ha de extinguirse..., la brigada que resiste embates, persecuciones, atropellos, crueldades y afrentas sin flaquear, apretando sus filas compactas, sin detenerse a levantar heridos ni a sepultar muertos. ¡Allá va la ronda victoriosa, a paso de carga, sin más escudos que sus pechos, sin más armas, porque son el Amor y el Deseo, la Tentación y la Carne!
A causa de las despedidas, del arreglo de baúles y del incesante convidar de El Jarameño, que no cabía en sí de gozo, no se percataron del correr de las horas; y a la de reglamento, presentóse Hipólito. No una, todas las mozas apresuráronse a comunicarle la sensacional noticia.
- Hipo, El Jarameño se saca a Santa, esta misma noche se largan juntitos...
- ¡Pobre de ella y dichoso de él! -replicóles sentenciosamente el ciego, que desde los sucesos de la víspera tenía previsto tal desenlace, ya que desde mucho antes tenía advertida la mutua pasión que en vano trataban de combatir y ocultar la chica y el torero.
Él, Hipólito, desde la víspera habíase despedido de Santa no porque temiese perderla, ¡qué desvarío!, Santa había de voiver a la casa de Elvira o a una peor, habíase despedido del corazón de Santa, ¡que ése sí que el torero le arrebataba quién sabe por cuánto tiempo...!
Allá en su cuarto, había llorado todo lo que humanamente es posible llorar, testigo Jenaro, que a pesar de su sueño de piedra y de su perrería, le dijo más de una vez:
- Amo, ya no llore usted así, que se le va a acabar lo que le queda de ojos..., duérmase usted..., descanse...
¡Pero lo que es llorar allí, en el burdel, ni por pienso! Y se encaminó a su piano, lo registró armónicamente, y las dos cosas que con el alma anheló, las dos cosas se efectuaban: los clientes abundaron y Santa no apareció en la sala.
Logró ambas cosas porque ambas estaban enlazadas, era la una directa consecuencia de la otra. ¿Cómo desterrar visitantes de paga dándoles el espectáculo de la partida de la hembra más solicitada de la casa? Al contrario, escoltados por Elvira salieron El Jarameño y Santa por la puerta privada, con sólo lo indispensable de ella en una maleta que cargaba Eufrasia. El resto se mandaría por la mañana.
Ya en la plazuela, mientras Elvira decíales adiós, sonó el piano, y estremecióse Santa. Era tan feliz que hasta entonces se acordó del ciego y de lo que el ciego la adoraba.
- ¡Elvira! Despídame usted de Hipo esta noche misma, ¿quiere usted?
- Sí, mujer, vete tranquila, que bastante que hipará el desgraciado al saber que te has ido...
El Jarameño por delante llegó él primero al carruaje y abrió la portezuela.
- ¡Anda, gloria, que es mú tarde! -gritóle radiante, hambriento de ella, su afeitada cara macarena iluminada por un farol del coche.
Reuniósele Santa, mas antes de entrar en el vehículo volvióse a mirar al burdel, que semejaba una casa que ardiera.
Cerradas las vidrieras de la sala, abajo, y las de algunas alcobas, arriba, todos sus cristales apagados presentaban resplandores de incendio y se diría que por momentos las llamas asomarían sus purificaderas lenguas de endriago y lamerían el edificio entero, tenazmente, glotonamente, hasta envolverlo en imperial manto fantástico de fuego y chispas; hasta alcanzar con sus crines de hidra la altura de sus techos y, retorcidas, dementes, voraces e infinitas, multiplicarse a fuerza de instantáneos contactos, cabalgando de un golpe veinte machos en una sola hembra -como es fama sucede con algunas flores orientales-, pues veinte llamas temblorosas habrían de fundirse en una sola llama, que soportaría la ígnea embestida, brillando más, retorciéndose más, devastando más... Santa veía ese incendio justiciero que arrasaba el burdel, a punto de producirse, alucinada e inmóvil sobre la acera.
- ¿Qué ves tanto, mi Santa? -le preguntó El Jarameño, ya instalado en un asiento del carruaje e inclinándose hacia afuera.
- ¡El fuego!, mira, ¡parece que arde la casa...!
Sí que ardía, pero ardía como de costumbre, en bestial concupiscencia y nauseabundo tráfico. Las llamas de lascivia, que hasta sus recintos empujaban a los hombres en su continua brama de seres pervertidos, habrían podido salir y ocultar el edificio para hacer efectiva la visión de Santa...
Pero no, al través de los apagados cristales, cruzaban de tiempo en tiempo sombras imprecisas. Abajo, en la sala de los que bailaban al compás del piano, y arriba, en las alcobas, de las bacantes que se desnudaban y de los sátiros degenerados que las perseguían.
- Ven, Santa -insistió el torero rendidamente-, que yo sí que ardo de impaciencia por quererte... ¡ven...! ¡ven...!
Recuperado el sentido de lo real, Santa miró de nuevo a la casa con melancólico cariño ahora; que así miramos todos -por homicida, ingrato e infame que sea- el puerto que se abandona y que sin embargo nos dio abrigo cuando a él nos arrojaron, en forzosa arribada, las implacables tempestades del mar o las despiadadas tempestades de la vida...
- ¡Ven, Santa! -imploró el torero tendiendo sus brazos-, ¡ven conmigo!, y Santa fue a él.
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