Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo IIIPrimera parte- Capítulo VBiblioteca Virtual Antorcha

SANTA

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO IV


Quite usted a los camareros, muy habituados al tumulto de la casa, y sólo un valiente de profesión habríase atrevido a cruzar por entre las mesillas rodeadas de parroquianos o por entre los grupos de éstos, cuando, faltos de asiento, apuran sus bebistrajos frente al mostrador y en los huecos disponibles de las tres piezas que componen el restaurante y cantina del Tívoli Central, por mil títulos afamado establecimiento nocturno y pecador. Sobre que no nada más en él se cena y se bebe, no señor también se baila y se riñe, y hasta se mata... De día, mírasele desierto, con un cliente que otro empeñado en comer lo que le sirven de mala gana en los gabinetes aún con tufo de alcoholes vertidos, de humo de tabaco que no ha tenido tiempo de desprenderse de techos y paredes, y de un sutilísimo vagar de perfume desmayado y delator de que por ahí pasó una mujer o han pasado varias, ¿cuántas...?, ¿con quién...? El perfume aquél percíbese apenas; el foco de luz incandescente que pende del techo y leve oscila a causa de las miríadas de moscas en su cordón y en su bombilla tienen domicilio sin cesar invadido y abandonado; los muros, con su papel rasguñado a trechos, sucio y marchito; la mesa, manchada, y las sillas mancas e inseguras, todo calla, naturalmente, todo oculta lo acaecido la víspera, lo que acaecerá esa noche, todo parece dormir pesado sueño orgiástico... Las puertas corredizas de los gabinetes diríase que bostezan; que bosteza el destartalado salón de baile y la cantina espaciosísima; que bosteza el jardín de flores mustias y deshojadas, de camellones y arriates pisoteados, cual si por encima de sus matas enlodadas y difuntas hubiese pasado en destructor tropel algún ganado salvaje, que también hubiese apurado el agua de la fuentecilla del centro, cuyo chorro escurridizo y débil más simula lágrimas incontenibles de honda pena desahuciada, y en cuyo líquido sobrante, de color sospechoso, zozobran botellas vacías, colillas de cigarros y puros, en ocasiones, un mechón de cabello, un retrato despedazado, una peineta que allí arrojaron anónimas manos de alguien que padecía de celos y demandaba olvido con ese rapto de despecho iracundo y estéril.

Y el día discurre pesadamente; pesadamente discurre la tarde, y al anochecer, entre dos luces, van las sombras penetrando en el jardín a modo de malhechores que de lo alto de los muros se deslizaran para, primero, apiñarse en los rincones y no ser vistas; y luego, reforzadas por las que sin cesar siguen deslizándose y deslizándose, adelantar todas, recostarse en los camellones y arriates, refugiarse en las copas de los escasos y enclenques árboles del patio, bañarse en la sucia agua de la fuente e invadir el local, victoriosas, amenazantes, hasta que, de súbito, un relámpago las destroza, las desaloja de sus posiciones y las hacina en los ángulos, unas sobre otras, en enorme masa incorpórea y negra. Es el alumbrado eléctrico del establecimiento el autor de la derrota; un potente foco de arco a la mitad del patio, encima de la fuente, como suspendido en los aires; es el sinnúmero de focos incandescentes, de la cantina, y de los gabinetes, cuyos luminosos rayos intranquilos salen al jardín desde ventanas y puertas, en decidida persecución del enemigo. El edificio se despereza por dentro.

Con el arribo de camareros --que en oscurísima covacha depositan sombreros y requieren delantales-; con el arribo del cocinero y ayudantes --que en cocinas y pasadizos se sumergen sin saludar a nadie-, la casa se reanima. Ya el cantinero (un piamontés rubio y blasfemo, gran fabricador de ponches de catalán) se ha encasquetado su fez rojo, se ha enfundado en almidonada chaqueta y de espaldas al mostrador frente al espejazo y a las baterías de botellas multicolores, recuenta en el registrador automático las fichas que los camareros truecan por dinero. Y éstos, agrupados, realizan el intercambio, hacen cálculos con los dedos o con las monedas en la palma de la mano, mientras el de Piamonte apila fichas y vomita per Bacos y porcas miserias a centenares. Del destartalado salón de baile salen nubes de polvo, carraspeos de escoba y eco sonoro de los bostezos del barrendero que es, además, conserje con habitación en el piso alto, donde figuran los gabinetes reservados para personas de grandísimo viso. Las cocinas exudan incitantes olores y fugaces llamaradas de cuando en cuando, que remedan incendio; y a las puertas exteriores, de par en par abiertas, se les fijaron ya sus rejillas giratorias. Por ahí la calle abalanza sus ruidos: mucho rodar de tranvías y coches, mucho pataleo de caballos, mucho charlar y mucho reír, mucho griterío y mucho voceo de diarios:

- ¡El Tiempo de mañana...! ¡El Mundo de hoy...!

Y la inmensa ciudad lasciva se regocija e ilumina porque una noche más es dueña suya.

En el Tívoli Central dan principio las actividades; sus empleados apercíbense para el rudo batallar que a él los encadena; sus departamentos puéblanse lentamente de consumidores silenciosos y pacíficos a las primeras horas, camorristas y agresivos conforme la noche envejece y por vieja consiente los mayores desmanes. Todavía hasta las doce el movimiento es acompasado, se cena en calma y se bebe despacio. A lo sumo si asoma una mujer cinco minutos, fugada de su cárcel, y va y consuela con apasionado ósculo y secreteo nervioso al amante gratuito que la esperaba en una mesita apartada, prolongando una económica cerveza chica. Diálogo punzante, entrecortado de caricias enfermizas; ella, a medio sentar en una pierna de él y él aprisionándole la cintura sin corsé, rabiosamente; ella y él mirándose en los ojos, muy próximos los rostros entristecidos, las juventudes de ambos en mudo duelo por las voluptuosidades ya gustadas y por las que no podrán gustar aquella noche en que la muchacha tiene que alquilarse al otro, cualquiera, el qUe paga... y se exigen fidelidades, se pronuncian juramentos; la mUjer recuesta la cabeza en la espalda del hombre, cerrando los ojos, y el hombre la besa en el misterioso y variable lugar en que lo hizo por la primera vez, cuando la encadenó; la besa en la nuca o en las pestañas o en la oreja.

- ¿De veras no vendrás a bailar? ¿No bailarás con Fulana ni con Zutana...?

- ¡Te lo juro, te juro que no! Pero tú júrame que... -y al oído le murmura quién sabe qué depravaciones íntimas, que ni ellos mismos, ¡tan depravados ya!, se atreven a confesar por lo alto.

Vuela el tiempo, los cinco minutos expiran y hay que separarse, que poner término a la escena. Bruscamente, la mujer se levanta, huye por no delinquir, quedándose allí, pegada a ese cuerpo más poderoso que imán, al que desde la puerta contempla hambrienta de gozarlo y resignada con no poder hacerlo... Luego, se escapa, se tira a la calle, y las rejillas giratorias que quedan meciéndose por la embestida, como que titubearan entre seguir a la fugitiva o ir a reconfortar al abandonado. Si el individuo posee aún miajas de sentido moral, guarda trágica actitud: hacia atrás el sombrero, en la mesa los codos y los dedos crispados en el cabello, mirando sin ver el delgado hilo de la cerveza derramada cuando huyó su querida, que serpentea despacio por sobre el mármol... Si nada sano conserva, ve también el delgado hilo de cerveza, mas lo ve sin protestas, yendo a humedecer un billete de a cinco pesos, rugoso y oliente a perfume, que se destaca de las blancuras del mármol y que la mujer dejó dizque olvidado.

El camarero, un filósofo, se aproxima a enjugar con su servilleta la cerveza vertida y toma órdenes:

- ¿Traigo otra chica?

Momentos antes de la una aparecen los músicos, y en compacta hilera se detienen junto al mostrador sin descuidar sus instrumentos respectivos, sus abrigos y paraguas, algunos, plantan encima del mismísimo armatoste las cajas que encierran un violín, una corneta-pistón, y que por negras e irregulares en su forma, despiertan, al pronto, idea de ataúdes para fetos contrahechos. El cantinero, que de memoria sabe lo que ha de servirles, bufa y sonríe preparándoles su mixto, los insulta en broma, y ellos limítanse a saludarlo con el apodo que le inventaran por mor de su pésimo genio y de su nacionalidad, y que la clientela ha hecho suyo:

- ¿Cómo te va, Ravioles?

Los teatros han terminado sus espectáculos y arrojado de su seno a los espectadores, con mucho de incivil en el procedimiento Unos cuantos instantes de espera y, en seguida, a apagar los globos de las salas, a descorrer los telones que eructan polvo, sombras y hedores extraños de humedad y de materias indeterminables; a cerrar los pórticos, para que los perezosos, los que retardan ll marcha, entiendan que aquello se concluyó. ¿Pagaron y los divirtieron...?, pues, ¡afuera!, ni los unos ni los otros se deben un céntimo. Sale la gente con cierta prisa, antes de que apaguen y cierren; los coches se arremolinan cabe las aceras, piafan los animales; gritan los automedontes; silban los golfos. Los gendarmes de a pie, mohínos, más ordenan con las manos y los bastones que con la voz, que en el tumulto naufraga, y aquí sujetan un freno, allá reconvienen a un auriga o reclaman el auxilio de sus colegas de a caballo -apostados por dobles parejas en cada esquina-, quienes atajan al rebelde, o deshacen la aglomeración. Carruajes y pedestres, después de calmado el momentáneo y jocundo alboroto, distribúyense por las calles, camino de cafés y domicilios. Con el rumor, resucitan los barrios adormecidos, a poco, la masa se desagrega, cada quisque a donde tiene que ir, y el silencio nocturno recupera su imperio, las fachadas de los coliseos, que semejan ascuas y brasas por sus multiplicados focos eléctricos, yacen en las tinieblas.

Entonces el Tívoli Central se prepara; los camareros frotan los mármoles de las mesas vacías, que a modo de lápidas de un cementerio fatídico de almas enfermas y cuerpos pecadores parecen aguardar a que en su superficie graben fugaces epitafios de fugaces amores envenenados las gotas de vino, las espumas del champagne, las cenizas de los cigarros y las lágrimas vergonzantes de los consumidores que a poco han de ocuparlas y de enterrar en ellas monedas e ilusiones, desencantos prematuros e invisibles heridas. El cocinero se suelta el mandil, afirmase el gorro y empuña las sartenes; enciéndense las luces de reserva; el rubio piamontés revisa servidores y botellas; ábrese al público la taquilla de boletos: ¡Señoras solas, gratis; caballeros, un peso!, y los músicos, tras sus atriles, templan y afinan sus desacordes instrumentos. Del testero de la sala cuelgan un anuncio: ¡Danzón!, y al filo de la una y media -el local ya demasiado concurrido-, el danzón estalla con estrépito de tropical tempestad, los timbales y el pistón haciendo retemblar los vidrios de las ventanas, pugnando por romperlos e ir a enardecer a los transeúntes pacíficos que se detienen y tuercen el rostro, dilatan la nariz y sonríen, conquistados por lo que prometen esas armonías errabundas y lúbricas.

Los gendarmes de vigilancia dentro del salón míranse entre sí, agrio el gesto, y como no pueden prender aquellas notas irreverentes, se atusan los bigotes.

Santa, en pleno periodo de dominio y boga, en pleno periodo triunfal de su carne dura, de su carne joven, de su carne al alcance de cuantos anhelaran probarla, llegaba de las últimas a estos bailes, escoltada por brillante cauda de gomosos, lo más conspicuo del Sport Club. No bailaba; sentábase a una mesa rodeada de su corte, disfrutando desde ahí del espectáculo completo. Su mesa favorita -que gracias a señoriles propinas mantenían desocupada los camareros contra toda demanda y contra todo derecho- hallábase casi al pie de las gradas que a la sala del baile conducen, con la entrada de la calle a su frente y a su diestra la emborrachaduría y las puertas del jardín. Pegada a la pared sentábase Santa, ya con distinciones, modales y palabras de mujer lanzada que sabe lo que se pesca. Ni trazas de lugareña le restaban, que su colorete era de buen tono, irreprochable el pergeño, de dieciocho quilates el oro de sus alhajas, de magníficas aguas sus brillantes, y egipcianos los cigarrillos que fumaba. Sabía componer un menú y pedir Mumm extraseco, regañar con los mozos y reñir en cualquier parte.

Acostumbróse, o por decir mejor, la acostumbraron sus parroquianos, a levantarse tardísimo, a bañarse de esponja, a que la peinara peinadora de oficio -una francesa vieja que a par entendía de extirpar callos y curar de manos y uñas- y a que en la casa la consideraran de Elvira abajo. Mandábanle siempre coche; cerrado al mediodía, cuando la citaban a beber el aperitivo en alguna cantina de prosapia y que ello no obstante, admiten mujeres en sus discretos interiores. A la tarde, coche abierto, una victoria de bandera azul en cuyo respaldar de tafilete, indolentemente reclinada, íbase al bosque de Chapultepec a respirar aire puro, sin más tiranía que pasar por las puertas del club y sonreír desde el fondo de su victoria al trote, al racimo de socios en sus redes cautivos, los que, con sabio estoicismo, juntos se disputaban sus muecas y guiños, y por riguroso orden sucesivo, a noche por barba, con ella se desvelaban en erótica lid.. Lo curioso radicaba en que el grupo entero se unía al individuo de turno con Santa, que cenaban en buen amor y compañía, y luego todos al Tívoli Central o a recorrer prostíbulos, Santa, a guisa de trofeo que a todos por igual perteneciese. A las tres de la madrugada, hora clásica convenida para que estos calaveras profesionales piensen en descansar, despedíanse, dando cada cual un beso a Santa y una palmada a su poseedor:

- Vaya, divertirse y hasta mañana, que me toca a mí -declaraba el próximo dueño de la bella, sin protesta de anteriores ni futuros ocupantes.

Y el grupo de amigos se marchaba tan tranquilo, o decidía ir a dejar a la pareja a los mismísimos umbrales del burdel, ya apagado y mudo, y la despedida, en las sombras del barrio galante, adquiría proporciones de misterioso desfile nupcial antiguo, antiquísimo, anterior a la época en que no se tolera que carne que uno muerde y saborea, otro la haya catado o a catarla se preste.

De ahí, pues, el diario aparecimiento de Santa con su escolta de paladines ricos, de notorios apellidos y ropas londinenses. Ya se sabía, al llegar ella, principiaba el destapar champaña, y el llamar a perdidas jóvenes y agraciadas, de establecimientos inferiores, que se acercaban al distinguido corro con melindres éstas, con encogimientos las otras, con desfachatez las de más allá, provocando iras reconcentradas y tartamudas en sus amantes gratuitos, quienes, a duras penas, permitíanles acudir al llamado. Principiaba una zambra morida dentro de la descarada zambra general, debido a que los patricios viejos y muchachas que a Santa escoltaban, según el humor, enseriábanse o se equiparaban al grueso de concurrentes, cometiendo sus mismos desaguisados e inconveniencias. Lo normal, sin embargo, era mantenerse en un justo medio y calmar los arrebatos de Santa y los de los peleadores de la partida. Romper copas y platos, imuy bueno!, pero romperse las narices con cualquier quídam, detestable.

Por sus liberalidades, tenía de su lado a Ravioles, en primer lugar, a los camareros, y hasta algunos guardianes del orden, que preferían al cumplimiento de la consigna los pesos duros de aquéllos de levita, tan insolentes y borrachos, a su juicio, como los demás, los otros, los del salón y de los gabinetes particulares.

Éstos del salón y de los gabinetes particulares, con malísimos ojos veían a la falange de aristócratas y con ojos buenísimos a Santa; de donde resultaba una continua corriente de antipatía mutua, indirectas en voz clara, risas fingidas y de reto:

- ¡Ravioles!, mándame un puro de frac que no se apague -gritaba un zascandil, mirando hacia la mesa de lujo.

- ¡Ravioles!, que me sirvan una pierna de pava limpia y gorda, no de ésas... que apestan a esencia -gritaba una mozuela sin dejar de contemplar a Santa y lastimada porque algún gomoso de los del cotarro, que había sido su cliente, ahora ni con la cabeza la saludaba.

Otras veces, Santa censuraba a tal o cual compañera de profesión, arrancando una salva de carcajadas despreciativas entre sus copropietarios. Y en dos o tres oportunidades, estalló la bomba alcohólica -que veneno de alcohol engendraba eScarceos semejantes-, con su derribo de mesas y sus enarboladas por lo alto y sus copas volantes estrellándose contra las paredes y manchando suelos y vestidos; con sus aullidos y sus insultos desentonados, tan soeces, que, se diría, también se estrellan contra las mejillas y la dignidad del a quien van disparados. Entonces, y mientras los camareros precipitábanse a separar gladiadores; mientras Ravioles repartía puñadas de verdad, y los gendarmes apaciguaban el motín y los músicos a distancia prudente presenciaban la pelea, Santa perdía las buenas formas adquiridas postiza y recientemente; reaparecía la lugareña bravía y fuerte, siendo obra de romanos el aquietarla. Fuera de sí, agredía a gendarmes, desconocía partidarios, no escuchaba súplicas ni amedrentábanla peligros o amenazas. Desasíase de los que la rodeaban, con los codos, con las rodillas, con sus duros senos de aldeana; y su bellísimo cuerpo trigueño y mórbido adquiría rigideces de acero, griegas curvas atléticas, sonrosada coloración de sangre guerrera y primitiva.

Excepcionalmente reñía con las mujeres, ¿por qué, si las mujeres no le habían hecho nada...? Buscaba a los hombres, al hombre para dañarlo, para herirlo, para marcarlo e infamarlo con sus uñas pulidas y tersas de cortesana, saciando en el que más cerca le quedase al alcance de su cuerpo prostituido, el alevoso golpe que le asestara aquel que le quedaba lejos, en sus borrosos recuerdos de virgen violada. Era su furia cual secreto sedimento de dolor vengativo que arrolla ciegamente, que desgarra cruelmente, que destruye implacablemente por desquitar añejos rencores medio muertos que de improviso resucitaban y de improviso recaen en su letargia. Tanto era así, que a poco, al venir la tregua, al realizarse la reconciliación de troyanos y tirios, Santa abogaba porque a nadie llevasen preso, acariciaba descalabrados y acababa llorando, mitad de histeria y mitad de pena, sobre el hombro del varón a que pertenecía esa noche por precio fijo y voluntad propia.

Bailaba por rareza, pues no entendía jota del vals que sus adeptos denominaban boston, y en cuanto a danzas y danzones, que deben ser bailados con contoneos lascivos y rítmicos una mezcla excitante de danza del vientre oriental y de habanera anticuada-, tampoco andaba muy adelantada, sus compañeras de domicilio iniciábanla apenas en el secreto:

- Te pegas mucho a tu hombre, así, ¿ves...? En la primera parte hay que dar muchas vueltas, mira, como las damos nosotras, casi sin salir de un mismo lugar..., y en la segunda hay que aflojar las caderas, como si se te quebrara la cintura, como si a punto de desmayarte de deleite, huyeras de la cercana persecución de tu pareja que se te va encima, resbala tú para atrás y para adelante y para los lados... ¡Toca bien Hipo!, que estamos enseñando a tu querer...

De tarde en tarde, entusiasmábase con la orquesta del Tívoli y ora en brazos de uno de sus acompañantes echaba a perder un vals que los filarmónicos le dedicaban, ora en brazos de un extraño, gustaba de los encantos del danzón y reía de sus ignorancias, de sus torpezas de aprendiza, de que le formaran rueda y se parasen a reír con ella, a desearla y aplaudirla:

- ¡Bravo, negra! ¡Bravo! ¡Que te toquen diana!

Chocaba a Santa, por sospechar gato encerrado en la estratagema -las noches en que su permanencia y jolgorio en el Tívoli prolongábase hasta el amanecer-, el que a eso de las cuatro se presentara el ciego Hipólito en la cantina y so pretexto de comprar cigarrillos o de recetarse un trago que intacto permanecía sobre el mostrador, estuviérase las horas muertas charla que charla con Ravioles o con los profesores de la orquesta, sin dar oídos a los ruegos de Jenaro, su lazarillo, que se moría de sueño por la inanición y por el trasnoche. Hasta lo interrogó en cierta ocasión, muy agitada con el baile y con las copas bebidas:

- Hipo, ¿viene usted por mirarme? ¡La verdad! Me daría tantísimo placer el que alguien me cuidara así...

Y el ciego, socarronamente, pero apretándole un brazo arriba del codo, le repuso:

- ¿Cómo he de venir por mirarla a usted, si soy ciego...? Yo vengo porque me encanta la parranda y la bulla y la borrachera, soy un gran vicioso, ¿o no Jenaro? -agregó interrogando con la contera de su bastón al sonámbulo lazarillo.

Mas al alejarse Santa, remolcada por pollos y gallos, no está averiguado si en soliloquio o en parlamento con Jenaro masculló:

- No vengo por verte, sino por sentirte, por oírte, por adorarte. ¡Maldita sea mi...!

También El Jarameño asomaba muy corrida la noche; también llevaba su cauda de banderilleros, peones, picadores y mozos de espada, que le llamaban maestro, que sin pestañear lo atendían y en todo demostrábanle singular estimación y respeto.

Entraban vestidos de corto; el calañés ladeado y al aire la coleta; afeitado el rostro; sin corbata el diminuto cuello albo de la camisa en cuya pechera aovada de bordados, titilaban los brillantes grandes como garbanzos, los corales como comienzo de hemorragia, las perlas como colmillos de áspides escondidos que les devoraran el pecho traicioneramente. Entraban reparo tiendo saludos y golpeando el piso con los bastones; los dientes al descubierto por el rictus de la sonrisa, ensortijados los dedos de las manos, el botín de charol lustroso, el pantalón ceñido, en el chaleco bajo, la gruesa cadena de oro, oscilante y rompiendo en las facetas glaucas de sus pasadores de esmeraldas; la luz cruda de los focos incandescentes de la casa; la chaqueta, negra, de pelo; los ojos más negros aún, expresivos y apasionados de árabes ociosos que se perecen por la hembra, por el caballo, por las armas y por las fieras.

En paseo de triunfo convertíase la entrada, llamados y saludados de mesas, y admiradores de hombres, mujeres y músicos y camareros. Ravioles mismo con ellos se humanizaba y los gendarmes pegábanse a la pared por no estorbarles el paso. Ellos, ufanos y orgullosos, habituados al victorioso desfile de la plaza, crecíanse ante las auras de simpatía, recorrían la cantina, el salón de baile e iban y ocupaban la mesa redonda del rincón, pedían manzanilla y tabacos, servíanse sus cañas, e inauguraban una charla ruidosa, seguros de rematar siendo blanco de miradas, centro de la reunión, ornato y gala de la fiesta. Así remataban, en efecto, circundados de muchedumbre de personas, de las mozas del partido, muy principalmente. ¡Qué difícil hacerlos bailar! Desdeñaban los contoneos de la danza, desdeñaban admiradores y adoradoras; y conforme vaciaban cañas del vino de su país, parecía que el tal, de la cabeza sólo la memoria les invadiera sin perturbársela, antes sacando a orear en sus arábigos ojos los melancólicos recuerdos, las ternezas de la tierruca, los amaneceres de los cármenes de Andalucía y los anocheceres junto a la reja de las Cármenes andaluzas. El menos desafinado de la cuadrilla rompía el canto y los demás rompían a jalearlo con los bastones sobre el piso, con las cañas sobre el mármol de la mesa, con palmas, oles y palabras cortadas, de estímulo:

- ¡Anda... güeno... dale ya...! ¡Arza y toma!

Todos cantaban, alternados, en una especie de junta sentimental y poética; quién hablando de la madre, quién de la novia, quién de cárceles, casi todos de muerte y cementerios; identificándose con su canto, por él desdeñosos de amigos y enamoradas; a los comienzos, con el pueril deseo de cosechar aplausos, ligeramente teatrales; después, posesionados de nostalgias, cerrando los ojos al brotar de sus gargantas los versos intensos, para mejor verse por dentro de lo que por dentro les bullía y ahogaba. El Jarameño no perdía su gravedad de matador de cartel; concretábase a beber y a dictar fallos que los otros acataban:

- Eso está en el orden, ¡ajo! ¡Por ti, tú! Eso es cantarse una malagueña...

Sabedora Santa de que El Jarameño concurría al Tívoli por ella Y nada más que por ella, vedaba formalmente a su encopetada escolta el que se acercaran al diestro:

- Ustedes, si lo apetecen, vayan a oírlos, yo me quedo en mi mesa. Me carga tanto cante flamenco...

Por supuesto que mentía al declarar que le cargaban los cantos de los toreros; ¿mal respondería, si le cargasen, a los requiebros de los gomosos? ¿Habría de estarse con la copa de champaña en suspenso? ¿Habría de entristecerse y aun de suspirar según suspiraba y se entristecía...? El Jarameño volvíase de tiempo en tiempo a Santa, quien, cobarde siempre, hurtaba el suyo de aquel mirar y se encogía de hombros, cual indicio de que no la conquistaban.

Hipólito, cuando por excepción había aguantado el chubasco de canciones, partía de improviso, sin despedirse de Ravioles, que tampoco apreciaba mucho que se diga el repertorio de El Jarameño y socios; entre los dos pelaban vivos a los diestros:

- Yo soy tierra de óperas, Hipo, y esos quejidos me desagradan...

- Pues a mí me revientan, Ravioles, los quejidos y los quejumbrosos, los quejumbrosos sobre todo... Me largo, porque si no...

E iracundo, blandiendo el cayado, agarrábase de un hombro de Jenaro, soñoliento y sin descruzar los brazos, que a falta de abrigo, servíanle, cruzados, de agujereado escudo contra el friísimo cierzo de la madrugada.

- ¿Nos vio Santita, Jenaro? -preguntábale Hipólito en la calle desierta.

- Ya lo creo que nos vio, desde que entramos.

- Mejor quisiera que no nos hubiera visto. ¿Qué dirá de mí?...

Daba Jenaro la callada por respuesta, pues no alcanzábale por qué le preocuparía a Hipólito la opinión de una mujer del calibre de Santa.

- ¿Eres mudo? -insistía el ciego, colérico-. Te pregunto que qué dirá de mí Santita.

- Aclárelo usted mañana, ¡yo qué sé! -concluía Jenaro arriesgando un pescozón que infaliblemente le propinaban por contestaciones semejantes.

Y muy en silencio entrambos, tan en silencio como las calles desoladas, seguían su camino hasta la de San Felipe Neri en que habitaban, frente al teatro; populosa casa de vecindad de ancho zaguán arcaico, por sus años hundiéndose en la acera, de enanos entresuelos y balcones volados de recios barandales en su tercer piso.

En cuanto Hipólito se eclipsaba, tornábase Santa más libre y benévola respecto de los cantaores, con quienes por final fusionábanse los de la mesa aristocrática, prolongándose la parranda a puerta cerrada, después de clausurado el establecimiento en atención al alba que se introducía a sorprenderlos por el jardín, y a las curiosidades de madrugadores que en las afueras se paraban a considerarlos. A la carrera disolvía la reunión; avergonzados los unos de los otros, de sí mismos algunos. Sólo las mujerzuelas y los toreros se marchaban tan campantes, connaturalizados con lo que signifique desórdenes y excesos. Despedíanse al borde del empedrado; las mozas amodorradas, escapándoseles el mantón de los hombros, la cabeza reclinada en la espalda del cortejo; los toreros, confianzudos con los señoritos, alargando las familiaridades y tuteos que las copas bebidas en compañía consigo traen, o terminando discusiones técnicas aparte del grupo, recargados en el muro los dos o tres contendores enardecidos, ceceando eses y zetas, a punto de morderse las caras afeitadas. Los señoritos se desprendían corridos, en positiva rota de hueste vencida.

Santa, en más de una madrugada de éstas, creyó haber visto, pero haberlo visto en sueños, que Hipólito, como si hubiese estado en espera de la salida de ella, sin duda, y lo abochornara que lo pillaran en maniobra tan inexplicable e inusitada, huía precipitadamente, azuzando a Jenaro, que, cruzado de brazos tiritaba de frío y trotaba, trotaba tirando de su amo, cuya silueta casi grotesca destacábase con perfiles de grabado al agua fuerte, de las tonalidades opacamente grises que el polvo de luz de la alborada derramaba en el plomizo blanco del pavimento. ¡Pues no había de huir...!, intentaba poner en cobro su cuerpo cubierto de pobrísimo pergeño, intentaba que con otros lo confundieran, sin sospechar que ello era imposible, que demasiado que se le reconocía por su lazarillo y por su inseguro andar de ciego; echando el busto hacia atrás, apoyando el bastón muy adelante, y los pies muy desconfiados aun en medio de lo precipitado de su retirada. De verlo, experimentaba Santa honda conmiseración interna no desprovista de sus relieves de agradecimiento y delicia; y si, lo que a menudo acaecía en los tumultuosos adioses, a la sazón le repetía El Jarameño su continua pregunta:

- ¿Cuándo, Santa...?

- ¡Nunca, nunca! -respondíale ella con la mayor resolución y entereza.

Sucedió que una de esas noches de borrasca en el Tívoli, apenas instalada Santa con su destacamento de gentiles-hombres en la mesa conquistada a pródigas propinas; una noche en que el ídolo sentíase contenta de veras, casi dichosa, y sus idólatras la festejaban con más rendimiento quizá que de ordinario, todos disputándose sus besos a nadie escatimados por sus labios rojos, tentadores y frescos, que se dejaban aplastar de los labios masculinos que se les ayuntaban secos, ardientes, contraídos de lúbrico deseo; todos de ella hambrientos, lo mismo el de turno que el de la víspera y el del día siguiente...; una noche excepcional, en que Santa considerábase reina de la entera ciudad corrompida; florescencia magnífica de la metrópoli secular y bella, con lagos para sus arrullos y volcanes para sus iras, pero pecadora, pecadora, cien veces pecadora; manchada por los pecados de amor de razas idas y civilizaciones muertas que nos legaron el recuerdo preciso de sus incógnitos refinamientos de primitivos; manchada por los pecados de amor de conquistadores brutales, que indistintamente amaban y mataban; manchada por los pecados de amor de varias invasiones de guerreros rubios y remotos, forzadores de algunas de sus trincheras y elegidos de algunas de sus damas; manchada por los pecados complicados y enfermizos del amor moderno... noche en que Santa sentíase emperatriz de la ciudad históricamente imperial, supuesto que todos sus pobladores hombres, los padres, los esposos y los hijos, la buscaban y perseguían, la adoraban, proclamábanse felices si ella les consentía arribar, en su cuerpo de cortesana, al anhelado puerto, al delicioso sitio único en que radica la suprema ventura terrenal y efímera... prodújose inesperado incidente.

- ¿Qué fecha es hoy? -inquirió-. ¡Jamás me había sentido tan contenta!

Y en el propio momento vio penetrar en la cantina, de negro vestidos, a Esteban y Fabián, sus dos hermanos, que no había vuelto a ver después de agraviarlos. Al punto descubrieron a Santa, incensada por un puñado de príncipes sin trono que formaban regia corte de corbatas blancas y casacas de etiqueta. A pesar de la diferencia de trajes, los obreros no se atemorizaron. Decididos, adelantáronse a la mesa sin apartar su vista de Santa, que, pálida y como fascinada, saltándole de las órbitas sus negros ojazos de gacela, rechazó todos los contactos, se aisló dentro del grupo y con el pecho palpitante, entreabierta la boca, arrinconada contra la pared, aguardó...

- Santa -pronunció secamente Esteban-, venimos a hablar contigo.

No se levantó una sola protesta de la parte de los caballeros, la que se levantó fue Santa, humildísima, tropezando aquí y allí con los codos en ángulos y los pies extendidos de la media docena de amantes que la circuían. A mitad de la cantina Se detuvo, titubeante, mirando a la calle y mirando al jardín.

- Aquí no -les dijo a sus hermanos, dando con el pie en el piso de la cantina-, mejor aquí, donde no nos oigan.

Y al jardín saliéronse los tres; adelante Santa, alhajada y cubierta de raso; atrás Fabián y Esteban, enlutados.

Los tres se juntan en el jardín bien iluminado por su foco de arco y por los haces de luz caídos de puertas y ventanas encima de su césped marchito. De cuando en cuando, lo cruzan por una esquina rápidos camareros, conduciendo platos de manjares calientes que humean y dejan en el aire aromas de comida. Allá, lejos, dos bultos hablan, y el eco de lo hablado se esparce y flota ininteligible. Asido a un árbol, un borracho probablemente, muy agachado, a punto de perder su equilibrio, mira a la tierra con terquedad y fijeza alarmantes. De los gabinetes y de la cantina -hasta del salón de baile- parten carcajadas, taponazos, armonías. Y de la fuentecilla del centro cuyo chorro escurridizo y débil simula lágrimas incontenibles de honda pena desahuciada, el sonido que brota acongoja con sus balbuceos.

Esteban, el mayorazgo, es el que habla; Fabián asiente y Santa ve a entrambos.

- No temas que nos detengamos mucho y te hagamos perder tus ganancias... Hemos venido desde el pueblo porque lo creíamos nuestro deber... llegamos en el viaje de las ocho cuarenta y hemos tenido el valor de andar buscándote en todas esas casas puercas, como la que vives..., ¡indecente! ¡Ah!, dispensa, ya nO nos importa lo que seas y no volveré a insultarte; allá te las hayas, solita tú... Bueno, pues nos perdimos y nos cansamos y nos han sacado el dinero tus... digo, las pobres mujeres esas, para cerveza y para anisados y para demonios... En unas partes no te conocían, hasta que en otra nos dieron las señas y llegamos adonde vives y en donde, ¡mal haya el alma!, se rieron de nosotros de lo lindo. Si no es por un ciego que se levantó de un piano y nos preguntó si de veras éramos tus hermanos, los que trabajamos en una fábrica de Contreras... ¿cómo diantre sabe ese fenómeno todo eso? ¿Se lo has contado tú...? ¿Por qué no contestas? (medio humanizado ante la actitud de Santa, que ni la cara alza)... Bueno, pues ése nos sacó de la sala y en el patiecito, hasta que no le prometimos éste y yo, bajo palabra de honor, ¿verdá tú? (por Fabián, que aprueba con la cabeza) que no veníamos con ánimo de hacerte nada, nada de malo, se entiende hasta entonces no nos explicó esto de Tíguli... ¿qué cosa es tuyo ese senor, eh ...

Persistió Santa en su mutismo, porque no se le calmaba el corazón ni la garganta andaba muy lista. Presentía algo extraordinario y grave en lo que sus hermanos iban a participarle no osaba ni variar de postura; prefería estarse así, quietecita y humillada, a ver si lo de la notificación, en que ella procuraba ni pensar a las derechas, apiadábase de ella y por medio milagroso y compasivo se convertía en otro suceso que le doliera, sí, que la lastimara, mas no tanto como la lastimaba y dolía de sólo pensar en él, aquél de que antemano sabía ser verdad, verdad inexorable, desgarradora.

- Bueno, Santa -continuó Esteban a poco, de súbito conmovido y espetando la noticia tremenda sin atenuaciones ni circunloquios-, ¡madre ha muerto...! anteanoche, muy tarde, y hoy la sepultamos, allá, en nuestro cementerio, junto a don Bibiano y el hijo de Angela, entrando, a la izquierda, abajo de la enredadera de malvones y muy cerca de la esquina en que sembró don Próspero la mata de saucito, ¿te acuerdas...?

No le fue dable a Esteban continuar el fúnebre relato, ni a Fabián y Santa el escucharlo. Inconscientemente, buscáronse sus manos y se replegaron a la pared, en la que Santa recargó su espalda semidesnuda por el escote del rico vestido, y Fabián y Esteban sus hombros robustos de trabajadores. Los tres lloraban; los dos hombres, llanto sereno, sin pañuelo, de escasas lágrimas gruesas que resbalaban despacio, y despacio se internan por entre los pelos de las barbas recias, y Santa, llanto de mujer que sufre; muchos sollozos que la sacudían y muchas lágrimas, muchísimas, que por haber empapado su pañuelo de encajes, enjugaba con el forro acolchado de su espléndida salida de teatro de raso de seda. Uno de sus adoradores de frac asomó por la puerta de la cantina con ánimo de averiguar el paradero de Santa, y al advertir a distancia el cuadro, sigilosamente retornó a su puesto. El ebrio asido al árbol ya no miraba a la tierra; presa de alcohólicas bascas, con asqueroso rumor arrojaba inmundos líquidos. La orquesta del salón repetía sus danzones; sus gritos y risotadas, los inquilinos de los gabinetes, y la fuentecilla del centro del jardín insistía en aventar a enana altura su chorro débil y escurridizo.

Serenóse Esteban el primero y reparó que Santa les tenía cogidas las manos, desprendió la de él, obligando a Fabián, con el movimiento, a que hiciese lo propio. Santa comprendió y retiró las suyas, con que se cubrió luego el rostro sin parar en su lloro. Aunque apesadumbrado Esteban con la evocación de su orfandad reciente, reflexionó en lo que Santa era, que bien lo publicaban el lujo y la riqueza de su atavío; recordó las postrimerías tristes de su vieja Agustina, muerta inconforme porque Su hija no estaba a su lado en su agonía poco quejumbrosa de aldeana, y no le cerraría, piadosamente, sus ojos rugosos y cegatones desde que en vano buscaban a la extraviada, Como piadosamente se los cerraron él y Fabián su hermano. Revolvieron tales recuerdos en Esteban sus mal ocultas iracundias, y volviéndose a Santa, percatado de que ya algunos ociosos husmeaban un suceso anormal y de lejos procuraban determinarlo díjole de prisa, fruncidas las cejas, la entonación ronca:

- Madre no te maldijo, ¡pobrecita! Antes te llamó, ¿comprendes? Te llamó y nos previno que te dijéramos, si volvíamos a verte, que te perdonaba todo, ¿oyes...? ¡Todo...! Y que su bendición de moribunda, le pedía a Dios que te alcanzara y protegiera igual que a nosotros, que de rodillas la recibimos... Ya cumplimos y ya nos vamos... ¡Si madre, por ser madre tuya también, no te maldijo, nosotros sí! ¡No nos busques ni nunca, ¿entiendes?, nunca te ocupes de nosotros, hazte el cargo de que también hemos muerto... y Dios que te ayude, infeliz! ¡Fabián, vámonos!

Y los dos hermanos implacables salieron del establecimiento infame, por la puertecita de su jardín, rectos, vengadores, solemnes; sin detenerse a mirar a Santa, falta de palabras o con qué defenderse, y que quiso salir tras ellos, implorarles que no la maldijeran, que le tuvieran -no cariño, no, si no lo merecía-, que le tuvieran lástima...

Sin importarle lo que pensasen o dijesen sus amigos adinerados, salió a la calle. No divisó a sus hermanos; la ciudad vorágine, se los había tragado...; y conforme unos minutos antes Santa sentíase reina, emperatriz y dichosa, ahora sentíase lo que en realidad era: un pedazo de barro humano; de barro pestilente y miserable que ensucia, rueda, lo pisotean y se deshace; mas ¡Dios mío!, ¿por qué los barros impuros como ella tenían un corazón y una conciencia...? Tan miserable se sintió, que agarrada a la reja de una ventana púsose, instintivamente, a contemplar estrellas, estrellas del cielo, única región de la que podía venirle alivio...

El cual de muy abajo le vino, de Hipólito, que en cuanto acabó de tocar en el burdel, colóse en el Tívoli y de no hallarla con los señores, de saber por boca de Ravioles el aparecimiento de los dos enlutados y el desaparecimiento de Santa, qué sé yo qué enormidades se dio a imaginar. Ello es que se disparó a caminar calles, las adyacentes al Tívoli y a los prostíbulos, pues caso que a Santa no le hubiese ocurrido una gran desgracia, en ellas la encontraría:

- ¿Estás seguro, Ravioles, de que acaba de irse...?

- Te digo que sí, hombre, hará un cuarto de hora que le abrió Epigmenio la puerta del jardín.

- Pues anda, Jenarito, hijo, vuélvete ojos, que yo sólo puedo volverme maldiciones.

Cuando columbraron a Santa, cuando Jenaro la reconoció a lo lejos y le comunicó a Hipólito su descubrimiento, Hipólito lo detuvo:

- Déjame resollar, bárbaro, que me has traído a galope...

Rióse Jenaro del pudor de su amo, ordenador de carrera, a quien observó trémulo y jadeante.

- Santita -murmuró Hipólito al aproximársele-, ¿qué le sucede a usted?

- Ay, Hipo, qué gusto que venga usted -dijo ella echándosele al cuello sin reservas ni melindres, de nuevo ahogada por los sollozos que la sacudían y por las lágrimas que a raudales le manaban.

- Pero ¿qué le aflige a usted, Santita, qué le ha pasado? Replicó Hipólito, sin siquiera estrechar la cintura y el busto que le abandonaban.

Y al interiorizarse de la muerte de Agustina; al saber que Santa no quería ver a nadie ni con nadie dormir, a riesgo de que no la solicitasen más y se muriera de hambre, redobló sus atenciones castas y delicadamente le aconsejó una salida:

- Tiene usted razón que le sobra, Santita..., perder uno a su madre, ¡caracoles...! Lo que importa entonces es no tornar a la casa. Duerma usted en un hotel, encerrada en el cuarto que le den, y mañana, usted dirá... Esta noche sólo debe usted dormir con sus pesares; ¡Jenaro!, búscate un coche.

Más delicadamente todavía, mientras duró la instantánea ausencia del granuja, no supo dominarse y besó las enclavijadas manos de Santa, que halló al alcance de su boca. ¡Oh!, uno de dos besos nada más, respetuosísimos, apenas rozando el cutis sedeño de la ramera sin ventura. Luego la empaquetó en el simón, le recomendó hotel y liquidó al cochero con propina y todo.

- Le pago Santita, porque usted no ha de llevar suelto y porque no vale la pena, ni más pobre ni más rico...

Y como enclavado en la acera permaneció un rato, meneando sus cejas desaforadamente, los labios a compás. Jenaro, interesado a la fuerza en los extraños sucesos, llegó a dudar si el ciego rezaría...

Únicamente Dios para saber lo que pasaría por el espíritu de Santa en aquella noche de duelo solitario, que eterna se le hizo dentro de un cuarto del hotel Numancia, en cuya cama se estuvo, más amodorrada que dormida, hasta sonadas las once. Al repique de la campanilla eléctrica, acudió el sirviente solícito y se plantó a media habitación sin quitarse la gorra de iniciales de nikel.

- ¿Le subo a usted un café? ¿Con veneciana o con mollete? -preguntó a la huéspeda.

- Como te dé la gana, me es lo mismo. Súbeme papel y pluma y que me llamen a un mensajero. Abre el balcón antes de irte..., no tanto..., así...

- De El Cosmopolita se lo traje, porque es superior -anunció el sirviente a su regreso cargado de azafate, taza, cafetera, azúcar y un pan francés rebanado a lo largo y untado de mantequilla-, figúrese usted que todos los toreros que en él se reúnen se lo aseguran al dueño... La mantequilla es de Toluca y el mollete me lo doraron al horno... ¿Arrimo una mesita o se lo sirvo en el buró...? Ya en el despacho llamaron al mensajero y pedí una pluma... ¿Fría o caliente para lavarse? -terminó después de alistar, muy práctico, el ponderado desayuno y de posesionarse de la jarra posada en el fondo de la palangana vacía. Santa no justipreció la charlatana índole del sirviente, aprobaba de antemano sus propuestas. Concluyó de empeorarle el humor -de suyo despacible en este despertar, que a modo de buenos días le dio en la memoria con la dramática escena de la víspera- el notar que contra sus deseos y más enérgicas voliciones de pensar sola y exclusivamente en su desgracia, en lo irreparable de la pérdida, en las virtudes de su madre, fuérasele el pensamiento hacia todos lados, rumbo a todas las cosas, aun las más triviales y ajenas a las que ella pretendía encadenarlo. ¿No acaba de largársele, oyendo las tonterías del sirviente hablador, camino de El Jarameño...? Y por oponerse Santa a los caprichos de su pensamiento, por empeñarse en sacarlo de ese camino en que se atascaba, mantúvose más minutos de los que quisiera pensando en el hombre ése...

Cuando de nuevo se apoderaron de ella sus melancolías, escribió cuatro palabras a su compañera la Gaditana:

... tengo encima una aflicción grandísima. A la tarde nos veremos, avísale a Pepa o a la misma Elvira y mándame con el mensajero el vestido más obscuro que encuentres en mi armario y un mantón negro de cualquiera de ustedes...

Cerró su carta y formó un lío con las ropas y el abrigo que portaba la noche anterior, quedándose entre sábanas, vuelta a sus soledades mentales, sin esfuerzo domeñó ahora su pensamiento, el que, domeñado, claro, enderezó los pasos a su pueblo, Chimalistac; a la blanca casita de su infancia; a su madre, sus hermanos, sus pájaros, sus flores; a sus comuniones anuales y matutinas en la capilla del villorrio, toda desconchada por fuera y dentro, carcomida su torre caduca, formándole al techo la hilera de nidos de golondrinas hasta su mitad empotrados y semejantes a botijos musgosos, un alero convexo; enderezó los pasos a los alrededores de su vivienda, a quintas y huertos de parientes y amigos. Miraba el conjunto por manera fantástica: unas cosas cerrando los ojos, otras, abriéndolos; mirábalo casi cual existencia de prójimo y no suya; sí, sí, bellísimo todo, pero qué distante, Señor, qué distante... mucho más allá de lo bueno y de lo malo, de sus purezas de doncella recatada y de sus liviandades de prostituta en boga, lejos, lejos, lejos... Lejanía tamaña ocasionábale interno júbilo; no regresaría a su pueblo ni a los demás, porque el regreso era imposible (¿acaso regresamos a los países del sueño?), pero no por maldad suya que oculto poder omnipotente castigara prohibiéndoselo... ¿Si se prosternara ante ese mismo poder oculto...?

- No, no, qué desvergüenza -masculló en las almohadas, escondiendo la cara en el embozo de las sábanas, cierta de que el oculto poder la atisbaba.

Fue una lucha corta, de gente vulgar que no ahonda teologías sino que se deja conducir por su instinto. Y su instinto sugeríale a Santa el encaminarse a un templo, encender un cirio por el alma de la finada, orar por su descanso eterno; cuanto recordaba que es de rigor ejecutar por los muertos. ¿Que estaba ella en pecado mortal...? Demasiadamente que lo sabía, mas la muerta era su madre y de rezarle tenía. ¿Había de rezarle en el...? ¡Qué horror, San Antonio de mi alma, qué horror...! ¿Le rezaría ahí, en un hotel, en la calle, en un coche...? ¡Qué impropio y qué disparatado! Por otra parte, habíanla ganado tales ansias de cambiar de vida... sí, de cambiar de vida, ¿por qué no...? ¿O sólo de eso se podía vivir...? ¿Cómo de muy diversos modos vivía tanta mujer, hasta con criaturas de nutrir y abandonadas igualmente de sus seductores...? Pues a imitarlás y a pegarse al trabajo, que fuerzas y salud poseía de sobra. ¿De qué trabajaría...? ¿De planchadora? ¿De lavandera? ¿De criada...? No, de criada no, por ningún salario. De lo que se presentara, en cualquier oficio... Y prosiguió bordando el plan de toda una existencia de arrepentimiento y enmienda, con la que se regeneraría poquito a poco, mucho más despacio que cuando se envileciera, pero lográndolo al cabo por remate a sus empeños. Cierto que la senda -aun antes de recorrerla-la amilanaba de puro espinosa y alfombrada de abrojos; cierto que entre proyecto y proyecto cruzaba la imagen de sus amigos preferidos, con los que no pecaba a disgusto; la de Rubio, que reiteraba su oferta de mancebía apartada; la de este mocito que la trataba como a prometida; la de aquel viejo que le exigía indecencias complejas que a ella la divertían; hasta la imagen de Hipólito cruzó la senda mística de salud infalible -que únicamente en el lastimado cerebro de Santa adquiría contornos reales-, la cruzó en un segundo, sin que la misma Santa entendiera por qué la cruzaba, dado que el ciego salía sobrando por idéntica manera en el próximo vivir que en el vivir actual, y dado que quien llenaba rato ha la senda en proyecto era El Jarameño... ¡Qué pesadez de hombre, con su persecución perenne...! ¿Conque sí, eh...? ¡Pues a desterrar intrusos, y de ser preciso, a darse de cabezadas contra las piedras del templo!

Como madurase su plan con los ojos cerrados, vuelta a la pared y asaz ensimismada, no oyó que el sirviente del hotel depositó en una silla los trapos obscuros y el mantón de negro burato, remitidos por la Gaditana. Se le antojó obra de ensalmo hallárselos tan cerca y por invisibles manos llegados, y resolvió su inmediata concurrencia a una iglesia. Iría, ya se ve que iría; y febrilmente, hinchados sus ojos con el mucho llorar y con el poco dormir, bañóse el rostro con el agua tibia de la jofaina, se vistió a las volandas, y extrayéndose de una de las medias un fajo de billetes, pagó su cuenta.

Las cuatro de la tarde serían; las calles del Refugio y del Coliseo Viejo veíanse henchidas de copia de transeúntes y muchedumbre de vehículos, empapadas del riego que sobre su piso de macadam desparramaban los carros regadores del ayuntamiento, y los criados de tiendas y almacenes, empapadas de sol, un sol poniente que se hundía tras las azoteas de la Casa de Maternidad, allá en la calle de Revillagigedo, que rompe la línea recta de olas de la Independencia y Tarasquillo, hacia las que Santa miraba.

Maquinalmente entróse Santa en la confitería de junto al hotel, servida por señoritas muy limpias y guapas, afables, con grandes delantales claros:

- ¿Qué apetece la señora...?

¿Que qué apetecía? Ser igual a ellas o como se las imaginaba que serían: honradas, trabajando un montón de horas, viviendo en familia, queriendo a su novio... Compró caramelos, por comprar algo, ruborizada, y provista de cartucho de dulces, no bien desfiló un alud de tranvías, cogió el callejón del Espíritu Santo, continuó por el de Santa Clara y doblando a la izquierda no paró hasta la reja del templo de ese nombre.

En el atrio, un mendigo estropeado le alargó la mano y Santa le dio un peso duro, subióse luego el mantón y se adelantó a la puerta, emocionada con los conjuros que el maravilloso mendigo le endllgaba:

- ¡Alabado sea el Divinísimo Sacramento...! ¡La Santísima Virgen de Guadalupe le dé a usted más, niña...!

Pisaba los umbrales a tiempo que estalló dentro del templo un gran repique de campanillas y que el órgano entonaba un himno formidable, imponente, con algo de extrahumano en sus sobrias melodías sacras... Sobrecogida, Santa se detuvo y por darse a sí misma un pretexto, por segunda vez fue al mendigo que ya levantaba el campo, y que al advertir a Santa, apresuró sus andares calculando que, regularmente, vendría a reclamarle el peso, por equivocación regalado.

- Oiga usted, oiga usted -tuvo que repetirle Santa-, también le regalo a usted éste, son caramelos -y le tendió el paquete.

Recatadamente, gacha la cabeza y entornados los párpados, realizando un supremo esfuerzo, penetró en el templo y conquistó un rincón, entre un confesionario y la tarima alfombrada de un altar lateral. Por su gusto habría penetrado de rodillas. Arrodillóse en su medio escondrijo, aturdida de la emoción y del repique de las campanillas que en unas ruedas de madera giraban impulsadas por los acólitos; anonadada, sobre todo, por el órgano que vertía y multiplicaba en la bóveda de la nave acentos de otros mundos, graves, temblorosos, sostenidos, casi celestiales, que a ella le producían bien y mal a un propio tiempo; bien, cuando los traducía como esperanzas de perdón; mal, cuando los interpretaba como certidumbre de fatal castigo; y en la una y en la otra vez, patentizándole con lo majestuoso y severo de sus notas, ¡cuán vil y desgraciada era, qué pequeña, qué débil, qué sola, qué mísera!

Acometiéronla entonces mayores ansias de orar, por eso, por desgraciada y vil; que -pensaba ella- el rezo se ha inventado para nosotros, los viles y los desgraciados, los que no supimos resistir y habemos más grande necesidad de cura... Con el objeto de alcanzar el Cristo del altar mayor, abrió sus ojos, a la par que escuchaba con deleite cómo el órgano, ahora, le reiteraba las promesas de un perdón excelso.

¡Señor Dios, y lo que vio!

Vio a un sacerdote, de espaldas al ara cuajada de cirios y de dorados, levantada la cortinilla de damasco del tabernáculo de cristales y ónices, empuñando una custodia de rayos tan vivos y deslumbrantes cual si estuviesen foIjados del sol que al través de los vidrios de la cúpula tamizaba áureo polen en las canas del padre, en los bordados de su capa pluvial y en los pliegues del humeral, el paño blanco de oro recamado, que posaba encima de sus hombros angulosos de viejo y con cuyas extremidades habíase envuelto sus entrambas manos impuras de hombre para sostener la custodia que atesoraba el Sacramento, y manifestaría en una conversión de su cuerpo, pausada y noble, a la adoración de los fieles prosternados.

Santa, en éxtasis, pidió mentalmente la muerte, olvidada de su vida y de sus manchas. Morir ahí, en aquel instante, frente por frente del Dios de las bondades infinitas y de los misericordiosos perdones. y retrotraída, de improviso, a sus prácticas de campesina católica, humilló la cerviz y se abatió en la tierra que besó, y besó, fervorosamente, con sus labios frescos y carnosos de hembra mancillada.

Advirtió apenas que el órgano enmudecía y las campanas callaban; que algunos fieles partían del templo, según se colegía de un rumor sordo de pasos. Escuchó en seguida que movían bancas y arrastraban sillas. Enderezóse y apoyando los codos en el reborde de la puerta del confesionario, muy esperanzada se puso a orar sus oraciones de rapaza, las que rezaba a dúo con su madre en la casita blanca de su pueblo. De consiguiente, no se fijó en la entrada de un batallón de chiquillas ni en una media docena de damas principalísimas -presidentas, secretarias y tesoreras de no sé qué cofradías-, que la miraban, la señalaban con el dedo y asistidas de un capellán de sotana y bonete, discutían con calor. No reparó en eso, no, ni tampoco era fácil que supiese que alguna de ellas guardaba en su conciencia faltas tan leves como un adulterio consentido por la aristocracia a que pertenecía.

Pero ellas sí la habían reconocido... ¿Quién la mandó atraer con sus hechizos de carne dura y sabrosa a padres, esposos e hijos? ¿Quién la mandó exhibirse en teatros y paseos, donde señoras y señoritas, cuyo alentar ignoraba Santa en su olímpico desdén de triunfadora que no admite rivales, habíanse aprendido de memoria sus facciones y su nombre?

La discusión concluyó por una arbitrariedad: llamando al sacristán y ordenándole algo muy imperiosa y austeramente, en alto los índices enguantados, las tocas y sombreros con las plumas temblorosas, el capellán con las manos en las sienes y las chiquillas inquietas mirando ora a sus protectoras ora a la mujer arrodillada, contra la que se disparó el sacristán:

- Se va usted a salir de aquí al momento -dijo brutalmente santa, que lo vio sin comprender lo que le decía, perturbada en su oración y en su ensueño místico.

- ¿Que me vaya yo...? ¿Y por qué he de irme? Usted no es el dueño de esta iglesia y en la iglesia cabemos todos, más los que somos malos.

- No me obligue usted a echarla a la fuerza -declaró el sacristán, persona ordinaria que se sabía protegido.

- Déjeme usted un rato más, por favor -rogó Santa-, estoy rezando por mi madre que ha muerto y porque a mí me perdone Dios...

- ¡Qué madre ni qué abuela! ¿Se va usted o llamo a un gendarme para que la saque...?

La amenaza del gendarme amedrentó a Santa. ¿La policía...? No, no. La policía era su dueño, su amo, su terror; a ella pertenecía, como todas las de su oficio, como todo lo que se alquila y como todo lo que delinque...

- Ya me voy -suspiró-, tiene usted razón, nosotras no deberíamos venir a estos lugares... ya me voy...

Y sin santiguarse, sin subirse el mantón que se le había bajado de la cabeza, seguida del sacristán que con fingidos enojos la contemplaba, Santa salió del templo y se arrimó a una de las columnas del atrio.

- No, aquí tampoco -decretó el celoso sacristán-, ¡a la calle, a la calle!

A la calle se dirigió Santa, obediente y muda. Y en la calle la examinaban con extrañeza las personas ayunas de lo acaecido. Sólo ella sabía por qué la expulsaban, sólo ella; era huérfana y era ramera, pesaba sobre ella una doble orfandad sin remedio.

Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo IIIPrimera parte- Capítulo VBiblioteca Virtual Antorcha