Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo IIPrimera parte- Capítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

SANTA

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO III


- ¡Bravo, Hipo, muy bien tocado! ¿Cómo dices que se llama...?

- Bienvenida -contestó el ciego sin abandonar el piano.

- ¡Pues, Bienvenida otra vez, anda! -gritaron en coro los visitantes del prostíbulo, siguiendo el bailoteo con las mozas.

La tal Bienvenida era, en efecto, una danza apasionada y bellísima, a pesar de su médula canallesca. En su primera parte, sobre todo, parecía gemir una pena honda que no dejaba adivinar totalmente los acordes y contratiempos de los bajos; luego, en la segunda -que es la bailable-, la pena vergonzante desvanecíase, moría en la transición armónica y sólo quedaban las notas de fuego que provocan los acercamientos; el ritmo lúbrico y característico que excita y enardece. Hasta cuatro veces obligaron a Hipólito a repetir su composición, en medio de aplausos explosivos y gritones.

- Esa danza es para mí, ¿verdad, Hipo? -aseguró Santa al músico, cuando se llegó al piano en busca del sombrero de aquél.

- Sí, Santita, ésta y otras dos que le tocaré luego, en cuanto los visitantes nos dejen; para usted son las tres -declaró Hipólito grave.

Santa realizó prodigios con el sombrero del músico en su poder, hizo una colecta excepcional, de casi media docena de duros. y sonándolos, contentísima, con sus manos los introdujo en los bolsillos de la americana del compositor, que continuaba de frente al piano, liando un cigarrillo con su admirable destreza táctil de ciego. Junto al oído, le murmuró:

- No piense usted que le pago con dinero, Hipo, pero es muy justo que éstos lo aflojen. Yo le agradezco a usted mucho que se haya acordado de mí... Créame, se lo agradezco mucho.

Sonrió el ciego, moviendo apresuradamente las cejas, sin responder; y como mientras preludiaba sobre el teclado un schottish se colocó entre los labios el cigarrillo encendido, no está averiguado si la lágrima que se enjugó con el dorso de una mano, habíala engendrado el agradecimiento de Santa o el humo del de Monzón, que trataba de penetrar en sus horribles ojos blanquizcos.

Por rara y mutua atracción, Santa e Hipólito simpatizaron desde que se conocieron; por supuesto una simpatía inconfesada y tímida, dado que en el medio en que ambos actuaban, es prohibido tomar a lo serio cualquier sentimiento ligeramente ideal, ¡qué no!, o se ama de verdad o se ama de fingido, resultando en ocasiones -las más- que ni esas pobres mujeres ni los hombres que con ellas viven en intimidad siempre relativa podrían asegurar cuándo de veras aman y cuándo de veras fingen. Hipólito y Santa simpatizaron, pero una vez el fenómeno producido y descubierto, entrambos ocultáronlo por recíproco acuerdo egoísta, ya que en lugar de ganar nada con que se enteraran las compañeras, él perdería la casa -¡y era una de las principales en el ramo!- y ella los mimos y consideraciones que le prodigaban la dueña y la encargada, no bien advirtieron que a Santa, por ser aún carne fresca, joven y dura, disputábansela día a día los viejos parroquianos y los nuevos que iban aprendiendo la existencia de tesoro semejante. Porque Santa triunfaba; había triunfado ya con sólo consentir que la desnudasen y bañasen con champagne en un gabinete reservado de la Maison Dorée, cierta noche que los miembros del Sport Club celebraron con cena orgiástica el hallazgo de esta Friné de trigueño y contemporáneo cuño.

A contar de la edificante cena, trocóse Santa de encogida y cerril, en cortesana a la moda, a la que todos los masculinos que disponían del importe de la tarifa, anhelaban probar. Más que sensual apetito, parecía una ansia de estrujar, destruir y enfermar esa carne sabrosa y picante que no se rehusaba ni defendía; carne de extravío y de infamia, cuya dueña, y juzgando piadosamente, pararía en el infierno; carne mansa y obediente, a la que con impunidad podía hacerle cada cual lo que mejor le cuadrase. Y aunque entre tantísimo caballero había padres de familia, esposos, gente muy adinerada y muy alta, unos católicos, otros librepensadores, filántropos, funcionarios, autoridades, como la muchacha tenía que perderse a nadie se le ocurrió intentar siquiera su rescate -¡que en este Valle de Lágrimas fuerza es que todos los mortales carguemos nuestra cruz y que aquél a quien en suerte le tocó una pesada y cruel, pues que perezca! Aquello fue un furioso galopar de personas decentes, respetables, alegres y serias, tras la muchacha recién caída; pero galopar agresivo, idéntico al de los garañones de las dehesas que, encendidos en bestial lascivia, nada los contiene ni nada respetan. Puede decirse que la entera ciudad concupiscente pasó por la alcoba de Santa, sin darle tiempo casi de cambiar de postura. ¡Caída!, ¡caída la codiciaban!, ¡caída soñábanla!, ¡caída brindábales la vedada poma, supremamente deliciosa... !

Santa, en sus adentros, y hembra al fin, sentíase halagada con esa adoración que trazas llevaba de no concluir nunca; y en vez de enfermar, sonreía -sonreía en su perenne desnudez impúdica, coronada la cabeza de negras crenchas con sus sonrosados brazos mórbidos- de aquel incesante desfile de hombres que se le acercaban trémulos y le aplastaban los labios con sus besos; que la ensordecían con juramentos susurrados y de instantánea duración, para luego despedirse arrepentidos de sus propios extremos, dejándole unas cuantas monedas sobre los muebles y en ella una mezcla de desdén y de ira hacia todos que no sólo le exigían las bellezas de su cuerpo sano y macizo, sino que los amara, que los amara.

- ¡Amame! -imploraban entre billetes de banco y rabiosas caricias-, ¡ámame un instante a lo menos!

¡Amarlos...! ¿Y cómo había de amarlos, si el primer tunante con quien tropezó dejóla sin el menor deseo de que la aventura se repitiese? ¿Acaso los hombres merecen ser amados...?

Mientras hallaba respuesta que satisficiese su duda, persistía el desfile de masculinos, la lluvia de monedas y caricias; persistía su buena salud resistiendo a maravilla esa existencia de perros. Santa embelleció más aún; excesos y desvelos, cual diabólicos artífices empeñados en desatinada junta, en vez de arruinar o desmejorar sus facciones, hermoseábanlas a ojos vistas, que hasta las palideces por el no dormir y las hondas ojeras por el tanto pecar, íbanle de perlas a la campesina. Lo que sí perdía, y a grandísima prisa por desgracia, era el sentido moral en todas sus encantadoras manifestaciones; ni rastros quedaban de él, y por lo pronto que se connaturalizó con su nuevo y degradante estado, es de presumir que en la sangre llevara gérmenes de muy vieja lascivia de algún tatarabuelo que en ella resucitaba con vicios y todo. Rápida fue su aclimatación, con lo que a las claras se prueba que la chica no era nacida para lo honrado y derecho, a menos que alguien la hubiese encaminado por ahí, acompañándola y levantándola, caso que flaqueara. En los instantes -cada día más raros- en que oleadas de remordimiento la asaltaban y entristecían, entraba en fugaces coloquios consigo misma; pero por mucho que volvía el rostro dispuesta a pedir auxilio, a modo de persona que se ahoga, sólo contemplaba a entrambas orillas de su vivir gente que se encogía de hombros o que se esforzaba porque de una vez se ahogara y con ello desapareciese la tentación lindísima de su cuerpo. Entonces, los remordimientos desvanecíanse, se esfumaban los incompletos recuerdos de su catecismo, de su niñez y de su madre, y víctima de sus propios instintos, se abandonaba con indolencias y fatalismos de odalisca a lo que disputaba por su mala suerte. ¿Que dónde finalizaría con semejante vida...?, ¡pues en el hospital y en el cementerio, puerto inevitable y postrero en el que por igual fondeamos justos y pecadores! Mas de aquí al término, recetábase un puñado de lustros en el que disfrutaría de salud y de belleza, la belleza y la salud que se conocía de coro con tanto lucirlas y bañarlas y venderlas. Esto por lo que a la materia mira, que en lo que al espíritu atañe, si es cierto que se declaraba delincuente en grado sumo, secretamente contaba con que le sería concedido, puesta ya en las últimas, tiempo bastante para desagraviar a El a quien minuto a minuto agraviaba y cuyo nombre ni a solas pronunciaba por supersticioso temor.

- No debemos mencionarlo nosotras, ¿verdad Hipo? -le preguntó al pianista, a la sazón que una de las mujeres de la casa, hecha un mar de lágrimas por inmensa desgracia que la afligía, invocábalo sin cesar.

- Pues oiga usted, Santita, eso es difícil de resolver... Ahí tiene usted a la Magdalena...

- ¿Qué Magdalena...?

Ni Hipo lució íntegra su erudición, porque unos parroquianos ebrios interrumpieron la consulta, ni aunque la luciera convence a Santa, que se aferró a no mentar el divino nombre para no profanarlo con sus labios impuros.

En cambio, y con aquel instinto femenino que raramente se equivoca en adivinar a quién agrada y a quién no, Santa fue intimando con Hipólito, cobrándole un afecto extraño, más que simpatía y mucho menos que amor. Hasta sufría junto a él, junto a su precipitado movimiento de cejas, junto a sus horribles ojos blanquizcos de estatua de bronce sin pátina, que no obstante no ver, diríase que miraban, que la miraban a ella sobre todo, cuando él se los clavaba con espantosa inmovilidad, como si confiase en que por tal manera se operaría el imposible prodigio de recuperar la vista, o como si pretendiese grabar en sus monstruosos globos sin iris las facciones de esa mujer'que presentía bella y joven. Santa sufría y, sin embargo, se le acercaba procurando desviar el rostro para no encontrarse con la mortecina luz de aquellos ojos que casi la miraban con algo de súplica desesperada por no poder mirarla. Y lo que es conversar, gustosísima conversaba con él y aun sometía a su experiencia de veterano en libertinaje, algunos problemas que por novicia en la prostitución resultábanle complejos e insolubles.

Así dio principio la buena y mutua amistad, acudiendo Santa a quien más sabía, e Hipo enseñando a la ignorante su crecido caudal de conocimientos turbios. Los pocos ratos que a Santa dejaban libre sus quehaceres, consagrábalos al comercio del músico; y a media voz, cuando'él no manoteaba en el piano, en voz fuerte cuando ejecutaba sus habilidades, salían las preguntas y las respuestas, los sabios consejos y las reconvenciones tímidas; unas y otros fragmentarios, dislocados pues a Santa la reclamaban sin cesar, a Hipólito le exigían que tocase horas enteras y los importunos se acercaban a interrumpir la confidencia y a trocarla en cháchara sin sustancia ni miga. En cuanto vuelven a hallarse solos, reanudan el hilo roto y, lentamente, van simpatizando; Santa experimenta conmiseración y pena hacia su mentor -que no parece que padezca lo que padecer debía-, y el mentor siente estremecimientos fugitivos cuando su nueva amiga se le aproxima demasiado o apoya sobre sus espaldas los torneados brazos que han servido para conducir el mugriento sombrero del pianista y arrancar dádivas monetarias a la clientela de la casa. En ésta se suena que el tal Hipo es un granuja de marca mayor, un sátiro impenitente, y las muchachas lo embroman, intentan correrlo:

- ¡Ah, pillo!, ¿conque te has prendado de Santa...?

- ¡Y de ustedes también, a todas me las comería de un bocado, aaah...! -y abre la bocaza, repite por millonésima ocasión una mímica fantástica espantosa que le es familiar y que el mujerío acoge con carcajadas, gritos y conjuros.

Una noche en que la demanda había sido floja y que las chicas se tumbaban en los canapés, sacaban solitarios de naipes o dormitaban en los rincones, aguardando la hora de disponer a su antojo de sus personas, Pepa, como cualquiera matrona de buen vivir, púsose a tejer una bufanda de estambres para su Diego, e Hipólito y Santa junto al piano siempre, hablaron por la primera vez de cosas serias, de sus existencias respectivas nada menos. Ya Santa despepitó su historia, enterita, y ahora se ha encaprichado porque Hipólito le cuente la suya. El músico se resiste.

- No, si no es que no quiera, es que se va usted a entristecer, y yo de paso...

- Bueno -replica Santa, fingiendo enojos-, nada me cuenta usted, pero mañana no me pida ni que le hable...

- ¡Eso nunca, Santita, por lo que usted ame más...! Escuche usted, sí, bien cerca, para que no nos oigan...

Luego de reconcentrarse un momento y de chupar nerviosamente su cigarrillo, comenzó:

- Figúrese usted, Santita, yo no conozco luz ni padres...

E hizo una larga pausa, los párpados cerrados; el cigarrillo, de chuparlo tan aprisa, le chamuscó el bigote.

- ¿A sus padres de usted tampoco? ¿Y por qué? -inquirió Santa azorada.

- A mi padre porque me sospecho que jamás se preocupó de mí, y a mi madre porque con esta ceguera condenada no la veía, y aunque la hubiera visto, se me habría olvidado... nos separamos cuando yo era un niño y ella estuvo forzada, por sabe Dios qué, a abandonarme en la Escuela de Ciegos...

- ¿Dice usted que lo abandonó su mamá siendo usted ciego y muy chiquito...?

- ¡Ah!, ¡pero yo la perdoné, al hacer mi primera... y única comunión!

Un nuevo silencio interrumpió la charla a media voz; Santa llegó hasta la vidriera del balcón y estrujó las cortinas, Hipólito volvió a cerrar sus ojos blanquizcos, apretándolos más sin advertirlo.

- ¡Hipo!, por tu madre, toca algo, que naiden se ha muerto -prorrumpió la Gaditana, malhumorada porque los solitarios que tiraba de la baraja salíanle adversos. Hipólito preludió un vals.

- ¿Cuántos años tenía usted cuando se separaron? ¿No se acuerda usted? -le preguntó Santa, por encima del hombro.

- Seis o siete a lo más, todavía lloraba mucho, por cualquier cosa...

La primera parte del vals brotó de las manos del ciego, acompasada y voluptuosa.

- ¿Y dónde fue la separación, Hipo?

- Verá usted. Como además de ser chico era ya ciego, no me apartaba de mi madre ni para jugar ni para comer... Sentábame en su regazo, y la comida me la ponía en la boca anunciándome antes lo que iba a comer... Yo, claro, muy torpe, por chiquillo y por ciego, derramaba la sopa, el agua... a veces, mordía el aire equivocando las direcciones, y ella, supongo yo que lloraba, pero tan quedo que no me lo parecía, y le preguntaba qué eran unas gotas tibias que sentía resbalar por mis cachetes... tardaba en responderme, y las gotas dale que dale, mojándome la cara, hasta que a mí me invadía una tristeza tan grande, Santita, que dejaba de comer y en mi media lengua, ¡lo recuerdo perfectamente!, la interrogaba en forma, anhelando conocer algo más que su voz y sus lágrimas... ¡Dime, mamacita -le decía-, dime cómo eres tú y cómo soy yo!

Santa, con los ojos muy brillantes, se sonó con estrépito sin chistar palabra.

La segunda parte del vals, mucho más alegre y ligera que la anterior, se escapaba de los amarillentos dedos de Hipólito, que la perseguía por entre las teclas enlutadas y blancas del piano.

- Un día -continuó el músico- mi madre me besó muchísimo, mucho más que de ordinario, y mudándome dé limpio cargó conmigo... Sollozaba tanto que me asustó y me abracé a su cuello, en su hombro escondí mi cabeza y pegando mis labios a su oído le pregunté a dónde me llevaba...

- Voy a llevarte a un colegio, para que aprendas varias cosas y para... No pudo seguir, me abrazó más de lo que yo la abrazaba a ella, y su llanto, que ya no trató de disimular, me empapaba el rostro... Y si viera usted, Santita, sentí lo mismo que si por dentro se me rompiera algo, una sensación desconocida, de dolor y de miedo...

- ¿Y no viviré junto a ti? -averigüé aterrado.

- No -suspiró-, pero iré a visitarte dos veces a la semana y te llevaré juguetes y dinero para que compres dulces...

- Entonces, ya no me quieres -le repuse-, y ya no podré andar ni comer, porque careceré de tus manos y las mías no me sirven... Y también yo me eché a llorar, y a falta de ojos con qué mirarla, olía yo a mi madre, la respiraba como un perrito, para despedirme... Me rogó que me callara...

- Cállate, por Dios, criatura, que te oye la gente...

- ¡Y ella, se lo juro a usted, ella lloraba más que yo...! Anda y anda, al fin nos detuvimos en la Escuela de Ciegos... A besos me enjugó mis ojos sin vista y apoyándose, calculo que en la pared, murmuro:

- ¡Aquí si supieras por qué te traigo... si supieras... me absolverias...

Santa temblaba. Una de sus compañeras mandó traer un ponche de ron, bien cargado y bien caliente. La tercera parte del vals, lenta, desfallecida, melancólica, se esparció por los ámbitos de la sala del prostíbulo.

- ¿Y después? -interrogó Santa, contemplando tontamente por la abierta tapa superior del piano cómo los martinetes golpeaban las cuerdas metálicas.

- Nada, que en el colegio aprendí a leer, pero no crea que en libros, yo aprendí a leer con los dedos... sí, con los dedos pasándolos sobre unas letras de relieve. Aprendí a tocar piano y aprendí a sufrir, porque antes, ni con mi ceguera sufría; la vecindad de mi madre, su voz, sus caricias me representaban el universo. Si es cierto que yo no veía, ella veía por mí, ¿qué mejor...? A su modo me explicaba las cosas, los animales, las personas; me hablaba de colores, me describía las flores, el campo, ¡hasta las nubes...! ¡Qué digo las nubes, hasta el mismísimo sol.! Por ella sé que es azul el cielo y verde el campo; y aunque ignoro lo que es azul y lo que es verde, acá en mi cabeza me he fabricado mi paleta y cuanto yo considero se me figura que lo considero más bello de lo que es en realidad... como que al imaginármelo revivo a mi madre, que fue para mí, y seguirá siéndolo, más linda, pero mucho más linda que el cielo azul y que el campo verde y que el mundo entero. Y repare usted en que mi madre me visitó apenas; durante las primeras cuatro o cinco semanas de mi cautiverio, ahí estaba, tempranito, todos los jueves y domingos, cargada de golosinas, de lágrimas y de cariño que por igual me repartía. Contábale yo, cuando de llorar nos cansábamos, mis progresos en la lectura, en la música y en la pasamanería; escuchábame ella apretándome contra su seno, del que con sacrificio inmenso me desprendía la campana que ponía término a la visita... De repente, faltó un domingo y un jueves y otro domingo, ¡con qué ansia la esperé, Santita!, sentado en un rincón del patio, el más solitario, para que ni el eco de lo que charlaban y reían mis compañeros con sus familias, aumentasen mi pena... Era yo inocente a un grado, que me propuse guardar en mi pañuelo aquel mi llanto, con objeto de que a ella, al tocarlo y sentirle mojado, no le quedara duda de lo que la idolatraba; pero, ¡calcule usted!, el llanto que guardase se evaporó -todos los llantos se evaporan-, pregÚntele usted a uno que sepa de esto... Yo, lo que creo, es que nuestros dolores también se evaporan.

La coda del vals se extendió rítmica y quedamente en el teclado; la moza del ponche apuraba éste a pequeños sorbos, y Pepa, la encargada, recontaba sobre su falda un fajo de billetes de banco. Santa dibujaba con un dedo figuras extrañas en el polvo finísimo que cubría la tapa superior del piano.

- Luego -insistió Hipólito-, hasta que no ajusté catorce años, una vida incolora, o negra, como dicen ustedes los que ven; muy educados mis cuatro sentidos, el tacto principalmente; muy encallecido el corazón, acostumbrándose a latir y no por querer -¿querer a quién, si nadie me quería a mí...?- En la memoria, mi madre; en la mano, un bastón que a fuerza de guiarme y defenderme, llegué a considerar mi amigo único; hacia atrás, todo negro; hacia adelante todo negro; inválido, miserable, pobre, sin ilusiones, sin esperanzas, sin cariño; condenado a perpetua cárcel, ya en la escuela, ya en un asilo, o a morirme de hambre si pretendía valerme a mí mismo... a menos que una alma caritativa no me sacara del colegio y me llevara consigo, para utilizar mis conocimientos de pasamanero o de músico. Y así sucedió; un señor, Primitivo Aldábez, dueño de una tapicería de barrio, dolido de mi ceguera y asombrado de mi maestría en obra de pasamanos, llenó los requisitos de ley y me sacó del colegio, previo consentimiento mío que sin titubear otorgué, ansioso de variar de rumbo...

- ¡Gracias a Dios! -exclamó Santa, cual si se librase de un gran peso.

- No muchas, Santita, no muchas, porque al poco tiempo...

Y a la par que el vals, de retorno a su primera parte, moría y era sepultado en las teclas por las manos de Hipólito, acentuando los compases finales, dejóse caer en la casa una nube de visitantes; con lo que el pianista reservó para mejor ocasión lo que de su autobiograña faltaba, y Santa, aunque en curiosidad ardía, tuvo que ir a agasajar a los recién venidos. La sala despertó.

De la noche ésta databa la amistad de Hipólito y de Santa, la dedicatoria de las tres danzas: Bienvenida, Te esperaba y Si te miraran... con las que se acrecentó la reputación del pianista y la simpatía de Santa: el palique diario; las consultas de ella y los consejos de él. Por lo que cuando se presentó en escena el primer enamorado serio de Santa, aquel señor Rubio de apellido y de cabello, que las demás mujeres del establecimiento habrían apetecido para sí, nadie se interiorizó de la ocurrencia antes que Hipólito.

- Hipo -le dijo Santa-, Rubio me ofrece ponerme casa si yo me comprometo con él, ¿qué me aconseja usted?

¡Caramba, con el temblor nervioso que a duras penas pudo dominar el filarmónico al oír el secreto!

- Pues, Santita, ahí sí que no caben consejos... ¿Usted lo quiere?

- Es un caballero muy fino, Hipo, a usted le consta cómo me trata delante de la gente. ¡Si viera usted cómo me trata a solas!

- Y yo qué diantre tengo que ver, si soy ciego y casi me alegro de serlo, es decir, que me alegro... ¿usted lo quiere Santita?

- ¡Querer! ¡Querer...! ¡Hay muchos modos de querer..., aunque mueva usted la cabeza, muchos, muchísimos!

- Bueno, entonces márchese usted con él, que al fin y al cabo con alguien había de ser, es lo infalible.

- ¿El qué es lo infalible...?

- Eso, el apartamiento del burdel. Sólo que el burdel es como el aguardiente y como la cárcel y como el hospital; el trabajo está en probarlos, que después de probado, ni quién nos borre la afición que les cobramos, la atracción que en sus devotos ejercen... Usted regresará a esta casa, Santita, o a otra peor... Ojalá y no, no se incomode usted, que le deseo lo contrario, pero en ocasiones, no sabe uno... ¿Por qué no aguarda usted unos meses más? Lejos de perder, quizá gane, y si el señor Rubio desespera, y vuelve las espaldas, probará que únicamente sentía un capricho por usted. ¡El que de veras ama, nunca se cansa de aguardar! Además, hoy por hoy, ¿qué necesita usted? Salud le sobra le sobran marchantes, buenos modos de Elvira y de Pepa, aprovéchese usted, hágase pagar a peso de oro, y siga la rueda.

Lo que siguió, por lo pronto, fue la cátedra del pervertido de Hipo, que, compenetrado con el falso criterio dominante en el mundo en que actuaba, predicaba las peores atrocidades con una inverecundia mayúscula. Y siendo cual era una entidad moral superior a la de Santa, la sugestionó a un punto que el tal Rubio, no obstante el sinnúmero de circunstancias que en su favor militaban, hubo de avenirse con lo que la chica quiso concederle; preferencias manifiestas en público; dos noches íntegras en cada semana, desde temprano, con teatro y cena; el remedo de una mancebía tan frecuente entre esas mujeres, cuando están de moda, y los hombres todos cuando ya no lo están; Hipólito, a guisa de oculto consuelo, dirigía la comedia; y por oculto, no pudo destruir, también, las redes que mañosamente venía tendiendo a Santa el afamado y valiente Jarameño, matador de toros de cartel, contratado en la propia península y que domingo a domingo causaba las delicias de los aficionados mexicanos en la plaza de Bucareli. Por su largueza en el gastar y por su gracejo en el decir, fue admitido en la casa de Elvira, que no abrigaba mucha devoción que se diga hacia la gente de coleta.

- Pegan y no pagan -solía predecir a sus educandas, que se bebían los vientos por ellos a causa de defectos tales-, y lo que es peor, ahuyentan señoritos.

Con El Jarameño los sucesos pasaron de manera diversa. En primer lugar, lo llevaron a la casa los señoritos de más viso; en segundo, él trató los pesos duros a modo de granos de anís y a las muchachas todas a modo de pesos duros; gastó al igual de sus encopetados amigos, propinó sirvientes, gratificó al pianista, y cuando se adueñó de la guitarra, entonces sí que la victoria se consumó y que las mozas, españolas en su mayoría, batieron palmas y lo premiaron con besos, más encaminados a acariciar la tierruca perdida que a enamorar a aquel paisano de afeitado rostro macareno. El Jarameño fijóse desde luego en Santa, porque no sólo valía la pena sino porque era la solicitada de los niños finos; un relámpago de deseo, que hizo hervir su sangre árabe de vencedor de hembras.

- Diga usté, salecita del mundo -le preguntó con exagerado cecear andaluz-, ¿usté no tiene cortejo...?

Y mientras respondíale, la sujetó por una muñeca con garra de hombre fuerte, pero sin lastimarla, al contrario, acariciándola con esa misma fuerza que se mostraba apenas y prometía un apoyo hercúleo, primitivo, bestial. La miró fijamente, con fijeza de hipnotizador, hasta que Santa, subyugada por esa voluntad, lo miró también, turbadísima, a pesar de la risa fingida a que apeló para responderle:

- ¿Y a usted qué le importa, hombre, que yo tenga lo que tenga? ¿Qué es eso de cortejo...?

Soltóla El Jarameño sin enojos ni ira, así como quien suelta delicado trasto ajeno que de lejos nos gusta y de cerca nos desagrada; cogió de nuevo la guitarra, y entre cañas y palmas, se arrancó por lo hondo con el melancólico repertorio flamenco:

Dos cosas hay en el mundo
que la vida costar pueden...

Herida Santa en su vanidad por el mal disimulado desvío del torero, que no volvió a parar mientes en ella; impulsada por repentina antipatía, esmeróse en prodigar a los señoritos que se la disputaban, halagos y mimos; se sentó encima de éste, bebió en la copa de aquél, consintió en que la descalzara el de más allá, rompió una botella aún sin descorchar, y haciendo mil visajes, le pegó dos chupadas al puro de otro. La juerga subía de punto. Exigióse que Hipólito tocara para ellos solos en el saloncito privado que ocupaban, y se nombró una comisión de dos miembros, bastante chispos por cierto, que fueron y obligaron a Elvira a dejar su encierro impenetrable de señora y dueña de harem, y apurar en su buen amor y compañía de un vaso de lo que le diese la gana. Alguien propuso, en medio del desorden progresivo, un paseo para el día siguiente, en carruajes de alquiler y en unión de las muchachas.

- Elvira no se opondrá, se los garantizo a ustedes, y llevaremos a El Jarameño, ¿quieres oír el grito con nosotros?

- ¿Qué grito, gacho? ¿Vamos a gritar mañana más de lo que estamos gritando ahora...?

Con hipos, risotadas e ignorancias se le explicó el logogrifo; no se hablaba de un grito cualquiera, hablábase de uno especial y único con que el pueblo conmemoraba su Independencia.

- Es el grito con que les echamos a ustedes, los gachupines -terció el pianista, agresivo.

- ¿Y cuándo nos han echado a nosotros de ninguna parte? -replicó orgulloso El Jarameño.

- ¿Cómo cuándo...? Cuando los echamos de México... hace años -sentenció el sabihondo de los calaveras.

- ¿Sí...? Pues yo no oigo esos gritos, ¡qué corcho!, contármelo vosotros después...

- Jarameño, ¡que te pones tonto!, ¿vas a reñir por vejeces bárbaro? Son cosas que pasan y sanseacabó. Ya todos somos uno, y ustedes aquí, más, ¿quién te ha maltratado?, ¿no ganas aplausos y dinero?, ¿no miras miles y miles de compatriotas tuyos que ni a tiros se marcharían, de lo contentos que se hallan...?

- ¡No, lo que es de ser cierto, sí que lo es... ea!, dispensar y contar conmigo mañana. ¡A ver, patrona, manzanilla, que un español convida a beber por España!

Se apaciguaron los ánimos, se gritó y se pateó. Hipo, con objeto de imprimir carácter al general avenimiento preludió la marcha torera de La Giralda, la que, sin embargo, no obtuvo mayoría de sufragios y hubo que apelar a la clásica de Cádiz, coreada hasta por Elvira y sus pupilas:

¡Viva España!
Que vivan los valientes...

El Jarameño cubrió la boca de la caña con la palma de la mano, golpeóse el pecho con ella, trocando el líquido en millones de burbujas de oro, y se la alargó a Santa:

- ¡Beba usté por mi tierra, gloria morena, que yo voy a beber por usté y por la suya!

El proyectado paseo acabó de tomar forma, pagándose previamente a Elvira la ausencia de las chicas que lo aceptaron; f1jóse el número de simones destinados a alojar, cada uno, dos parejas; los más beodos determinaron pernoctar desde esa misma noche, y El Jarameño, muy del brazo de un marido que no estimaba cuerdo reintegrarse al tálamo cuando ya la luz era salida, se despidió de la concurrencia. ¿Qué instinto guió a Santa a acompañarlo hasta la puerta de la calle...? El diestro, sin desasirse del casado precavido, pidióle un beso que no le negaron.

- ¿Qué noche dormirás conmigo, Santa? -le preguntó al oído, serio.

- ¿Contigo...? ¡Nunca! -repuso Santa así que lo reflexionó.

- ¿Tanto me aborreces?

- Ni tanto ni nada, pero te tengo miedo.

El ciego Hipólito, que salía detrás y escuchó la declaración de Santa, no pudo reprimirse:

- La felicito a usted por su conquista, Santita -sentenció en sarcástico tono, a la par que con la contera de su bastón despertaba a su lazarillo, acurrucado en el sitio de costumbre-, no vale hombre ninguno lo que el último de estos individuos de trenza ...

Muy a mal tomó Santa el desahogo del músico, cual si éste tuviese derechos adquiridos y la hubiera sorprendido en flagrante delito de infidelidad. ¿Por qué echarle en cara lo de la conquista de El Jarameño, cuyas propuestas había rechazado y que de veras le inspiraba miedo, miedo extraño y meramente físico, de organismo débil e indefenso que se presiente amenazado de lastimamientos corporales...? De otra parte, ¿dónde estaban los derechos de Hipólito...? ¡Lo que es ella no habíale otorgado ninguno, y ahora menos! Ya que era esclava de todo el mundo, ya que no se pertenecía, defendería su corazón -en el dudoso caso que algo le quedara de él- y que se conformaran con su cuerpo magnífico, resistente, desnudo de ropas y desnudo de afectos; que en él saciara el público su lascivia inmensa, feroz, inacabable; que unos se lo bendijeran y besaran, y otros se lo magullaran y maldijeran..., pero que le dejasen el corazón, las lágrimas, los recuerdos, lo que llevaba escondido por dentro y que le rebullía cuando como esa noche excedías e en beber... Y en cuanto a Hipólito y a El Jarameño, a éstos ni su cuerpo que se alquilaba, y así le ofrecieran pagarle doble o triple, no, a ningún precio: a Hipólito, porque de pura lástima podía quererlo, y a El Jarameño, porque de miedo queríalo ya. Y oprimiéndose el pecho con entrambas manos, para no regar por el suelo con el inseguro andar de la borrachera sus lágrimas escondidas, sus escondidos recuerdos y su escondido corazón, volvió a subir las escaleras, torpemente, y torpemente bebió más, dejándose conducir a su perfumado cubículo de bacante, por uno de aquellos señoritos que olía a vino, le estrujaba el seno y le tartamudeaba galanterías obscenas.

Tristón y metido en nubes amaneció aquel 15 de septiembre, por lo que Santa y su parroquiano despertaron -cerca del mediodía- calculando que el anunciado paseo nocturno no se llevaría a cabo, a causa de la lluvia amenazante. Y frente a la tremenda perspectiva de pasar juntos tantas horas, sin una miaja de estimación o de amor que la hiciese caminar de prisa, no escondieron su fastidio, antes mostráronlo a las claras; él, desperezándose y revolviéndose bajo las sábanas tibias, ajadas y malolientes, y Santa, registrando un cajón de su cómoda, segura de no descubrir nada, supuesto que nada buscaba. Hablábanse poco, sólo lo indispensable para zaherirse con pullas o embozadas injurias, como si después de una noche de compradas caricias hubiesen recordado de súbito que, exceptuando la lujuria apaciguada de él, no existía entre ellos más que el eterno odio que, en el fondo, separa a los sexos. Una mutua repugnancia subía a sus ojos, salía con sus palabras; los dos paladeaban el nauseabundo dejo del alcohol y del placer venal que nos deprimen y abochornan en cuanto sus efectos se desvanecen. Y si a Santa -cuyo camisón resbalándose aquí y allí puso al descubierto fragmentos de su cuerpo trigueño- no le importaba que su enamorado de unos momentos la contemplase o no, ni mucho menos trataba de excitarlo, la verdad es que el prójimo tampoco miraba siquiera, y ahíto de esa carne que todo el mundo saboreaba, volvióse del lado de la ventana y al través de sus visillos miró hacia las nubes.

- Si me obsequias con un café -exclamó al fin-, te convido a almorzar en el Tívoli.

Santa reprobó la idea, tenía que bañarse, que ir a la casa de la modista.

- Ve tú con algún amigo, y a la noche nos reuniremos. ¡Anda, que se te quite la pereza, levántate!

En un periquete se alistó el cliente, que no supo sentirse libre a tan poca costa, y de despedida besó y abrazó a Santa, que pasivamente se prestó a ello.

Luego, a solas ya, abrió la ventana, echóse un chal en las espaldas y se sentó en el canapé cruzando las piernas y balanceando la que le quedaba con un pie en alto.

¡Siempre igual...! Siempre estos despertares helados, desconsoladores, espantosos, en los que a una protestaban su cuerpo cansado y algo que sin ser su cuerpo lo parecía, porque en los interiores de éste se le quejaba... Siempre estos desencantos y este asco de continuar la misma vida fatigante e insípida, a las veces cruel, obligándole a compartir el placer genésico con quien menos lo apetecía... Siempre estas ráfagas de arrepentimiento al despertar únicamente, y después, en el curso del día, una lenta connaturalización con esa propia vida, un convencimiento de que ya jamás podía aspirar a otra..., hasta cierta desgana de intentarlo, una conformidad fisiológica de concluir en ella... ¡Vaya, tonterías y sólo tonterías...! Con algún tiempo más, sería como sus compañeras, lo que hacíale falta para endulzarla era un querido, pero un querido que quisiera... y en rápida revista mental consideró la legión de hombres que le habían jurado amores, ¿por qué El Jarameño triunfaba si acababa de conocerlo; por qué Rubio, el caballero decente que le prometía casa, también la atraía; por qué Hipólito, que jamás le dijo sílaba que a achaques del querer se refiriera, interponíase entre ella y los pretendientes, y la miraba, la miraba sin verla, con sus horribles ojos blanquizcos, de estatua de bronce sin patia...?

Puntuales cual acreedores y en compañía de El Jarameño, a la hora fijada presentáronse en el antro los organizadores del paseo, y a la par suya estacionáronse al borde de la acera, por su cuenta y orden, cuatro simones de bandera amarilla, de los que el público ha bautizado de calandrias.

¡La gresca que se armó en la vivienda! Ahora todas pedían ser de la alegre partida, y se bromeó, se ajustaron onerosos contratos, se aumentó la caravana y se hizo venir otra calandria que resultó desvencijada, mugrienta, gemidora, y con un par de sardinas que ni para el redondel servían -según autorizado dictamen de El Jarameño.

Partieron los carruajes en línea recta y uno tras otro, cuando la iluminación de la ciudad comenzaba, a tiempo que los enormes focos municipales que se mecen en las esquinas y a la mitad de las calles -mezclados a las innúmeras luces incandescentes que cubrían caprichosamente las fachadas del comercio rico, y a los humildes farolillos de vidrio o papel con que adornaban las suyas los mercaderes pobres y los particulares ídem- prestaban a la metrópoli mágico aspecto de apoteosis teatral. Desde que desembocaron en la ancha avenida Juárez, divisaron las calles de San Francisco y Plateros rebosantes de luz, sin transitar de vehículos, insuficientes para encauzar entre sus dos aceras aquel encrespado y movedizo mar de gente que se encaminaba a la Plaza de Armas. Por sobre las cabezas, veíanse, aquí y allí, chiquillos del pueblo encaramados en las espaldas del papá; guitarras que parecían caminar sin dueño, caídas de lo alto, y flotar a la ventura encima de esas ondas revueltas, policromas, incesantes. Avanzaban los coches paso a paso, y al llegar a la esquina del Puente de San Francisco, la impenetrabilidad de la masa y la prohibición de los gendarmes de a caballo de seguir adelante, los forzó a detenerse y consultarse respecto de la ruta que habrían de adoptar. Santa -del pueblo al fin- opinó por una caminata a pie, confundidos con la turba que casi rebosaba de las aceras y del arroyo; pero sus compañeras, españolas, atemorizadas frente al monstruo -cuyos coloquios, silbidos, exclamaciones, gritos y risas eran la perfecta imagen de un huracán-, se opusieron decididamente, mejor renunciaban al paseo. Los hombres tampoco aprobaron la idea, pues no les halagaba ir desde luego a la Plaza, y empaquetados dentro de los incómodos simones aguantar el concierto de todas las bandas militares de la guarnición reunidas, y toca que toca de las nueve a las once. Mejor cenar, aprisita, y después de la cena, al Grito.

- ¡Café de París, tú! -ordenaron al cochero de la calandria que encabezaba el séquito.

Las calles de la Independencia, a las que salieron luego de atravesado el callejón de López, también alimentaban su océano, con agravamientos de tranvías y carruajes, que a modo de pequeños barcos sin timón, circulaban trabajosamente, ora con pausas o detenciones que eran saludadas con la algazara de sus tripulantes, ora con repentinas embestidas que hendían las olas y abrían un surco borrado al minuto por el flujo y reflujo de la multitud que los silbaba amenazadora, agresiva, con manifiestas ganas de armar bronca.

- ¡Fuera coches...! ¡Abajo los rotos... !

Sólo los tranvías -atestados de pasajeros, de linternas de colores y de ruido metálico- cruzaban ese mediterráneo, con imponente majestad de acorazados, implacable y derechamente; el cuerno del mayoral sembrando alarma con su ronco berrear entrecortado, y el cascabeleo de las mulas suministrando gratis una nota alegre y juguetona. Por la atmósfera, matrimoniados y neutralizándose, acres olores de muchedumbre, resinosos aromas de fogata y una brisa tibia, que purificaba el aire, agitaba banderas, colgaduras y faroles, y apresurada barría las nubes, allá arriba, poniendo al descubierto un cielo estrellado, voluntario contribuyente con todos sus astros a la patriótica iluminación de la vieja ciudad americana.

Al fin dieron con sus cuerpos en un gabinete alto del Café París, donde por tradición de calaveras profesionales mandaron preparar una cena de mariscos, que las mozas, por ser quienes eran, creyéronse obligadas a gustar aunque no fuesen partidarias de cangrejos, camarones y demás bichos tan incómodos para desmenuzarlos y tan ingratos para sus paladares poco educados de hembras ordinarias y en el fondo zafias. El Jarameño pidió costillas y una ensalada.

- A mí me trae usté unas chuletitas -dijo al camarero y volviéndose a sus amigos, agregó:

- No, no reírse, es que cuando como de eso -y señalaba una hermosísima langosta cuyas antenas se salían de la fuente-, me parece que me lo trago vivo y que me aprieta las tripas con sus tenazas... ¡Qué animal más feo, mecachis! -concluyó después de considerarla por segunda vez.

El murmullo de la calle iba creciendo conforme la gente iba llenando la amplia Plaza de Armas. Ahora los carruajes pasaban más a menudo por bajo los abiertos balcones del restaurante a los que de tiempo en tiempo se asomaban los comensales a coiumbrar la plaza, que ardía como una hoguera.

De improviso, se oyó estallar una bomba, siguió un ¡aah! formidable, lanzado por la turbamulta, y el concierto-monstruo principió. En la mesa servían el asado y destapaban el Pommery, con lo que se animaron hasta hablar de patria, sin estar mUY seguro nadie del verdadero significado de esta abstracción. Resultaba irrespetuosa la charla dentro de aquel gabinete vulgar de comedero a la moda; vulgar a causa de su alfombra manchada y de su innoble canapé de cretona, ancho Y con cojines; a causa de su espejo, en el que se advertía repugnante mezcolanza de fechas, iniciales y nombres mal grabados con diamantes y dejados ahí para perpetua y triste memoria de entusiasmos alcohólicos y aventuras galantes inconfesables a las derechas; vulgar a causa de sus luces eléctricas, que salían de una antigua lámpara de gas; a causa de su campanilla oscilante, el botón simulando una pera; y vulgar a causa de la hipócrita discreción de los camareros, que no entraban sin anunciarse antes ni partían sin cerrar tras sí la puerta.

No se ponían de acuerdo, traían y llevaban definiciones aprendidas desde el colegio, nociones falsas, escuchadas o leídas en alguna parte olvidada. Hubo sus brindis románticos, a la hora de las cremas: ¡todo por la patria! Los hubo también escépticos, de espíritus fuertes que visten frac, ¿la patria...? ¡Peuh!, ¡nuestro portal de Mercaderes o el ferrocarril aéreo de Nueva York, lo mismo es!

- ¿O no, Jarameño, tú qué opinas...? ¿Es tu patria España o el mundo entero...?

Las mujeres, muy graves, se aburrían. De la vecina Plaza de Armas desprendíanse, y por los balcones se entraban, intermitentemente, erráticas armonías incompletas del concierto y un formidable rumor del respirar del auditorio.

- Siempre España, ¡mire usted qué cosa! Pero sin islas ni ultramares... y tampoco España entera, que ni conozco. Mi patria es -continuó El Jarameño contando con los dedos- mi Andalucía; mi cortijo, la tumba de mis viejos, que de Dios hayan; y la ventana con claveles y geranios que guarda unos ojazos y un corazoncito que yo me sé... ¡Eso sí es mi patria!

Con aplausos y más Pommery helado se acogió la pintoresca y primitiva definición del Jarameño, que a hurtadillas y simulando interés grandísimo en que la ceniza de su cigarro cayera en los asientos de café que ennegrecían el fondo de su taza, con mayor interés atisbaba en el pensativo rostro de Santa los efectos de su arranque. Y los ojos de entrambos se encontraron y como siempre, los de él quedaron dueños del campo y los de ella huyeron, examinaron el mantel, que ya conocían, suplicaron sin duda a las largas pestañas que los defendiesen, porque las pestañas descendieron y Santa, resbalando en el asiento, cerró sus ojos cobardes y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla:

- ¿Quién me regala un chorrito, que sola yo estoy sin fumar?

Previa consulta de relojes se pidió la cuenta, que fue cubierta con alardes exagerados de desprendimiento, con mucho meter y sacar de carteras abultadas de billetes, y mucho afán de ser cada cual el único pagador. El Jarameño ofreció decididamente su brazo a Santa.

- Usté se viene conmigo, serranita, y luego de eso de los gritos se marcha usté con quien le dé la gana y yo lo propio, ¿se acepta...?

Los tumbos del simón acabaron por aproximarlos y mantenerlos en continuo y confianzudo contacto del que no les era fácil escapar, pues a poco se repetía y empeoraba. Optaron por conservar la primera postura, no dándose por entendidos de que se tocaban, palpando ella las durezas de los músculos de acero de él y él las morbideces de la muchacha. El fuego de los cigarrillos, que a intervalos brillaba dentro de la obscura calandria, parecía el de otros tantos insectos luminosos que no atinaran a salir por las portezuelas y giraran desesperados y al cabo se precipitaran hacia abajo.

Los aurigas aprovecharon para penetrar el oleaje que henchía la plaza, la llegada del gremio de cargadores y el desfile del cuerpo de bomberos en correcta formación, de cuatro en fondo, con banderas, estandartes y antorchas que imitaban cabelleras de furias, según lo que sacudían las ígneas testas y el reguero de chispas que en los aires se retorcían y por los aires morían y volaban. Pulgada a pulgada realizábase el avance de los carruajes, hasta una cierta profundidad que fue materialmente imposible trasponer. Mas desde ahí, desde el forzoso anclaje, abarcaron el gran cuadro; en el centro, el jardín colgado de faroles, con su quiosco central echando más luz eléctrica que fanal al que se le hubiesen roto los cristales exteriores; luego, en la calleja de árboles que a Palacio conduce, más farolillos a manera de guirnaldas. Palacio severo, irregular, enorme, disfrazando la fealdad de su fachada con los cortinajes de sus balcones y el sinnúmero de bombas de cristal en los barandales de éstos, que defienden de los embates de la brisa a una cantidad igual de mecheros de gas hidrógeno. Asomadas a los mismos balcones, cabezas de hombres, descubiertas, y entremezcladas a cabecitas femeninas con sombreros de paja que se acercan y separan en las alternativas de los diálogos que no alcanzan a escucharse, cual si los pájaros disecados quisieran volar y las plumas perderse y las flores de trapo ir y alfombrar el empedrado que patea la plebe. Son los balcones del célebre Salón de Embajadores, radiante, hecho una ascua, arrojando por los vanos los raudales de luz que le sobra; y las cabezas que en ellos asoman son las de los privilegiados que disfrutan cómodamente de la fiesta, por invitación especial de los miembros del gobierno.

¡Sólo el balcón del medio, el histórico, el de barandal de bronce, aunque también abierto, está en tinieblas. Encima de él, el reloj palatino, de muestra transparente, marca las diez y tres cuartos, y encima del reloj, muy alta, el asta de bandera con el pabellón nacional asido a ella ondeando soberbio en la noche constelada...! Abajo, en un claro, hileras de sillas ocupadas por señoras y caballeros, el templete para la gigantesca orquesta militar. A la izquierda, con sus instrumentos en el suelo, tendidas las bandas de tambores y cornetas.

- ¡Córcholis! -declaró El Jarameño, con medio cuerpo fuera del coche-, esto está superior.

A espaldas del carruaje, los portales de Mercaderes truncos y asimétricos por el Centro Mercantil, terminado casi, y que en los pisos concluidos ya, ha derrochado las lamparillas incandescentes. A la diestra la vetusta casa de ayuntamiento, la Diputación, también encortinada y alumbradísima, sin lograr borrarse las arrugas y el sombrío aspecto que le prestan los años; maciza, ingrata, anacrónica. A su frente -limitando al norte la extensa plaza-, la Metropolitana, monumental, eterna, imponente; erguidas sus torres, grises sus muros, valiente cúpula, formidable en su conjunto de coloso de piedra, inconmovible al que no arredran ni el tiempo ni los odios, luce igualmente faroles y colgaduras, todo arcaico a la antigua todo, los faroles de aceite, las colgaduras desteñidas, venerables, olientes a incienso, ¡con quién sabe cuántos lustros a cuestas! A su lado, el Sagrario en su perpetuo y desgraciado papel de pegote churrigueresco.

Por dondequiera, vendimias, lumbraradas, chirriar de fritos, desmayado olor de frutas, ecos de canciones, fragmentos de discursos, arpegios de guitarra, lloro de criaturas, vagar de carcajadas, siniestro aleteo de juramentos y venablos; el hedor de la muchedumbre, más pronunciado; principio de riñas y final de reconciliaciones; ni un solo hueco, una amenazante quietud; el rebaño humano apiñado, magullándose, pateando en un mismo sitio, ansioso de que llegue el instante en que vitorea su independencia...

De pronto, un estremecimiento encrespa todavía más aquella mole intranquila. Luego, un silencio que por lo universal asusta y emociona, uno de esos silencios precursores de algo extraordinario. Diríase que hasta lo inanimado se reconcentra y recoge. Compenetradas las cien mil almas que inundan la Plaza, parecen no formar sino una sola. ¡Todos callan, todo calla...! Lo mismo las bandas unidas que los privilegiados de los balcones y que los miembros del rebaño. Todos miran el reloj de Palacio, suspendida la respiración, clavados los ojos en la diáfana muestra de la impasible maquinaria, latiendo presurosos todos los corazones en todos los pechos...

Y pausadamente, el reloj de Palacio y el de Catedral rompen juntos ese silencio; primero con cuatro campanadas lentas los cuatro cuartos de la hora-, después con once, que nacen con idéntica lentitud mecánica. No bien han nacido, cuando, todo a un tiempo, se enciende el balcón histórico, el de barandal de bronce, y dentro de un óvalo de rayos eléctricos, surge el presidente de la República, símbolo en medio a tanta claridad, sin otras divisas que la banda tricolor que le cruza el pecho y lo convierte en el ungido de un pueblo. Con noble gesto coge la cuerda pendiente de la esquila parroquial que atesora Palacio, la hace sonar una vez, dos veces, y ella suena maravillosamente, como ha de haber sonado, allá en Dolores, cuando despertó a los que nos dieron vida en cambio de su muerte.

Cae de Catedral tupida lluvia de oro, sus campanas repican a vuelo. Atruenan los aires millares de cohetes, las bandas ejecutan nuestro himno, el canto nacional; en la lejana Ciudadela, disparan los cañones la salva de honor; los astros en el cielo, miran a la tierra y parpadean, cual si fuesen a verter lágrimas siderales, conmovidos ante el espectáculo de un pueblo delirante de amor a su terruño, que una noche en cada año cree en sí, recuerda que es soberano y es fuerte.

Hay madres que han levantado a sus hijos por encima de la multitud y en alto sostienen, como una ofrenda, como una restitución de sangre que nada más a la patria pertenece.

Y de todos los labios y de todas las almas brota un grito estentóreo, solemne, que es promesa y es amenaza, que es rugido, que es halago, que es arrullo, que es epinicio:

- ¡Viva México!

El mar se desborda, anega calles y avenidas, tras de las bandas que van tocando diana; se forman grupos apretados; cualquiera abraza a su vecino -a reserva de reñir y matarse a poco, en cuanto el alcohol entenebrezca las conciencias y ahogue ese rapto de confraternidad-; en una botella beben muchas bocas; en las esquinas se baila al compás de organillos que carecen de compás; en los umbrales de las puertas se cena en familia, y con un pie apoyado en las molduras de madera del frente de alguna tienda cerrada, un tenor callejero, rodeado de sus valedores, rasguea en su guitarra...

Los carruajes principian a moverse en pos de la gente. En el que conduce a Santa, a El Jarameño y a la otra pareja, nadie chista, ni fuma, ni rie ... reflexionan.

Santa, muy por lo bajo, llora; probablemente su sensibilidad de mujer ha vibrado demasiado.

- ¿Por qué llora usté, gitana? -le pregunta El Jarameño, agachándose.

Santa, que no puede hablar, señala todo aquello: la plaza, lo que en la plaza ha sucedido, lo que vaga aún en la atmósfera y en los espíritus...

En seguida, rodea con sus brazos el fornido cuello del torero, acerca su cabeza y, entre sollozos, murmura:

- Usted nos dijo que era su patria una ventana con geranios y claveles, ¿verdad...? Pues usted es más feliz que yo, que hallándome en la mía, ni siquiera mía debo llamarla... Mi patria, hoy por hoy, es la casa de Elvira, mañana será otra, ¿quién lo sabe...? Y yo..., seré siempre una...

Y la palabra horrenda, el estigma, la deletreó en la ventanilla de la calandria, hacia afuera, como si escupiese algo que le hiciera daño.

Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo IIPrimera parte- Capítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha