Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo IPrimera parte- Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

SANTA

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO II


¡Su historia ...!

La historia vulgar de las muchachas pobres que nacen en el campo y en el campo se crían al aire libre, entre brisas y flores; ignorantes, castas y fuertes; al cuidado de la tierra, nuestra eterna madre cariñosa; con amistades aladas, de pájaros libres de verdad, y con ilusiones tan puras, dentro de sus duros pechos de zagalas, como las violetas que, escondidas, crecen a orillas del río que meció su cuna, blandamente, amorosamente y después se ha deslizado, a espaldas de la rústica casuca paterna, embravecido todos los otoños, revuelto, espumante; pensativo y azul todas las primaveras, preocupado de llevar en su seno los secretos de las fábricas que nutre, de los molinos que mueve, de los prados que fecundiza, y no poder revelarlos sino tener que seguir con ellos a donde él va y muere, lejos allá ...

¡Dicen que al mar!

Santa quiso espantar sus recuerdos ahuyentándolos con las manos extendidas, como en sus buenos tiempos de chica honrada espantaba las trabajadoras inquilinas de la colmena o las voluptuosas y coquetas del palomar. Pero sus recuerdos no partían, al contrario, y evocados por el borracho ése que impúdicamente roncaba, amotináronse alrededor de Santa, le entraban y salían a modo de maravillosos obreros que anhelasen terminar la reconstrucción del templo de su infancia y del alcázar de su adolescencia -que yacían en desolada ruina-, no logrando otra cosa que anudársele en la garganta, humedecerle los ojos y lastimarle el corazón, más virginal aún que su cuerpo soberbio de prostituta joven.

Y así fue como, de improviso, el abyecto cuarto en tinieblas se inundó de la luz de sus recuerdos.

Escondida entre lo que en el pueblo se entiende por callejones -unas estrechas callejas sin empedrar, con espeso follaje de malvones, alelíes y enredaderas a entrambos lados; con altas tapias lisas de ladrillo y argamasa o de caducos adobes que se desmoronan-, una casita blanca, de reja de madera sin labrar, que cede al menor impulso y hace de puerta de entrada; su patio, con el firmamento por techo, y por adorno, hasta seis naranjos desgajándose al peso de sus frutos de oro o cubiertos de azahares que van y lo perfuman todo, desmayadamente; un pozo profundísimo, con misteriosas sonoridades de subterráneo de hadas, con una agua de cristal para la vista y de hielo para el gusto, un brocal antiguo, de piedra, con huecos aquí y allá en los que han ido a instalarse muchas margaritas que se obstinan en crecer y multiplicarse, y una polea que gime y se queja cada vez que su cántaro se asoma a las profundidades aquellas. De frente a la cocina, un colmenar repartido en cuatro cajones, y arriba, más acá de la chimenea enana, ancha y humeante, el domicilio oficial de las palomas, quienes, sin embargo, prefieren las ramas, los boscajes vecinos y la derruida torre de la capilla de San Antonio, que les queda cerca. Al fondo un marrano que engorda tumbado en el lodo y atado de una pata; gallinas con polluelos, escarbando el piso y de tiempo en tiempo mirando al cielo con un solo ojo, la cabecita muy inclinada; y a la espesa sombra de los naranjos, el Coyote, un mastín berrendo en amarillo y café, que duerme tranquilo. En el corredor, a mano izquierda de la entrada, diversos asientos campestres; un clarín, un cenzontle y un jilguero que en sus jaulas se desgañitan en armonías y arpegios desde que Dios amanece; empotradas en el muro, unas astas de toro sirviendo de perchas a las cabezadas, freno y montura del único caballo que posee la finca y que sale a pastear con las vacas y los terneros de don Samuel, el de la tienda, y amarrados a la primera y a la última de las columnas, respectivamente los dos gallos de pelea, el uno giro y azabache el otro, retándose con cantos y aleteos, afilando los picos contra el suelo y en él derramando, de torpe espolazo, su ración de agua, contenida en mohosa lata de sardinas.

Adentro, las habitaciones, muy pocas, sólo cuatro. Primero la sala, que es a la vez comedor, a juzgar por la cuadrada mesa del centro y por el tinajero que cuelga de uno de los encalados testeros de la estancia, colmados de platos, fuentes, pozuelos y vasos de vidrio y loza ordinarios. Arrimadas a las paredes, sillas de tule; en un ángulo, una rinconera de caoba, algo comida de polilla, que, juntamente con un caracol, una alcancía de barro en forma de manzana y un par de floreros con ramos de trapo, ostenta el tesoro de la familia, un Santo Niño en escultura no de lo peor, sentado en asiento que no alcanza a divisarse, en actitud de bendecir con su diestra levantada, vestido de raso con lentejuelas y flecos, y prisionero dentro de amplio nicho de cristales unidos con plomo. En el piso, esteras de diversos tamaños y al lado de la ventana, pendiente de grueso clavo, divísase la guitarra encordada y limpia.

Luego, el dormitorio de la madre y de la hija, que duermen en la misma cama, sin resortes ni cabeceras, pero aseadísima y espaciosa, defendida, en alto, por una litografía de la Virgen de la Soledad fijada en el muro con cuatro tachuelas, y por un cromo de la Virgen de Guadalupe, con marco que fue dorado; también figura una palma amarillenta que se renueva a cada domingo de Ramos y que por cristiana virtud sirve para impedir la caída de los rayos sobre la humilde heredad. Durante el día, la cama es propiedad de un gato que se pasa las horas en ella, hecho un ovillo.

Después, el cuarto de los dos hermanos hombres -los que proporcionan el dinero, Esteban y Fabián-, con dos catres de tijera, un arcón para guardar semillas, dos baúles grandes y forrados con piel de res mal curtida, una percha ocupada siempre, y en las paredes, con cierto esmero pegadas, una infinidad de pequeñas estampas de celebridades; bailarinas, cirqueras, bellezas de profesión, toda la galería de retratos con que obsequia a sus compradores la fábrica de cigarrillos de La Mascota. En un rincón, la escopeta, de cuyo doble cañón penden el polvorín y una bolsa con los perdigones gruesos que tanto pueden utilizarse para cazar en el monte cuanto para defender la casita y hacer la ronda del pueblo en las noches señaladas al grupo a que los muchachos pertenecen.

A lo último, la cocina, de brasero en el interior y anafre cerca de la puerta, entre los dos metates en que la hija o la madre, indistintamente, muelen el maíz.

Por todas partes aire puro, fragancias de las rosas que asoman por encima de las tapias, rumor de árboles y del agua que se despeña en las dos presas. En el día, zumbar de insectos, al sol; en la noche, luciérnagas que el amor enciende y que se persiguen y apagan cuando se encuentran. Detrás de la casita, una magueyera inmensa, de un verde monótono y sin matices; a los dos lados, huertas y jardines; al frente, la propiedad del padre Guerra, el párroco de ellos; a unos cuantos pasos, la capilla, pequeñita, pobrísima, pero con santos que escuchan a los labradores y les alivian sus cuitas y les otorgan mercedes. Más allá, el cementerio, abierto y silencioso, sin mármoles ni inscripciones, pero brindando un cómodo asilo para el eterno sueño con sus heliotropos y claveles que, al echarse encima de los sepulcros, tapan codiciosamente los nombres de los desaparecidos y las fechas de su desaparecimiento. En las fronteras de la plazoleta, sombreada por añosos fresnos, la ribera del río; el puente, de un solo tronco de árbol labrado a hacha; los lavaderos, tres losas en bruto; y a los pies de las dos pozas de la presa grande, el camino de pedruscos enormes, inconmovibles, bañados por las espumas de las ondas, que conduce al Pedregal.

En ese cuadro, Santa, de niña, y de joven más tarde; dueña de la blanca casita; hija mimada de la anciana Agustina, a cuyo calor duerme noche a noche; ídolo de sus hermanos Esteban y Fabián, que la celan y vigilan; gala del pueblo; ambición de mozos y envidia de mozas; sana, feliz, pura ... ¡Cuánta inocencia en su espíritu, cuánta belleza en su cuerpo núbil y cuántas ansias secretas conforme se las descubre...! ¿Por qué se le endurecerán las carnes, sin perder su suavidad sedeña...? ¿Por qué se habrán ensanchado sus caderas...? ¿Por qué sus senos, mucho más marcados que cuando niña, ¡oh!, pero mucho más -y no hace tanto tiempo que lo era-, lucen ahora dos botones de rosa y tiemblan y le duelen al curioso palpar de sus propios dedos...? ¿Por qué el padre, en el confesionario, no la deja contarle estas minucias y le aconseja no mirarlas?

- ¿Acaso te fijas en cómo crecen las flores? ¿Acaso las palpas para cerciorarte de que hoy están más lozanas que ayer y mañana más que hoy...? Pues haz como ellas, crece y hermoséate sin advertirlo, perfuma sin saberlo, y a fin de no perder tu hermosura y tu pureza de virgen, reza y ven a confiarme lo que te ocurra; adora a tu madre, cuida de tus hermanos y vive, respira fuerte, ríe a tus solas, ahorra lágrimas y enamórate del ángel de tu guarda, único varón que no te dará un desengaño.

Y en los albores de su juventud, Santa vivió en una deliciosa prolongación de la infancia, sin cuidados ni penas -salvo el fallecimiento de una gallina, cuando con las heladas del invierno una mata de claveles rojos que por sí misma atendía y regaba, amaneció marchita una mañana, roto el tallo, desperdigados los pétalos, simulando extrañas gotas de sangre, lenta hemorragia que hubiese acabado con la planta. Fuera de estas cuitas y otras por el estilo, una existencia sin nubes, un desarrollo suave, un embellecimiento progresivo, adorando a su madre, cuidando de sus hermanos, respirando fuerte y riendo no tan a solas, no, que presumo, de envidia más de una vez, le hicieron coro su clarín, su cenzontle y su jilguero, los naranjos de su patio, las ondas del río, los ramajes de los árboles y, ¡vaya!, hasta la campana de la capilla, que si Santa reía, reía ella, si, los domingos, al llamar a la poética misa de las seis y media... la misa que bajaban a oír con idéntica devoción que los moradores del pueblecito, las familias ricas, de temporada en San Ángel, el presidente de su ayuntamiento, su receptor de rentas y el propietario de la Farmacia del Carmen, el que encendía en las noches, por quién sabe qué artes, unas botellas muy grandes que despedían, vivísimamente. luces moradas, rojas, amarillas...

¡Qué lindo despertar el de los días de trabajo, antes que el sol, que es sol madrugador! De súbito, el mutismo impotente de la noche, que arrulla a su modo, interrumpiese con el canto de un gallo al que van contestando otros y otros, remotos, en rumbos que no pueden precisarse, Santa medio abre los ojos que sólo alcanzan a descubrir a su madre, que le queda junto, a quien se acerca, medrosa, en demanda de más arrimo. Entre sueños siente que la acarician, que se aumenta el vaho de las sábanas:

- ¡Duérmete, hija -le dicen en voz baja-, duerme, que todavía está oscuro...!

El sueño completo tarda en volver a ella, pero no ve ni oye a las derechas, todo es confuso, vago, impalpable, excepto un gran bienestar físico que la embarga, la embarga e inmoviliza. Percibe que encima, en el techo, las palomas arrastran la cola abanicada, y curruquean; que en el patio gruñe el cerdo y que en la pieza inmediata, Esteban y Fabián han abandonado la cama y echan agua en el barreño, tosen, raspan cerillos para calentar el desayuno y encender su cigarro... El sueño vence a Santa un poquito más, pierde la noción del tiempo que transcurre de rumor a rumor; lo último que distingue con esfuerzo es la entrada de sus hermanos, de puntillas para no despertarla a ella, que les sonríe en su semisueño, por su delicadeza. Van a despedirse, a recibir la diaria bendición que ha de defenderlos y darles fuerza para continuar su ruda lucha de desheredados, de obreros en una fábrica de tejidos, la de Contreras, a bastante más de una legua de su casa. Y se inclinan, se prosternan casi, para que Agustina no se incorpore ni des abrigue, y así prosternados, descubiertos, en acatamiento de inveterada costumbre, murmuran reverentes:

- ¡La mano, madre...!

La madre, a tientas, los persigna, los atrae al regazo en que se formaron, contra él los estrecha confundiendo las dos cabezas que ama por igual, y los hombrones aquellos besan quedamente la vieja mano que dibuja en el aire la señal de la cruz; se marchan de puntillas otra vez; el Coyote, en el patio, les ladra de júbilo; cierran ellos la reja exterior, y en el silencio que cobija al pueblo dormido, sus pasos, sonoros al salir, apáganse muy poco a poco, con ritmo de péndulo distante. La madre suspira, alza la voz como para que mejor la oiga quien lo puede todo:

- ¡Cuidamelos, Dios mío, cuídamelos, que son mis hijos...!

Por las hendiduras de puertas y ventanas entra una raya de luz pálida, de aurora; los ruidos aumentan; del arcaico convento del Carmen arranca el toque del alba y se esparce por los caminos, las quintas, las sementeras y los huertos; levántase Agustina, y Santa, reconquistada totalmente por el sueño, bien arrebujada por su madre, duerme una hora más y sueña que es buena la vida y que la dicha existe.

Como le sobran contento y tranquilidad y salud, se levanta cantando, muy de mañana, y limpia las jaulas de sus pájaros; en persona saca del pozo un cántaro del agua fresquísima, y con ella y un jabón se lava la cara, el cuello, los brazos y las manos; agua y jabón la acarician, resbálanle lentamente, acaban de alegrarla. Y su sangre joven corretea por sus venas, le riñe las mejillas, se le acumulan en los labios color granada, cual si quisiera, golosamente, darle los buenos días besándoselos mucho. Ya está enjugada y bien dispuesta; ya dio de almorzar a gallinas y palomas, que la rodean y siguen con mansedumbre de vasallos voluntarios; ya el cerdo ha hundido la trompa, gruñendo de satisfacción, en el montículo de maíz que ella le llevó en el delantal; ya el Coyote la saludó con cabriolas y locos ladridos; ya el chico de don Samuel, el de la tienda, llegó en pos del penco de Esteban y Fabián, para que pastee con los terneros y vacas de su amo, mohínas ellas, recién ordeñadas, los recentales hambreados, inquietos, mugiendo iracundos; vacas y recentales en despaciosa procesión, asomando los testuces por encima de las bardas de flores, trepando a las magueyeras, hasta colándose de rondón en el siempre abierto y apacible cementerio, cuyas tumbas cuajadas de yerbas ofrécenles sabroso desayuno.

- ¡Santa...! ¡Échame pa'cá el retinto, que me voy! -ha gritado el chico desde afuera, sin mirar hacia la casa ni hacia el rebaño, que continúa pausadamente su marcha holgazana, afanadísimo por desanudar con uñas y dientes los cordones de su honda.

Con afectuosas palmaditas en el anca, arrea la muchacha el retinto, en pelo y sin freno, lo recomienda al rapaz:

- ¡Cuidado, Cosme!, no lo asolees ni lo galopes... ¿Quieres leche?

~ Dámela y verás si quiero... ¿No tienes miel de tus abejas...?, porque con pan, aunque esté duro, sabe a gloria -dice Cosme, mientras le pone al caballo una jáquima de su invención, con una cuerda corta que se desprende de la cintura.

Santa regresa a la vivienda y vuelve a la reja con un vaso de leche en una mano y en la otra un pan untado de miel y chorreando hilos transparentes que nunca llegan a caer al suelo.

Apura Cosme la leche, de un sorbo, y limpiándose la boca con la lengua, tírase, casi con igual fuerza, sobre el pan enmielado y sobre el lomo del cuaco, a quien arrima los desnudos talones. El retinto, a pesar de sus calendarios, responde con un bote y arranca a correr; el chico, en tanto, muerde el pan, y en prodigioso equilibrio, vuelve medio cuerpo:

- No te enojes, Santita, no te enojes; sólo lo corro porque ya las vacas se me adelantaron, pero en alcanzándolas...

Nada más se oye, han doblado el recodo; el caballo a galope tendido, y Cosme muy inclinado, como los jinetes de los circos cuando giran en la pista.

Aún no son las siete y, sin embargo, el sol, de bruces en la cresta de la sierra, curiosea por las casas, dora las copas de los árboles Y alarga las sombras de cuanto alcanza con sus rayos, por modo exagerado; hay rosal que simula una planta inclasificada, anterior al Arca, perro ordinario que semeja rezagado iguanodonte y tronco de árbol que aparenta leguas y leguas de largo. Con las irisaciones que emanan del río, con el aroma que las flores despiden y la fragancia que respira la naturaleza toda sin contar gOrjeo de aves, rumor de ramas y murmurio de ondas-, hay algo impalpable que flota y asciende cual oración sin palabras, que la tierra, la eterna herida, pensara y elevara a cada despertar; honda acción de gracias mudas por haber escapado, una noche más, al cataclismo con que vive amenazada y que traidoramente ha de venir a mutilarla y a aniquilarle su sagrada fecundidad infinita de madre amantísima... Santa, impresionada, levanta los ojos al cielo, dilata la nariz y quédase extasiada, incorporada sin percatarse de ello a la honda acción de gracias mudas, a la plegaria sin palabra de la Tierra. Durante el día, la ruda labor doméstica, ora en la casa, ayudando a la anciana Agustina, ora junto al río, lavando, yendo a compras a la tienda de don Samuel, en la que había de todo. A la tarde, reúnese en la plazoleta a mozas de sus años y con ellas juega y retoza, dueñas del local, sin masculinos a esa hora que se burlen de sus juegos; pues no pueden pasar por tales los muchachos que salen de la doctrina del padre Guerra, ni el propio padre Guerra que al separarse de sus alumnos y sorprenderlas a ellas, por lo común las riñe:

- ¡Ya se me están ustedes largando de aquí y metiéndoseme en sus casas, marimachos!

Y batiendo palmas deshacía el grupo, ni más ni menos que si ahuyentara gallinas.

Otras veces, y previo permiso de Agustina, Santa íbase sola hasta las entradas del Pedregal, sitio maravilloso y único en la República.

Inexplorado todavía en más de lo que se supone su mitad, volcánico todo, inmenso, salpicado de grupos de arbustos, de monolitos colosales, de piedras en declive, tan lisas que ni las cabras se detienen en ellas, posee arroyos clarísimos, de ignorados orígenes, que serpean y se ocultan y reaparecen a distancia, o sin ruido se despeñan en oquedades y abras que la yerba disimula criminalmente; cavernas y grutas profundas, negras, llenas de zarzas, de misterio, de plantas de hojas, disformes, heráldicas casi, por su forma; simas muy hondas, hondísimas, en cuyas paredes laterales se adhieren y retuercen cactus fantásticos, y de cuyos fatídicos interiores, cuando a ellos se arroja una piedra que jamás toca el fondo verdegueante y florido, tienden el vuelo pájaros siniestros, corpulentos, que se remontan por los aires, muy alto, en amplias espirales lentas. Descúbrense hondonadas -a las que puede arribarse a costa de ligeros rasguños-, que el agricultor ha transformado en sementeras y que lucen milpas de maíz, cebadales, hasta algún trigal diminuto, de coquetas espigas corvas, balanceándose con elegante dejadez. Aquí y allá, magueyes; espiando a los barrancos y precipicios, pirúes frondosos atraen con su peligrosa sombra, la que -se dice- brinda a quien la goza, desde la jaqueca hasta la locura. Formando islotes, álzanse en promontorios hormigueros trabajadores, con un ir y venir de pequeños bichos bien perceptibles; y en los resquicios de la toba volcánica, las biznagas, redondas, sanguinolentas, defendiendo con sus espinas el sabroso fruto. Por dondequiera matorrales que desgarran la ropa; amenazas de que una vfbora nos asalte o una tarántula se nos prenda; y lo que es más lejos, algo peor; los gatos monteses y los tigres y la muerte ...

Por dondequiera, leyendas erráticas, historias de aparecidos y de almas en pena que salen a recorrer esos dominios, en cuanto la luz se mete.

Por dondequiera, lugares encantadores, nombres populares: el Nido de Gavilanes, la Fuente de los Amores, La Calavera, El Venado ... también un camino, es decir, una vereda que ensanchan las llantas de las escasas y atrevidas carretas qUe por tales andurriales se aventuran con objeto de ganar San Angel en menos tiempo que por el camino real.

Hacia Tizapán, una hacienda perdida en la soledad, y por los alrededores de la finca, partidas de vacas, hatos de carneros y de ovejas sin persona que cuide de ellos, paciendo tranquilos dentro de esa paz primitiva; caballos sueltos; yeguas escoltadas por sus juguetones potrillos que corcoveando se alejan a escape, para a poco tornar y morderlas y pegarse con brusquedad a la ubre semioculta; y perros de pastor, bravíos, que se abalanzan enfurecidos al que se aproxima a las bestias.

En puntos determinados un panorama hermosamente poético; al poniente, las cúpulas de azulejos del vetusto convento del Carmen, y al oriente, azul, de un azul blando de bahía profunda y en calma. Y en cuanto la vista abarca, un aspecto de mar petrificada, con ondulaciones, y flotando por sobre el colosal desierto de toba, la leyenda clásica y popular que asegura que en la región hanse perpetrado homicidios, impunes todavía, la que narra cómo, cuando nuestra Independencia, allí se ocultaban insurgentes; la que garantiza que allí se han sepultado o convertídose en polvo, yanquis y franceses; la que, enseriándose, declara que aquello es el producto de una ciclópea erupción y que se prolonga hasta el lejano puerto de Acapulco..., ¡qué sé yo cuánto más...!, un mundo de consejas y de verdades, un mundo de sucedidos y de sueños que, al cabo de los tantos años, se han entremezclado Y no es posible fallar a punto fijo dónde la verdad acaba y dónde la mentira empieza.

En la presa grande descalzábase Santa, las tardes en que Agustina habíale consentido el paseo; y con sus zapatos en la mano, sintiendo en los pies trigueños el cosquilleo del agua que sin pudores se los lamía mientras ella cruzaba el río por encima de las piedrazas enclavadas en su cauce con ese fin, llegaba a la opuesta banda con el aliento cortado por el remotísimo peligro corrido de pisar en falso y sacarse, a lo sumo, un chapuzón sin consecuencias. En las lindes del Pedregal deteníase acobardada de considerar su anchura y desolación; era muy lindo, ya lo creo que lo era, pero, ¡qué solo, Dios mío! Y uno de esos atardeceres en que Santa, sin advertirlo, entraba en casta y meditativa comunión con la naturaleza, invadióla repentina melancolía, ansia de llorar para desahogar el pecho que se le oprimía. Rompió en llanto y al juntársele Cosme, de vuelta con sus animales, ni él ni ella atinaron con la causa de semejante tristeza.

- ¿No será porque hayas hecho algo malo en tu casa y tengas miedo de que tu mamá te pegue? -inquirió Cosme apeándose del retinto y yendo a situarse al lado de Santa, que lloraba recargada de espaldas en un árbol-. Porque a mí sí me sucede, me entristezco desde antes de que me zurren y me acometen ganas de coger pa'llá, ¿ves?, hasta allá; con eso no vuelven a azotarme ...

No era eso, no; a Santa la querían y la mimaban todos los de su casa.

- Mi tristeza es una tristeza que me sale de mi cuerpo, del pecho ...

- ¡Ah...!, ¿sale de tu cuerpo...?, pues quién sabe qué será... ¿No será virgüela?

Varios días la tristeza persistió, complicada de cansancio y de predisposición al llanto. Sin embargo, su madre y sus hermanos no eran sorprendidos, antes redoblaron cariño y mimos. Hasta que cierta madrugada, al despertarse Santa con la despedida de Fabián y Esteban, el enigma se aclaró...

- ¡Madre! -dijo a Agustina en cuanto quedaron solas-, yo debo estar muy grave, vea usted cómo me he desangrado anoche...

- ¡Chist! -repuso la anciana, besándola en la frente-, esas cosas no se cuentan, sino que se callan y ocultan..., ¡es que Dios te bendice y te hace mujer!

Mujer y guapísima, más guapa conforme acababa de desarrollarse más.

Principió entonces para su madre y sus hermanos un periodo de cuidado excesivo por la reina de la casa; principiaron los viajes a México, la capital, para que ella la conociese y ellos la obsequiaran con el producto de risibles y muy caladas economías; principiaron los paseos dominicales a San Angel, a oír la banda militar que toca en el soportal del Cabildo, a ver la llegada de los tranvías metropolitanos repletos de personas decentes y deseosas de divertirse. Allá se iban, carretera arriba; el Coyote a la descubierta, luego Fabián y Esteban, muy majos, el sombrero ancho y galoneado, ajustado pantalón y chaqueta negra, roja y flotante la corbata, albeando la camisa, como un espejo, en la cintura el ceñidor de seda, los zapatos nuevos, de amarillenta gamuza. Luego, Agustina y Santa; Agustina a la antigua usanza, la de su época: enagua de castor, botinas de raso turco, holgado el saco; pañuelo fino, de yerbas, abrigándole el cuello, prendido al pecho, y las puntas en triángulo, cayéndole en la espalda; abierto el rebozo de bolita y oliente a membrillo, que es el perfume del cofre; en las orejas, gruesas arracadas de filigrana, y en los dedos de la mano que carga el paraguas de algodón, tumbagas de oro desgastado y opaco. Santa, sin otros atavíos que sus quince años, un vestido de muselina, de corpiño y algo corto para que luzcan los piececitos bien calzados, el rebozo terciado, trenzadas y libres las aterciopeladas crenchas negras, y en éstas, un clavel prendido.

Allá van, por la amplia calzada que conduce a San Angel, mirando a su derecha el bardal que por ahí limita la hacienda de Guadalupe, y a su izquierda, las fachadas de algunas quintas lujosas, de personas ricas, desde la casa de Sanz hasta la antiquísima y aristocrática casa de Cumplido. Si aún es temprano, tiran a la plazuela de los Licenciados y en la de San Jacinto deteniéndose al volver, bajo el follaje de los truenos o de los fresnos, mezclados a las familias acomodadas que veranean en el pueblo a la moda; Esteban y Fabián aparte, apoyados en un tronco. Agustina y Santa sentadas en un banco de hierro, el Coyote enroscado a sus pies, hombres y mujeres silenciosos, inmóviles, con ese encogimiento que se adueña de los humildes cuando se hallan con los pudientes en un mismo lugar. Si es tarde ya redúcense a no pasar de la plazuela del Carmen; se refugian en el portal del Ayuntamiento, escuchan una pieza de música, compran golosinas que no osan comer en presencia de tanto extraño, y después de que el ferrocarril del Valle -a las siete en punto, relleno de pasajeros que gritan, se llaman y ríen, sus carruajes iluminados como si en su interior fuera a celebrarse una fiesta- parte rumbo a México con estruendo de edificio de vidrio que se viniese abajo, sembrando, en el camino que comienza a oscurecerse, ecos de canciones, de lloriqueos de niños, de risas de mujer, y miles de chispas ebrias que en el espacio rondan y de improviso se abaten sobre los pajonales que bordean la vía, la familia de Santa emprende el regreso.

Es la hora melancólica...

El campo crece y se ensancha desmesuradamente en el mar de sombra que lo inunda; los contornos de las cosas que nos rodean agrándanse a nuestra vista, y en nuestra alma penetra mucho de la ambiente quietud -también las penas se aquietan y aminoran-, en tanto que las nostalgias más recónditas, lo inconfesado que no ha de realizarse nunca, se yergue realizable y hacedero, allí, muy cerca, en esa propia sombra, confundiéndose con todo lo que huye y con todo lo que en ella zozobra. Un Angelus de campanas pobres -las pocas que le restan al secularizado monasterio del Carmen- ciérnese tan desmayadamente en la altura que en nada perturba el devoto recogimiento de las cosas y la mística meditación de los espíritus...

Es la hora melancólica...

Prófugos de la realidad, Fabián y Esteban sueñan en alta voz un mismo sueño; conquistar la fábrica que, adormeciéndolos a modo de gigantesco vampiro, les chupa la libertad y la salud. En este instante, la solución del problema antójaseles sencillísima:

- Verás -se dicen, y dibujan grandes líneas en la atmósfera-, verás ahorrando tanto más cuanto, pues al cabo de un año, tendríamos...

No se desaniman frente a lo exiguo de sus ahorros, una miseria si se comparan a la montaña de sacos de pesos que la fábrica ha de valer. Necesitarían toda una vida, las dos vidas suyas, la vida del villorrio entero en incesante trabajo y en incesante economía, para amasar una suma mediante con qué intentar la compra del monstruo insaciable y cruel, devorador de obreros, desde pequeños por él atraídos y utilizados y a quienes desecha, cuando no muertos, estropeados o ancianos, sin volver a recordarlos, como desecha los detritus industriales y las aguas sucias de sus calderas. No se desaniman Fabián y Esteban, resígnanse a continuar en su esclavitud mansa de bestias humanas que practican la honradez, y a fin de huir de las malas tentaciones, aproxímanse a Agustina y Santa. Por inveterada costumbre, Agustina va rezando maquinalmente su rosario trunco, evocado por el Angelus, que ya expiró entre estrellas y nubes. El Coyote, gacha la cola y colgante la lengua, trota y desconfía, gruñe y se detiene de tiempo en tiempo olfateando las sombras. Santa suspira, anhela, espera... ¿qué?, lo que las muchachas anhelan y esperan a los quince años; amantes de espada de oro y capa de rayos de luna; besos que no sean pecado; caricias castas; pasiones infinitas; hadas y magos...

Es la hora melancólica...

Nadie en Chimalistac se preocupó mayormente con el cambio de destacamento de San Ángel. Súpose que en lugar de los rurales habían enviado a los de la Gendarmería Municipal de a caballo, y los villanos se alzaron de hombros; echarían de menos, a todo rigor, las chaparreras y chaquetas de cuero de aquéllos -indumentaria más al alcance de su comprensibilidad que los arreos a la europea de éstos-. Por lo demás, y si el viento soplaba de arriba, siguieron escuchando una corneta que sonaba igual a la de los idos; las lavanderas del río siguieron mirando dos veces a la semana el baño de los encanijados bridones en la presa chica; y en la tienda de don Samuel, en la pulquería de don Próspero, siguieron fiando con escasas probabilidades de reintegro, copas de tequila y tecomates de pulque a los valientes veladores de la seguridad comunal.

Sólo Santa -con dos primaveras más a cuestas-, a poco de la llegada de los gendarmes, opinaba de diversa manera. No eran como los rurales, ¡qué habían de ser!, eran muy distintos, el alférez particularmente. Era en efecto el tal, apuesto mozo; ancho de espaldas y levantado de pecho; dulce en el mirar y fácil en el reír, con lo que el castaño bozo se le encaramaba a los morenos carrillos, y la dentadura, blanca, apretada y pareja, relucíale cual si de esmalte estuviese hecha; fuerte y joven; alto a pie y airoso cuando cabalgaba en su irascible moro; siempre de uniforme y el uniforme siempre limpísimo, el kepí ligeramente hacia atrás, dándole aires de espadachín y mujeriego.

Conociéronse cierta tarde, a la entrada del Pedregal, de donde el alférez salía escoltado de unos dragones, y a donde dirigíase Santa en busca de Cosme, después de haber cruzado el río descalza, por sobre los pedruscos que sirven de puente. Convencida de que no la sorprenderían, sentóse en el vivo suelo a enjugarse y calzarse los desnudos pies; y como la pícara arena sofocase las pisadas de los militares, cuando Santa advirtió que la miraban, habíanla mirado ya demasiadamente. Y que el espectáculo valía la pena, demostráronlo a las claras lo turulatos que se pusieron los dragones y lo arrobado que se quedó el alférez.

- ¡Permita Dios que mi corazón se vuelva de arena, para que usted lo pise! -declaró rayando su moro.

A partir de entonces comenzó el asedio, insistente de la parte del alférez, débil en resistencias por la de Santa, que no supo defenderse con las mismas energías que empleara al rechazar a Valentín, el compañero de fábrica de Fabián y Esteban, que por ella se perecía, el trovador tímido que sólo acertaba a suspirar delante de la amada. El alférez, en cambio, caminó de prisa; sobrábanle ardides para tropezar con la chica y no le faltaban mañas para charlarle, en broma por supuesto, sonriendo bajo el bozo, sacudiéndose las botas con el látigo o acariciando el pescuezo de su caballo, si lo que decía era de trascendencia. Santa, que a los principios mostrábase hosca y muda o arrancaba a esconderse en su vivienda, con objeto de no dar oídas al galanteador, fue ablandándose poco a poco; ya reconocía a distancia los andares del moro, ya se detenía frente al espejo más de lo que había acostumbrado detenerse; ya se sentaba a la vera del Arenal -la ancha calle que a San Angel lleva-, por el que tarde a tarde y sin escolta descendía el gallardo municipal. Como de rigor, ni su madre ni sus hermanos advirtieron mudanza tanta; y la muchacha, mariposa del campo, no pudo substraerse a la flama que le fingía el vicioso y descuidado mancebo: quien, a su vez, ardía en deseos de morder aquella fruta tan en sazón que no perseguía por amor, sino porque creía tenerla al alcance de su ociosa juventud, de su dentadura de buen mozo que hoy vive aquí y mañana allí con su poquito de autoridad, gracias a los galones y a la espada, sin importarle cosa mayor derrumbar un cercado o trocar en lágrimas de desesperanza los apasionados besos con que le dieron la bienvenida... ¿qué remedio? El no creó el mundo ni las penas, es un ignorante, un irresponsable, un macho común y corriente que se proporciona un placer de amores donde le cuesta menos y le sabe más; es uno de tantos que no se angustian por averiguar quiénes fueron sus padres ni quiénes son sus hijos; un engendrador inconsciente que no sabe reparar los desfloramientos de las doncellas campesinas que se le entregan, ni los descosidos que en ocasiones le afean su uniforme de guardia trashumante.

De ahí que cuando Santa, en sus pláticas diarias y dizque casuales con él, le espetó muy seria que se dirigiese a Agustina, Marcelino Beltrán, alférez, se echara a reír con su franca desvergonzada risa de veintidós años, le acariciara la barba a su novia, y de un latigazo rompiera el tallo de unas flores que en nada se metían:

- ¿Y para qué he de decirle algo a tu madre si a ti te lo he dicho todo...?

Todo, en verdad, habíaselo dicho a Santa; las palabras inocentes y cándidas con las que es de ley que comiencen los amores, y las quemantes que vienen luego y apenas se murmuran, enlazadas las manos, muy cerca los rostros, los ojos en los ojos, secos los labios, el ánimo desfallecido y cobarde.

De común acuerdo tácito, conforme Santa columbraba a Marcelino bajando el Arenal, ella internábase por los callejones de la aldea, y sin delatarse ante los conocidos que la saludaban, escogía el camino más largo pero menos frecuentado, y no paraba hasta la frontera del Pedregal. Reuníasele el alférez, y juntos ya, volviendo la cara a cada minuto para no ser sorprendidos, hundíanse Pedregal adentro. Claro, ni quién los fiscalizara en las soledades ésas -que no eran fiscales los pájaros que volaban al aproximárseles la pareja, ni las ramas de los arbustos, ni los crispados brazos de los árboles que se secreteaban Dios sabe qué asuntos, en su mágico idioma druídico de roce de hojas y murmurar de cosas-. Por instinto de propia defensa. Santa no consentía acercamientos, se colocaba a sabia distancia que el taimado alférez respetó en las primeras entrevistas, cuando juraba por las ánimas benditas que no lo guiaba torcida intención ni dañado apetito, cuando solamente repetía muy quedo la monótona, la vieja y dulce canción:

- Te quiero mucho, mi Santa, te quiero mucho, mucho... como nunca he querido y como nunca volveré a querer...

No le contestaba Santa, ¿con qué había de contestarle si la sangre se le iba hondo, el corazón pugnaba por salírsele y la voz, amotinada en la garganta, caso de brotar, habríale brotado metamorfoseada en sollozos de dicha? Lo que hacía era cerrar los ojos, para atajar el vértigo, y respirar de prisa, de prisa, para no sofocarse. ¡Si le hubiera contestado, hubiese sido para rogarle que continuara diciéndole eso que decía, la mentira secular que todas las mujeres y todos los hombres creen y prometen, la milenaria quimera de que la fidelidad y el amor sean eternos!

Fue el Pedregal un cómplice discreto y lenón, con sus escondrijos y recodos inmejorables para un trance cualquiera, por apurado que fuese, a diferencia de la tapia de Posadas o de los sotos de la hacienda de Guadalupe o de los contornos de Portales, donde el tranvía de Churubusco, la malicia de un caminante, cualquier pequeñez impensada podía descubrirlos. Y en el Pedregal acaeció el lento abandono de Santa, que dejó que le apretaran una mano; luego, que le ciñeran la cintura; luego, que Marcelino se le acostara en el regazo, con objeto -afirmaba el tuno- de contemplarla a sus anchas; y por último, dejando que le besara las manos -¡las manos nada más!-; después el cuello, con un besar suave y diabólico, rozando la piel; después la boca, en los mismísimos labios entreabiertos y húmedos de la doncella, que se estremeció de voluptuosidad y trató de escapar, temblorosa, implorante.

- Suéltame, Marcelino, suéltame, por Dios Santo..., ¡que me muero...!

Sin responderle y sin cesar de besarla, Marcelino desfloró a Santa en una encantadora hondonada que los escondía. Y Santa, que lo adoraba, ahogó sus gritos -los que arranca a una virgen el dejar de serlo-. Con el llanto que le resbalaba en silencio, con los suspiros que la vecindad del espasmo le procuraba, todavía besó a su inmolador en amante pago de lo que la había hecho sufrir, y en idolátrico renunciamiento femenino, se le dio toda, sin reservas, en soberano holocausto primitivo; vibró con él, con él se sumergió en ignorado océano de incomparable deleite, inmenso, único, que bien valía su sangre y su llanto y sus futuras desgracias que sólo eran de compararse a una muerte ideal y extraordinaria.

La catástrofe consumada, contempláronse mudos, jadeantes, sudorosos; Marcelino, confuso, se puso en pie; Santa, a medio sentar en el alfombrado suelo, segaba puñados de yerba que en seguida desmenuzaba entre sus dedos trémulos. La tarde, apaciblemente, descendía. En el silencio majestuoso del despiadado desierto volcánico oíanse de tiempo en tiempo y allá, lejísimos, vaya usted a saber dónde, una plañidera esquila de ganado, el afligido balar de alguna oveja extraviada y el incoloro canto de un niño -Cosme quizá, que regresaría contento con sus vacas, montando en el caballo de Fabián y Esteban-.

- ¿Nos iremos, te parece? -propuso Marcelino, para poner término a la embarazosa situación.

- ¿Y en qué lugar quieres que yo me presente así...? -replicó Santa, muy conmovida, haciendo alusión a su virginidad asesinada.

Marcelino no entendía de esas exquisiteces ni de esos melindres, por lo que replicó airado:

- Supongo que a tu casa, ¿o pretendes que te lleve conmigo al cuartel...?

- Llévame a donde sea, allá tú, lo que es a mi casa ya no vuelvo.

- ¡Santa, no disparates, vuelve a tu casa, y mañana con más calma y más tiempo, pensaremos lo que convenga, ven!

Y por un brazo la levantó, la asió del talle y enderezó sus pasos a la salida del Pedregal, intentando consolarla, tranquilizarla especialmente: lo que les había acontecido no carecía de remedio.

- Ni a tu sombra le digas una palabra, que nadie se entere, y yo te ofrezco que en cuanto pueda, muy pronto, me casaré contigo, a lo pobre, porque pobre soy, pero eso sí, para hacerte feliz, ¿oyes? Lo que se llama feliz... ¿No me respondes, se te acabó ya el cariño...?

- ¿Que se me ha acabado el cariño...? Mira, te quiero tanto, que si mil virginidades poseyera y las apetecieras tú, las mil te las daría, a tu antojo, una por una, para que la dicha que en mi cuerpo alcanzaras no la igualaran los cuerpos de las demás mujeres que de ti han de enamorarse... ¡Pero no me desampares, Marcelino, por nuestra Señora del Carmen, no me desampares...! Si conocieras a mi madre y a mis hermanos... capaces son de matarte en descubriendo esto... Dime que no me abandonarás, dime que me quieres todavía, como antes de...

- ¡No, te juro que no! -exclamaba Marcelino, contrariado ante el sesgo de los sucesos-, no seas nerviosa, mujer, no se creería al verte sino que ya te echaron de tu casa y el pueblo entero te señala con el dedo... Si ninguno lo sabe, cobardona, a ver, busca testigos que nos acusen... Y luego, tampoco te creas que lo que te ha sucedido es una desgracia tan grande, quiero decir, no es irreparable por lo pronto ni hay para qué publicarla. Anda, mi Santa -agregó acariciándola contra su propio pecho-, regresa tranquila a tu casa, que nada sospechen, y mañana volveremos a vernos, los dos solos, como hoy, y te apuesto a que te ríes de tus miedos.

Por los dos tremendos arcos de la presa grande, despeñábase mucha más agua y de todas partes, salían tinieblas, era casi de noche. Tres o cuatro tlachiqueros de vuelta del trabajo, encorvados bajo el peso de la hinchada odre, los codearon sin reconocerlos.

- Buenas noches dé Dios -murmuraron sin disminuir su precipitado andar.

- Buenas noches -contestóles Marcelino fingiendo la voz, mientras Santa se ocultaba a espaldas de su amante.

Ya no podían vadear el río por encima de los pedruscos inmóviles, porque las fábricas que durante el día han aprovechado su corriente y apresádola, a esas horas danle rienda suelta y él crece, recupera su imponente volumen. Debían, pues, caminar por la otra ribera, de vereda angostísima, y ganar el peligroso puente, el tronco de árbol labrado a hacha, sin barandal ni amparo, que reclama agilidad, firmeza y hábito en quien se arriesga a cruzarlo. Diríase del río, según lo negro que se divisaba, que más era de tinta que de agua, y que el ruido que producía era un suspiro interminable y tétrico. Los perros de ranchos y heredades ladraban invisibles.

- ¡No, tú primero! -indicó Marcelino retrocediendo al topar con el extremo del puente-, enséñame tú, que tienes costumbre de pasarlo... Esto no es puente, es una atrocidad... lo menos habrá seis varas de ancho.

- Dame la mano -repuso Santa-, no veas para el agua y déjate conducir.

A la mitad del inseguro tronco, Santa se detuvo y, con una decisión que hacía más solemne el abismo abierto a sus pies, la oscuridad de la noche y el ronco gemir del agua que corría a gran prisa, impedida de volver la cara so pena de perder el equilibrio, dijo:

- ¡Marcelino, júrame otra vez, pero júramelo por tu alma, que suceda lo que suceda, no has de abandonarme, si no, me tiro...!

E hizo ademán de soltarlo.

- Por mi alma te lo juro, Santa, no seas loca, que nos caemos -respondió el alférez transido de terror. Apenas tuvieron tiempo de despedirse al pisar la orilla, la feroz campesina había distinguido unos bultos a lo lejos.

- ¡Escóndete y vete, que ahí vienen mis hermanos!

Y con Fabián y Esteban -pues ellos eran- entró Santa en su casa y urdió embustes; qué sé yo qué historia de extravío en el Pedregal, de congojas que la amilanaron, de gritos estériles pidiendo socorro...

- ¿Con quién hablabas? -inquirió sombríamente Fabián.

- Hablaría yo sola, ¿con quién había de hablar en el puente? ¿No viste que en cuanto los divisé me eché a correr?

Se cuenta que aquella noche no durmió dentro de la blanca casita ninguno de sus habitantes. Fabián encendió más de un cigarrillo y Esteban, a las altas horas, dirigióse primero al rincón en que reposaba la escopeta, y después al patio; sin hablarse entre sí, por mucho que se sabían desvelados y desvelados por una preocupación común. Agustina, de cuando en cuando, como si barruntase que por malas artes le marchitaban el lirio de su vejez, con pretextos de subir el embozo o de componer las almohadas, palpaba suavemente a su hija. Y Santa, oprimiéndose el corazón, que le latía cual si en unos segundos le hubiese crecido hasta no caberle en el enamorado seno, se estuvo muy quieta, apretadas las piernas, por temor de que su madre, con el solo tacto, le descubriera la infamante e incurable herida...

Faltó Marcelino a la cita del día siguiente, y en una semana no dio señales de vivir. Santa adoptó una extrema resolución: en persona buscarlo y darle en rostro con su abandono, pues aunque la antigua armonía de la familia se hallaba a punto de romperse, no era tanto el nublado a impedir, por ejemplo, el que la muchacha se encaminase a San Angel, donde a la sazón celebraban la anual y afamada Fiesta de las Flores.

Sin parar mientes en la animación de la plazuela, en la que amén de un circo de toros que unos carpinteros levantaban por orden y cuenta del H. Ayuntamiento, figuraban, diseminadas, tiendas de campaña con ruletas y otros juegos igualmente recomendables; puestos de frutas y de frutos; pulquerías a la intemperie y fonduchos al abrigo; el conjunto, con esa fisonomía característica de las ferias rurales. Santa hizo rumbo al convento del Carmen, traspuso su cerrado y espacioso atrio y antes de penetrar en el templo miró hacia el cuartel invasor, que ha sentado sus reales en el nacionalizado claustro. No estaba Marcelino. Un dragón, vestido de dril, hacía centinela junto al carcomido poyo de ladrillos, y al través de los apolillados barrotes de las anchas y recias ventanas que dan luz a lo que ahora es prevención y fue antes tránsito abovedado y semigótico, mirábanse hasta diez carabinas militarmente reclinadas en un armero afianzado en la pared.

De pie en la puerta de la iglesia, Santa vacilaba, supuesto que no iba a orar, ¿para qué meterse en el sagrado recinto? Y disimulando su rubor, llegóse al centinela.

- Usted dispense, ¿podría yo hablarle al señor oficial Beltrán?

- ¡Cabo cuarto! -gritó el dragón por respuesta, al par que guiñaba sus ojos a la chica.

Aún más ruborizada tuvo Santa que repetirle su demanda al cabo, un hombrecito bonachón que se hacía el sueco para prolongar la charla y que se diputó por apoderado jurídico del alférez, su mejor confidente y su tío abuelo.

- Dígame a mí sus quebrantos, mi alma, y verá que yo no soy mala paga.

De pronto, surgió Marcelino mirando iracundo a Santa y a su interlocutor, que en el acto se retiró, cuadrado, marcando el paso atrás, marchen de la ordenanza.

- ¿Tú en el cuartel, Santa...? ¿Qué quieres?

- ¿Y me lo preguntas?, quiero...

- Bueno, bueno -le interrumpió Marcelino-, no hablemos aquí. Escoge sitio, el que te cuadre, y yo te sigo.

Como saeta atravesó Santa la enfiestada plazuela, bajó la rampa del paradero de los tranvías, pasando por la enramada de una casa de juego con música y curiosos en sus afueras, y cogió a su izquierda, a campo traviesa, en dirección a Tlacopac. Mas, en lugar de las recriminaciones que de memoria habías e aprendido; en lugar de las disculpas que Marcelino hubiera debido presentarle, acaeció lo que acaece siempre que una mujer se ha entregado por amor y un tunante la ha seducido por vicio; las recriminaciones nacen enclenques, se enredan con las lágriroas, tropiezan con los besos, y el seductor triunfa, vuelve a jurar, a prometer; las dos juventudes se atraen con secreta fuerza incontrastable, y la mujer se entrega de nuevo experimentando un goce mayor, más duradero e intenso, precisamente porque ahora viene amasado con el remordimiento.

En consecuencia, no quedaron en nada -que es quedar en nada la mutua oferta de continuar queriéndose...

Muy azorada volvía Santa a su casa, cuando al pasar una segunda vez por la enramada del garito de la rampa de la estación, detúvola una señora mayor, alhajada y gruesa, que se desprendió de un grupo de caballeros.

- ¿A donde vas tan volando, chiquilla? Déjate mirar..., ¡qué guapa eres!

Contra su voluntad detúvose Santa y se dejó mirar, saboreando todavía las heces del fruto prohibido acabado de gustar.

Confusamente escuchó que la alababan, que en broma averiguaban si había regañado con el novio, y en serio, por modo profético, ofrecíanle una ganancia de veinte pesos diarios en oficio descansado y regalón, para el evento de que ese mismo novio la plantara.

- Preguntas por Elvira la Gachupina, plaza tal, número tantos, en México, ¿se te olvidará...? Prometo trocarte en una princesita.

Siguió Santa hasta su vivienda, en la que recaló agitada y sonriente, a fin de despistar las suspicacias crecientes de Agustina y las de Fabián y Esteban que disfrutaban de vacaciones a causa de la feria: la fábrica holgaba tres días.

Con la conclusión de la tal feria coincidió el principio y desarrollo de las desventuras de Santa. Decididamente Marcelino la huía, y al cabo de un mes de amores, sin duda sintióse ahíto, pues antes se recataba de la muchacha que procurar su encuentro. Y un buen día, de mañanita, por el Arenal desfiló Marcelino a la cabeza de su destacamento, camino de México, por lo pronto, y de otro pueblo más tarde; sin aviso previo a Santa que ignoraba lo del cambio de guarnición; sin toques de clarín ni tropel de los caballos que silenciosamente hundían sus cascos en la arena floja de la ancha senda. Si no es por los chillidos de un granuja de Chimalistac que anunció la partida y alborotó a sus compinches, Santa ni lo sospecha siquiera. Corrió al igual de la gente menuda, en pos del anunciante.

- ¡Vengan a ver a los soldados de San Angel! ¡Ya se van!

De balde la carrera, que lo único que les fue dable contemplar redújose a la polvareda que el piquete levantaba en su marcha y que lo defendía a guisa de impenetrable escudo, de las aldeanescas curiosidades. Un momento, cuando el pelotón trepaba por el empinado puente de El Altillo, que luce unos guijarros como puños, la nube de polvo deshízose en lo alto y algo pudo determinarse de la espalda de los dragones de retaguardia con la carabina terciada, las ancas de los trotones y una cola que otra en colérico rabear contra las moscas. Al convencerse Santa del cobarde y eterno abandono, pegóse a una tapia, que, con ser de piedra fabricada, parecíale menos dura que las entrañas del fugitivo, y llevándose el delantal a los ojos ¡cómo lloró, Virgen Santísima, cómo lloró!, por su corazón y su cuerpo bárbaramente destrozados, por el ingrato que se le escapaba y por el inocente que dentro de su ser le avisaba ya su advenimiento futuro...

Aquí se le embrollaban a Santa sus recuerdos, por lo que la involuntaria evocación resultaba trunca. Destacábase, sin embargo, con admirable y doliente precisión, el aborto repentino y homicida a los cuatro meses más o menos de la clandestina y pecaminosa preñez, a punto que Santa, un pie sobre el brocal del pozo, tiraba de la cuerda del cántaro, que lleno de agua, desparramándose, ascendía a ciegas. Fue un rayo. Un copioso sudar; un dolor horrible en las caderas, cerca de las ingles, y en la cintura, atrás, un dolor de tal manera lacerante que Santa soltó la cuerda, lanzó un grito y se abatió en el suelo. Luego, la hemorragia, casi tan abundosa y sonora cual la del cántaro roto al chocar contra las húmedas paredes del pozo. Agustina, inclinada junto a ella, aclarando el secreto, titubeante entre golpearla y maldecirla o curarla y perdonarla... El Coyote, lamiendo la sangre que se enterraba, y uno de los gallos de lidia, cantando inmotivadamente... ¿Qué sucedió en seguida...? Rostros sombríos, callar de catástrofe, fiebre intensa, la maledicencia del lugarejo husmeando y desfigurando lo sucedido. Pasados veinte días desde que el médico dio de alta a la enferma, un tribunal doméstico e implacable presidido por Agustina, más vieja y encorvada después del siniestro, muy hundidos los ojos y muy temblón el pulso; con Fabián y Esteban de acusadores, avergonzados y hoscos, decididos, a semejanza de paladines de leyenda, a reivindicar su honra maltrecha, su honra rústica, pero intacta, con la que dichosos vivían; y Santa, ojerosa y pálida, sentada entre sus jueces, a la mitad del patio, a la sombra de sus naranjoS colmados de fruto. Muy arriba, el cielo, divinamente límpido, impenetrable, sereno; y de muy abajo, débil, el rumor del río condenado a perpetuo viaje, que intenta asirse a las peñas, a los ribazos, a los árboles para descansar un minuto, y de no lograrlo, siembra en su curso espumas que desbarátanse suspirando lágrimas que se prenden a las hojas y flores agarradas a la orilla.

En la imposibilidad de prolongar el engaño, Santa habíales narrado su idilio trágico, mas que no le exigiesen pronunciar el nombre de su amante, nunca, averiguáranlo ellos si podían.

- Así me maten, no he de decirlo, ¡no, no y no!

Ante su obstinación y ante el furor de sus hermanos, que a duras penas contenían la ira, ¡quién sabe qué cosas tristísimas murmuró la anciana, en hierática actitud, sobre las rodillas las manos, rígidos los brazos, el busto enhiesto, la cabeza hacia atrás, con lo que su guedeja de inmaculadas canas, suelta y en desorden encima de sus pobres hombros flacos, simulaban un resplandor de imagen imprecisa dentro de alguna nave a media luz! Ello fue que entornó sus ojos y que Santa escuchó frases que al mismo corazón iban a anidársele..., ¡quién sabe qué cosas tristísimas de infancia, de cuna blanca, de sacrificios y desvelos; de si tu padre resucitara, lo habrías apuñaleado; de recuerdos de su primera comunión y reminiscencias de sus primeros pasos; de lamentaciones amargas y candorosas frente a lo inevitable, lamentaciones de criatura que resultaban sarcasmo al pasar por los labios de mujer que había vivido tanto... No la maldecía, porque impura y todo, continuaba idolatrándola y continuaría encomendándola a la infinita misericordia de Dios... Pero sí la repudiaba, porque cuando una virgen se aparta de lo honesto y consiente que le desgarren su vestidura de inocencia; cuando una mala hija mancilla las canas de su madre, de una madre que ya se asoma a las negruras del sepulcro; cuando una doncella enloda a los hermanos que por sostenerla trabajan, entonces, la que ha cesado de ser virgen, la mala hija y la doncella olvidadiza, apesta cuanto la rodea y hay que rechazarla, que suponerla muerta y que rezar por ella.

Y con supremo esfuerzo -pues los fingidos alientos se concluían-, Agustina se puso en pie, agrandada, engrandecida, sacra.

Y conforme Agustina se enderezaba, Santa fue humillándose, humillándose hasta caer arrodillada a sus plantas y hundir en ellas su bellísima frente pecadora.

Y Esteban y Fabián, también de pie, en toda la hermosura de sus cuerpazos de adultos sanos y fuertes, por obra de interno deslumbramiento, se descubrieron.

- ¡Vete, Santa...!, -ordenó la madre mancillada en sus canas-, ¡vete...! que no puedo más...

De veras no podía más, y a modo de añosa encina que un rayo descuaja, desplomóse en brazos de Fabián y Esteban, que en su auxilio vinieron.

Mientras, Santa, sin resistir al último mandato materno, se despedía de seres y cosas con hondo mirar angustioso, y se encaminaba tambaleante de desgracia y de llanto, a la salida de la casita.

En la reja se detuvo aún, con la esperanza de que la llamaran. Volvió el rostro y sólo contempló a su madre entre los brazos de sus hermanos, la diestra levantada como cuando la mandara irse, en solemne grupo patriarcal de los justicieros tiempos bíblicos.

Un brusco movimiento del vecino de lecho de Santa, que en sueños se desperezaba, hizo que la muchacha tornase a la realidad e interrumpiera su largo peregrinar al través de su vida. Por un instante, pensó en mudar de sitio y acostarse, para lo que de noche faltaba, en el canapé o en la alfombra, pero una reflexión la contuvo; ya que no había tenido valor de arrojarse al río de su pueblo, que le brindaba muerte, olvido, la purificación quizá, y sí había tenido la desvergüenza de tirarse a éste en que ahora se ahogaba, tan nauseabundo y sucio, ¡debería acabar de ahogarse y de perecer en el revuelto limo de su fondo!

Índice de Santa de Federico GamboaPrimera parte - Capítulo IPrimera parte- Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha