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CAPÍTULO DÉCIMO TERCERO

COLOCANDO LAS REDES

Sir Enrique experimentó mayor placer que sorpresa en ver a Sherlock Holmes, porque desde hacía algunos días esperaba que los últimos acontecimientos lo harian venir de Londres. Sin emargo, arqueó las cejas al encontrarse con que mi amigo no traia equipaje alguno ni daba explicaciones de su ausencia. Entre Holmes y yo satisfacimos sus requerimientos, y después de una cena tardía explicamos al baronet todo lo que rnos pareció conveniente que supiese acerca de lo que nos había ocurrido. Tuve antes la desagradable obligación de dar la noticia de la muerte de Selden a Barrymore y a su esposa. Para Barrymore quizá con aquello le proporcioné un grandísimo alivio, pero ella lloró amargamente, ocultándose la cara con el delantal. Para todo el mundo era el muerto el hombre violento, mitad fiera y mitad demonio; para ella, él había seguido siendo siempre el muchachito voluntarioso de su juventud, el niño que había caminado agarrándose a su mano. Malvado debe de ser en verdad el hombre que no tiene una mujer que llore su muerte.

- He pasado el día aburriéndome en casa desde que Watson salió por la mañana -dijo el baronet-. Creo que merezco que se tenga alguna confianza en mi, puesto que he cumplido mi promesa. Si yo no hubiese jurado no andar solo por ahí, quizá hubiese pasado una noche más entretenida, porque recibí un mensaje de Stapleton pidiéndome que fuese a su casa.

- No me cabe duda de que habría pasado usted una noche más entretenida -dijo Holmes con sequedad-. A propósito, creo que usted no se da cuenta de que hemos estado llorándolo, en la creencia de que se había desnucado usted.

Sir Enrique abrió los ojos.

- ¿Cómo fue eso?

- Ese pobre hombre iba vestido con las ropas de usted. Me temo que el criado que se las dio pueda tener dificultades con la Policía.

- No es probable. Por lo que yo recuerdo, ninguna de ellas tenía marca especial.

- Eso es una suerte para el; mejor dicho, es una suerte para todos ustedes, ya que todos ustedes han andado en ese asunto al margen de la ley. No estoy seguro de que mi obligación de detective cumplidor de su deber no me obligue como primera providencia a detener a todos los moradores de esta casa. Los informes que me ha enviado Watson resultan documentos de lo más acusadores.

- Pero ¿qué me dice usted del caso nuestro? -preguntó el baronet-. ¿Ha puesto usted en limpio algo de esta mañana? Yo no creo que Watson y yo hayamos aprendido nada desde que vinimos de Londres.

- Creo que antes de mucho me encontraré en posición de aclararle a usted bastante la situación. Ha sido este un negocio extraordinariamente difícil y de lo más complicado. Todavía necesitamos hacer luz sobre varios puntos; pero se va haciendo, a pesar de todo.

- Ya le habrá dicho, sin duda, Watson que nos ha ocurrido algo. Hemos oído en el páramo al sabueso, por lo cual puedo jurar que no todo lo que se dice es superstición infundada. Cuando viví en el Oeste tuve que tratar con perros, y por eso los conozco con solo oírlos. Si usted es capaz de ponerle el bozal a este de ahora y de encadenarlo, estaré díspuesto a jurar que es usted el más grande de los detectives.

- Creo que podré ponerle el bozal y encadenarlo perfectamente, si usted me ayuda.

- Haré todo cuanto usted me diga.

- Muy bien, y yo le pido, además, que lo haga a ciegas, sin preguntar nunca el motivo.

- Se hará como usted guste.

- Pues si usted lo hace, creo que existen probabilidades de que nuestro pequeño problema quedará pronto resuelto. No me cabe duda ...

Holmes se interrumpió bruscamente y miró con fijeza por encima de mi amigo en lo alto. La luz de la lámpara se proyectaba sobre su cara, y era tan intensa su atención y su inmovilidad que hubieran podido pasar por las de una estatua clásica bien tallada, personificación del alerta y de la expectativa.

- ¿Qué pasa? -exclamamos los dos.

Pude ver, cuando Holmes bajaba la vista, que reprimía alguna emoción interior. Sus facciones seguían siempre llenas de compostura, pero sus ojos centelleaban de júbilo divertido.

- Disculpen la admiración de un experto -dijo, haciendo ondear su mano en dirección a la línea de retratos que cubrían la pared de enfrente-. Watson no es capaz de reconocer que yo entiendo algo de arte, pero son simples celos, porque nuestros puntos de vista sobre el tema difieren. Ahora bien: esta que hay ahí es una serie de retratos verdaderamente magníficos.

- Me alegro de oírle hablar así -dijo sir Enrique, mirando a mi amigo con alguna sorpresa-. Yo no tengo la pretensión de entender mucho de estas cosas y me considero mejor juez en cuestión de caballos o de ciervos que en cuestión de cuadros. Ignoraba que usted encontrase tiempo para tales cosas.

- Yo sé lo que es bueno cuando veo lo bueno, y en este momento lo veo. Juraría que es un Kneller ese retrato de la dama vestida de seda azul; y el caballero voluminoso con la peluca debe de ser un Reynolds. Son todos retratos de familia, ¿verdad?

- Todos ellos.

- ¿Sabe usted los nombres de los retratos?

- Barrymore me ha dado una lección sobre los mismos y creo que soy capaz de repetir bastante bien lo aprendido.

- ¿Quién es el caballero que tiene en la mano el catalejo?

- Es el contraalmirante Baskerville, que sirvió en las Indias Occidentales al mando de Rodney. El hombre de la levita azul y del rollo de papel es sir Guillermo Baskerville, que fue presidente de Comité en la Cámara de los Comunes gobernando Pitt.

- ¿Y este gallardo caballero que tengo enfrente de mi, el del terciopelo y los encajes?

- Vaya, a ese tiene usted derecho a conocerlo. El es la causa de todos los daños, el malvado Hugo, el que dio origen al Sabueso de los Baskerville. No es posible que lo olvidemos.

Yo examiné con interés y con alguna sorpresa el retrato.

- ¡Por vida mía! -exclamó Holmes-. Parece hombre bastante tranquilo y de maneras suaves, pero me atrevo a afirmar que en sus ojos estaba agazapado un demonio. Yo me lo había imaginado más robusto y más bravucón.

- No existe duda alguna acerca de la autenticidad, porque en la parte de atrás del lienzo están el nombre y la fecha: mil seiscientos cuarenta y siete.

Holmes dijo pocas cosas más, pero parecía que el retrato del conocido juerguista le hubiese fascinado, y sus ojos se fijaron constantemente en él durante la cena. No fue hasta más tarde, después de que sir Enrique se había retirado a su dormitorio, cuando pude seguir la línea de sus pensamientos. Holmes me hizo volver con él a la sala de banquetes, llevando en la mano la palmatoria de su dormitorio, y la levantó para alumbrar el retrato, manchado por el tiempo, que habla en la pared.

- ¿No ve usted ahí nada?

Yo miré el ancho sombrero con plumas, los tirabuzones de cortesano, el cuello de encaje blanco y el rostro, estrecho y severo, encuadrado entre aquellos y este. No era una cara brutal, pero sí afectada, dura y rígida, con la boca de labios delgados y apretados y la mirada de fría intolerancia.

- ¿Le encuentra algún parecido con persona que usted conozca?

- Algo tiene en la mandíbula de parecido con sir Enrique.

- Sí. quizá la hace recordar. ¡Pero espere un instante!

Holmes se subió encima de una silla, y. levantando la luz con su mano izquierda, formó arco con el brazo derecho tapando el ancho sombrero y siguiendo la línea de los largos tirabuzones.

- ¡Santo Dios! -grité yo asombrado.

Había surgido del lienzo la cara de Stapleton.

- ¡Ajajá! ¡Ahora lo ve usted! Mis ojos están entrenados para estudiar las caras y no sus atavíos. La primera cualidad que ha de tener un investigador criminal es la de poder ver a través de un disfraz.

- Pero este es maravilloso. Pudiera pasar por el retrato suyo.

- En efecto, es un ejemplo interesante del salto atrás, que suele presentarse lo mismo en lo físico que en lo espiritual. El estudio de los retratos de familia es suficiente para convertirlo a lino a la doctrina de la reencarnación. Stapleton es un Baskerville; eso es evidente.

- Con designios para apoderarse de la herencia.

- Exactamente. Esta visión casual del retrato nos ha proporcionado uno de los eslabones que más se echaban en falta. Ya es nuestro. Watson, ya es nuestro. Y me atrevo a jurar que antes de mañana por la noche estará aleteando dentro de nuestra red, tan perdido como una de sus mariposas. Un alfiler, un corcho y una etiqueta y será uno más de la colección de Baker Street.

Al alejarse del cuadro, rompió Holmes en uno de sus raros accesos de risa. Yo no le he oído reír con frecuencia, pero siempre que le oí, su risa presagiaba desgracia para alguien.

Me levanté a buena hora por la mañana, pero Holmes estaba en pie desde más temprano todavía, porque cuando yo me vestía ví que regresaba de una excursión en coche.

- Sí, hoy tendremos un día bien completo -comentó. restregándose las manos, movido del gozo de actuar-. Las redes están todas colocadas, y vamos a empezar a tirar de ellas. Antes que termine el día sabremos si hemos pescado a nuestro voluminoso esturión de estrechas mandíbulas, o si ha logrado escaparse por entre las mallas.

- ¿Ha estado usted hoy en el páramo?

- Envié desde Grimpen a Pricentown un informe de la muerte de Selden. Creo que puedo prometer que no se molestará a ninguno de ustedes por este asunto. Me he puesto, asimismo, en comunicación con mi fiel Cartwright, que con seguridad se habria dejado morir de dolor junto a la puerta de mi choza igual que se deja morir un perro sobre la tumba de su amo, si yo no lo hubiese tranquilizado haciéndole ver que estoy a salvo.

- ¿Qué paso va a ser el próximo?

- Vamos a ver a sir Enrique. ¡Pero aquí lo tenemos!

- Buenos días, Holmes -dijo el baronet-. Tiene usted el aspecto de un general que planea una batalla con su jefe de estado mayor.

- Esa es exactamente la sitUación. Watson me pedía órdenes.

- Y lo mismo hago yo.

- Perfectamente. Según tengo entendido, usted está invitado a cenar esta noche con nuestros amigos los Stapleton.

- Espero que también usted vendrá. Son gente muy hospitalaria, y estoy seguro de que se alegrará mucho de verle.

- Es que me parece que Watson y yo tenemos que ir a Londres.

- ¿A Londres?

- Sí, creo que en la actual coyuntura seremos más útiles allí.

La cara del baronet se alargó visiblemente.

- Yo esperaba que ustedes estarían a mi lado hasta el final de este asunto. El palacio y el páramo son lugares poco agradables para estar solo.

- Querido amigo, usted tiene que confiar en mí sin reservas, y hacer exactamente lo que yo le diga. Informe a sus amigos de que habríamos acudido muy gustosos con usted, pero que un asunto urgente ha exigido que hagamos acto de presencia en la capital. Esperamos regresar muy pronto a Desvonshire. ¿Se acordará de transmitirles este mensaje?

- Lo haré si usted insiste.

- Le aseguro que no hay otra alternativa.

Al ver cómo el rostro del baronet se ensombrecía, comprendí que le había herido profundamente lo que él consideraba deserción nuestra.

- ¿Cuándo desean ustedes marcharse? -preguntó con frialdad.

- Inmediatamente después del desayuno. Iremos en coche hasta Coombe Tracey, pero Watson dejará aquí su equipaje en garantía de que regresaremos. Watson, envíe usted una carta a Stapleton informándole de que lamenta no poder ir.

- Me están entrando muchas ganas de marchar a Londres con usted -dijo el baronet-. ¿Qué razón hay para que me quede yo solo aquí?

- Debe quedarse porque el deber se lo impone. Porque usted me dio su palabra de que haría todo lo que yo le dijese; y yo le digo que se quede.

- Perfectamente; entonces me quedaré.

- ¡Una orden más! Deseo que usted marche a casa de Merripit en carruaje. Pero dé orden a este de volverse, y diga a los Slapleton que piensa regresar a pie.

- ¿A pie por el páramo?

- .

- ¡Pero si eso es precisamente lo que tantas veces me ha advertido usted que no hiciese!

- Esta vez puede usted hacerlo sin peligro. Si yo no tuviese absoluta confianza en su temple y en su valor, no se lo indicaría, pero resulta esencial que lo haga usted.

- Lo haré, entonces.

- Y si usted aprecia en algo su vida, no cruce el páramo en ninguna dirección sino siguiendo derecho el camino que conduce desde la casa de Merripit hasta la carretera de Grimpen, y que es lo natural para volver a casa.

- Lo haré tal como me lo dice.

- Muy bien. Me gustaría salir lo antes posible después de desayunarnos para poder llegar a Londres por la tarde.

A pesar de que yo recordaba que Holmes había dicho a Stapleton la noche anterior que su visita terminaría al día siguiente, me quedé muy atónito al oír aquel programa. Sin embargo, no me había cruzado por la imaginación el que Holmes desease que yo fuese con él, ni alcanzaba a comprender cómo podíamos estar ausentes los dos en el momento mismo que, según él había declarado, todo haría crisis. Pero no había otra cosa que hacer sino obedecer sin explicaciones; nos despedimos, pues, de nuestro afligido amigo, y un par de horas más tarde nos hallábamos en la estación de Coombe Trace, y dábamos orden de volver al cochecito que nos había conducido. En el andén esperaba un muchacho.

- ¿Tiene usted alguna orden que darme?

- Cartwright, irás en este tren hasta Londres. En cuanto llegues, enviarás un telegrama a sir Enrique Baskerville, firmado Con mi nombre, diciéndole que si encuentra la cartera que se me ha perdido la envíe por correo certificado a Baker Street.

- Sí, señor.

- Y pregunta en la oficina de la estación si hay algún mensaje para mí.

El muchacho regresó con un telegrama que Holmes me entregó. Decía esto:

Recibo telegrama. Voy con orden de prisión en blanco. Llego cinco cuarenta.-Lestrade.

- Es la respuesta a mi telegrama de esta mañana. Lo tengo por el mejor de los profesionales. y quizá precisemos de su ayuda. Y ahora, Watson, creo que de ninguna manera podriamos emplear mejor el tiempo que visitando a la conocida de usted, la señora Laura Lyons.

Empezaba a hacerse evidente su plan de campaña. Se serviría del baronet para convencer a los Stapleton de que, en efecto, nos habíamos marchado, pero nosotros regresaríamos en el momento en que probablemente íbamos a hacer falta. Si hacía sir Enrique mención a los Stapleton del telegrama enviado desde Londres, haría desaparecer los últimos recelos que pudieran tener estos. Me parecía estar viendo ya que nuestras redes se iban estrechando cada vez más alrededor del esturión de mandíbulas delgadas.

La señora Laura Lions se hallaba en su oficina. Y Sherlod Holmes inició su entrevista con una franqueza y una brusquedad que la dejaron muy asombrada.

- Estoy realizando investigaciones acerca de las circunstancias que rodearon la muerte del difunto sir Charles Baskerville -dijo-. El doctor Watson, amigo mío aquí presente, me ha informado de lo que usted le comunicó, y también de lo que usted se calló en relación con este asunto.

- ¿Qué es lo que yo me he callado? -preguntó ella, desafiadora.

- Usted ha confesado que solicitó de sir Charles que estuvíese a las diez en la puerta barrera. Nosotros sabemos que fueron esos el lugar y la hora de su muerte. Usted se ha callado la relación que existe entre ambos hechos.

- No existe relación alguna.

- En tal caso la coincidencia tiene que ser verdaderamente extraordinaria. Pero yo soy de opinión que, a pesar de todo, conseguiremos establecer la relación. Señora Lyons, yo quiero ser completamente franco con usted. Para nosotros se trata de un asesinato, y en las pruebas pueden resultar complicados no solo el amigo de usted, señor Stapleton, sino también la mujer de este.

Aquella mujer saltó de su silla, y gritó:

- ¡Su mujer!

- La verdad ya no es un secreto. La persona que ha venido pasando por hermana suya es en realidad su mujer.

La señora Lyons había vuelto a sentarse. Sus manos apretaban los brazos de su sillón, y pude ver que sus uñas sonrosadas estaban blancas por efecto de la presión que hacían sus manos.

- ¡Su mujer! -repitió-. ¡Su mujer! El no es casado.

Sherlock Holmes se encogió de hombros.

- ¡Demuéstrenme que es cierto! ¡Demuéstrenme que es cierto! ¡Si usted es capaz de hacerlo ... ! -el feroz relampagueo de sus ojos dijo más que lo que habrían podido decir sus palabras.

- He venido preparado para demostrárselo -dijo Holmes, sacando del bolsillo algunos papeles-. Aquí tiene una fotografía de la pareja, hecha en Nueva York hace cuatro años. Al dorso lleva la indicación Señor y señora de Vandeleur. Pero ninguna dificultad tendrá usted en identificarlos tanto a él como a ella, si es que a ella la conoce usted de vista. Aquí tiene usted tres descripciones hechas por testigos dignos de crédito, del señor y de la señora Vandeleur, que en el momento a que se refiere regentaban una escuela particular. léalas, y vea si es posible dudar de la verdadera personalidad de esta gente.

La mujer repasó aquello, y después levantó la vista para mirarnos con el rostro firme y rígido de una mujer desesperada.

- Señor Holmes -dijo-, este hombre se había ofrecido a casarse conmigo a condición de que yo consiguiese divorciarme de mi marido. El muy canalla me ha mentido de todas las maneras imaginables. Ni una sola de todas las cosas que me dijo era verdad. ¿Y para qué, para qué? Yo pensaba que lo hacía todo por mí. Pero ahora veo que no he sido en ningún momento otra cosa que un simple instrumento en sus manos. ¿Por qué habré yo de ser leal a quien no lo fue conmigo jamás? ¿.Por qué habría yo de intentar resguardarlo de las consecuenCias de sus propios actos malvados? Pregúnteme lo que guste, y ya no me callaré absolutamente nada. Una cosa les juro a ustedes, y es que cuando escribí la carta no tuve ni la más remota idea de que con ello causaba el menor daño al anciano caballero que había sido mi amigo más bondadoso.

- Le creo a usted por completo, señora -dijo Sherlock Holmes-. El relato de estos acontecimientos ha de resultar dOloroso para usted, y quizá le resultará más difícil el que yo le cuente lo que ocurrió, y usted de ese modo puede comprobar si cometió alguna equivocación importante. ¿Fue Stapleton quien le sugirió a usted el envío de aquella carta?

- El me la dictó.

- Me imagino que la razón que dio fue que usted recibiría ayuda de sir Charles para sufragar las costas legales que ocasionaría su divorcio, ¿no es así?

- Exactamente.

- Y luego, después de que usted echó la carta al correo, ¿le disuadió él de que acudiese a la cita?

- Me dijo que resultaba hiriente para su amor propio el que fuese otro hombre quien proporcionase el dinero con ese objeto, y que, si bien él era hombre pobre, dedicaría hasta su último penique a apartar los obstáculos que nos separaban a los dos.

- Por lo visto es un hombre de carácter coherente, ¿y después de eso ya no supo usted nada hasta que leyó los relatos de la muerte en el periódico?

- No.

- ¿Y él le haría jurar que no diría usted nada acerca de la cita que había dado a sir Charles?

- Eso me hizo jurar. Aseguró que la muerte era muy misteriosa, y que si se hacían públicos los hechos sospecharían de mí con toda seguridad. Me asustó para que permaneciese callada.

- Lo comprendo. Pero ¿usted tenía sus recelos, no es así?

La mujer vaciló y bajó la vista, diciendo. por último:

- Yo lo conocía a él, pero si hubiese sido leal conmigo yo lo habría sido siempre con él.

- Me parece que, bien mirado todo, se ha escapado usted de una buena -dijo Sherlock Holmes-. Usted lo ha tenido a el en poder suyo y él lo sabía, y, sin embargo, vive usted aún, por espacio de varios meses ha caminado usted al borde de un precipicio. Señora Lyons, no tenemos más remedio que despedirnos de usted, y es probable que muy pronto la visitemos otra vez.

Mientras esperábamos la llegada del tren expreso procedente de Londres, Holmes dijo:

- Nuestras pruebas se van puliendo, y las dificultades se clarean una tras otra delante de nosotros. Pronto podré formar un único relato coherente del más extraño y sensacional crimen de los tiempos modernos. Los que estudian criminología recordarán incidentes análogos ocurridos en Grodno, Pequeña Rusia, el año sesenta y seis, y como es natural, también los asesinatos de Anderson, en Carolina del Norte; pero este caso de ahora tiene algunos rasgos completamente propios. Aun ahora, no poseemos pruebas terminantes contra este hombre tan astuto. Pero mucho me sorprenderá el que antes que nos acostemos esta noche no se haya aclarado todo lo suficiente.

El expreso de Londres entró retumbando con estrépito en la estación, y un hombre pequeño, un verdadero bull-dog musculoso y enjuto, saltó de un coche de primera. Nos dimos sendos apretones de manos, y pude ver en seguida, por la mirada reverente que Lestrade dirigia a mi acompañante, que aquel había aprendido mucho desde los tiempos en que trabajaron juntos por vez primera. Yo recordaba perfectamente la mofa que despertaban en el hombre empirico las teorias del hombre razonador.

- ¿Ocurre algo de bueno? -preguntó.

- Lo más grande desde hace años -dijo Holmes-. Disponemos de dos horas antes que tengamos que ponernos en camino. Creo que podríamos emplearlas en hacernos servir algo de comer, y después de eso, Lestrade, le limpiaremos a usted la garganta de las nieblas de Londres, proporcionándole una bocanadita del aire puro de Dartmoor. ¿Nunca estuvo alli? Bueno, pues yo supongo que no olvidará jamás su primera visita.
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