Índice de El sabueso de los Baskerville de Sir Arthur Conan DoyleAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO SEGUNDO

UNA MUERTE EN EL PÁRAMO

Permanecí unos momentos sin poder respirar, creyendo apenas a mis oídos. Luego recobré el uso de los sentidos y de la voz, y experimenté la sensación de que me quitaban del alma en un instante un peso aplaslador de responsabilidad. Aquella voz fría, incisiva, irónica solo podía pertenecer a un hombre en el mundo.

- ¡Holmes! -exclamé-. ¡Holmes!

- Salga usted y tenga cuidado con el revólver -me dijo.

Me agaché para pasar por debajo del tosco dintel y me lo encontré sentado fuera, en una piedra; sus ojos grises bailoteaban divertidos al posarse en mi cara de asombro. Estaba enjuto y fatigado, pero alerta y despierto, y su cara expresiva había sido bronceada por el sol y curtida por los vientos. Con su traje de mezcla y gorra de paño se parecía a cualquiera de los turistas que visitan el páramo, y con el gusto gatuno por la limpieza personal que constituía una de sus características, se las había ingeniado para tener la cara tan bien rasurada y la ropa tan impecable como si estuviera en Baker Street.

- En mi vida me alegré tanto de tropezarme con una persona -le dije, y le di un apretón de manos.

- Ni se asombró tanto, ¿verdad?

- No tengo más remedio que reconocerlo.

- Pues yo le aseguro a usted que no ha sido usted solo el sorprendido. No me imaginaba que hubiese descubierto mi refugio pasajero, y menos aún me imaginaba que estuviese dentro, hasta que llegué a veinte pasos de la puerta.

- Descubriría usted mis pisadas, ¿verdad?

- No, Watson; creo que no podría comprometerme a distinguir las huellas de sus pies entre todas las demás del mundo. Si de veras quiere usted despistarme, es preciso que cambie de tabaquería; cuando veo una punta de cigarrillo con la marca Bradley. Oxford Street, ya sé que mi amigo Watson anda por los alrededores. Puede ver usted la colina allí, junto al sendero. Sin duda que la tiró en el momento supremo, cuando se dispuso abalanzarse hacia la choza desocupada.

- Exactamente.

- Eso creí yo, y conociendo su magnífica tenacidad, me convencí de que estaba usted emboscado con un arma al alcance de la mano, esperando el regreso del inquilino. ¿De modo que pensó usted, en efecto, que era yo el criminal?

- Yo ignoraba quién era usted, pero estaba resuelto a averiguarlo.

- ¡Excelente, Watson! Y ¿cómo se las arregló para localizarme? ¿Me vio quizá la noche que perseguían al presidiario, y que yo cometí la imprudencia de permitir que la luna se levantase a espaldas mías?

- Sí, lo vi entonces.

- ¿Y habrá, sin duda, registrado todas las chozas hasta dar con esta?

- No; alguien había observado la presencia de su muchacho, y eso me dio la pauta de dónde tenia que investigar.

- Sin duda que fue el viejo del telescopio. La primera vez que observé el reflejo de la luz sobre los cristales de los focos no pude caer en la cuenta de qué se trataba.

Se puso en pie y echó un vistazo al interior de la choza.

- ¡Ajá! Veo que Cartwirght ha traído algunas provisiones. ¿Qué papel es este? De modo que ha ido usted a Coombe Tracey, ¿verdad?

- Si.

- ¿A visitar a la señora Laura Lyons?

- Exactamente.

- ¡Bien hecho! Veo que nuestras investigaciones han seguido líneas paralelas, y cuando juntemos nuestros resultados, yo espero que habremos conseguido una visión completa del caso.

- Bueno, me alegro de todo corazón de que usted se encuentre aquí; le aseguro que la responsabilidad y el misterio estaban resultando ya escesivos para mis nervios. Pero, por vida de todo lo asombroso, ¿cómo fue a venir usted a este lugar y qué ha estado haciendo? Yo lo hacia a usted en Baker Street desenredando el caso de chantaje.

- Eso queria yo que usted se imaginase.

- ¡De modo que me emplea como instrumento y, sin embargo, no tiene confianza en ml! -exclamé con cierta amargura-. Yo creo, Holmes, que merezco que me trate mejor.

- Querido amigo mío, en este caso, lo mismo que en otros muchos, me ha resultado usted de un valor inapreciable, y le ruego que me perdone si he hecho como que le jugaba una mala pasada. A decir verdad, lo hice en parte por usted mismo, y la comprensión del peligro que usted corría me empujó a venir y examinar el asunto por mis propios ojos. Si yo hubiese estado junto a usted y a sir Enrique, es evidente que mi punto de vista habría sido el mismo que el de ustedes, y mi presencia habría servido de advertencia a nuestros formidables adversarios para que se mantuviesen en guardia. Haciendo lo que he hecho he podido ir y venir de una manera que me habría sido imposible de haberme hospedado en el palacio, y quedo como un factor incógnito del asunto, listo para intervenir con todo mi peso en el momento critico.

- Y ¿cómo ha sido el mantenerme a mi en la ignorancia?

- El que usted lo hubiese sabido no nos ayudaba en nada, hubiera quizá traído como consecuencia el que yo hubiese sido descubierto. Usted habría sentido el deseo de contarme algo, o, llevado de su amabilidad, me habría traído algo para mí mayor comodidad, con lo que habríamos corrido un riesgo innecesario. Me traje conmigo a Cartwright, ya recordará, al muchachito de las Mensajerías Express, y él ha cuidado de atender a mis sencillas necesidades: una hogaza de pan y un cuello de camisa limpio. ¿Qué más necesita un hombre? Me ha proporcionado además un par extra de ojos encima de un par de pies activísimos, y tanto unos como otros me han sido inapreciables.

- ¡Según eso, todos mis informes no han servido de nada!

Me temblaba la voz al recordar el trabajo que me había tomado y el orgullo con que los había compuesto.

- Sus informes están aquí, querido amigo, y muy manoseados además, se lo aseguro. Lo dispuse todo perfectamente, y solo me han llegado con un día de retraso. No tengo más remedio que felicitarlo con gran encomio por el celo y la inteligencia que ha demostrado en un caso extraordinariamente difícil.

Yo estaba todavía algo amoscado por el engaño de que me había hecho objeto, pero el calor de los elogios de Holmes barrió el enojo de mi alma. Además, comprendí, allá en mi corazón, que había obrado bien en lo que decía y que era realmente mejor para nuestros propósitos el que yo ignorase que él se encontraba en el páramo.

- Sí, es mejor -dijo él, viendo que la sombra desaparecía de mi cara-. Y ahora cuénteme el resultado de su visita a la señorila Laura Lyons ..., y ninguna dificultad me ha costado adivinar que si fue usted a Coombe Tracey lo hizo para entrevistarse con ella, porque estoy enterado de que es la única persona de ese pueblo que podría sernos útil en este asunto. A decir verdad, es muy probable que, de no haber ido usted, hubiese ido yo mañana.

El sol se habia puesto y la oscuridad iba posándose sobre el páramo. El aire había refrescado, y nos metimos en la choza para estar más calientes. Allí, sentados en la penumbra, conté a Holmes mi conversación con aquella mujer. Tanto le interesó, que hube de repetir dos veces algunas partes de la misma antes que se diese por satisfecho.

- Esto es importantísimo -dijo él cuando yo hube terminado-. Llena una grieta que yo había sido incapaz de salvar en este asunto tan complejo. ¿Está usted enterado quizá de que entre esta señora y el tal Stapleton existe estrecha intimidad?

- No sabía que hubiese estrecha intimidad.

- Ninguna duda puede existir a ese respecto. Se entrevistan, se escriben, existe una completa inteligencia entre ellos. Pues bien: esto pone en nuestras manos un arma poderosísima. Si yo pudiera servirme de esa arma para apartar de él a su mujer.

- ¿A su mujer?

- Ahora le estoy yo informando a usted, a cambio de toda la información que usted me ha dado. La mujer que pasa aquí como señorita Stapleton es, en realidad, esposa suya.

- ¡Santo Dios, Holmes! ¿Está usted seguro de lo que dice? ¿Cómo entonces ha podido permitir que sir Enrique se enamore de ella?

- El que sir Enrique se enamore no podía ocasionar perjuicio a nadie sino al mismo sir Enrique. Según usted mismo ha podidu ver, Stapleton tuvo especial empeño en que sir Enrique no le hiciese el amor a ella. Repito que esa señora es esposa, y no hermana.

- ¿Por qué entonces engaño tan bien preparado?

- Porque él previó que le sería mucho más útil en ese papel de mujer independiente.

Todos mis barruntos no expresados con palabras, todas mis vagas sospechas tomaron súbitamente forma y se centraron en el naturalista. Creí ver en aquel hombre impasible y descolorido, con su sombrero de paja y su cazamariposas, a un ser de una paciencia y astucia infinitas, de cara sonriente y corazón asesino.

- De modo, pues, que es él nuestro adversario; es él quien nos siguió en Londres.

- Así entiendo yo el acertijo.

- Entonces la advertencia debió proceder ... ¡de ella!

- Exactamente.

De entre la oscuridad que por tanto tiempo me había envuelto surgía la silueta de alguna mostruosa ruindad, medio entrevista, medio barruntada.

- ¿Está usted seguro de esto, Holmes? ¿Cómo sabe que esa mujer es su esposa?

- Porque él tuvo el descuido de dar a usted un trozo auténtico de su biografía con ocasión de la primera entrevista que tuvieron, y me atrevo a afirmar que ahora lo ha lamentado muchas veces. El fue, en efecto, maestro de una escuela en el norte de Inglaterra. Ahora bien: no hay nadie a quien se le pueda seguir la pista mejor que a un maestro. Existen oficinas de información del Magisterio por las que se puede identificar a cualquier persona que haya ejercido la profesión. Me bastó una pequeña información para averiguar el caso de una escuela que fracasó en circunstancias atroces, y que el hombre que era propietario de la misma (el nombre era distinto) había desaparecido con su esposa. Las descripciones concordaban. Cuando averigüe que el desaparecido era aficionado a la entomología, la concordancia resultó completa.

La oscuridad se iba levantando, aunque las sombras ocultaban todavía muchas cosas.

- Pero si esta mujer es realmente esposa de Stapleton, ¿qué papel viene a hacer la señora Laura Lyons? -pregunté.

- Ese es uno de los puntos sobre los que ha hecho luz usted con sus investigaciones. Su entrevista con esa señora ha aclarado mucho la situación. Yo nada sabía acerca de su proyecto de divorciarse de su marido. En este caso, y tomando a Stapleton por hombre soltero, ella calcula, sin duda, con llegar a ser la esposa de este.

- Y ¿qué ocurrirá cuando se desengañe?

- ¡Quién sabe!, quizá entonces nos pueda ser útil esa dama. Nuestra obligación primera ha de ser el vlsitarla ambos mañana. ¿No le parece, Watson, que es ya mucho el tiempo que no está usted junto a la persona de la que cuida? Su puesto es el palacio de Baskerville.

Las últimas franjas de rojo se habían borrado por el Poniente, y la noche reinaba en el páramo. Brillaban algunas estrellas en un cielo violeta.

- Una última pregunta, Holmes -le dije al levantarme-. Desde luego, no hace falta que haya secreto entre usted y yo. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué fines persigue él?

Holmes bajó la voz al contestar:

- Esto, Watson, significa asesinato, asesinato con refinamiento y sangre fría. No me pregunte detalles. Mis redes se van cerrando alrededor de ese hombre, de igual manera que él va cerrando las suyas en tomo a sir Enrique, y con la ayuda de usted está ya a merced nuestra. Solo un peligro puede amenazarnos: que él descargue el golpe antes que nosotros estemos preparados para descargar el nuestro. Otro día más, dos a lo sumo, y habré atado todos los cabos, pero hasta entonces habrá usted de guardar a su hombre como la madre más amorosa guardó nunca a su hijo enfermo. La misión que le encomendé ha quedado ya justificada por sí misma, pero, con eso y con todo, casi habría deseado que usted hubiese seguido en todo momento junto a sir Enrique. ¡Escuche!

Brotó del silencio del páramo un terrible alarido, un grito prolongado de horror y de angustia. El espantoso chillar convirtió en hielo la sangre de mis venas, y exclamé jadeante:

- ¡Santo Dios! ¿Qué es eso? ¿Qué significa eso?

Holmes se había puesto en pie de un salto. Vi dibujarse en la puerta de la choza su oscura y atlética silueta, con la espalda encorvada, la cabeza echada hacia adelante y el rostro como si quisiese penetrar en la oscuridad con la mirada.

- ¡Chitón! -cuchicheó-. ¡Chitón!

El grito había llegado con fuerza hasta nosotros por la misma vehemencia con que había sido lanzado, pero venía de algún lugar lejano de la llanura envuelta en sombras. Volvió a rasgar nuestros oídos más cercano, con más fuerza, con urgencia aún mayor que antes.

- ¿Dónde es? -cuchicheó Holmes, y la vibración de su voz me indicó que él, el hombre férreo; estaba conmovido hasta lo hondo del alma-. ¿Dónde es, Watson?

- Creo que ahí -dije señalando en la oscuridad.

- ¡No! Es allí.

Otra vez el grito de agonia corrió por la noche silenciosa, con mayor fuerza y más próximo a nosotros que nunca. Pero ahora se mezclaba con ese grito otro sonido; era como un rezongo retumbante y profundo, bien timbrado pero amenazador, que subía y bajaba como el rumor apagado y constante del mar.

- ¡El sabueso! -gritó Holmes- ¡Sígame, Watson, sígame! ¿Llegaremos demasiado tarde, Santo Dios?

Holmes había echado a correr rápidamente por el páramo, y yo le seguí pegado a sus talones. Súbitamente, de algún sitio, enfrente de nosotros, de aquel terreno accidentado, nos llegó un último alarido desesperado, y luego se oyó un golpe apagado, de un objeto de gran peso. Nos detuvimos a escuchar. Ya no volvió a oirse ningún otro ruido en el abrumador silencio de la noche sin viento.

Vi que Holmes se llevaba la mano a la frente como un hombre enloquecido y que pateaba el suelo.

- Nos derrotó, Watson. Hemos llegado demasiado tarde.

- ¡No puede ser, no puede ser!

- ¡Qué disparate hice no actuando antes! ¡Y usted, Watson, ya ve las consecuencias de haber abandonado al hombre que debía cuidar! ¡Pero, vive Dios, que si ha ocurrido lo peor, yo lo vengaré!

Corrimos ciegos por entre la oscuridad, tropezando con las piedras, abriéndonos camino por entre los matorrales de aliagas; fuimos jadeantes por las laderas arriba de las colinas y descendimos, laderas abajo, siempre en la dirección de aquellos ruidos horrendos. En todas las elevaciones miraba Holmes ansiosamente en derredor, pero las sombras cubrían tupidas el páramo y nada se movia en su melancólica superficie.

- ¿Ve usted algo?

- Nada.

- Pero ¡cuidado! ¿Qué es esto?

Un gemido apagado había herido nuestros oídOs. ¡Otra vez volvió a oírse a nuestra izquierda! Había a ese lado un espinazo de rocas que terminaba en un despeñadero a pico, bajo el cual había una pendiente salpicada de grandes piedras. Sobre su mellada superficie distinguíase un bulto negro, irregular, como de águila con las alas extendidas. Al acercarnos corriendo, la silueta confusa se concretó en contornos bien marcados. Aquello era un hombre de bruces sobre el suelo, con la cabeza doblada en ángulo horrible bajo el cuerpo, los hombros encogidos y el cuerpo encorvado, como de quien se ha lanzado a dar un salto mortal. Resultaba la suya una actitud grotesca, que me hizo olvidar por un instante que el gemido que habíamos escuchado era el que dio al salir el alma del cuerpo.

Ni un rumor, ni un susurro salía ahora de la negra figura sobre la cual estábamos inclinados. Holmes puso su mano sobre el cuerpo de aquel hombre, y la retiró vivamente con una exclamación de horror. La luz de la cerilla que encendió Holmes brilló sobre los dedos agarrotados y el horrendo charco que se iba dilatando con la sangre que salía del cráneo destrozado de la víctima. Y brilló sobre algo más que hizo que nuestros corazones desmayasen y sintiesen vértigos, ¡el cadáver de sir Enrique Baskerville!

No había modo de que ninguno de los dos nos olvidásemos de aquel traje de mezcilla característicamente rojizo, el mismísimo que llevaba la mañana en que lo vimos por vez primera en Baker Street. Verlo de una rápida ojeada, vacilar la cerilla y apagarse fue todo uno, de la misma manera que se había apagado la esperanza en nuestras almas. Holmes dejó escapar un gemido, y al ponerse blanco su rostro se destacó en la oscuridad.

- ¡Salvaje! ¡Salvaje! -grité yo apretando los puños-. ¡Jamás me perdonaré, Holmes, el haberlo abandonado a su destino!

- Mayores censuras merezco yo que usted, Watson. He sacrificado la vida de mi cliente para tener este caso bien redondeado y completo. Es el golpe más fuerte que he recibido durante mi carrera. Pero ¿cómo podía yo imaginarme, cómo podía yo imaginarme que él arriesgaría su vida por el páramo, a pesar de todas mis advertencias?

- ¡Que hayamos oído sus gritos (¡Dios santo, qué gritos!) y que no hayamos podido salvarlo! ¿Dónde está esa fiera de sabueso que lo ha empujado a la muerte? Quizá en este mismo instante se halla agazapada entre estas rocas. ¿Y Stapleton? :Dónde está Stapleton? Tendrá que responder de este crimen.

- Responderá. Yo me cuidaré de que responda. Tío y sobrino han sido asesinados: el uno de terror al ver a esa fiera que a él se le antojó del otro mundo, y el otro empujado a este final en su desatinada huída por salvarse de ella. Pero necesitaremos demostrar la conexión que existe entre el hombre y la fiera. Fuera de lo que hemos oído, ni siquiera podríamos declarar bajo juramento que existe ese animal, ya que es evidente que sir Enrique murió por efecto de la caída. ¡Pero, por todos los santos, que, a pesar de toda su astucia, ese individuo ha de caer en mis manos antes que transcurra otro día más!

Con los corazones amargados permanecimos a uno y otro lado del cadáver destrozado. Nos abrumaba aquel hecho súbito e irrevocable, que ponía un final tan doloroso a todas nuestras largas y fatigosas gestiones. Luego, al levantarse la luna, trepamos hasta lo alto de las rocas desde las que había caído nuestro pobre amigo, y desde su cima tendimos la mirada por el páramo fantasmal, mitad plata y mitad lobreguez. Lejos, a muchas millas de distancia, en dirección a Grimpen, brillaba una única luz amarillenta y fija. No podía ser en otro sitio que en la morada solitaria de los Stapleton. Mientras la miraba blandi el puño cerrado y dejé escapar una áspera maldición.

- ¿Por qué no le echamos mano ahora mismo?

- Las pruebas de nuestra acusación no están aún completas, ese individuo es precavido y astuto en el más alto grado. Lo que importa no es lo que sabemos, sino lo que podamos demostrar. Si hacemos una jugada en falso, ese granuja pudiera escapársenos.

- Y ¿qué podemos hacer?

- Mucho será lo que tendremos que realizar mañana. Esta noche solo podemos dedicarnos a prestar los servicios postreros a nuestro pobre amigo.

Descendimos juntos por la cuesta escarpada y nos acercamos al cadáver, que destacaba como una mancha negra sobre las piedras plateadas. El sufrimiento de aquellos miembros contorsionados me dio un espasmo de dolor e hizo que los ojos se me oscureciesen con las lágrimas.

- Es preciso que pidamos ayuda, Holmes. No vamos a poder llevarlo nosotros solos todo el trayecto desde aquí al palacio. ¡Santo Dios! ¿Se ha vuelto usted loco?

Holmes había dejado escapar una exclamación y se había inclinado sobre el cadáver. Luego se puso a bailar, a reir, a retorcerse las manos. ¿Era posible que ese hombre fuese mi severo y reservado amigo? ¡Aquellos sí que eran entusiasmos latentes!

- ¡Barba! ¡Barba! ¡Este hombre tiene barba!

- ¿Que tiene barba?

- ¡No es el baronet ...; es ... es mi convecino, el presidiario!

Con prisa febril habíamos puesto boca arriba el cadáver, y aquella barba goteante apuntaba hacia la luna fría y clara. No cabía duda alguna viendo aquella frente abultada y aquellos ojos hundidos, brutales. Era, en efecto, la misma cara que me había mirado con enojo por encima de la roca y a la luz de una vela: la cara de Selden, el criminal. De pronto lo vi todo claro. Recordé que el baronet me había dicho que había regalado sus ropas usadas a Barrymore. Este, a su vez, se las había entregado a Selden para ayudarle a escaparse. Botas, camisa, gorra, todo había pertenecido a sir Enrique. La tragedia seguía siendo bastante siniestra, pero este hombre, al menos, había merecido la muerte, según las leyes de su país. Le expliqué a Holmes lo que ocurría. Mi corazón borboteaba de felicidad y de júbilo.

- Han sido entonces las ropas las que han ocasionado la muerte al pobre hombre -dijo-. Está bastante claro que al sabueso le han hecho tomar el husmillo de algún objeto de sir Enrique, de la bota que le fue robada en el hotel, casi con toda seguridad, y por eso ha perseguido a este hombre. Sin embargo, hay un detalle verdaderamente raro: ¿cómo averiguró Selden en medio de la oscuridad que el sabueso le seguía el viento?

- Es que lo oyó.

- Oír en el páramo a un sabueso no podía infundir a un hombre rudo como el presidiario un paroxismo de terror tal, que le hiciese correr el peligro de que el sabueso volviese a localizarlo por sus gritos desesperados de socorro. A juzgar por ellos, el presidiario hizo un largo trayecto corriendo desde que se dio cuenta de que el animal le seguía la huella. ¿Cómo lo supo?

- Mayor misterio resulta para mí el que este sabueso, dando por supuesto que todas nuestras hipótesis sean ciertas ...

- Yo no doy nada por supuesto.

- Pues bien: yo digo que por qué lo soltaron esta noche. Me imagino que no siempre lo dejarán suelto por el páramo. Stapleton no lo habría soltado, a menos de que tuviese razones para pensar que sir Enrique andaría por aquí.

- La dificultad que yo veo es la más formidable de las dos, porque juzgo que no tardaremos en tener la explicación de la de usted, y la mía puede, en cambio, seguir siendo por siempre un misterio. Pero la cuestión que ahora se nos presenta es la de qué vamos a hacer con el cadáver de este desdichado. No podemos dejarlo aquí expuesto a las zorras y a los cuervos.

- Podríamos colocarlo dentro de una de las chozas hasta que nos pongamos al habla con la Policía.

- Me parece bien. No dudo de que entre usted y yo podremos llevarlo hasta allí. ¡Hola! ¿Qué es eso, Watson? ¡Ahí lo tenemos al hombre en persona por vida de todos los asombros y audacias! Ni una sola palabra que dé a entender nuestras sospechas, ni una sola palabra, porque de otro modo nuestros proyectos se derrumbarían.

Una figura se acercaba por el páramo. Distinguí el resplandor rojo apagado de un cigarro. La luna proyectaba su luz sobre la figura, y pude reconocer el cuerpo menudo y vivaracho y los andares ágiles del naturalista. Al vernos se detuvo, pero luego reanudó su marcha hacia nosotros.

- Pero cómo, doctor Watson, ¿es posible que sea usted? Si hay alguien a quien no habría yo pensado encontrarme en el páramo a estas horas de la noche, es a usted. Y ¿qué es esto, por vida mía? ¿Alguien que está herido? ¡Por favor! ¡No me digan ustedes que este hombre es nuestro amigo sir Enrique!

Cruzó precipitadamente por delante de mi y se inclinó sobre el muerto.

- ¿Quién ... quién es? -tartamudeó.

- Selden, el que se fugó de Princetown.

Stapleton nos miró con cara de mortal palidez, pero había conseguido, gracias a un esfuerzo supremo, sobreponerse a su asombro y a su desencanto. Clavó una mirada penetrante en Holmes y luego en mí.

- ¡Por vida mía! ¡Qué cosa más desagradable! Y ¿cómo murió?

- Por lo visto, se desnucó al caer desde esas rocas. Mi amigo y yo íbamos paseando por el páramo cuando escuchamos un grito ...

- Yo también oí un grito, y eso es lo que me sacó de casa. Sentí preocupación por sir Enrique.

- ¿Por qué precisamente por sir Enrique? -pregunté sin poderme contener.

- Porque yo le había sugerido la idea de que viniese a mi casa. Al ver que no llegaba me sentí sorprendido y, como es lógico, temí por su seguridad al escuchar gritos en el páramo. A propósito -y sus ojos saltaron penetrantes de mi cara a la de Holmes-, ¿oyeron ustedes algo además del grito?

- No, ¿y usted? -dijo Holmes.

- No.

- ¿A qué, pues, se refería?

- Bueno, ya conocen ustedes las historias que los campesinos cuentan sobre el sabueso fantástico y cosas por el estilo. Dicen que se le oye por las noches en el páramo. Yo preguntaba si esta noche se había oído ese ruido de que hablan.

- Nosotros no oímos nada de ese estilo -dije yo.

- Y ¿qué hipótesis han hecho ustedes acerca de la muerte de este pobre diablo?

- A mí no me cabe duda de que se volvió loco por efecto de las ansiedades y de la vida a la intemperie. Debió de correr por el páramo en un estado de frenesi y se cayó casualmente por este precipicio, desnucándose.

- Esa parece la hipótesis más razonable -dijo Stapleton, y dejó escapar un suspiro como en señal de alivio-. ¿Qué piensa usted de todo esto, señor Sherlock Holmes?

Mi amigo se inclinó como felicitarlo, y dijo:

- Es usted rápido en conocer a las personas.

- Desde que llegó por aqui el doctor Watson le esperábamos a usted. Y ha llegado a tiempo de contemplar una tragedia.

- Así es. No me cabe duda de que la explicación que ha dado mi amigo responde a la realidad. Mañana, al regresar a Londres, me llevaré un recuerdo poco grato.

- ¿Cómo? ¿Regresa usted mañana?

- Ese es mi propósito.

- Y ¿no arrojará su visita alguna luz sobre estos sucesos que nos traen tan desorientados?

Holmes se encogió de hombros.

- No siempre consigue uno los éxitos que desea. El investigador precisa realidades, y no leyendas y rumores. No ha sido este un caso satisfactorio.

Mi amigo hablaba de la manera más franca y más despreocupada. Stapleton, sin embargo, seguía mirándolo con fijeza. Luego se volvió hacia mí.

- Yo propondría que llevásemos a este pobre hombre a mi casa, pero con ello daríamos a mi hermana un susto tan grande, que no me creo justificado a tomar esa medida. Creo que con taparle la cara con algo no corre ningún peligro.

Así lo arreglamos. Rehusando el ofrecimiento de hospitalidad de Stapleton, Holmes y yo nos pusimos en camino del palacio de Baskerville, dejando que el naturalista regresase solo. Volviéndonos a mirar vimos que su figura se alejaba lentamente por el ancho páramo, y que a sus espaldas quedaba aquel único borrón negro sobre la cuesta plateada que indicaba el sitio donde yacía el hombre que tan horrible final había encontrado.

- Por fin nos vemos cara a cara -dijo Holmes mientras caminábamos juntos por el páramo-. ¡Hay que ver la sangre fría de ese hombre! ¡Qué bien que se rehízo cuando se encontró con lo que seguramente fue para él una sorpresa paralizadora, es decir, cuando descubrió que no era el hombre que él buscaba quien había caído víctima de su trama! Watson, ya le dije a usted en Londres, y ahora se lo repito, que jamás hemos tenido ante nosotros un adversario más digno de nuestros aceros.

- Me pesa que lo haya visto a usted.

- También yo lo sentí al principio; pero no hubo modo de evitarlo.

- ¿Qué efecto cree usted que producirá en sus planes el saber que usted se encuentra aquí?

- Puede obligarle a ser más precavido o puede empujarlo a tomar inmediatamente medidas desesperadas. Quizá, como les ocurre a la mayor parte de los criminales inteligentes, confíe demasiado en su propia habilidad y se imagine que nos ha engañado por completo.

- ¿Por qué no detenerlo inmediatamente?

- Mi querido Watson, usted ha nacido para ser un hombre de acción. El instinto le lleva siempre a actuar de manera enérgica. Supongamos, nada más que para los efectos del raciocinio, supongamos que lo arrestásemos esta noche, ¿me quiere usted decir qué diablos adelantábamos con ello? No podriamos presentar ninguna prueba contra él. ¡Ahí está precisamente lo endemoniado de su astucia! Si ese hombre se sirviese de un agente humano, podríamos conseguir alguna prueba, pero si sacásemos a este perrazo a la luz del día, no nos ayudaría el animal a colocar un dogal en el cuello de su amo.

- Con seguridad que bastan las pruebas que tenemos.

- No tenemos ni sombra de pruebas; todo son hipótesis y conjeturas. Se reirían de nosotros en el tribunal si nos presentásemos con una leyenda como esta y con una prueba como esta.

- Tenemos la muerte de sir Charles.

- Al que se encontró muerto sin la menor herida en el cuerpo. Usted y yo sabemos que murió de puro terror, y sabemos también qué fue lo que se lo causó; pero ¿cómo vamos a conseguir que lo comprendan doce estúpidos miembros del Jurado? ¿Qué señales hay de la acción del sabueso? ¿Dónde están las marcas de sus colmillos? Claro está que nosotros sabemos que un sabueso no muerde a un cadáver, y que sir Charles había muerto antes que el animal lo alcanzase. Pero necesitamos probar todo esto, y no estamos en situación de hacerlo.

- ¿Y lo de esta noche?

- Pues con lo de esta noche no estamos mucho más adelantados. Tampoco aquí existe conexión directa entre el sabueso y la muerte de ese hombre. Nosotros no hemos llegado siquiera a ver al sabueso. Le oímos; pero no podríamos demostrar que el perro corría en la pista del hombre. Falta por completo el móvil. No, mi querido amigo; es preciso que nos pleguemos a la realidad de que hasta ahora no tenemos pruebas para acusar y de que vale la pena de que corramos cualquier riesgo para poder conseguir una.

- Y ¿de qué manera piensa usted conseguirla?

- Abrigo grandes esperanzas de que la señora Laura Lyons pueda hacer algo por nosotros cuando se le exponga con claridad cómo están las cosas. Y también tengo mi propio plan. Basta para mañana con el daño ocasionado; pero confío que antes que termine el día seré yo quien domine la situación.

No pude conseguir de él nada más; caminó absorto en sus pensamientos hasta las puertas de Baskerville.

- ¿Entra usted?

- Sí; no veo razón para continuar oculto. Una última palabra, Watson. Nada diga usted del sabueso a sir Enrique. Déjelo en la creencia de que la muerte de Selden ocurrió de la manera que Stapleton desea que nosotros lo creamos. De ese modo se hallará con mejores ánimos para la prueba que tendrá que sufrir mañana, porque, si yo no recuerdo mal el informe de usted, está comprometido para cenar mañana con los Stapleton.

- También yo estoy invitado.

- Pues entonces tendrá usted que disculparse, porque es preciso que él vaya solo. Eso se arreglará fácil. Y ahora, si es cierto que llegamos demasiado tarde para comer, creo que tanto usted como yo venimos con buen apetito para cenar.

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