Índice de El sabueso de los Baskerville de Sir Arthur Conan DoyleAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO CUARTO

El sabueso de los Baskerville

Uno de los defectos de Sherlock Holmes, si verdaderamente puede calificarse a eso de defecto, era que siempre andaba muy reacio a comunicar a nadie sus proyectos completos hasta el momento mismo en que había de ponerlos en ejecución. Eso nada, en parte, del temperamento dominador, que gustaba de sorprender y gobernar a cuantos le rodeaban, y en parte nada de su reserva profesional, que le impulsaba a no tomar ninguna clase de riesgos. Sin embargo. las consecuencias eran muy molestas para quienes estaban actuando de agentes y colaboradores suyos. A mí me había hecho sufrir con frecuencia, pero nunca tanto como durante nuestto largo trayecto en coche, rodeados de oscuridad. Nos hallábamos frente a la prueba suprema; íbamos, por fin, a realizar nuestto esfuerzo final, y, con todo eso Holmes nada nos había dicho, y yo estaba limitado a barrunta; cuál seria el curso de nuestta acción. Mis nervios vibraron Con anticipada expectación cuando el viento frío nos dio, por último, en el rostro, y las oquedades y oscuridades, a uno y otro lado del estrecho camino, me anunciaron que estábamos otra vez en el páramo. Cada brazada de los caballos y cada giro de las ruedas nos iban acercando más y más a nuestta suprema aventura.

La presencia del conductor del cochecillo alquilado dificultaba nuestra conversación; tuvimos, pues, que conversar de asuntos triviales, a pesar de que nuestros nervios estaban tensos por la emoción y la espera. Sentí un alivio, después de aquel cohibirnos tan violento, cuando cruzamos por delante de la casa de Frankland, y comprendí que nos aproximábamos al palacio y al escenario de la acción. No fuimos con el coche hasta la entrada del palacio, sino que nos apeamos cerca de la puerta barrera de la avenida. Pagamos y despedimos al coche, ordenándole que regresase de allí a Coombe Tracey, y nosotros echamos a andar por el camino de la casa de Merripit.

- Irá usted armado, ¿verdad, Lestrade?

El detective sonrió.

- Siempre que llevo puestos los pantalones tengo un bolsillo de cadera, y siempre que tengo un bolsillo de cadera llevo algo dentro.

- ¡Muy bien! Mi amigo y yo vamos también preparados para cualquier eventualidad.

- Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, Holmes. ¿Qué juego se trae ahora?

- Un juego de espera.

- Por vida mía, que el lugar no es muy alegre -dijo el detective, con un escalofrío, dirigiendo la vista hacia la sombna ladera de la colina y al enorme lago de niebla que estaba asentado sobre la ciénaga de Grimpen-. Veo ahí delante las luces de una casa.

- Es la casa de Merripit, y aquí acaba nuestra excursión. Debo exigirles que caminen de puntillas y que no hablen sino cuchicheando.

Avanzamos cautelosamente por el sendero como si en realidad noS dirigiésemos a la casa, pero Holmes nos hizo detenernos cuando distábamos todavía unas doscientas yardas de la misma.

- Aquí estamos bien -dijo-. Esas rocas de la derecha forman una mampara admirable.

- ¿Hemos de esperar aquí?

- Sí, montaremos aquí nuestra pequeña emboscada. Métase en esa hondonada, Lestrade. Usted, Watson, estuvo ya dentro de la casa, ¿verdad? ¿Es usted capaz de conocer la disposición de las habitaciones? ¿Qué ventanas son esas, las de las persianas que hay a este extremo?

- Creo que son las de la cocina.

- ¿Y aquella de más allá, que brilla con una luz tan viva?

- Con seguridad que es la del comedor.

- Las cortinas están levantadas. Usted es quien mejor conoce la configuración del terreno. Avance calladamente y vea qué es lo que hacen; ¡pero. por amor de Dios, que no descubran que están siendo vigilados!

Avancé de puntillas por el sendero adelante, y me agazapé detrás de la cerca de escasa altura que rodeaba el achaparrado huerto. Reptando a la sombra de la cerca llegué hasta un punto desde el que podía ver en línea recta por la ventana sin cortinas.

En la habitación solo había dos hombres, sir Enrique y Stapleton. Se hallaban sentados frente a frente en la mesa redonda. Yo los veía de perfil. Ambos fumaban cigarros puros y tenían delante el café y el licor. Stapleton hablaba animadamente, pero el baronet estaba pálido y distraído. Quizá pesaba fuertemente sobre su espíritu la idea de aquel paseo solitario cruzando el páramo de mal agüero.

Estando yo contemplándolos, se levantó Stapleton y salió de la habitación, Sir Enrique, mientras tanto, volvió a llenar su copa y se recostó en su silla, dando chupadas a su cigarro. Oí el rechinar de una puerta y el seco crujir de las botas al pisar la gravilla. Asomándome a mirar por encima de la cerca, vi que el naturalista se detenía delante de la puerta de una construcción accesoria que había en un ángulo del huerto. Giró una llaVe dentro de una cerradura, y cuando pasó al interior se oyó Un curioso ruido como de una pelea. Apenas si estaría dentro un minuto o cosa así; volvió a escucharse el girar de la llave, y Stapleton cruzó por delante de mí, volviendo a entrar en la casa. Vi que se reunía de nuevo con su invitado, y me volví a gatas sin hacer el menor ruido a donde estaban mis compañeros esperando para contarles lo que había visto.

- ¿Y dice usted, Watson, que no está alli esa señora? -me preguntó Holmes cuando acabé mi informe.

- No.

- ¿Dónde puede, pues, estar, si no se ve luz en ninguna otra habitación, fuera de la cocina?

- No se me ocurre dónde pueda estar.

He dicho ya que flotaba sobre la Gran Ciénaga de Grimpen una niebla densa y blanca. La niebla iba desplazándose lentamente en dirección a nosotros y se amontonaba a ese lado lo mismo que un muro, bajo, pero espeso y bien marcado. La luna proyectó su luz sobre el muro de niebla y este se presentó entonces como un témpano de brillo indeciso, y las cabezas de las rocas lejanas parecían asentadas sobre su superficie. Holmes miraba hacia la niebla, y al contemplar su perezoso arrastre masculló con impaciencia:

- Watson, la niebla se nos viene encima.

- ¿Tiene eso importancia?

- Muchísima, porque es la única cosa del mundo que podría estropear mis planes. Ese hombre no puede ya tardar mucho. Son las diez. Nuestro éxito e incluso su vida depende de que salga antes que la niebla cubra el sendero.

La noche era despejada y hermosa por encima de nosotros. Las estrellas brillaban con frío centelleo, en tanto que la media luna bañaba todo el paisaje en una luz suave e indecisa. Ante nosotros se alzaba la masa negra de la casa; la línea dentada de su tejado y sus erizadas chimeneas se silueteaban sobre el firmamento tachonado de plata. Anchas franjas de luz dorada, que se proyectaba desde las ventanas de la planta baja, cruzaban el huerto y se alargaban por el páramo, Una de ellas se cerro de pronto. Los criados se habían retirado de la cocina. Ya solo quedó encendida la lámpara del comedor, en el que los dos hombres, el sanguinario anfitrión y el invitado ajeno a todo, seguían charlando y fumando.

La llanura lanosa y blanca que cubría la mitad del páramo iba arrastrándose más y más hacía la casa. Ya las primeras y finas guadejas de la misma formaban rizos por delante del recuadro de luz de la ventana. Era ya invisible la cerca más lejana del huerto, y los árboles sobresalian de un tirabuzón de vapor blanco. Mientras contemplábamos aquello, espirales de niebla reptaron por ambos ángulos de la casa y fueron apelmazándose lentamente hasta formar un espeso banco, sobre el que flotaban el piso superior y el tejado de la casa como una embarcación rara sobre el mar de sombras. Holmes dio un manotaZo irritado sobre la roca que tenlamos delante, y pataleó con impaciencia.

- Como no salga antes de un cuarto de hora, el sendero estará cubierto, y dentro de media hora no podremos ni siquiera distinguir nuestras propias manos.

- ¿Por qué no retrocedemos y nos situamos en terreno más elevado?

- Sí, creo que para el caso seria lo mismo.

Así, pues, mientras el banco de niebla fluía avanzando, nosotros fuimos retrocediendo delante del mismo, llegando a encontramos a media milla de la casa: pero aquel mar blanco y espeso, con el borde superior plateado por la luz de la luna, siguió en su avance lento e inexorable.

- Nos estamos alejando demasiado -dijo Holmes-. No podemos correr el riesgo de que él sea alcanzado antes que llegue hasta donde estamos nosotros. Es preciso que nos mantengamos en el sitio que ocupamos ahora, cueste lo que cueste.

Se arrodilló y aplicó el oído al suelo.

- Gracias a Dios, creo que le oigo venir.

Un ruido de pasos rápidos rompió el silencio del páramo. Agazapados entre las piedras, clavamos nuestros ojos en la masa de niebla bordeada de plata que teníamos delante. Los pasos se fueron oyendo cada vez con más fuerza, y el hombre al que eSperábamos surgió de la niebla, como si saliese de detrás de una cortina. Al salir a la noche despejada y estrellada, miró en tOrno suyo como sorprendido. Luego avanzó a paso rápido por el sendero, cruzó junto a nosotros y tomó cuesta arriba por la vertiente que habla a nuestras espaldas. Pero conforme caminaba movía la cabeza para mirar tan pronto por encima de un hombro como del otro, como persona que no las tiene todas consigo.

- ¡Alerta! -gritó Holmes, y oí el clic seco del gatillo de un arma al levantarse-. ¡En guardia! ¡Ya llega!

Desde alguna parte, en el interior del reptante banco de niebla, llegaba hasta nosotros un pataleo leve, brusco, continuo. La nube se alzaba a cincuenta yardas de donde nosotros estábamos, y los tres la contemplábamos con ojos muy abiertos, no sabiendo qué horror iba a brotar del seno de la misma. Yo estaba junto al codo de Holmes; clavé un instante mis ojos en su cara. Pálida y jubilosa, brillábanle vivamente los ojos can la luz de la luna. Pero súbitamente se alargaron en un mirar rígido., fijo, y sus labios se abrieron de asombro. Lestrade dejó escapar al mismo tiempo un chillido de terror y se tiró de bruces contra el suelo. Yo me erguí de un salto, con mi mano inerte en la empuñadura de la pistola, paralizado el cerebro por aquella forma espantosa que desde las sombras de la niebla se había abalanzado hacia nosotros. Era un sabueso, si; un enorme sabueso de color negro carbón, pero un sabueso como jamás habían visto ojos humanos. Salía fuego por su boca abierta, sus ojos resplandecían con un brillo apagado. El hocico, la papada, la morra se dibujaban con una luz titilante. Ni en las fantasías delirantes de un cerebro transtornado pudo nunca concebirse nada más salvaje, más espantable, más infernal que aquel cuerpo negro y aquella cara salvaje que se nos vino encima desde el interior del muro de niebla.

El negro y corpulento animal avanzaba a saltos largos por el sendero, sin apartarse un punto de las pisadas de nuestro amigo. Tan paralizados nos dejó aquella aparición que le dejamos cruzar por delante de nosotros antes que hubiésemos recobrado la tensión de nuestros músculos. Pero Holmes y yo disparamos a una nuestras armas, y el animal dejó escapar un aullido horrendo, que nos demostró que uno por lo menos lo había herido. No se detuvo, sin embargo, sino que siguió saltando adelante. A lo lejos, en el sendero, vimos a sir Enrique, que se habla vuelto a mirar; la luz de la luna nos descubrió su cara lívida y sus manos levantadas por el espanto, mientras contemplaba con expresión de asombro impotente la cosa aquella horrenda que le perseguia.

Pero el aullido de dolor del sabueso había barrido a todos los vientos nuestros temores. Si el animal era vulnerable, señal de que era ser mortal, y si lo habíamos herido, también podriamos matarlo. Nunca vi correr a nadie como Holmes corrió aquella noche. Yo tengo reputación de ser ligero de pies, pero Holmes me sacó ventaja como yo se la saqué al pequeño detective oficial. Por delante de nosotros, conforme volábamos sendero arriba, oímos los gritos repetidos de sir Enrique, y los bramidos profundos del sabueso. Alcancé a ver cómo el animal saltaba sobre su vlctima, la arrojaba al suelo y tiraba un bocado a su cuello. Pero un instante después Holmes había vaciado los cinco tiros de su revólver en el costado de la bestia, que lanzó un último aullido de dolor, tiró otra dentellada maligna al aire y rodó de espaldas, pataleando furiosamente con sus cuatro patas, y en seguida se desplomó flácido sobre un costado. Yo me agaché, jadeante, y apliqué la punta del cañón de mi pistola a la cabeza horrible, de resplandor trémulo; pero no hacía falta darle al gatillo. El sabueso gigantesco estaba muerto.

Sir Enrique yacía insensible en el sitio en que habia caído. RasgamOS el cuello de su camisa, y Holmes dio entre dientes gracias a Dios al ver que no había huella alguna de los colmillos del sabueso y que habíamos llegado a tiempo para salvar al baronet. Los párpados de este se estremecieron, e hizo un débil esfuerzo para moverse. Lestrade se apresuró a meterle entre los dientes su frasco de aguardiente, y dos ojos asustadOS se alzaron para mirarnos.

- ¡Santo Dio! -cuchicheó-. ¿Qué era aquello? ¿Qué era aquello, cielos?

- Fuese lo que fuese, está ya muerto -le dijo Holmes-. Hemos matado de una vez y para siempre al fantasma de la familia.

Aunque solo fuese por su tamaño y por su fuerza, era un ser terrible el que estaba tumbado cuán largo era delante de nosotros. No era un sabueso de raza pura, ni era tampoco un mastín de raza pura; parecía ser una mezcla de las dos cosas, enjuto, salvaje y tan grande como una leona pequeña. Aun ahora, en la inmovilidad de la muerte, las voluminosas mandíbulas despedían una llama azulada, y un circulo de fuego rodeaba los ojos pequeños, hundidos, crueles. Apliqué mis manoS al hocico luminoso, y, al levantarlas, mis propios dedos brillaban como brasas en la oscuridad.

- Fósforo -dije.

- Un hábil preparado de fósforo, en efecto -dijo Holmes, olisqueando al animal muerto-. No despide olor ninguno que hubiera podido perjudicar su capacidad de husmeo, Sir Enrique, le debemos a usted hondas disculpas por haberlo expuesto a semejante espanto. Yo estaba preparado para hacer frente a un sabueso, pero no a un animal como este. Y la niebla nos dejó pOco espacio para hacerle la recepción debida.

- Me ha salvado usted la vida.

- Poniéndola antes en peligro. ¿Se siente lo bastante fuerte para levantarse?

- Denme otro trago de aguardiente y estaré listo para cualquier cosa. ¡Así! Y ahora, hagan el favor de ayudarme a levantarme. ¿Qué se propone usted hacer?

- Dejarlo a usted aquí. No está para nuevas aventuras por esta noche. Si quiere esperar, alguno de nosotros regresará con usted al palacio.

Sir Enrique intentó ponerse en pie tambaleando; pero estaba mortalmente pálido y todos sus miembros le temblaban. Lo ayudamos a caminar hasta una roca, en la que tomó asiento tiritando y tapándose la cara con las manos.

- No tenemos más remedio que dejarlo aquí -dijo Holmes-. Es preciso que realicemos el resto de nuestro trabajo, y cada instante que pasa tiene importancia. Tenemos ya las pruebas, y solo nos falta hacernos con el hombre.

- Hay mil probabilidades contra una de que no lo encontremos en casa -siguió diciendo Holmes cuando volvíamos sobre nuestros pasos rápidamente-. Los disparos le han debido anunciar que la partida había terminado.

- Estabamos a alguna distancia, y la niebla los habrá amortiguado.

- Pero él venía detrás del sabueso para retirarlo de su presa. Pueden estar seguros de eso. Sí, si, ahora se habrá escapado. Sin embargo, registraremos la casa para comprobarlo.

La puerta delantera estaba abierta; penetramos, pues, en tromba, y corrimos de una a otra habitación, con gran asombro del decrépito criado, que salió a nuestro encuentro en el pasillo. No había luz, salvo en el comedor, pero Holmes agarró la lámpara y no dejó rincón de la casa sin explorar. No vimos señal alguna de que estuviese el hombre a quien persegulamos. Sin embargo, uno de los dormitorios del piso superior estaba cerrado con llave.

- ¡Aquí dentro hay alguien! -exclamó Lestrade-. Oigo movimientos. ¡Abran la puerta!

Un gemido débil y el roce de algo nos llegó desde el interior. Holmes pegó una patada a la puerta con la suela de su bota, un poco por encima de la cerradura, y aquella se abrió de par en par. Los tres nos precipitamos pistola en mano al interior de la habitación.

Pero no encontramos señal alguna del canalla temerario y facineroso que esperábamos ver. En lugar de vernos frente a este, nos encontramos frente a un objeto tan sorprendente e inesperado que nos quedamos un momento contemplándolo con ojos dilatados de asombro.

La habitación había sido dispuesta como un pequeño museo, mas con cubierta de cristal, exhibiendo la colección de mariposas y de polillas que aquel hombre complejo y peligroso se había dedicado a reunir por entretenimiento. En el centro de la habitación y a lo largo de las paredes se alineaban gran cantidad de vitrinas, se alzaba una viga vertical que había sido colocada en tiempos como pie derecho para sostener la viga de unión que cruzaba de parte a parte el techo. En aquel poste se veía atada una persona tan fajada y embozada en las sábanas con que la había amarrado, que nadie hubiera podido decir al pronto si se trataba de un hombre o de una mujer. Pasábale por el cuello una toalla que estaba anudada en la parte posterior del poste. Otra le cubría la parte inferior de la cara, y por encima de ella nos miraban dos ojos negros, ojos de expresión de dolor, de vergüenza y de tremendos interrogantes. Nos bastó un minuto para arrancarle la mordaza y soltar las ligaduras, y entonces cayó al suelo delante de nosotros la señora Stapleton. Al doblarse su hermosa cabeza sobre su pecho vi que su cuello estaba cruzado por el cardenal rojo y fresco de un latigazo.

- ¡El muy bestia! exclamó Holmes-. ¡Lestrade, venga el frasco de aguardiente! ¡Siéntenla en una silla! Se ha desmayado por efecto de los malos tratos y del agotamiento.

La mujer abrió los ojos.

- ¿Está a salvo? ¿Se escapó? -fueron las preguntas que hizo.

- No puede escapársenos, señora.

- No, no me refería a mi marido. Sir Enrique, ¿se salvó?

- .

- ¿Y el sabueso?

- Muerto.

Dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción.

- ¡Gracias sean dadas a Dios! ¡Gracias sean dadas a Dios! ¡Oh, el muy canalla! ¡Vean cómo me ha puesto!

Sacó los brazos de las mangas, y vimos con horror que estan llenos de magullamientos.

- ¡Pero esto no es nada, no es nada! Son mi alma y mi cerebro los que ha torturado y profanado. Yo era capaz de soportarlo todo, los malos tratos, la soledad, una vida de desilusión, todo, en tanto que pudiera aferrarme a la esperanza de que era yo dueña de su amor, pero ahora sé que también en este punto me ha engañado y no he sido otra cosa que un instrumento suyo.

Mientras hablaba rompió en sollozos apasionados. Holmes le dijo:

- Señora, por lo que veo no le tiene usted simpatía. Díganos dónde lo encontraremos. Si alguna vez le ayudó usted en sus maldades, ayúdenos ahora a nosotros como expiación.

- Solo existe un lugar al que haya podido huir -contestó-. En una isla que hay en el corazón de la ciénaga existe una antigua mina de estaño. En ella guardaba su sabueso y en ella también se había preparado un refugio. Allí habrá escapado.

El banco de niebla estaba pegado a la ventana como una masa de lana blanca. Holmes proyectó hacia él la luz de su lámpara, y dijo:

- Fíjese. No hay quien pueda esta noche meterse en la ciénaga de Grimpen sin extraviarse.

La mujer rompió a reír y a palmotear. Sus ojos y sus dientes brillaron con fiero regocijo.

- Puede encontrar el camino de entrada, pero no saldrá jamás -exclamó-. ¿Cómo es posible que distinga esta noche los palos que sirven de guía? Los fijamos entre los dos, él y yo, para marcar el sendero que cruza por la ciénaga. ¡Si yo hubiera podido arrancarlos hoy! Entonces si que lo tendrían ustedes a merced suya.

Era para nosotros evidente que era inútil toda persecución hasta que se levantase la niebla. Dejamos a Lestrade en posesión de la casa, mientras Holmes y yo regresábamos con el baronet al palacio de Baskerville. No era ya posible ocultar a sir Enrique la historia de los Stapleton, pero aguantó valerosamente el golpe cuando se enteró de la verdad acerca de la mujer a la que había amado. Pero la sacudida de las aventuras de aquella noche había quebrantado sus nervios, y antes de que amaneciese estaba en los delirios de la fiebre, atendido por el doctor Mortimer. El destino de ambos era el viajar juntos alrededor del mundo, hasta que sir Enrique volviese a ser el hombre robusto y animoso que era antes de entrar a ser el amo de aquella finca de mal agüero.

Vov ahora a llegar rápidamente al término de este extraordinario relato, en el que me he esforzado por que el lector comparta los sombríos temores y las vagas suposiciones que durante tanto tiempo ensombrecieron nuestras vidas y que de manera tan trágica acabaron.

En la mañana que siguió a la muerte del sabueso, la niebla se había levantado, y la señora Stapleton nos guió hasta el punto en que empezaba la senda que habían descubierto al través del tremedal. El ver la avidez y el júbilo con que nos puso en la huella de su marido contribuyó a que nos hiciésemos una idea de lo espantosa que había sido la vida de aquella mujer. La dejamos en pie en la estrecha península de suelo firme, de turba, que se iba estrechando a medida que penetraba en el ancho tremedal. Desde el punto más estrecho, algunos palos pequeños, plantados aquí y allá, marcaban los zigzagueos del sendero de uno a otro bosquecillo de juncos, por entre las pozas de sucia espuma verde y los pestilentes tremedales que cerraban el camino al ignorante. Cañas exuberantes y lozanas y plantas acuáticas pegajosas lanzaban a nuestros rostros un olor de podredumbre y de pesados miasmas, y el menor paso en falso nos hundía más de una vez hasta el muslo en el fango negro y tembloroso, que se estremecía en suaves ondulaciones alrededor de nuestros pies. Su presión tenaz tiraba de nuestros talones al caminar, y cuando nos hundíamos en él, parecía como si una mano malvada se esforzase por arrastrarnos a aquellas hediondas profundidades. ¡Tan deliberada e inflexible era la garra que nos atenazaba! Solo en un sitio descubrimos una señal de que alguien había pasado antes que nosotros por el peligroso camino. Un objeto oscuro sobresalía del fango en una mata de junco algodonero. Holmes pisó fuera del sendero para alcanzar aquello, y se hundió hasta la cintura; de no haber estado allí nosotros para sacarlo a la fuerza, no habría vuelto a poner más sus pies en tierra firme. Alzó en alto una bota negra en cuyo interior mostraba el cuero esta inscripción: Meyers, Toronto.

- Bien merece esto un baño en el barro. Es la bota que le desapareció a sir Enrique, nuestro amigo.

- Y que Stapleton arrojó en su fuga.

- Exactamente. Después de servirse de ella para lanzar al sabueso tras el husmillo de sir Enrique, la conservó en la mano. Cuando comprendió que la partida había llegado a su fin, huyó, siempre con ella. Y al llegar aquí la tiró. Sabemos pues, que llegó por lo menos hasta aquí sano y salvo.

Pero no quería el Destino que llegásemos a saber más que eso, aunque eran muchas las suposiciones que podíamos hacer. No era posible descubrir huellas de los pies en la ciénaga, porque el fango se extendla recubriéndola rápidamente; pero cuando tocamos, por fin, en tierra firme, más allá del cenagal, las buscamos ansiosamente. Nuestros ojos no consiguieron descubrir el más pequeño indicio. Si lo que nos contaba la tierra era cierto. Stapleton no alcanzó jamás aquella isla de refugio a la que hizo esfuerzos por llegar aquella última noche, por entre la niebla. Aquel hombre frío y de cruel corazón se encuentra sepultado para siempre en alguna parte del seno de la Gran Ciénaga de Grimpen, entre el fango podrido del enorme tremedal que se lo sorbió.

En la isla rodeada por la ciénaga encontramos muchos rastros de Stapleton. En ella había ocultado a su salvaje colaborador. Una rueda motriz enorme y un pozo de mina a medio llenar de desperdicios, indicaban el lugar en que hubo una mina abandonada. Cerca de ella veíanse los restos ruinosos de las casitas de los mineros, a los que echó de allí seguramente la pestilencia de la ciénaga circundante. En una de esas casitas, una argolla fija en la pared y una cadena, además de un montón de huesos roídos, mostraban el sitio en que el animal estuVO confinado. Entre aquellos restos veíase un esqueleto que tenia adherida aún una maraña de pelo marrón.

- ¡Un perro! -exclamó Holmes-. ¡Y vive Dios que era un perro de aguas de pelo ensortijado! El pobre Mortimer ya no volverá a ver a su animal querido. Bien, creo que este lugar no nos dice ningún secreto que nosotros no hayamos ya sondeado. Stapleton consiguió ocultar su perro a la vista, pero no consiguió acallar su voz, y de ahí los aullidos, que tan poco agradables de oír eran hasta en pleno día. Le era posible ocultar, en caso necesario, su sabueso en el edificio accesorio de Merripit, pero eso era siempre arriesgado, y solo se atrevió a hacerlo el día supremo, que él creyó seria el del final de sus esfuenos. La pasta que hay en esta lata es, sin duda, la preparación luminosa con que embadurnaba al animal. La idea se la sugirió, como es natural, la leyenda del sabueso infernal de la familia, y el deseo de matar de un susto a sir Charles. No hay que admirarse de que aquel pobre diablo de presidiario corriese y vociferase, lo mismo que le ocurrió a nuestro amigo, y como nos habría ocurrido a nosotros, al ver que un animal como ese avanzaba a saltos por el páramo siguiendo su huella.

El ardid era astuto. Aparte de la probabilidad de acabar con la victima, ¿qué campesino que viese al animal en el páramo, como muchos lo habian visto, se arriesgaría a averiguar la naturaleza del mismo? Se lo dije en Londres, Watson, y se lo digo ahora, que nunca habiamos colaborado en dar caza a un hombre más peligroso que ese que queda sepultado por ahi.

Holmes abarcó con un amplio movimiento de su largo brazo la inmensa extensión abigarrada del tremedal, salpicado de manchas verdes, que se proyectaba a lo lejos, hasta fundirse con las cuestas rojizas del páramo.

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