Índice de El retrato de Dorian Grey de Oscar WildeCapítulo XIVCapítulo XVIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XV

Aquella noche, a los ocho y media, vestido con un gusto exquisito y con un ramillete de violetas prendido en el ojal, ceremoniosos criados anunciaron a Dorian Gray en el salón de Lady Narborough. Sus sienes latían aceleradamente y sentíase frenéticamente excitado; no obstante, el ademán con que besó la mano a la dueña de la casa, fue tan natural y gracioso como siempre.

Tal vez nunca parece uno tan natural como cuando hay que fingir. Realmente, nadie que hubiera visto a Dorian Gray aquella noche podría haber creído que acababa de pasar por una de las tragedias más horribles que puedan darse en nuestro tiempo. Aquellos dedos tan finamente modelados no podían haber empuñado, de ninguna manera, un cuchillo asesino, ni era posible que aquellos labios sonrientes clamaran contra Dios y la bondad. El mismo no dejaba de admirarse de su sangre fría y por un momento sintió agudamente el terrible placer de una doble vida.

Era una reunión íntima, organizada un tanto a la carrera por Lady Narborough, listísima mujer, que Lord Henry solía describir como verdadera supervivivencia de una notable fealdad. Había demostrado ser esposa excelente de uno de nuestros más aburridos embajadores y después de haberlo enterrado apropiadamente en un mausoleo de mármol y de haber casado a sus hijas con hombres ricos, si bien un tanto maduros, entregábase ahora a los placeres de la novela francesa, la cocina francesa y el esprit francés cuando lograba alcanzarlo.

Dorian era uno de sus preferidos y siempre le estaba diciendo que se alegraba en extremo de no haberlo conocido en su juventud.

- Sé, querido, que me hubiera enamorado con locura de usted -solía decirle- y que por su culpa habría cometido los mayores disparates. Por fortuna para mí, apenas existía usted en aquel tiempo. La verdad es, por otra parte, que nunca tuve ningún flirt con nadie. De lo cual ha tenido la culpa, después de todo, Narborough. Eran tan terriblemente corto de vista ... Y, en verdad, no merece la pena engañar a quien nunca ve nada.

Los invitados de aquélla eran un poco fastidiosos. El hecho era, como explicó a Dorian, detrás de un abanico muy usado, que una de sus hijas se había presentado de pronto a pasar unos días con ella y, lo que era peor, se había traído con ella a su marido.

- Me parece, amigo mío, que esto es un verdadero abuso -cuchicheó-. Claro es que yo me paso con ellos todos los veranos, a mi regreso de Homburg; pero no hay que olvidar que una vieja como yo debe tomar aire puro de cuando en cuando. Además, yo soy en realidad quien les despierto, porque usted verá qué vida hacen allí. La vida pura y natural del campo. Levantarse temprano porque tienen mucho que hacer y acostarse temprano porque tienen muy poco en qué pensar. Desde el tiempo de la reina Isabel no ha habido un solo escándalo en toda la comarca; en consecuencia, apenas acaban de comer se quedan dormidos. No vaya a sentarse usted junto a ninguno de ellos. Siéntese a mi lado y entreténgase.

Dorian dijo entre dientes un gracioso cumplido y derramó la vista por el salón. Sí; realmente era una reunión muy aburrida. Nunca había visto a dos de los invitados y el resto consistía en: Ernest Harrowden, una de esas mediocridades de mediana edad, tan comunes en los círculos de Londres, que no tienen enemigos, pero a los que sus amigos detestan por completo; Lady Ruxton, mujer excesivamente ataviada, de unos cuarenta y siete años de edad y nariz aguileña, que siempre estaba tratando de comprometerse, pero tan poco agraciada que, con gran desesperación suya, nadie creía nunca nada contra ella; Mrs. Erlynne, insignificante pero activísima mujer, de delicioso ceceo y rojos cabellos venecianos; Lady Alice Chapman, hija de la dueña de la casa, muchacha sosa y desaliñada, con uno de esos rostros típicamente británicos que, una vez vistos, no se recuerdan jamás, y su marido, un hombre de carrillos colorados y de blancas patillas que, como tantos de su género, se imaginan que una frenética jovialidad puede compensar una absoluta falta de ideas.

Ya estaba un tanto arrepentido de haber venido, cuando Lady Narborough mirando el gran reloj de bronce dorado que dejaba caer sus curvas llamativas, sobre la chimena vestida de malva, exclamó:

- ¡Qué malvado es ese Henry Wotton! ¿Por qué se retrasará de ese modo? Le avisé esta mañana, por si acaso, y me prometió firmemente que no faltaría.

Para Dorian fue un consuelo que Harry fuese a venir y cuando se abrió la puerta y oyó su voz queda y musical prestando su encanto a una insincera apología, despareció su fastidio.

Pero durante la comida no pudo probar bocado. Plato tras plato pasaron sin que él intentara saborearlos. Lady Narborough le llamó la atención por lo que ella llamaba un insulto al pobre Adolfo, que había preparado el menú especialmente para él, y Lord Henry, de cuando en cuando fijaba la vista en él, sorprendido de su silencio y de aquel aire abstraído. Una y otra vez el mayordomo llenaba su copa de champagne. El bebía con avidez y su sed, al parecer, iba en aumento.

- Dorian -dijo, al fin, Lord Henry, cuando el chaudfroid fue servido a los presentes-, ¿qué te pasa esta noche? No eres tú.

- Me parece que está enamorado -exclamó Lady Narborough- y no se atreve a decírmelo porque teme que me sienta celosa. Y tiene razón. Seguro que lo estaría.

- Querida Lady Narborough -murmuró Dorian sonriendo-, hace una semana entera que no me he enamorado; mejor dicho, desde que madame de Ferrol se fue de Londres.

- ¿Cómo podrán los hombres enamorarse de una mujer como esa? -exclamó la anciana señora-. Realmente no lo comprendo.

- Sencillamente porque ella les recuerda a usted cuando era una niña, Lady Narborough -dijo Lord Henry-. No hay otro lazo de unión entre nosotros y los vestidos cortos de usted.

- Ella no me recuerda en absoluto mis vestidos cortos, Lord Henry. Pero, en cambio, yo recuerdo muy bien a madame de Ferrol cuando estaba en Viena, así como lo descotada que iba entonces.

- Y que va todavía -exclamó él tomando una aceituna con sus dedos afilados-. Cuando se viste muy bien parece una edición de lujo de una mala novela francesa. Realmente es una mujer maravillosa y toda llena de sorpresas. Su capacidad de cariño familiar es extraordinaria. Cuando murió su tercer esposo, sus cabellos se volvieron completamente dorados de tanto dolor.

- ¡Harry! -exclamó Dorian-. ¡Cómo puedes hablar así!

- ¡Es una explicación muy romántica! -dijo riéndose la dueña de la casa-. ¡Pero su tercer marido, Lord Henry! ¿Quiere usted decir que Ferrol es el cuarto?

- Eso es, Lady Narborough.

- No puedo creer una palabra de eso.

- Bien, pregúntele a Mr. Gray, que es uno de sus más íntimos amigos.

- ¿Es cierto, Mr. Gray?

- Así me lo ha asegurado ella, Lady Narbourough -dijo Dorian-. Yo le pregunté si conservaba sus corazones embalsamados como Margarita de Navarra y los llevaba colgados del cinturón. Ella me dijo que no, puesto que ninguno de ellos tenía corazón.

- ¡Cuatro maridos! ¡Palabra, es Irap de zéle!

- Trop d'audace, le dije yo -replicó Dorian.

- ¡Oh!, le sobra audacia para eso, amigo mío. Y ¿cómo es Ferrol? No lo conozco.

- Los maridos de las mujeres tan bellas pertenecen a las clases criminales -dijo Lord Henry, apurando a sorbitos su copa de vino.

Lady Narborough le dio un golpecito con el abanico.

- No me extraña en absoluto que diga el mundo que usted es muy malo.

- Pero, ¿qué mundo dice eso? -preguntó Henry, enarcando las cejas-. Debe ser el mundo próximo. El actual y yo tenemos las mejores relaciones.

- Todas las personas que conozco dicen que usted es muy malo -exclamó la anciana señora, moviendo la cabeza.

Lord Henry pareció ponerse serio unos instantes.

- Es absolutamente monstruosa -dijo al fin- la manera como se porta la gente hoy en día, diciendo detrás de uno, cosas que son completamente exactas.

- ¡Es incorregible! -exclamó Dorian reclinándose en la silla.

- Así lo espero -dijo Lady Narborough, echándose a reír-. Pero realmente si todos ustedes adoran a esa madame de Ferrol de una manera tan ridícula, tendré que casarme otra vez para estar a la moda.

- Usted ya no volverá a casarse, Lady Narborough -interrumpió Lord Henry-. Fue usted demasiado feliz. La mujer que se casa de nuevo lo hace porque detestaba a su marido. El hombre que vuelve a casarse es porque adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban suerte; los hombres arriesgan la suya.

- Narborough no era perfecto -gritó la anciana.

- De haberlo sido no lo habría amado usted tanto, mi querida señora -respondió Lord Henry-. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tuviéramos bastantes nos perdonarían todo, aun nuestra inteligencia. Después de lo que estoy diciendo temo que no vuelva usted a invitarme a comer, Lady Narborough; pero es la verdad lisa y llana.

- Claro que es verdad, Lord Henry. Si las mujeres no les amásemos a ustedes por sus defectos, ¿qué sería de ustedes? No habría ninguno que se casase. Serían una colección de desdichados solterones. Esto, desde luego, no tendría gran influencia en ustedes. Hoy todos los hombres casados viven como solteros y todos los solteros como casados.

- Fin de siècle -murmuró Lord Henry.

- Fin du globe -replicó la dueña de la casa.

- ¡Ojála fuera el fin duglobe! . La vida no es más que un gran desengaño.

- ¡Ay, querido -exclamó Lady Narborough, poniéndose los guantes-, no me diga que ha agotado usted la vida! Cuando un hombre habla así es que la vida lo ha agotado a él. Lord Henry es un hombre muy malo y a veces lamento no haberlo sido yo también; pero usted ha nacido para ser bueno ... ¡tiene usted un aire de bueno! Tengo que buscarle a usted una mujer bonita. ¿No cree usted, Lord Henry, que Mr. Gray debía casarse?

- Siempre le estoy diciendo eso, Lady Narborough -repuso Lord Henry, haciendo una reverencia.

- Bien, entonces tenemos que buscarle un buen partido. Esta noche, voy a examinar detenidamente el Debrett y prepararé una lista de todas las muchachas elegibles.

- ¿Haciendo constar sus edades, Lady Narborough? -preguntó Dorian.

- Claro que sí; con sus edades anotadas al correr de la pluma. Pero, no; será mejor no precipitarse demasiado. Quiero que sea lo que The Morning llama un enlace adecuado y deseo que ambos sean felices.

- ¡Qué de tonterías se dicen de los matrimonios felices! -exclamó Lord Henry-. Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer, mientras no se enamore de ella.

- ¡Ah, qué cínico es usted! -dijo la anciana señora echando su silla hacia atrás y haciendo una seña con la cabeza a lady Ruxton-. Vuelva usted a comer pronto conmigo. Realmente es usted un tónico admirable, mucho mejor que el que me ha recetado Sir Andrew. Pero tiene que hacerme la lista de personas que le gustaría invitar a usted. Quiero que la reunión sea deliciosa.

- Me agradan los hombres que tienen un futuro y las mujeres que tienen un pasado -contestó Lord Henry-. ¿O cree usted que resultaría una reunión de mujeres?

- Lo temo -dijo ella riendo y levantándose-. Mil perdones, mi querida Lady Ruxton -agregó-. No me di cuenta de que aún no había acabado usted su cigarrillo.

- No importa, Lady Narborough. Fumo excesivamente. Voy a tener que limitarme en lo futuro.

- No haga eso, por favor, Lady Ruxton -dijo Lord Henry-. La moderación es una cosa fatal. Bastante, es tan malo como una comida. Más que bastante, es tan bueno como un festín. Lady Ruxton lo miró llena de curiosidad.

- Tiene usted que venir a casa una tarde a explicarme eso, Lord Henry. La teoría, al parecer, es seductora -murmuró, al salir del comédor.

- Y ahora, mucho cuidado con estar demasiado tiempo hablando de política y de escándalos -gritó Lady Narborough desde la puerta-. Si no me hacéis caso, tendremos que reñir.

Echáronse a reír los hombres, y Mr. Chapman se puso en pie solemnemente en el extremo de la mesa y vino a sentarse a la cabecera. También Dorian Gray cambió de sitio, colocándose junto a Lord Henry. Mr. Chapman empezó a hablar en alta voz de la situación en la Cámara de los Comunes, carcajeándose de sus adversarios. La palabra doctrinario -palabra cargada de terror para el espíritu británico- reaparecía de cuando en cuando entre sus explosiones.

Un prefijo reiterado adornaba su oratoria. Izaba el Union Jack sobre las cimas del pensamiento. La estupidez hereditaria de la raza -o profundo sentido común como él la llamaba- era mostrada como el baluarte de la sociedad. Una sonrisa se dibujó en los labios de Lord Henry y volviéndose miró a Dorian.

- ¿Estás mejor, querido? -preguntó-. Me pareció, durante la cena, que estabas algo indispuesto.

- Me encuentro muy bien, Harry. Un poco cansado y nada más.

- Anoche estuviste delicioso. La duquesita está encantada contigo. Me dijo que iría a Selby.

- Sí, me ha prometido venir hacia el veinte.

- ¿También vendrá el duque de Monmouth?

- ¡Desde luego, Harry!

- Monmouth me aburre espantosamente; casi tanto como a la duquesa, que es muy inteligente, demasiado para una mujer. No tiene ese encanto indefinible de la debilidad. Sí; son los pies de arcilla lo que hacen precioso el oro de la estatua. Y los pies de ella son lindísimos, pero no de arcilla. Si quieres, pies de porcelana blanca. Han pasado a través de las llamas y lo que no destruye el fuego, lo endurece. Y experiencia ha tenido bastante.

- ¿Cuánto tiempo hace que está casada? -preguntó Dorian.

- Una eternidad, según me ha dicho ella. Pero me parece, ateniéndome al peerage que hace diez años. Ahora bien, diez años con Monmouth deben haber sido como una eternidad. ¿Y quién más va a ir?

- ¡Oh!, los Willoughbys, Lord Rugby y su mujer, Lady Narborough, Geoffrey Clouston ... los de costumbre. También he invitado a Lord Gotrian.

- Me agrada éste -dijo Lord Henry-. A mucha gente no, pero yo lo encuentro encantador. Su manera de vestir, demasiado rebuscada a veces, excusa su educación excesivamente perfecta. Es un verdadero tipo moderno.

- No sé si podrá venir, Harry. Tal vez tenga que acompañar a su padre a Montecarlo.

- ¡La familia siempre es un estorbo! Haz todo lo posible para que venga. Y, entre paréntesis, Dorian, ¿por qué te fuiste anoche tan temprano? Sí, te fuiste antes de las once. ¿Qué hiciste después? ¿Te marchaste directamente a tu casa?

Dorian le miró un momento y frunció el ceño.

- No, Harry -dijo al fin-; hasta eso de las tres no volví a casa.

- ¿Fuiste al club?

- -contestó Dorian. Y, mordiéndose los labios, añadió: no, no quiero decir eso. No fui al círculo. Anduve de lin lado para otro. La verdad es que no recuerdo lo que hice ... ¡qué preguntón eres, Harry! Siempre quieres enterarte de lo que uno hace. En cambio, yo deseo siempre olvidar lo que hago ... Pero si te interesa saber la hora exacta, te diré que volví a las dos y media ... Dejé dentro el llavín y tuvo que abrirme el criado. Si necesitas pruebas de esto, puedes preguntárselo.

Lord Henry se encogió de hombros.

- ¡Como si a mí me importase, querido! Subamos al salón ... Gracias, Mr. Chapman, no quiero tinto ... Algo te ha sucedido, Dorian. Cuéntame qué ha sido. Esta noche no eres tú mismo.

- No te preocupes de mí, Harry. Estoy un poco irritado, fuera de mí. Ya iré a verte mañana o pasado. Ahora mis excusas a Lady Narborough. No voy a subir. Me iré a casa. Sí, debo irme.

- Está bien, Dorian. Creo que mañana te veré en el té. La duquesa no faltará.

- Procuraré ir, Harry -contestó Dorian, saliendo de la habitación.

Ya en el coche, de vuelta a la casa, sintió que el terror, que se lo figuraba estrangulado, le había dominado de nuevo. La pregunta casual de Lord Henry le había atacado por un momento sus nervios y él necesitaba conservarlos muy firmes todavía. Aún quedaban objetos peligrosos que había que destruir.

Sólo a la idea de tocarlos, se estremecía.

No obstante, había que obrar así. Dándose cuenta de ello, apenas hubo cerrado la puerta de la biblioteca, abrió el armario secreto en que había guardado el maletín y el abrigo de Basil Hallward. Un enorme fuego ardía en la chimenea. En él arrojó otro leño. El olor de las telas chamuscadas y el cuero quemado era horrible. Tres cuartos de hora se necesitaron para que se consumiera todo. Al final, se sentía desfallecido y mareado, viéndose obligado a quemar, en un braserillo de cobre, varias pastillas de Alger y a lavarse las manos y la frente con un vinagre frío y almizclado.

De pronto, se sobresaltó. Un extraño brillo apareció en sus ojos y sus dientes mordisquearon nerviosamente el labio inferior. Entre dos de las ventanas había un ancho armario florentino de ébano, con incrustaciones de marfil y lapizlázuli. Dorian fijó en él los ojos como si le fascinase o espantara, como si contuviera algo que anhelase y, al mismo tiempo, detestara. Su respiración se aceleró. Un loco y vehemente deseo apoderóse de él. Encendió un cigarrillo y en seguida lo arrojó. Sus párpados se cerraron, hasta que los largos flecos de sus pestañas casi tocaron las mejillas. Pero él seguía contemplando el armario.

Al fin, levantándose del sofá en que estaba tendido, se dirigió hacia él y lo abrió. Tocó entonces un oculto resorte y salió lentamente un cajoncito triangular. Sus dedos se lanzaron instintivamente sobre él y, hundiéndose en su interior, apretaron algo. Era una cajita china de laca negra espolvoreada de oro, cuidadosamente trabajada, en cuyos costados se repetía un dibujo de olas y cordones de seda de los que colgaban cuentas de cristal y borlas de hilo metálico. La abrió. Dentro había una pasta verde que parecía de cera y tenía un olor denso y penetrante.

Titubeó unos momentos, con una extraña sonrisa inmóvil en los labios. Después, estremeciéndose, aun cuando la atmósfera del cuarto estaba terriblemente caliente, se desperezó y miró el reloj. Eran las doce menos veinte minutos. Dejó la cajita en su sitio, cerró el armario y se dirigió a su recámara.

Estaban sonando las doce campanadas de bronce de la media noche, cuando Dorian Gray, vulgarmente vestido, con una bufanda enrollada al cuello, salía calladamente de su casa. En la calle de Bond encontró un cabriolé con un buen caballo. Lo llamó y en voz baja dio una dirección al cochero.

Este meneó la cabeza.

- Está muy lejos para mí -dijo refunfuñando.

- Ten una libra esterlina -repuso Dorian- y si andas aprisa te daré otra.

- Muy bien, señor; dentro de una hora estará usted allí.

Y después de guardarse la propina dio media vuelta al caballo, que a buen paso tomó la dirección del río.

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