Índice de El retrato de Dorian Grey de Oscar WildeCapítulo XIIICapítulo XVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XIV

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, entró el criado con una taza de chocolate en una bandeja y abrió las persianas. Dorian dormía plácidamente sobre el lado derecho, con una mano bajo la mejilla. Parecía un niño cansado de jugar o de estudiar.

El criado tuvo que tocarle dos veces en el hombro antes de que despertara y, en cuanto abrió los ojos, una tenue sonrisa cruzó por sus labios, como si hubiera estado perdido en un delicioso ensueño. Y, sin embargo, no había soñado. Ninguna imagen dolorosa o alegre le había turbado durante la noche. Pero la juventud sonríe sin motivo. Este es uno de sus mayores encantos.

Volvióse de medio lado y, apoyándose en el codo, empezó a sorber el chocolate. El tierno sol novembrino bañaba la estancia. Brillaba el cielo y en el aire había una tibieza agradable. Casi parecía una mañana de mayo.

Paulatinamente, los sucesos de la noche anterior se deslizaron en su espíritu con silenciosos pies teñidos de sangre, reconstituyéndose en él con espantosa claridad. Se estremeció al recordar todo lo que había sufrido y por un momento se vio dominado por aquel extraño sentimiento de odio contra Basil Hallward que le había impulsado a matarlo cuando estaba sentado ante el cuadro. Dorian sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Arriba continuaría sentado el cadáver, ahora bajo los rayos del sol. ¡Qué horrible era todo aquello! Estas cosas horrendas estaban bien en la oscuridad, no a la luz del día.

Comprendió que si continuaba dándole vueltas a lo hechos, acabaría enfermo o volviéndose loco. Había pecados cuya fascinación estaba más en recordarlos que en cometerlos, extraños triunfos que satisfacen el orgullo más que las pasiones y proporcionan a la inteligencia un intenso sentimiento de placer, mayor que el que dan o pueden dar nunca a los sentidos. Pero éste no era uno de esos. Era algo que inmediatamente debía ser alejado del alma, ser narcotizado con adormideras, estrangulado para que no lo estrangulara a uno.

Cuando oyó la media, se pasó la mano por la frente y, levantándose luego a la carrera, se vistió más cuidadosamente aún que de costumbre, prestando gran atención a la elección de la corbata y del alfiler y cambiando de sortijas más de una vez. También empleó largo rato en desayunar, probando diversos platos, hablando con su ayuda de cámara de la nueva librea que pensaba mandar hacer para sus criados de Selby y abriendo la correspondencia. Algunas de las cartas le hicieron sonreír. Tres de ellas le molestaron bastante. Otra la leyó varias veces hasta que, al fin, la rompió en pedazos con un leve aire de fastidio en el rostro. ¡Qué cosa más terrible es la memoria de la mujer!, como Lord Henry había dicho una vez.

Después que hubo apurado su taza dé café y secado los labios lentamente con una servilleta, le hizo señas al criado de que esperara, sentóse a la mesa y escribió dos cartas. Una de ellas se la guardó en el bolsillo y la otra la entrego al criado:

- Francisco, lleva esto a la calle de Hertford, número 52 y si Mr. Campbell está fuera de la ciudad que te den sus señas.

Apenas se quedó solo, encendió un cigarrillo y empezó a dibujar en una hoja de papel, flores primero, motivos arquitectónicos después, y, por último, rostros humanos. De pronto advirtió que todas las caras que había trazado parecían guardar un asombroso parecido con Basil Hallward. Frunció e! ceño y, poniéndose en pie, se dirigió al librero a tomar al azar un volumen. Estaba decidido a no pensar en lo ocurrido hasta que no fuera absolutamente necesario.

Cuando se hubo acomodado en el diván, miró el título de! libro. Eran los Emaux et Camées de Gautier, un ejemplar de la edición Charpentier en papel japón, con los grabados al aguafuerte de Jacquemart. Estaba encuadernado en piel verde limón, diseñado con un enrejado de oro y unas granadas punteadas. Se lo había regalado Adrian Singleton. Al hojearlo, sus ojos se fijaron en la poesía de Lacenaire sobre la mano, la gélida mano amarilla, du suplice encore mallavée, con un vello rojizo y sus dedos de fauno. Miróse entonces sus dedos blancos y afilados y se estremeció ligeramente a pesar suyo. Continuó pasando las hojas hasta que llegó a las deliciosas estancias sobre Venecia:

Sur une gamme chromathique,
Le sein de perles ruisselant,
La Vénus de l'Adriatique
Sort de l'eau son corps rose et blanc.

Les dómes, sur l'azur des ondes
Suivant la phrase au pur contour,
S'enflent comme des gorges rondes
Que souleve un soupir d'amour.

L'esquife aborde et me dépose,
Jetant son amarre au pilier.
Devant une fecade rose,
Sur le marbre d'un escalier. (1)

¡Qué exquisitas eran! Al leerlas, parecía descenderse flotando por los verdes canales de la ciudad de rosa y nácar, sentado en una góndola negra con proa de plata y cortinas que se arrastran sobre el agua. Simplemente los versos le parecían esos surcos azul turquesa que se van dejando tras uno al avanzar hacia el Lido. Los súbitos destellos de color le recordaban el fulgor irisado y opalino de los pájaros que revolotean alrededor del Campanile, de color apanalado, o vuelan majestuosamente, con gracia augusta, bajo las umbrías y polvorientas arcadas. Recostado en el diván y entornando los ojos volvía a decir para sí:

Devant une fafade rose,
Sur le marbre d'un escalier.

En estos dos versos estaba toda Venecia. Recordó el otoño que allí pasara y un amor maravilloso que le había incitado a cometer las más deliciosas locuras. En todas partes lo novelesco tiene su asiento. Pero Venecia, como Oxford, había conservado el fondo adecuado a lo novelesco y verdadero romántico, el fondo lo es todo o casi todo. Basil le había acompañado parte del tiempo y se había entusiasmado hasta la locura con el Tintoretto. ¡Pobre Basil! ¡Qué muerte más espantosa la suya!

Suspiró y volviendo a tomar el volumen trató de olvidar. Leyó algo acerca de las golondrinas que entran y salen volando en el café de Esmirna, donde los santones sentados en cuclillas cuentan sus rosarios de ámbar y los mercaderes, con grandes turbantes, fuman sus largas pipas adornadas con borlas y hablan con profunda gravedad entre sí; leyó acerca del Obelisco de la Plaza de la Concordia, que llora lágrimas de granito en su solitario destierro sin sol, añorando las cálidas riberas del Nilo, cubiertas de lotos, donde hay esfinges, ibis rosados, blancos buitres de garras doradas, cocodrilos de ojuelos de agua marina, que se arrastran por el cieno verde y humeante; se extasió con aquellos versos que, volviendo música un mármol con huellas de besos, hablan de la misteriosa estatua que Gautier compara a una voz de contralto, el monstre charmant que reposa tendido en la sala de pórfido del Louvre. Pero momentos después, el libro se le cayó de las manos. Estaba nervioso y una horrible sensación de terror se apoderó de él. ¿Y si Alan Campbell hubiera salido de Inglaterra? Pasarían varios días antes de que pudiera estar de vuelta. Aunque cabía también dentro de lo posible que se negara a venir. ¿Qué hacer entonces? Cada instante era de una importancia vital.

Habían sido íntimos amigos en otras tiempos, cinco años antes; en verdad, casi inseparables. Luego la intimidad se rompió súbitamente. Y cuando se encontraban en sociedad, Dorian eran el único que sonreía: Alan Campbell nunca.

Era éste un hombre joven, inteligente en extremo, si bien carecía del menor sentido de las artes plásticas y pese a su moderada estimación de la belleza literaria que Dorian le había inculcado. La pasión que lo dominaba era la ciencia. En Cambridge se pasaba casi todo el tiempo trabajando en el laboratorio y al finalizar el curso había alcanzado siempre la máxima calificación en las Ciencias Naturales. Realmente, después continuó fiel al estudio de la Química y poseía un laboratorio propio, en el que solía encerrarse todo el día, desesperando a su madre, que siempre había acariciado la ilusión de que se sentara alguna vez en el Parlamento y tenía la vaga idea de que un químico era un hombre que solamente se dedicaba a hacer recetas. Sin embargo, era un músico excelente y tocaba el piano y el violín mejor que la mayor parte de los aficionados. En realidad, la música había sido lo que había acercado a él y a Dorian; la música, y esa indefinible atracción que Dorian era capaz de ejercer, al parecer, siempre que se lo proponía y que, en verdad, la ejercía muchas veces sin darse cuenta de ello. Se habían conocido en casa de Lady Berkshire, una noche que tocaba en ella Rubinstein y, después de esto, se les veía en la Opera juntos, así como en cualquier sitio donde hubiera buena música. Esta intimidad duró un año y medio. Campbell estaba siempre ya en Selby, ya en la plaza de Grovenor. Para él, como para tantos otros, Dorian Gray era el prototipo de todo lo que había de maravilloso y fascinador en la vida. Nunca supo nadie si habían reñido o no, pero, de pronto, la gente empezó a observar que apenas cruzaban la palabra cuando se encontraban y que Campbell abandonába una reunión cuando Dorian aparecía en ella. Por otra parte, había cambiado; a veces se apoderaba de él una extraña melancolía; y no sentía afición por la música y nunca aceptó tocar en público, dando como excusa, cuando se lo pedían, que estaba tan absorbido por la ciencia que no le quedaba tiempo para practicar. Lo cual era realmente cierto. Cada día parecía estar más y más interesado en la biología y su nombre apareció una o dos veces en alguna revista científica, en relación con ciertos curiosos experimentos.

Este era el hombre que Dorian estaba aguardando. A cada segundo miraba el reloj. Su agitación crecía a medida que pasaban los minutos. Al fin, se puso en pie y empezó a pasear por la habitación de arriba abajo, como un hermoso animal enjaulado. Su paso era largo y titubeante. Sus manos estaban extrañamente frías. Aquella incertidumbre le parecía insoportable.

Parecíale como si el tiempo se arrastrara con pies de plomo, mientras él se veía empujado por un viento monstruoso hacia el borde dentado de un negro precipicio. El sabía lo que allí aguardaba; lo veía realmente y, estremeciéndose, apretábase sus párpados ardientes con manos húmedas, como si quisiera privar de la vista a su mismo cerebro y arrojar las pupilas en su cueva. Pero era inútil. El cerebro tenía su propio alimento en que cebarse y la imaginación, que el terror había vuelto grotesca, se retorcía y se enroscaba de dolor como un ser vivo, bailaba como un asqueroso títere sobre un tablado y hacía muecas repugnantes. Luego, detúvose súbitamente el tiempo. Sí; aquella cosa ciega, jadeante, dejó de arrastrarse y horribles pensamientos, ya muerto el tiempo, corrieron con pies ligeros a su mente y penosamente fueron sacando de su tumba un espantoso futuro, que mostraron a él. Clavó sus ojos en él y el mismo horror lo dejó petrificado.

Al fin se abrió la puerta y entró su criado. Dorian volvió hacia él sus ojos vidriosos.

- Mr. Campbell, señor -dijo el sirviente.

Un suspiro de alivio brotó de sus labios resecos y el color retornó a sus mejillas.

- Dile, Francis, que entre en seguida.

Dióse cuenta Dorian de que volvía a ser el mismo. El acceso de cobardía había desaparecido.

El criado hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Pocos instantes después, entraba Alan Campbell, muy serio y un tanto pálido, con la palidez aún más acentuada por un negrísimo cabello y sus cejas oscuras.

- ¡Alan, has sido muy amable! ¡Gracias por haber venido!

- Me había propuesto no pisar más tu casa. Pero como me decías en tu carta que era una cuestión de vida o muerte ...

Hablaba lentamente, midiendo las palabras, y con voz dura y glacial. Había un dejo de desprecio en la mirada firme y penetrante que clavaba en Dorian. Sus manos continuaban metidas en los bolsillos de su abrigo de astrakán, como si no hubiera advertido el ademán cordial con que Dorían lo había recibido.

- Sí, es una cuestión de vida o muerte, Alan, y no sólo para mí. Siéntate.

Campbell tomó asiento junto a la mesa; Dorian sentóse enfrente. Las miradas de ambos se encontraron. En la de Dorian había una piedad infínita. Sabía que era espantoso lo que iba a hacer.

Medió un forzado silencio, después del cual Dorian se inclinó hacia adelante y dijo, muy lentamente, pero observando el efecto de cada palabra sobre el rostro del que había enviado a buscar.

- Alan, ahí arriba, en una habitación cerrada de la casa, en la que no entra nadie más que yo, hay un hombre muerto, sentado junto a una mesa. Hace unas diez horas que ha muerto. No te muevas, ni me mires así. Quién es, por qué y cómo ha muerto, son cuestiones que no te interesan. Lo que debes hacer es ...

- ¡No sigas, Gray! No quiero saber más. Si es cierto o no lo que me has dicho, me trae sin cuidado. Me niego absolutamente a aparecer mezclado en tu vida. Guarda para ti tus horribles secretos. No me interesan lo más mínimo.

- Alan, tendrán que interesarte. Por lo menos, éste. Lo siento muchísimo por ti; pero no me queda otro camino. Tú eres el único hombre que puede salvar mi vida y no tengo más remedio que acudir a ti. Alan, tú eres un hombre de ciencia; sabes mucho de química y has hecho incontables experimentos. Lo que tienes que hacer ahora es destruir ese cadáver que está ahí arriba ... destruirlo, sí, de tal manera que no quede vestigio alguno de él. Nadie lo vio entrar en la casa. Todo el mundo supone en este momento que se halla en París. No lo echarán de menos hasta que pasen varios meses. Y cuando adviertan su desaparición, no debe haber aquí ninguna huella de él. Tú, Alan, tienes que convertirlo a él y cuanto a él pertenece, en un puñado de cenizas que yo pueda aventar al aire.

- ¡Estás loco, Dorian!

- ¡Ah! estaba esperando que me llamaras Dorian.

- ¡Te digo que estás loco; loco, al figurarte que yo iba a mover un dedo en tu ayuda; al hacerme esta monsturosa confesión! Vuelvo a decirte una vez más que no quiero mezclarme en tu vida, hagas lo que hagas. ¿Crees que voy a arriesgar mi reputación por ti? ¿Qué me importa a mí que lleves a cabo esa obra diabólica?

- Fue un suicidio, Alan.

- Me alegro. Pero ¿quién lo trajo hasta aquí? Supongo que tú.

- Entonces, ¿te niegas a hacer esto por mí?

- Claro que me niego. Yo no tengo que hacer lo más mínimo en esto. Y me importa un bledo que el deshonor caiga sobre ti. Te lo mereces todo. No vayas a creer que me dolería verte deshonrado, públicamente deshonrado. Y ¿cómo te atreves a buscarme a mí para que yo me haga cómplice de este horror? Yo creía que conocías mejor a los hombres. Tu amigo Lord Henry Wotton, que te ha enseñado tantas cosas, no te enseñó mucha psicología. Nada en el mundo me decidirá a dar un paso en ayuda tuya. No escogiste bien el hombre que necesitabas. Acude a alguno de tus amigos y déjame en paz.

- Alan, fue un asesinato. Yo lo maté. No sabes cuánto me había hecho sufrir. Sea cual sea mi vida, él ha tenido que ver más con la formación o la corrupción de ella, que el pobre Harry. Tal vez no fuera esa su intención, pero el resultado es el mismo.

- ¡Un asesinato! ¡Santo Dios! Pero, ¿es posible, Dorian, que hayas llegado a eso ...? No, yo no diré nada de esto. Eso no es asunto mío. Además, aunque yo no intervenga, puedes estar seguro de que te detendrán. Nadie comete un crimen sin hacer alguna estupidez. Pero yo no tengo nada que hacer en esto.

- Sí, tendrás algo que hacer. Espera, espera un momento; escúchame sólo, Alan. No te pido más que lleves a cabo un experimento científico. Tú vas a los hospitales y a los depósitos de cadáveres y los horrores que allí haces no te afectan nada. Si encontraras a este hombre en una horrible sala de disección o en un fétido laboratorio sobre una mesa de zinc, con rojas goteras para que la sangre escurriera, lo mirarías simplemente como un magnífico objeto de experiencia. No se te erizaría ni un solo cabello, ni pensarías que ibas a hacer nada malo. Por el contrario; es probable que creyeras que estabas haciendo algo en bien de la humanidad o acrecentando la suma de conocimientos del mundo, o satisfaciendo una curiosidad intelectual o algo parecido. Lo que yo quiero que hagas ahora es lo que has hecho antes con tanta frecuencia. Verdaderamente, destruir un cuerpo debe ser mucho menos horrible que los experimentos que acostumbras a hacer. Y ten presente que es la única pieza de convicción que hay contra mí. Si lo descubren, estoy perdido; y es seguro que llegarán a descubrirlo si tú no me ayudas.

- No tengo el menor deseo de ayudarte. Me es absolutamente indiferente todo esto. Nada tengo que ver con ello.

- Te lo suplico Alan. Piensa en qué situación estoy. Casi había estado a punto de desmayarme de terror cuando tú llegaste. Ya sabrás algún día lo que es eso. ¡No, no pienses en ello! Mira este asunto desde un punto de vista puramente científico. ¿Acaso preguntas de dónde provienen los cadáveres que empleas en tus experimentos? No preguntes tampoco ahora. Ya te he dicho bastante. Pero te suplico que lo hagas. Hemos sido muy amigos en otros tiempos. Alan.

- No hables de esos tiempos. Ya han muerto.

- A veces los muertos demoran su partida. El que está arriba no quiere irse. Sigue sentado a la mesa, con la cabeza inclinada y los brazos caídos. ¡Alan, Alan, si no vienes en mi ayuda estoy perdido! ¡Me ahorcarán, Alan! ¿No me comprendes? Me ahorcarán por lo que he hecho.

- No es conveniente prolongar esta escena. Me niego por completo a hacer nada en este asunto. Es una locura que me pidas intervenir.

- ¿Te niegas?

- ¡Sí!

- ¡Te lo que suplico, Alan!

- Es inútil.

La misma sombra de piedad pasó por los ojos de Dorian. Entonces alargó el brazo, cogió una hoja de papel y escribió en ella unas palabras. Leyó dos veces lo escrito, dobló la hoja con todo cuidado y lo empujó a través de la mesa hacia Campbell. Hecho esto, se puso en pie y se dirigió a la ventana.

Campbell le miró sorprendido; luego tomó el papel y lo abrió. Cuando lo leyó se puso lívido y se desplomó en la silla. Una horrible sensación de malestar lo dominó. Sentía como si su corazón latiese mortalmente en el vacío.

Al cabo de dos o tres minutos de un terrible silencio, volvióse Dorian y, colocándose detrás de él, le puso una mano en el hombro.

- Lo siento mucho, Alan -murmuró- pero no me has dejado otra alternativa. Yo había escrito una carta. Aquí está. Mira la dirección. Si no me ayudas, la enviaré. Yo sabes cuál será el resultado. Pero tú vas a ayudarme. No es posible que te niegues ahora. Yo no quería llegar a esto. Hazme la justicia de reconocerlo. Has estado duro conmigo; me has humillado y ofendido. Me has tratado como nadie se había atrevido a tratarme ... al menos nadie que viva. Lo he soportado todo. Ahora, me toca a mí dictar condiciones.

Campbell escondióse el rostro entre las manos y un estremecimiento sacudió todo su cuerpo.

- Sí, a mí me toca dictar condiciones, Alan. Tú ya sabes cuáles son. La cosa es muy sencilla. Vamos, no te excites así. Tienes que hacerlo. Mira esto cara a cara y hazlo.

Un gemido brotó de los labios de Campbell; después sintió un escalofrío. El tic tac del reloj sobre la chimenea le parecía dividir el tiempo en átomos separados de agonía, cada uno de ellos demasiado terrible de soportar. Sentía como si un anillo de hierro le fuese apretando lentamente la frente, como si el oprobio que lo amenazaba ya hubiera caído sobre él. La mano que se había posado sobre su hombro pesaba como una mano de plomo. Era insorportable. Parecía aplastarlo.

- Vamos, Alan, tienes que decidirte en seguida.

- No puedo -dijo maquinalmente, como si las palabras pudieran cambiar las cosas.

- Tienes que decidirte. No cabe opción. No demores la decisión.

Campbell vaciló un momento.

- ¿Hay fuego en la habitación de arriba?

- Sí, un mechero de gas.

- Tendré que ir a casa para traer algunas cosas de laboratorio.

- No, Alan, tú no sales de esta casa. Escribe en una hoja de papel lo que necesitas y mi criado tomará un coche y te traerá todo.

Campbell garrapateó unas líneas, las secó con papel secante y escribió en un sobre las señas de su ayudante. Dorian tomó la nqta y la leyó cuidadosamente. Luego tiró de la campanilla y la entregó a su ayuda de cámara, con la orden de que volviera con todo aquello lo más pronto posible.

Al cerrarse la puerta, Campbell se levantó nerviosamente y se dirigió a la chimenea. Estaba tiritando como si tuviera un acceso de fiebre. Pasaron cerca de veinte minutos sin que hablara ninguno de los dos. Una mosca zumbaba ruidosamente en la habitación y se oía el tic tac del reloj como si fuera el golpear de un martillo.

Cuando la campana dio la una, volvióse Campbell y, al mirar a Dorian Gray, vio que sus ojos estaban arrasados en lágrimas. Algo había en la pureza y finura de aquel rostro entristecido que pareció enfurecerlo.

- ¡Eres un infame, un ser absolutamente infame! -murmuró.

- ¡Calla, Alan! Me has salvado la vida -dijo Dorian.

- ¿Tu vida? ¡Cielos, qué vida! Has ido de corrupción en corrupción, hasta que has terminado en el crimen. Al hacer lo que voy a hacer, lo que me obligas a hacer, no es en tu vida en lo que estoy pensando.

- ¡Ay, Alan! -murmuró Dorian suspirando-. Quisiera que tuvieses por mí la centésima parte de lástima que tengo por ti.

Y, dicho esto, le volvió la espalda y permaneció delante de la ventana contemplando el jardín. Campbell no contestó nada.

Diez minutos había transcurrido cuando llamaron a la puerta y entró el criado con un cajón de caoba lleno de productos químicos, un largo rollo de hilo de acero y platino y dos grapas de hierro de una forma bastante extraña.

- ¿Dejo aquí estas cosas, señor? -preguntó a Campbell.

- -dijo Dorian-. Y creo, Francis, que tengo otro encargo para tí. ¿Cómo se llama ese hombre de Richmond que surte a Selby de orquídeas?

- Harden, señor.

- Sí, Harden. Entonces tienes que ir en seguida a Richmond a ver a Harden personalmente para decirle que envíe el doble de las orquídeas que yo le había encargado y ponga el menor número posible de blancas. O, mejor será, que no ponga ninguna. Hace un día delicioso, Francis, y Richmond es un sitio realmente precioso; de otro modo no te habría molestado con este encargo.

- No es molestia, señor. ¿A qué hora debo estar de vuelta?

Dorian miró a Campbell.

- ¿Cuánto tiempo te va a llevar el experimento, Alan? -preguntó con voz tranquila e indiferente.

La presencia de una tercera persona parecía infundirle un valor extraordinario.

- Unas cinco horas -contestó.

- Entonces será suficiente con que regreses a las siete y media Francis. O, mejor aún: déjame preparado todo para vestirme y dispón de la noche como te plazca. No voy a cenar en casa, así que no te necesitaré.

- Gracias, señor -dijo el criado, saliendo de la estancia.

- Ahora, Alan, no podemos perder ni un momento. ¡Qué caja más pesada! Yo la subiré. Trae tú las otras cosas.

Hablaba rápidamente y en tono autoritario. Campbell se sentía dominado por él. Juntos salieron de la habitación.

Al descanso de la escalera, Dorian sacó la llave y le dio una vuelta dentro de la cerradura. Después se detuvo y una sombra de inquietud pasó por sus ojos. Dorian se estremeció.

- Creo que no voy a poder entrar, Alan -murmuró.

- Me da lo mismo. No te necesito para nada -dijo Campbell fríamente.

Dorian entreabrió la puerta. Luego pudo ver el rostro de su retrato mirándolo de soslayo a la luz del sol. En el suelo, frente a él estaba la túnica desgarrada. Recordó que la noche anterior, por primera vez en su vida, se había olvidado de tapar el lienzo fatal y ya iba a precipitarse hacia él cuando retrocedió aterrorizado. ¿Qué repugnante rocío rojo era el que relucía, húmedo, y resplandeciente, sobre una de las manos, como si el lienzo hubiera sudado sangre? ¡Qué horrible era aquello! Más horrible le pareció en aquel momento que aquel mudo objeto que él sabía yacía contra la mesa, aquella masa cuya sombra grotesca y desfigurada sobre la manchada alfombra le mostraba que no se había movido y continuaba allí tal como lo había dejado.

Exhaló un profundo suspiro, abrió la puerta un poco más y con los ojos entreabiertos y, desviando la cabeza, se precipitó hacia adentro, decidido a no mirar una sola vez al muerto. Luego, deteniéndose y levantando la cortina de púrpura y oro, la arrojó sobre el cuadro.

Allí se quedó, temiendo volverse, con los ojos fijos en los arabescos del bordado que había ante él. Oyó a Campbell cuando entraba con el pesado cajón y los hierros y demás cosas necesarias a su espantoso trabajo. Se preguntó entonces si él y Basil Hallward se habían conocido alguna vez y, de ser así, qué pensarían uno de otro.

- Ahora déjame solo -dijo una voz severa detrás de él.

Dorian se volvió y se precipitó fuera del cuarto, apenas sin haberse dado cuenta de que el cadáver ahora estaba echado hacia atrás sobre el respaldo de la silla y que Campbell estaba examinando aquel rostro amarillo y luciente.

Cuando bajaba la escalera oyó cómo la llave daba una vuelta dentro de la cerradura.

Ya eran mucho más de las siete cuando Campbell regresó a la biblioteca.

Estaba pálido, pero completamente tranquilo.

- Hice lo que me pediste -murmuró-. Adiós, pues. ¡Y quiera Dios que no volvamos a vernos más!

- ¡Me has salvado de la ruina, Alan! Jamás podré olvidarlo -dijo Dorian simplemente.

En cuanto Campbell salió, subió. La habitación olía espantosamente a ácido cítrico. Pero la cosa que estaba sentada a la mesa había desaparecido.


Notas

(1) En una gama cromática -goteando perlas el seno- la Venus del Adriático -sale del agua con su cuerpo blanco y rosado-. Las cúpulas, sobre el azul de las olas -siguiendo la frase de contorno puro- se hinchan como senos redondos -que un suspiro de amor levanta-. El esquife aborda y me deposita, -arrojando al pilar sus amarras-, ante una fachada rosa, -sobre el mármol de una escalinata-. Esmaltes y Camafeos, de Teophile Gautier.

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