Índice de El retrato de Dorian Grey de Oscar WildeCapítulo XVCapítulo XVIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XVI

Empezó a caer una lluvia fría y los empañados faroles de la calle brillaban lívida mente entre la niebla. Iban cerrándose los cafés y grupos de hombres y mujeres se apiñaban a sus puertas. De algunas tabernas salían horribles risotadas. En otras, alborotaban y gritaban los borrachos.

Recostado. en el cabriolé y con el sombrero hasta las cejas, Dorian Gray contemplaba con ojos indiferentes la sórdida vergüenza de la gran ciudad, repitiéndose de vez en vez a sí mismo las palabras que Lord Henry le dijera el día que lo conoció: Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma. Sí, ese era el secreto. Con frecuencia lo había intentado y ahora lo intentaría de nuevo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido; antros de horror donde podía destruírse la memoria de los viejos pecados con la locura de los pecados presentes.

La luna en el horizonte pendía muy baja, como una calavera amarilla. De cuando en cuando una enorme nube informe alargaba un brazo y la ocultaba. Cada vez había menos mecheros de gas y las calles eran más estrechas y lóbregas. El cochero se perdió y tuvo que retroceder media milla para encontrar el camino. Una especie de vaho se elevaba del caballo cuando éste chapoteaba en los charcos. Los cristales laterales del cabriolé estaban tapados con la huata gris de la niebla.

Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma ... ¡Cómo sonaban estas palabras en sus oídos! Sí, su alma estaba mortalmente enferma. ¿Sería verdad que los sentidos podrían curarla? El había derramado sangre inocente. ¿Cómo podía expiar aquello? ¡Ay! para aquello no había expiación; pero aunque el perdón era imposible, todavía era posible el olvido y él estaba decidido a olvidar, a extirpar aquello, a aplastarlo, como se aplastaría a una víbora que nos hubiera mordido. Verdaderamente, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle como lo había hecho? ¿Quién le mandó erigirse en juez de la conducta ajena? Le había dicho cosas tremendas, horrorosas que no se podían aguantar.

El coche caminaba penosamente, cada vez más despacio. Al menos, así le parecía a él. Abriendo la trampilla, gritó al cochero que apresurara el paso. Una espantosa necesidad de opio empezó a morderle. Su garganta se abrasaba y sus dedos se retorcían nerviosamente. Con su bastón empezó a golpear al caballo furiosamente. El cochero se echó a reír y lo fustigó. El entonces rió también a manera de respuesta y el hombre calló.

El camino parecía interminable y la calle semejaba la tela negra de una araña invisible. La monotonía se hizo insoportable y, al hacerse más espesa la niebla, sintió miedo.

Pasaron luego junto a unos tejares desiertos. La niebla allí no era tan densa y se podía ver los extraños hornos con sus lenguas de fuego naranja en forma de abanico. Un perro ladró a su paso y a lo lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota errante. El caballo tropezó en una rodada, se apartó a un lado y de pronto empezó a galopar.

Poco tiempo después salieron del camino arcillado y el coche volvió a rodar con estrépito sobre las calles toscamente empedradas. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; pero de cuando en cuando se recortaban las siluetas de fantásticas sombras sobre algunas persianas iluminadas. Ellas observaba con curiosidad. Se movían como monstruosos títeres y accionaban como seres vivos. Los aborreció profundamente. Una sorda rabia llenaba su corazón. Al volver una esquina, una mujer desde un portal abierto, les gritó algo y dos corrieron detrás del coche cerca de doscientas yardas. El cochero las azotó con el látigo.

Dicen que las pasiones nos hacen pensar en círculo. Y lo cierto es que los labios mordidos de Dorian, con horrible reiteración, volvían a pronunciar una y otra vez aquellas sutiles palabras sobre el alma y los sentidos, hasta que encontraba en ellas la expresión plena, por así decir, de su estado de ánimo y justificaba, con su aprobación intelectual pasiones que, sin esa justificación, lo hubieran dominado de la misma manera. De célula en célula se arrastraba un solo pensamiento en su cerebro; y un irresistible anhelo de vivir, el más terrible apetito del hombre, avivaba la energía de cada nervio y cada fibra temblorosa de su ser. La fealdad que en otros tiempos detestara, por dar realidad a las cosas, ahora la quería por la misma razón. La fealdad era la única realidad. Las disputas soeces, los antros repugnantes, la cruda violencia de una vida desordenada, la misma vileza del ladrón y del proscrito, eran más vivas, en su intensa actualidad de impresión que todas las formas graciosas del arte y las sombras soñadas en la poesía. Era lo que él necesitaba para olvidar. En tres días se liberaría.

Súbitamente, el cochero tiró de las riendas y paróse el cabriolé a la entrada de una oscura callejuela. Por encima de los bajos tejados y de las recortadas chimeneas surgían los negros mástiles de los barcos. Espirales de blancuzca niebla se adherían como velas fantasmales a las vergas.

- ¿No es por aquí? -preguntó secamente el cochero a través de la trampilla.

Dorian despertó sobresaltado y miró a su alrededor.

- Sí, es aquí-. Contestó y, después de bajar apresuradamente del coche y de pagar al cochero lo prometido, se encaminó con paso rápido hacia el muelle.

Por un lado y otro brillaba la linterna de popa de algún enorme barco mercante. La luz oscilaba y se reflejaba a pedazos en los charcos de agua. Veíase también el resplandor rojo de un transatlántico que estaba carboneando. El pavimento resbaladizo parecía un impermeable mojado.

Apretó el paso hacia la izquierda, mirando atrás, de cuando en cuando; para ver si alguien le seguía. Siete u ocho minutos después llegó a una sórdida casucha, situada entre dos fábricas destartaladas. En una de las ventanas superiores brillaba una lámpara. Se detuvo y llamó de una manera especial.

A los pocos instantes oyó pasos en el pasadizo y la cadena fue desenganchada. Abrióse la puerta sigilosamente y entró sin decir palabra a la vaga figura agachada que pareció sumarse a la sombra a su paso. En un extremo de la estancia colgaba una cortina verde y andrajosa que se agitaba y oscilaba con el borrascoso viento que tras él había entrado de la calle. Apartándola a un lado, entró en una habitación larga y de techo bajo, que parecía haber sido antaño un salón de baile de tercera clase. Numerosos mecheros de gas, de luz resplandeciente, colgaban todo alrededor empañando y deformando los espejos, moteados de huevos de mosca, que tenían enfrente. Los grasientos reflectores con salientes de estaño parecían palpitantes discos de luz. El piso estaba cubierto de un aserrín ocre, salpicado aquí y allí de barro y manchado de licores derramados. Unos malayos, en cuclillas junto a un hornillo de carbón de leña, jugaban con fichas de hueso, enseñando al hablar sus dientes blancos. En un rincón, con la cabeza escondida entre las manos, un marinero aparecía tendido sobre una mesa y delante del mostrador, pintado de chillones colores, que ocupaba todo un lado, estaban de pie dos mujeres macilentas que se burlaban en aquel momento de un viejo que cepillaba las mangas de su abrigo con expresión de asco.

- Cree que tiene hormigas rojas -dijo una de ellas, echándose a reír, al pasar Dorian.

El viejo la miró con terror y empezó a lloriquear.

Al extremo de la estancia había una escalerilla que llevaba a otra habitación a oscuras. En cuanto hubo subido los tres peldaños desbaratados salió a su encuentro el pesado olor del opio. Lanzó un hondo suspiro y las ventanas de su nariz se estremecieron de placer. Al entrar, un joven de suave cabello rubio, que estaba inclinado sobre una lámpara encendiendo una larga y delgada pipa, alzó los ojos hacia él y, tras de vacilar un instante, le hizo una inclinación de cabeza.

- ¿Adrian, tú aquí? -murmuró Dorian.

- ¿Dónde, si no, podía estar? -contestó el joven negligentemente-. Nadie quiere ya nada conmigo ...

- Creí que te habías ido de Inglaterra.

- Darlintong no hace nada por mí ... Mi hermano aceptó al fin el pagaré ... Jorge no quiere cruzar ni una palabra conmigo ... No me importa, -agregó suspirando-. Mientras tenga esta droga, para qué quiero los amigos. Demasiados amigos he tenido.

Dorian retrocedió un paso y fijó sus ojos a su alrededor en aquellos seres grotescos que estaban tendidos en las más extrañas posturas sobre las mugrientas colchonetas. Los miembros retorcidos, las bocas abiertas, !os ojos fijos y apagados, le fascinaban. El sabía en qué extraños cielos estaban sufriendo y qué espantosos infiernos les estaban enseñando el secreto de algún nuevo placer. Todos eran más felices que él. El estaba apasionado en su pensamiento. La memoria, como horrible enfermedad le iba devorando el alma. De cuando en cuando creía ver los ojos de Basil Hallward mirándole. Sin embargo, se daba cuenta de que no era posible continuar allí. La presencia de Adrian Singleton lo molestaba. Deseaba estar donde nadie pudiera reconocerlo. Deseaba huir de sí mismo.

- Me voy a otra parte -dijo, al fin, después de una pausa.

- ¿Al muelle?

- .

- Seguramente estará allí esa loca. Aquí ya no la quieren.

Dorian se encogió de hombros.

- Ya estoy cansado de las mujeres que lo aman a uno. Las mujeres que nos odian son mucho más interesantes. Además, una droga es mejor.

- Lo mismo.

- Pues me gusta más. Ven a beber algo.

- No deseo tomar nada, -murmuró el mozo.

- No importa.

Adrian Singleton se levantó a duras penas y siguió a Dorian hasta el mostrador. Un mulato, de andrajoso turbante y raído gabán, los saludó con un gesto innoble y puso ante ellos una botella de coñac y dos vasos. Las mujeres se acercaron y empezaron a hablar. Dorian les dio la espalda y dijo algo en voz baja a Adrian Singleton.

Una sonrisa torcida como un cris malayo, contrajo el rostro de una de las mujeres.

- ¡Esta noche nos sentimos muy orgullosos! -dijo con un gesto de desprecio.

- ¡Hazme el favor de no dirigirme la palabra! -gritó Dorian, dando una patada en el suelo-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Dinero? Ahí lo tienes. Pero no vuelvas a hablarme.

Dos chispas rojas centellearon por un instante en los ojos apagados de la mujer; pero en seguida desapareció su luz y quedaron de nuevo opacos y vidriosos. Movió la cabeza y recogió las monedas con dedos codiciosos. Su compañera la miró con envidia.

- Es inútil -suspiró Adrian Singleton-. No me interesa volverme atrás. ¿Para qué? Aquí me siento absolutamente feliz.

- ¿Me vas a escribir, si necesitas algo? -preguntó Dorian, después de una pausa.

- Quizás.

- Entonces, buenas noches.

- Buenas noches, -contestó el joven, subiendo los peldaños de las escalerilla y secándose los labios con un pañuelo.

Dorian se dirigió a la puerta con una expresión de dolor en el rostro. Y cuando ya alzaba la cortina una carcajada brutal brotó de los labios pintados de la mujer que había cogido el dinero.

- ¡Ahí va el pacto del diablo! -bramó con ronca voz.

- ¡Maldita! -replicó él-. ¡No me llames así!

Entonces ella, chasqueando los dedos, aulló:

- ¡Te gusta que te llamen el Príncipe! ¿no es cierto?

El amodorrado marinero se levantó de un salto y miró salvajemente a su alrededor. El ruido de la puerta de la calle al cerrarse llegó a sus oídos. Como en persecución de algo, se precipitó corriendo hacia fuera.

Dorian Gray caminaba a buen paso, a lo largo del muelle, a través de la llovizna. Se sentía extrañamente conmovido por su encuentro con Adrian Singleton y empezó a preguntarse si realmente él debía cargar con la culpa de la ruina de aquella vida, como Basil Hallward le había dicho en tono tan insultante. Mordióse los labios y por unos instantes sus ojos se entristecieron. Pero, al fin y al cabo, ¿qué le importaba aquello? La vida es demasiado corta para que carguemos sobre nuestros hombros los errores ajenos. Cada hombre vive su propia vida y paga su propio precio por vivida. Lo único lamentable es tener que pagar con tanta frecuencia por una sola falta. La verdad es que una y otra vez nos vemos forzados a pagar. En sus tratos con el hombre, jamás el Destino cierra sus cuentas.

Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en que la pasión del pecado -o lo que el mundo llama pecado- domina de tal manera nuestra naturaleza, que cada fibra del cuerpo, así como cada célula del cerebro, parecen estar animadas por terribles impulsos. Hombres y mujeres, en esos momentos, pierden su libre albedrío. Como autómatas se mueven hacia su espantoso fin. Están privados de toda facultad de elección y su misma conciencia está muerta y, si vive, es sólo para prestar a la rebeldía su atractivo y a la desobediencia su encanto. Pues, como los teólogos no se cansan de recordarnos, todos los pecados son pecados de desobediencia. Cuando cayó del cielo aquel espíritu soberbio, aquella estrella de la mañana, cayó por rebelde.

Insensible, concentrado en el mal, con el espíritu impuro y el alma sedienta de rebelión, caminaba Dorian Gray, cada vez más aprisa, cuando al poner el pie en un sombrío pasaje abovedado, que con frecuencia le habia servido de atajo hacia el antro adonde ahora se dirigía, se sintió inesperadamente cogido por detrás y antes de que tuviera tiempo para defenderse se vio lanzado contra el muro y una mano brutal alrededor de su cuello.

Dorian luchó furiosamente por su vida y haciendo un terrible esfuerzo pudo zafarse de aquellos dedos que apretaban su garganta. En seguida oyó el ruido del gatillo de un revólver y vio el destello de un cañón bruñido que apuntaba a su cabeza y la forma oscura de un hombre bajito y grueso frente a él.

- ¿Qué quiere usted? -balbuceó.

- ¡Quieto! -ordenó el hombre-. ¡Si te mueves lo más mínimo, te mato!

- Está usted loco. ¿Qué le he hecho yo?

- Tú destruíste la vida de Sibyl Vane, -fue la respuesta-, y Sibyl Vane era mi hermana. Ella se suicidó. Lo sé. Pero tú fuiste el culpable de su muerte. Yo había jurado matarte para vengarla. Años enteros he estado buscándote. Pero no tenía ninguna pista, ninguna huella. Las dos personas que hubieran podido decir cómo eras, murieron. Yo sólo sabía de ti el nombre con que ella solía llamarte. Esta noche lo he oído pronunciar casualmente: ¡el Príncipe! Ponte bien con Dios, porque esta noche vas a morir.

Dorian se sintió desfallecer de miedo.

- Jamás he conocido a esa mujer -tartamudeó-. Nunca he oído hablar de ella. Usted está loco.

- Harías mejor en confesar tu delito; pues, como me llamo James Vane, vas a morir.

El momento era terrible. Dorian no sabía qué hacer ni decir.

- ¡Arrodíllatel -gruñó aquel hombre-. Te doy un minuto para que te pongas bien con Dios; uno nada más. Esta noche me marcho para la India y no quiero irme sin dejar ajustada antes esta cuenta. ¡Un minuto! ¡Es todo!

Los brazos de Dorian se desplomaron. Paralizado de terror, no sabía qué hacer. De pronto, una loca esperanza relampagueó en su espíritu.

- ¡Basta! -gritó-. ¿Cuánto tiempo hace que murió su hermana? ¡Dígame, pronto!

- Diez y ocho años -replicó el hombre- ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué importa los años que haga?

- ¡Diez y ocho! -exclamó Dorian riéndose y con un dejo de triunfo en la voz-. ¡Diez y ocho años! Déjeme ponerme bajo el farol y vea mi cara.

James Vane titubeó un momento, sin comprender qué significaba aquello.

Luego cogió a Dorian Gray y lo arrastró fuera del pasaje.

La luz del farol, que el viento agitaba, era débil y vacilante; no obstante, le sirvió al marinero para sacarle del terrible error (al menos, así le pareció) en que había caído, pues el rostro del hombre que había querido matar, tenía toda la lozanía de la infancia, toda la pureza inmaculada de la juventud. Parecía un mozo de poco más de veinte primaveras, apenas mayor de lo que era su hermana cuando se separó de ella hacía ya muchos años. Era evidente que aquel no era el hombre que había destruído la vida de Sibyl.

Soltóle entonces y retrocedió tambaleándose.

- ¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritó- ¡por poco si lo mato!

Dorian lanzó un hondo suspiro.

- Sí; ha faltado un pelo para que usted cometa un crimen horrible, amigo mío -dijo mirándolo severamente-. Que esto le sirva de advertencia para no tratar de hacerse justicia por su propia mano.

- Perdóneme, señor -refunfuñó James Vane-. Me han engañado. Una palabra oída por casualidad en esa maldita taberna, me puso en esta pista falsa.

- Haría usted mejor en irse a su casa y en dejar allí ese revólver, que pudiera traerle algunos quebraderos de cabeza -dijo Dorian, dando una media vuelta y alejándose lentamente calle abajo.

James Vane se había quedado aterrado en medio del pavimento. Estaba temblando de la cabeza a los pies. Al cabo de algún tiempo, una negra sombra, que había venido deslizándose junto al muro rezumante, llegó hasta la luz y se acercó a él sigilosamente. James Vane sintió entonces una mano que se posaba en su brazo y miró sobresaltado a su alrededor. Era una de las mujeres que habían estado bebiendo en la taberna.

- ¿Por qué no lo mataste? -silbó ella entre dientes, acercando estrechamente su cara demacrada a la de él-. Me di cuenta de que lo seguías cuando te precipitaste corriendo. ¡Idiota! Debieras haberlo matado. Tiene mucho dinero y es un hombre malísimo.

- No es el hombre que yo ando buscando -repuso él-, y no quiero dinero de nadie. ¡Lo que necesito es la vida de un hombre! El hombre cuya vida necesito debe de tener cerca de cuarenta años y éste casi es un niño. Gracias a Dios, no me he manchado las manos con su sangre.

La mujer se echó a reír amargamente.

- ¡Casi un niño! -dijo haciendo un gesto despectivo-. ¡Ya lo creo! ¡Pronto hará diez y ocho años que el Príncipe hizo de mí lo que soy ahora!

- ¡Mientes! -bramó James Vane.

Ella alzó las manos al cielo y gritó:

- ¡Pongo a Dios por testigo de que estoy diciendo la verdad!

- ¿A Dios?

- ¡Enmudezca yo si miento! ¡Es lo más infame que viene aquí! ¡Dicen que se ha vendido al diablo para conservar su hermosura! Pronto hará diez y ocho años que lo conocí y apenas ha cambiado desde entonces. ¡En cambio, yo ...!

- ¿Lo juras?

- Lo juro -repitieron como un eco sordo los labios sumidos de la mujer-. Pero no le digas a él que yo te conté esto -gimió-. Le tengo miedo ... Dame algún dinero para dormir esta noche.

James Vane se separó de ella blasfemando y echó a correr hacia la esquina de la calle, pero ya Dorian Gray había desaparecido. Cuando volvió la mirada atrás, advirtió que también la mujer se había perdido de vista.

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