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CAPÍTULO IX

UN DÍA DE CAMPO

A las doce del día, la familia Sedeño esperaba en la huerta a los convidados.

Paulatinamente fueron llegando, no sin que tuviéramos que admirar los magníficos trajes, oliendo a cidra y linaloé, exhumados exprofeso para la fiesta.

A la una se dio la voz de A la mesa.

Amenizaba la fiesta, no, miento, aburría a los convidados, la magnífica música de que hemos hecho mención.

Abrió su escaso repertorio con el himno nacional. ¡Oh calamidad! más bien que entusiasmar, convidaba aquella pieza a llorar, pero no las flaquezas del próximo, sino la desgracia del autor de que su composición hubiese caído en tan inteligentes manos.

Si un extranjero hubiese oído ese himno, no conociéndolo de antemano, al saber que aquel disparate filarmónico era nuestro cante patriótico, de seguro que reiría del mal gusto mexicano, porque lo que estaba oyendo era una parodia de la música de nuestros antípodas los chinos.

Pero tiene que tocarse el himno nacional en los convites y así se hace venga o no al caso. Recuerdo que en una función de circo en Huichilac, al momento en que debiera presentarse el oso canelo, el payaso mandó tocar el himno y pocos momentos después al hacer una pirueta el animal, gritaba desaforadamente la multitud: Viva México, sin que jamás me haya podido explicar el porqué del himno y la razón del Viva México porque el oso, dio un salto. Pero eso ... ¿qué nos importa? nuestros músicos hacían lo que todos -uso indicado- y no hubo más que tolerar el himno tan en mala hora tocado por nuestros líricos campesinos.

A la mitad de la comida las frecuentes libaciones y el entusiasmo hicieron brindar a un señor Rojano, muy conocido en el mundo literario de por allá. Se tocaron las copas y los vasos para reclamar el silencio.

Nuestro vate estirándose la chaqueta, brindó así:

Entré a un jardín y corté
una hermosa amapolita
y todos digan que viva
la simpática Sarita

Se aplaudió calurosamente, no sabemos si de buena o mala fe o por ironía; mas me aventuro a creer que fue lo último, porque siempre pronunciaba el mismo brindis, siendo invariables los tres primeros pies; sólo la terminación del último cambiaba según que se aplicara a Juanita o Rafaelita. El diminutivo era forzoso para que coincidiera el consonante con amapolita, ya sea que se tratara de Remedios o Agapita pues decía Remediosita, Agapitita.

Se instó después al secretario del ayuntamiento para que dijese algo. Comenzaba ya su brindis diciendo: ¿de qué palabras pudiera valerme para expresar mi gratitud? ... cuando fue interrumpido por varios: no, no, en verso, en verso, esa interrupción tampoco sé si fue porque su perorata ya era muy conocida, pues la aplicaba en todas ocasiones y solemnidades ya se tratara de un bautismo, casamiento o defunción, o tal vez por que el verso lo hacía bien; pero creo sin temor de equivocarme a juzgar por lo que dijo, que fue por que siendo en verso era corto su brindis, teniendo así la concurrencia menos tiempo de fastidio.

Por Enrique indicó uno de tantos. Después de mil fatigas y sonrisa de triunfo alzó su copa y brindó:

Las consonantes en que
son dificiles de hallar
por eso voy a brindar
por el jovencito Enrique.

Una diana tocada por la orquesta y aplausos, llenaron de satisfacción al poeta.

Cierta señora que tenía un hijo llamado también Enrique, se dirigía a dar las gracias al secretario porque había brindado por su hijo. Alguien le replicó que no se trataba de su hijo; pero ella insistió en su idea, dando por razón que el poeta había dicho jovencito Enrique, lo cual indicaba que a su niño se refería el brindis y no al Enrique, el de la casa, porque ya no era jovencito.

Más dianas y bravos pusieron fin a la cuestión que no quedó resuelta satisfactoriamente.

Las dianas con los bravos usuales también después de un brindis bueno o malo, me hacen el efecto que deben sentir los concurrentes a las corridas de toros al oír las dianas y aplausos, viendo a un desgraciado caballo arrastrar los intestinos por el redondel.

El señor cura llevó al convite -tal vez porque en su casa ese día no dispuso comida-, a un señor Cordero que casualmente pasaba para Atlixco.

- Siguen los brindis -dijo el maestro de escuela-. Aquí el señor licenciado -señalando al aludido-, tendrá la grandísima y exhuberante amabilidad de electrizamos con su fluida y forense voz. Escucharemos gustosos, ¿eh? cuanto en loor de esta agradable y escogida reunión improvise. Aplaudiremos, ¿eh?, frenéticamente al gran orador y eminente jurisconsulto.

- Bravo, sí, que hable, que diga algo.

El señor Cordero, comensal desconocido, al oír que se le obligaba a brindar sintió como que se le aplicaba al cerebro una ducha de alta presión.

El señor cura lo sacó del compromiso, pues manifestó a los concurrentes que el señor Cordero venía un poco enfermo de bronquitis y que eso le impedía, con sentimiento, tomar la palabra; pero que delegaba su misión en el señor Z., quien a no dudar aceptaría el encargo.

Fue del agrado de todos el cambio, pues el designado por el señor cura, era conocido como satírico y chispeante, a su modo por supuesto de aquellas gentes.

Había estudiado algunos años en el seminario, por lo que todo lo reducía a silogismos y frases de colegio clerical.

Se levantó copa en mano, en señal de que no eludía la comisión.

- Señores -dijo-, el señor Borrego ...

- Cordero -interrumpieron algunos rectificando el nombre.

Levantó la mano izquierda, haciendo una señal como quien dice, esperen ustedes.

- Me explicaré, señores, he dicho borrego porque ustedes saben que en el campo al carnero cuando es chico se le llama cordero y cuando es grande, borrego; es así que el señor ya es grande, luego no puede ser Cordero, sino Borrego y como los dos son animales, lo mismo uno que otro, brindo por el señor y toda la concurrencia ...

Aplausos, dianas y risas.

Con este disparatado, grosero y ridículo brindis, concluyó la comida.

Durante ella, no apartó Sedeño la vista de Sara y Enrique. Reclutas en materia de amor, dejaban muchos flancos descubiertos.

Doña Juana confirmó también lo que había sospechado y ya podía hablar con seguridad.

Levantados de la mesa, se discutió por un momento de la manera cómo se pasaría la tarde. En cualquiera otra reunión se hubiera resuelto por bailar; pero ésta, no siendo su fuerte de la joven el baile -con gran sentimiento suyo que tanto deseaba bailar con Enrique-, se convino en dar un paseo a caballo, visitando la hacienda de Santa Clara, que debía comenzar su molienda de caña a las tres de la tarde.

Una hora se dio de término a los concurrentes para que estuviesen listos frente a la casa de don Martín.

La proposición fue aceptada por unanimidad.

Cada comensal -según sus afecciones o compromisos- tomó del brazo a una señora con el fin de acompañar al anfitrión hasta su casa, dejarlo allí, e ir después a disponer la marcha.

Doña Juana se apoderó del brazo de su esposo, haciendo otro tanto Sara con Enrique, temerosa de que alguna joven se lo apropiara.

Sedeño y su esposa dejaron desfilar a todos los concurrentes y ya a solas, en último término, con voz temblorosa por la emoción y apenas perceptible, dijo doña Juana:

- Martín, mucho tengo que decirte.

- Y yo también -dijo éste.

- Entonces habrás notado ...

- Y bastante, Juana, bastante.

- En tal caso, ¿qué hacer, esposo mío?

- Juana, la resolución es difícil.

Callaron ambos esposos por un momento, los dos tenían miedo de seguír hablando; ninguno quería provocar explicaciones. La señora, sin embargo, cerró los ojos, afrontó el peligro y refirió a su esposo la consulta hecha al señor cura y lo que éste resolvió.

- Pues siendo así, hija mía, apresuremos los hechos. No hay remedio; es preciso cortar de raíz el mal y eso cuanto antes, porque después costará más trabajo.

Siguió el silencio hasta llegar a la casa. Don Martín reflexionaba sobre la gravedad del asunto por ser Sara y Enrique primos hermanos.

La concurrencia se despidió en la puerta de la casa de Sedeño. Enrique, después de separarse de la comitiva, entró violentamente a ordenar que ensillaran los caballos.

Al momento en el que el señor cura se retiraba ya, le dijo don Martín:

- Señor Cura, ¿me perdonará que moleste, suplicándole que pase un momento, porque tengo que hacerle una consulta? Supongo que no será usted de los que van al paseo; pero si tiene usted esa disposición lo dejaremos para otro día.

- Señor Sedeño -contestó el cura-, efectivamente, tengo dispuesto no ir a Santa Clara, así es que estoy a su disposición. No sé si aquí el señor Cordero ...

- No, compadre -dijo éste-, estoy un poco cansado; de manera que si ustedes me lo permiten voy al curato.

- Pero señor Cordero, si aquí en casa hay donde usted descanse -replicó don Martín.

- Gracias, caballero; pero deseo dar algunas órdenes a mis mozos.

- Como usted guste; pero siento no serle útil en algo.

Se despidió Cordero, penetrando don Martín y el cura al interior de la casa dirigiéndose al despacho.

Alguna dificultad tuvo el primero para comenzar la conversación; pero se resolvió y con naturalidad y sencillez refirió al párroco lo que había visto y observado entre Sara y Enrique, y los escrúpulos que tenía por el parentesco tan próximo entre ambos jóvenes. El cura con mucho talento y prudentes razonamientos, calmó la ansiedad y mortificación de don Martín, concluyendo por dejar enteramente satisfecho el ánimo de éste; de manera que pocos momentos después, salió el cura para su casa, y Sedeño muy contento y complacido, lo acompañaba hasta el zaguán.

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