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CAPÍTULO X
UN PASEO A SANTA CLARA. EXPLICACIONES
Tuvo razón la concurrencia de aceptar tan gustosa la idea de dar un paseo a Santa Clara.
Una finca de caña cuando echa a moler -como se dice- es digna de visitarse.
Las diversas operaciones que se practican para elaborar el azúcar son muy divertidas e interesantes y los trabajos que se emprenden son tan penosos, que llaman la atención que por centavo y medio, o sea un laca, se compre un gran trozo, bastante para endulzar el café de una familia.
Desde que se prepara el terreno, hasta que se corta la caña, se tiene que trabajar en el campo soportando el sol abrasador de aquella zona. Los continuos riegos que deben darse en determinado tiempo y durante ciertas horas; la diversidad de arados que se emplean, según la calidad de la tierra o el estado de la caña que va creciendo. Los distintos aparatos que son necesarios, como el tacho al vacío, las defecadoras, calderas de vapor y las varias combinaciones que demandan sumo cuidado y atención. Tantos dependientes que se emplean. Administrador, segundo de campo, purgador, maestro de purga, mayordomo, cinco o seis guardamelados, caporal, trapichero, carretoneros ... ¿la mar! costando todo un platal, parece que jamás estaría a nuestro alcance el azúcar para tomar nuestro cafetito resignándonos a tomarlo endulzado con miel de enjambre, o mejor sin dulce.
Todos los ingenios de azúcar en aquella época, comenzaban su molienda de la semana los domingos en la tarde.
En la actualidad, inútil hubiera sido el paseo a Santa Clara, porque los señores García Icazbalceta, hermanos propietarios de éste y otros ingenios, no han querido que el día consagrado al descanso y la oración, se dedique al trabajo. Es muy notable la diferencia de cómo hoy se encuentran aquellas haciendas a lo que antes eran. Costosísimos y modernos aparatos se han introducido; todos para economizar trabajo, haciendo así soportable a aquellos infelices, la maldición que pesa sobre el hombre.
Enrique, en traje de montar, vino al despacho a dar parte que los caballos estaban dispuestos. El señor Sedeño, así como su esposa, se excusaron mediante un pretexto cualquiera; sólo doña Gertrudis su tía convino en acompañar a los jóvenes.
Don Martín, deseando cuanto antes quitarse el gran peso que tenía, y sabiendo que la comitiva no saldría tan pronto -porque las señoras dilatan más en arreglarse que lo que dilata un juicio civil, teniendo por contrincantes a dos tinterillos-, quiso aprovechar el tiempo y con palabras cariñosas habló a su hijo.
- Enrique -le dice-, tengo que comunicarte alguna cosa, ¿me dispensas una palabra?
- ¿Qué ordena usted, querido padre? -contestó el joven.
- Siéntate un momento, hijo, aún tenemos tiempo.
Enrique tomó asiento y su padre le dirigió una de esas miradas que únicamente los padres saben tener para sus hijos y más para éste que era joven, el único varón, y tan guapo, como dijo Sara.
Acercó cuanto pudo su asiento y con voz apenas perceptible continuó diciendo:
- Un negocio de bastante gravedad, me hace suplicarte que hablemos dos palabras.
Enrique se sorprendió con este preámbulo, mas esperó a que su padre continuase y así entender mejor. Don Martín siguió diciendo:
- Hoy cumple Sara diecisiete años, niña criada y educada en este pueblo, es sencilla, inocente y buena -Enrique se puso encendido-, hemos notado, porque ni tú ni ella han podido ocultarlo, sus mutuas inclinaciones. Comprendemos el cariño de ella para ti y el que tú a ella le profesas. Amando nosotros a ambos, sin tener predilección por el uno ni por la otra, nuestra única ambición es, que tengan un porvenir próspero y feliz, siendo esa nuestra mayor ventura. No podrás ocultarnos que por tu parte, más que un afecto de hermano, otro más tierno, tan sincero como aquél; pero de otra naturaleza, dulce y apacible es el que le has consagrado. No queremos, hijo mío, contrariar tus sentimientos; mas también es nuestro deseo que sepas que, ante todo, debes formarte un porvenir, para que puedas con orgullo dar tu nombre a la mujer que has elegido para esposa. Es verdad que tienes dinero, porque lo mío es tuyo y tus padres te darán con gusto todo cuanto tienen, porque es el fruto de un honrado trabajo; pero quiero que tengas presente también que las personas sensatas estiman bastante y respetan, como debe ser, al hombre de profesión y ciencia. El capital del más rico banquero está expuesto a las vicisitudes y caprichos de la veleidosa fortuna; un accidente imprevisto puede hacerte pobre, mientras que un título honroso, te hará sentar junto al potentado y aunque estés pobre, jamás, nunca te despreciarán, porque eres útil a la sociedad. Ya que se ofrece, te haré una súplica por vía de paréntesis; ama y defiende siempre al gobierno que procura la ilustración del pueblo, porque así al formar buenos ciudadanos, da honra a nuestra patria, y la pone a la altura que merece. Háblame con franqueza, como si lo hicieras con el mejor de tus amigos con esa lealtad conque siempre te has dirigido a tus padres.
Enrique emocionado contestó:
- Padre mío, no sé si mi alma podrá contener la gratitud que debo a mis padres queridos, mas antes de abrir a ustedes mi corazón, debo pedirles perdones mil por no haber consultado, antes que a mis inclinaciones, a la experiencia de ustedes, que son mis mejores amigos -casi con dificultad siguió diciendo-, ¿para qué negarlo?, amo a Sara, es verdad; pero mi afecto para ella es instintivo, ha nacido no sé como y ha crecido sin saberlo pero queriendo mi corazón; si he obrado mal, pido a ustedes rendidamente me perdonen; si mi amor se opone a la razón, o a la moral y, por consiguiente, a la voluntad de mis padres, sabré sacrificarlo. No volveré a este pueblo, sino después de algunos años para que Sarita con mi ausencia, olvide sus afecciones, ¿qué opina usted, mamá?
- Tus palabras, Enrique -dijo doña Juana-, me hacen llorar, ya lo estás mirando; pero no de pena, sino de satisfacción, porque tengo un hijo obediente y bueno, ¡digno hijo de tal padre! Yo suplico a mi esposo querido que te perdone como lo hago yo. La falta de no habernos consultado previamente, es propia de la edad. Respecto a lo demás, tu padre, hijo mío, y no yo, es quien debe resolver. Por lo mismo a su voluntad debemos sujetar las nuestras.
- Juana -dijo don Martín enjugándose con disimulo una lágrima traidora que denunciaba el estado de su alma-, como tú, perdono a Enrique y deseo tanto como él que Sara sea su esposa. ¡Bien merece serlo! Créeme, Juana, en esta resolución hay mucho de agoísmo, pues casándose Sara y Enrique, los tendremos siempre junto a nosotros. ¿Qué haríamos si la niña se casara por un lado y Enrique por allá? -luego, dirigiéndose a este último, agregó-, el señor cura me ha dicho que pagando al obispo, no sé cuánto, se consigue una dispensa, y así podrás casarte con tu prima. Si para que ustedes sean felices, tengo que sacrificar hasta mi reloj, sea en buena hora; joven y fuerte soy aún para trabajar de nuevo, no haya pena; regalaremos algunos pesillos si eso nos da la ventura.
- Padre -dijo el joven tomando la mano del padre-. ¿Cómo pagar tanto, tanto cuanto ustedes hacen por mí? Me haré digno de ese cariño, no hay que dudarlo. A mi vez les ofrezco ser tan grande con mis estudios, que tendrán el noble orgullo de decir ése es mi hijo y cuando ustedes sepan que he conquistado un laurel por mis afanes o un voto de gratitud por el bien que haga a la humanidad, ese voto y ese laurel los habré conquistado para y por mis padres; y si alguna vez se inscribe mi nombre junto al de aquellos que mitigan las penas de los necesitados, borraré el mío para colocar en el libro de mi historia el nombre venerado de mis padres queridos.
Don Martín y su esposa escuchaban con religioso arrobamiento las sentidas y entusiastas frases del joven.
Al concluir éste de hablar, se dejó oír una voz: Enrique.
El señor Sedeño se estremeció y sólo pudo decir emocionado como estaba:
- Te llaman, hijo; Sara te espera. Oye que te habla. Anda, niño, que se desespera esa criatura.
- Enriqueee -repitió la voz.
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