Índice de Los plateados de tierra caliente de Pedro RoblesCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VII

UN BUEN CURA

La semana mayor en Jantetelco se celebraba todavía con todo el fausto y lujo clerical de aquellos tiempos, así es que Enrique se divirtió bastante acompañando a su mamá y a Sara y siempre también descubriendo, sin querer, el estado de su alma.

De todo tomaba nota doña Juana, haciendo un buen acopio de presunciones, para formar plena prueba, como dijera un letrado. En ese año el cumplimiento de Sara coincidió con el domingo, víspera de la marcha del colegial; por ese motivo don Martín dispuso un convite de despedida para su hijo y celebrar al mismo tiempo el cumpleaños de la niña, dando un almuerzo en una de las mejores huertas que tan bellas las hay en Jantetelco.

Doña Juana no desperdiciaba ocasión para conocer a fondo el corazón de ambos jóvenes.

Al día siguiente de la llegada de Enrique, sorprendió la señora a su hijo y a Sara que sin decirse palabra, sin hacer manifestación alguna ostensible, se encontraban ambos con la vista fija el uno en la otra y sin tomar bocado.

Soñaban despiertos en un mundo de ilusiones, como sólo los enamorados saben hacerlo.

- Come, niña -dijo doña Juana a Sara. Esta se puso encarnada, por cuya razón la señora confirmó sus sospechas.

Nada contestó Sara y siguió comiendo. Su silencio, fue una presunción más.

Concluida la comida, la señora suplicó a la joven se arreglara para que la acompañase a la iglesia a rezar, a fin de que el viaje de Enrique fuese feliz.

Por mucho que tuviera Sara que platicar con su primo, fue bastante que se le indicara que se trataba de rezar por el viaje feliz de Enrique, para que en el acto manifestara su contento y conformidad.

A pocos momentos ambas señoras caminaban para la iglesia.

La esposa de Sedeño es verdad que en esta vez, como en todas las ocasiones, siempre pedía a Dios apartase de su hijo todo mal; pero ahora su principal objeto era consultar con su confesor sobre lo que había sospechado; pedirle consejo de lo que debía hacer y la conducta que tenía que seguir.

Por un momento tuvo la idea de ponerlo en conocimiento de su esposo: nada más natural -decía en su interior- pero, ¿si lo que he observado no son más que ficciones sin fundamento alguno? ¡Cuan grave no será mí responsabilidad con hacer recaer sospechas, sobre mis queridos hijos -como les llamaba- ajenas enteramente de su voluntad! mas, ¡si nada comunico a mi esposo! ¡cuánto no será mi culpa con ocultar lo que debiera decir!

Por esto deseaba comunicar todo a su confesor, para que como hombre de recto juÍcio y reconocido talento, la guiara en ese trance tan difícil, y ella pudiese dar una solución satisfactoria.

El señor cura de Jantetelco, de gran experiencia, saber y virtud que a la sazón se encontraba en el confesionario cuando llegaron Sara y doña Juana a la iglesia, fue consultado por ésta, quien le refirió cuanto había notado y visto.

Éste buen sacerdote, ejemplo de caridad y excepción honrosísima, oyó con calma la consulta, hizo varias preguntas, inquirió cuanto encerraba el corazón de la señora a ese respecto y sabiendo cuántas y cuán graves eran la virtudes de Sara, pues también era su hija de confesión resolvió, que siendo un amor lícito, no había inconveniente en unir con la bendición del cielo dos almas nacidas la una para la otra.

- Cuida sólo, hija mía -le dice a la señora-, de la castidad en esos amores; por lo demás, jóvenes son y si tu esposo aprueba esta unión, secunda lo que él resuelva, sin contradecir, sin poner trabas a lo que Dios tiene decretado. Procura con prudencia y tino poner a tu esposo en el camino para que medite y resuelva; pero sin orillarlo ni desviarlo. Para esto la providencia divina ha concedido a la mujer el instinto especial de insinuarse sin obligar. Insinúate pues en el corazón de tu esposo, para que vea cuanto deba ver y que él ponga el remedio; pero sin que tu insinuación equivalga a un mandato o consejo, porque a la juventud enamorada, no le gusta ni el espionaje, ni menos que se le ataque y pongan obstáculos, porque si es lo primero, les hace odiosa la persona que lo ejecuta y si lo segundo, los desespera y se suelen cometer aberraciones empujándolos al abismo. Así, hija mía, que Dios te ilumine, pues creo bástante mis indicaciones.

Búscame siempre como ahora, que con la ayuda del espíritu Santo, cuya intercesión pediré, tal vez me inspire consejos sanos y buenos que deberé darte para que no se turbe la tranquilidad de tu hogar y seas feliz.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La señora se santiguó al ser bendecida, besó la mano que le tendió el cura y se levantó del confesionario para arrodillarse ante una virgen a quien rezó pidiéndole su divina luz para que pudiera avisar la angustiosa situación en que se encontraba.

Índice de Los plateados de tierra caliente de Pedro RoblesCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha