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CAPÍTULO VI

SOSPECHAS

Don Martín y su familia se encontraban en Jantetelco con objeto de pasar la semana mayor.

El joven a su vez hizo lo posible para estar en aquella población con su familia y así lo había escrito, para que le mandaran mozos y caballos.

Sara, desde muy temprano del día en que debiera llegar su primo, estaba arreglada. Vestida y bien peinada, con sencillez; pero con gracia.

Poca devoción tenía aquella mañana, y más bien por costumbre, cumplió con el cotidiano deber de ir a misa. Temía, que mientras estaba en la iglesia, llegara Enrique; por lo mismo apenas concluyó la ceremonia, regresó a su casa con bastante inquietud y precipitación. Ayudaba a doña Juana en las faenas domésticas, para que Enrique lo encontrase todo listo y límpio; pero se daba frecuentes escapadas para ir a la ventana e indagar con la vista, si ya venía.

Pensaba Sara, y con justicia, que Enrique apresuraría su marcha, pues los deseos de verse, debieran ser recíprocos.

- Niña -decía doña Juana-, ¿no ves que Enrique sale hoy de Yecapixtla y que así es imposible que llegue aquí sino hasta las dos de la tarde por lo menos? ¿a qué pues estado esperando tan temprano?

Sara solamente ponía cara muy triste y hacía un gesto de contrariedad pero no se daba por vencida.

No podía equivocarse.

Infatigable Enrique, como joven y enamorado, creado y educado en el campo, ningún caso hacía de las distancias, así es que apenas llegó a Yecapixtla, tomó un ligero alimento y descanso, emprendiendo su marcha a la una de la mañana, de manera que ya a las diez entraba al pueblo por la calle principal, camino de México.

- Mamá, mamá -exclamó Sara con infinita alegría-, ya viene Liquito, venga usted pronto. ¿Ya usted ve? ¿Tenía yo razón en esperarlo tan temprano?

Apenas tuvo tiempo la señora de acercarse a la ventana, pues ya el joven llegaba a la puerta de la casa.

Doña Juana y Sara se dirigieron a recibir al estudiante.

Este abrazó a las dos al mismo tiempo, dando un beso en la frente a su mamá.

- ¿Y papá? -preguntó Enrique.

- Tu padre fue -dijo doña Juana-, a buscar ... yo no sé qué ...

Poco faltó para que la señora descubriese el secreto, pues don Martín había ido a dar orden para que trajesen un caballo que tenía preparado como obsequio a su hijo y deseaba que al llegar lo encontrara en la casa para darle una agradable sorpresa.

- Este hombre para nada sirve -continuó diciendo la señora-, debía estar aquí esperándote.

- No culpe usted a papá -dijo Enrique-, acostumbrado a que yo llegue más tarde, no tenía motivo de esperarme tan temprano.

- Pero entretanto hijo, ven descansa un poco, que te quiten las chaparreras.

Penetraron todos a la sala.

Enrique y Sara no dejaban un instante de dirigirse tiernas miradas.

Doña Juana -aunque virtuosa y sencilla-, mujer al fin y maliciosa como lo son casi todas, no le pasaron desapercibidas las miradas de ambos jóvenes y mucho le dieron que pensar ciertas manifestaciones que notó en sus semblantes. Sobrecogióse de temor, mas al mismo tiempo desechó los pensamientos que la asaltaban.

- ¿Quieres descansar un rato Enrique? -preguntó doña Juana.

- No mamacita, gracias, no estoy cansado y aunque lo estuviera ¿qué diría mi padre si no saliese yo a su encuentro?

- Macario -agregó en alta voz, llamando al mozo-, trae mi petaca de viaje.

- Aquí está niño -dijo el sirviente, pues la traía ya para entregarla.

La recibió Enrique, buscó la llave y dirigiéndose a su mamá y a Sara les dijo:

- Traigo a ustedes unas chacharitas que van a ver.

Sacó de la petaca primero, dos devocionarios. El alma en el templo, lo mejor que en esa materia hay escrito.

- Este para mamá y este otro para Sara.

Las señoras recibieron el regalo. Luego, desenvolviendo unos marcos pequeños, agregó:

- Este para mamá y este para la niña, dando a cada una un marco.

Entre tanto la señora buscaba los anteojos para examinar lo que se le dio, ya Sara había visto, y con expresión de infinita alegría, dijo:

- ¡A y qué mono! ¡qué lindo! ¡qué bonito! ¡qué guapo estás, Enrique! ¿verdad, mamá?

- ¡Sí, hija mía, efectivamente está muy bien!

Eran retratos de Enrique lo que tenían los marcos. Sara contemplaba el suyo, lo volteaba de uno para otro lado, hacía comparaciones con la vista entre el original y el retrato. En su mirada se notó que estaba muy satisfecha, envolviendo en ella a Enrique, que no pudiendo resistirla, tuvo que bajar los ojos.

- Aquí está otra cosilla -agregó el joven y sacó otros pequeños bultos y las mismas palabras-. Esto para mamá y esto para ti.

Eran dos miniaturas de su retrato colocados en unos medallones para llevarlos prendidos en el pecho.

El muy ladino quería que Sara lIevase consigo siempre su retrato y por eso procuró traer dos, pues aunque mucho le agradaba que su mamá portase uno, le importaba y no poco que su primita quedase complacida. Al recibir ésta el medalIón, no pudo ya contener su contento.

Se acercó con él a la ventana para verlo mejor y poder contemplarlo a todo su sabor.

En este momento pasaba don Martín para lIegar a la casa.

- Aquí viene papá -dijo Sara, lo cual apenas escuchado por Enrique, se abalanzó al corredor donde encontró a su padre.

- Hijo mío -exclamó abriendo los brazos-, ¡qué pronto lIegaste! ¡No te esperaba tan temprano!

- ¡Papá! -dijo solamente el joven, estrechando también a su padre.

Hubieran permanecido así mucho tiempo a no ser porque Sara, que poniendo el retrato a la vista de don Martín, le preguntó:

- ¿Conoce usted papá a este guapo muchacho? ¡Mire usted qué chuzco! ¿y este otro chiquitín? también mamá tiene dos.

Las personas de cierta edad no distinguen bien los objetos si se le aproximan mucho a los ojos; por este motivo Sedeño replicó:

- Pero chiquilla, ¿cómo quieres que sepa lo que es eso si me lo pones en las narices para que yo vea? Espera un momento -sacó con violencia los espejuelos y después de pasar la vista por el retrato dijo-, en efecto, ¡qué guapo es este joven! ¡qué porte tan distinguido el de este mocito!

Pero esto lo decía con cariño, con ternura, porque había conocido a su Enrique, al hijo querido de su corazón. Se hacía el sueco pareciendo ignorar que conocía al original, pero Sara no comprendió la celada y atribuyó a poco conocimiento de su papá lo que era una satisfacción para él tener a la vista una copia flel del joven colegial.

- Papá -interrogó Sara en tono de cariñosa reconvención-, ¿que por ventura no hay aquí otro tan simpático de donde se ha sacado este retrato? Mire usted bien.

- Pues sí hija, este retrato está muy bueno -y daba vueltas al marco para estudiar mejor los efectos de la luz.

- Pero en fin, dígame usted papá, ¿de quién es este retrato?

- ¿De quién? ¿de quién? pues señor, ¡se parece! ... ¡Se parece! ... ¡Ah! sí ... de ...

Sara, pendiente de las palabras de don Martín; pero perdida ya la paciencia le dijo con ese tono de ira de los niños cuando se impacientan, dando con el pie un golpecito en el suelo.

- - Mas todo esto lo decía por chiste, con placer inefable, con verdadero gozo, pero Sara no lo creyó así y haciendo un gracioso mohín, interrumpió diciendo:

- ¡Ah qué papá este! Vamos para adentro que el pobre de Enrique está cansado y lo hemos tenido de pie.

Se internaron todos, sorprendiendo a doña Juana que en la sala contemplaba con todo el cariño de una buena madre, el retrato de su hijo.

- Mamacita -dijo Sara al entrar-. ¿Creerá usted que papá no conoció de quién era el retrato? Suponía que era otro, dando por razón que era muy guapo para ser de Enrique. ¡Como si mi hermano no fuese buen mozo como el que más! ¡Como si hubiera otro más bien parecido que él en todo el mundo! ¡Bien se conoce que no quiere mucho a Enrique! Yo le iba a prestar este retrato grande para que lo tuviera en su despacho, quedándome con el chico; pero ahora lo castigo, nada le doy.

Se expresaba Sara con tal vehemencia, con tal energía defendiendo a Enrique, que doña Juana clavó una mirada intensa en su hija, y don Martín se estremeció, no sabiendo en aquel momento si de pena o placer; sino solamente porque sabía que es imposible a la edad de Sara y Enrique, dejar de tener corazón.

Alguna que otra broma entre todos siguió, hasta que una criada avisó que la mesa estaba servida.

Enrique necesitaba de algún refrigerio, por lo que no se hizo mucho de rogar y aceptó luego la invitación de pasar al comedor.

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