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CAPÍTULO V

CONTINUACIÓN

Después de pasar las tetillas, camino de Yautepec y ya para descender al texcal, se descubre la pintoresca ciudad de Cuernavaca.

Tejalpa, o Texalpa, es el primer pueblo que se encuentra al paso, no sin que antes el viajero -sobre todo si es pedestre-, remoje sus secos labios con la cristalina y purísima agua de un manantial que nace cerca del camino.

Parece que la sabia naturaleza compadecida del caminante, ha querido presentarle en momento oportuno un agradable refrigerio, más sabroso que el mejor brebaje inventado por el hombre. (Léase Peter-Gay).

Después de Texalpa, siguen los pueblecillos de Chapultepec, Cantarranas y Amatitlán; lo menos pesado de la jornada, quizá porque estando tan cerca de la capital del Estado, se procura tener siempre compuesto el camino. Sea lo que fuere, se pasa sin sentir ese trayecto, porque la vista se recrea con las huertas que se suceden sin interrupción hasta la entrada de la ciudad.

Aquí y allá los guayabos, chirimoyos, naranjales y platanares; tulipanes, lirios, madreselvas, jazmines y flores mil; en una palabra cuanto de rico y floreciente encierra la zona tropical, regado por diversos manantiales y arroyuelos que dan animación y vida a los simpáticos pueblecillos de que hemos hecho mención.

Por fin después de tropezones y cabeceadas de las cabalgaduras, se llega a la predilecta residencia de los aventureros Cortés y Maximiliano de Hapsburgo, para buscar una mala posada en el entonces mesón de San Pedro, convertido hoy en fábrica de cerveza, después que se le bautizó enfáticamente con el sobrenombre de hotel.

En Cuernavaca se prolongó la permanencia del obispo y Enrique, contento al principio gozando del magnífico clima, extasiado al contemplar el panorama encantador que se descubre desde cualquier parte y por donde se quiera extender la vista, pero muy especialmente desde las glorietas del jardín de Borda, tuvo que fastidiarse, aunque no lo daba a conocer.

Por lo regular se le veía en el balcón de la casa del señor Pérez Palacios, en la cual se alojó el canónigo. Desde ese balcón se ve la cordillera de montañas que forman la serranía de Jonacatepec y donde se encuentran los grandes peñascos o canteras en cuya falda casi está la población de Jantetelco. En los ratos que permanecía solo en el balcón dirigiendo la vista hacia aquel rumbo, decía para sí, allí vive Sara ... allí está el alma mía ... ¿qué hará en este momento? ¿pensará en mí? ... ¡Ingrata! ¿y por qué no me escribe? ... ¡pobrecita! ¿y cómo y con quién me ha de escribir? ¡no dejo de ser exigente! ... pero también si ella quisiera mandaría un mozo, ¡bueno! mas ¿cómo mandar ese mozo?...

En uno de esos momentos se escuchó la voz de un individuo que dijo:

- Señor Sedeño.

Enrique se volvió violentamente para ver quién era el importuno que interrumpía sus pensamientos.

- Señor -repitió la persona, que era una de las tantas que acompañaban al obispo-, ahí está un mozo que llega de la casa de usted y a quien conduje hasta aquí, de parte de su ilustrísima. - Gracias amigo -contestó Enrique-, que pase el mozo.

Pero esto nada más lo dijo, porque casi atropellando al enviado, salió violentamente de la pieza, dirigiéndose al corredor, donde encontró a uno de los sirvientes de su casa que lo esperaba.

- ¡Macario! -exclamó el joven-. ¿Cómo te va hijo? ¿Cuando saliste de Jantetelco? ¿qué dice papá? ¿cómo está mi madre? ¿viste a Sara? ¿donde dejaste tu caballo? ¿traes cartas?

El pobre criado quedó aturdido con tanta pregunta, de manera que en vez de ocuparse en contestar, sacó de un morral (bolsa de ixtle donde generalmente guarda la gente del campo, lo que necesita en el camino), un pañuelo en que venían las cartas que se dirigían al joven.

- Esto me lo dio el amo -dijo entregando el paquete y luego sacó otro bulto pequeño y agregó-, esto me lo dio la niña, encargándome que no lo perdiera, ni lo diese más que a su mercé ...

- Gracias, Macario -contestó Enrique, recibiendo las cartas-, ve a descansar hijo, toma -y sacó del bolsillo unas monedas que ofreció al mozo-, toma para lo que necesites.

Macario dando un paso atrás, dijo en tono respetuoso:

- No niño, ya el amo me dio lo suficiente para el viaje: también la niña Sara me daba dinero, pero no quise recibirlo, tomando solamente un bultito con pan y otras casillas para el camino, por más señas que hasta me sobró chocolate. De modo y manera que con su permiso me retiro, vaya dar de comer a mi bestia y vengo luego, para que me despache.

- ¡Macario!, me incomodo contigo -y le daba con insistencia las monedas.

- No mi amo, perdóneme su mercé, no puedo tomar eso -y daba palmadas a su sombrero con la mano izquierda, teniéndolo con la derecha.

- No seas caprichudo Macario, recíbelo; no para ti, sino para que compres un sombrerito y unos zapatitos a tu hijo que aquí los hay muy graciosos.

- Pues ya que mi amo quiere que mi hijo estrene alguna cosa chula (bonita), le ruego que sea a gusto de su mercé; pero yo dinero, no lo puedo recibir.

Así son la mayor parte de los mozos en los ingenios de azúcar, honrados y trabajadores. Se les confían fuertes sumas, que recogen de las poblaciones en cambio de libranzas para conducirlas a las haciendas, y es muy común que si por desgracia se les asalta para quitarles la raya -como le llaman- defienden como suyo propio aquel dinero perdiendo la vida en la defensa.

Vive todavía un mozo de Coahuixtla, que atravesado ya por dos balazos; se batió con bizarría y denuedo, conteniendo así a los ladrones, entre tanto, sus compañeros salvaban el dinero.

La hacienda de Tenextepango fue asaltada una ocasión por más de trescientos bandidos y diez mozos únicos que la cuidaban, la defendieron, muriendo todos, antes que permitir que la robasen mientras vivían ...

Ante la resistencia de Macario, quedó Enrique un momento pensativo y luego dijo:

- Arreglado, hijo, mas en cambio voy a pedirte un favor, ¿me quieres regalar una tablilla del chocolate que te dio Sara y del cual te sobraron algunas? porque el de aquí no se puede tomar, no es sabroso como el de allá.

No era que el chocolate de Cuernavaca fuera malo, sino que deseaba tener todo lo que de Sara viniese.

- ¿Pues cómo no, niño? -contestó el mozo-, voy a traer todo el que queda.

Macario se despidió y el joven se internó violentamente y dirigiéndose al balcón y se ocupó antes que de las demás, de la carta de Sara.

En el sobre sólo se veía escrito: A. E. que nuestro estudiante tradujo A Enrique, ¿por qué Sara puso así la dirección? ¿quién le enseñó ese modo de escribir? Nadie, eso no se aprende, es innato en los enamorados y sobre todo en la mujer a quien tanto cuadra el misterio.

Abrió Enrique la carta y leyó:

Enrique de mi alma:

Varias cartas he roto dirigidas a ti, porque ninguna me ha parecido buena. He querido que sepas de mí, pero no he tenido con quién mandarte mi carta hasta hoy que va un mozo. No puedes figurarte cuánto he sentido que no hayas regresado con papá, y ese canónigo que te llevó, me choca mucho, pero como dice mamá que estarás contento porque estás paseando, he quedado tranquila.

Carolina está molesta conmigo, quién sabe por qué. Al salir de misa el domingo anterior fuimos una calle juntas, me dijo que tenía un novio muy guapo, con quien se iba a casar, como eso no me importaba, no le hice aprecio, pero como agregó que ya sabía que estabas en ésa y que le habían asegurado que allá hay muchachas muy bonitas, bien vestidas, que cantan muy bien y que seguido hay bailes, me fastidié y casi sin decirle adiós, me despedí de ella.

¿A cuántos bailes has concurrido? Quisiera saber, para bailar contigo. ¿Te acuerdas de mí? Yo no quiero que visites a ninguna muchacha, ni menos que bailes, ¿me entiendes?

Dice papá que probablemente no volverás, sino hasta las vacaciones, pues de esa ciudad marcharás para México. Si es así, escríbeme seguido. Cada día me desespero más, porque ese bendito canónigo te encontró en el rancho ¿por qué no te hiciste el enfermo para no ir con él? Si te pregunta por mí, dile que no lo quiero.

Adiós Enriquito de mi corazón: no te olvides nunca de mí, que siempre te conserva en su corazón.

S.

Extasiado quedó Enrique con la carta en la mano. En aquel instante en nada pensaba; mil ideas se le agrupaban a la imaginación.

¡Ingrato! olvidaba que su padre, el padre que tanlo lo quería, también le había escrito. La carta de éste, que tenía en la mano izquierda, se le cayó sin sentir y sólo eso lo hizo despertar de su marasmo.

Don Martín le decía en su carta que su separación y ausencia eran sentidas; que el señor canónigo le había escrito, recordándole que las vacaciones tocaban a su término y que las matrículas tenían que abrirse pronto. Por tal motivo le encargaba que partiera para México a fin de llegar a tiempo y continuase sus estudios.

Otras varias cartas para diversas personas de Cuernavaca, contenía el paquete que se le había entregado.

Sin pérdida de tiempo contestó el joven la carta de su padre, anunciándole, que según sus deseos, marcharía tres días después para la capital. Fue una carta notablemente lacónica, porque lo que más le importaba era ocuparse de la de Sara.

Bastante tenía escrito ya, y le parecía todavía poco para decir a la joven en varias frases y de maneras distintas, cuánto la amaba.

Macario ya estaba de vuelta esperando en el corredor, que se le diese la respuesta.

Nuestra gente del campo es infatigable; por más que camine leguas y más leguas, no dan la menor señal de cansancio. Sus caballos que parecen de badana, no se fatigan a la par que sus amos. Nada de notable tiene, que después de haber caminado un ranchero sus veinticinco o más leguas, se les hace regresar, tomando solamente una o dos horas de descanso y ¡cuidado! que nuestros caminos no están ni siquiera adoquinados -que entonces sería peor-, pero con todo y eso, jinete y badanario, toman la vereda trotando éste y dando el viajero constantemente con los talones en las costillas al bucéfalo, regresan al lugar de su destino, más tranquilos que si viniesen del Paseo de la Reforma.

Enrique deseaba despachar luego, pero por más que hacía, los pliegos se sucedían sin interrupción. Iba a concluir el cuarto en los momentos que se presentó un enviado de su señoría, diciéndole que su ilustrísima lo esperaba para asistir a un convite que en su honor se daba en el jardín de Borda.

Como pudo, concluyó de escribir maldiciendo a cuantos convidados y sacristanes hay en el mundo, porque uno de éstos le interrumpió su agradable ocupación. Cerró su carta, arregló su traje lo mejor que pudo y salió encontrando a Macario que lo esperaba ya.

- Ven -le dijo-, vamos a la esquina, al cajón de ropa para despacharte.

- Vamos señor amo, aquí está esto -y le presentó la servilleta con el resto del chocolate.

- Dame acá -dijo Enrique, arrebatando casi lo que se le daba, y se fue a guardarla en una de sus petacas de viaje.

Momentos después en el cajón de ropa, entregaba Enrique al mozo, las cartas y el bulto con géneros para la familia de éste y le encargó por dos o tres veces, que con el mayor cuidado conservase la que le iba dirigida a Sara entregándosela muy en secreto.

- Está bien niño -contestó Macario-, pierda su mercé cuidado, todo se hará como lo desea.

- Adiós, mi amo -agregó sin atreverse a estrechar la mano de Enrique; mas éste bien educado y sobre todo liberal de corazón, con la izquierda llevó a la cabeza de Macario el sombrero que éste tenía en la mano y con la derecha estrechó la del mozo.

- Adios, Macario; abrazos a tu mujer y a tu hijo ...

El martes próximo, Enrique salió por la diligencia para México en compañía de su maestro el canónigo.

Al llegar a la capital; sus compañeros de colegio, conociendo su ingenio y chispa, le suplicaron les refiriese algo de sus impresiones de viaje. Todos los estudiantes formaron corrillo y Enrique les contó lo siguiente:

- En Cuernavaca el cura párroco, para dar una prueba de su dedicación y esmero por el adelanto de la juventud quiso que se examinara al mejor de sus discípulos.

Ante un numeroso concurso -como que nada menos, iba a presidir el obispo-, se presentó el alumno que por su figura y modales, parecía más bien Zorra a quien llevan a enjaular. Después de un discurso en latín que nadie entendió por lo mal concertado y peor pronunciado, comenzaron las preguntas calcadas en el Lárraga y que el sinodando contestaba disparatadamente. Por fin el obispo cerró el examen. Dígame usted niño -le dijo, no obstante que tal niño parecía un gato montés-, ¿podría usted celebrar el santo sacramento del bautismo con caldo?

El estudiante, con cierto énfasis, como dando a conocer que sabía a la perfección al padre Xaquier, contestó: distingo, si el caldo es como el que el señor cura, mi padrino da a los enfermos del hospital, si se puede; pero si es como el que ha dado a su señoría ilustrísima negó; es decir no se puede.

Con una risa general se celebró la relación de Enrique, pues comprendieron que sólo al caldo del obispo, se le servía carne y el que se destinaba a los enfermos, era pura agua caliente.

A las doce del día, apareció pegado un papel en la puerta del comedor del colegio en que se leía lo siguiente:

Aquí se sirve caldo para bautizar.

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