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CAPÍTULO III

UN VIAJE INESPERADO

Al día siguiente, a la hora en que Sara se ocupaba en dibujar la marca especial para los pañuelos de don Martín, trabajaba Enrique en el despacho con su padre, revisando cuentas y escribiendo cartas.

Cerca de las nueve de la mañana llegó el mozo del rancho, trayendo una carta de don Protasio. Este individuo le comunicaba a don Martín que al día siguiente arribaría a aquella finca el obispo X que iba de paso para Cuautla, Morelos.

Una exclamación de alegría proferida de don Martín, hizo que Enrique le preguntase:

- ¿Qué dice a usted de bueno don Protasio que tanto placer le causa?

- Desengáñate por tu vista -contestó el señor Sedeño, entregándole la carta a su hijo.

Después que éste leyó, interrogó a don Martín:

- Y ahora, ¿qué piensa usted hacer papá?

- ¡Y tú me lo preguntas! ¡Parece que no me conoces Enrique! ¿qué hacer? Mandar que ensillen en el acto los caballos y ponernos en camino para el rancho. Aún es hora de llegar con oportunidad de disponer todo a fin de recibir dignamente a tan ilustre huésped; de manera que te vas a dar las órdenes convenientes para la marcha. Yo voy enseguida a dar parte a Juana.

- ¿Y también mando ensillar los caballos para Sara y mamá?

- No, hijo -contestó don Martín-, no es posible llevarlas, se molestarían bastante, por tener que ir nosotros aprisa.

- Pero adelantándome yo -insistió Enrique-, podía usted llevarlas despacio.

- No, Enrique, ya sabes que no hay mucho local de que disponer en la finca y si su señoría llega tarde y pasa allá la noche, inutilizaríamos una parte, para alojar a tu mamá con Sara. Así es que siempre iremos solos.

Don Martín era previsor, con su natural talento, abarcó la situación, pues comprendió que caminando el obispo con un gran séquito, no era conveniente llevar a su esposa e hija. Pero Enrique no quería dejar a Sara ni un momento, por esto se afanaba tanto, para convencer a su padre que llevase a la familia; mas el último razonamiento, puso fin a la conversación y sólo pudo contestar:

- Está bien, es verdad, voy pues a disponer la marcha.

Don Martín se dirigió a la habitación de doña Juana, para comunicarle la noticia que había recibido.

La señora aplaudió con todo su corazón lo que su esposo había resuelto, porque sabía que acostumbrado a recibir con verdadero placer a sus huéspedes, su satisfacción ahora sería completa por tratarse de una dignidad eclesiástica.

Sara, que se encontraba allí, recibió un golpe mortal. ¡Tener que separarse de Enrique! sin embargo, disimuló su turbación y preguntó a don Martín:

- ¿Y cuándo estarán de vuelta? O piensa ir usted primero para que después vayamos nosotras.

- No hija -contestó el señor Sedeño-, pronto estaremos de vuelta. Ustedes no irán al rancho; sino cuando Enrique tenga que marcharse al colegio.

Esta respuesta complació a Sara, porque la separación de su primo no era dilatada, con cuya resolución tuvo que conformarse, por ser necesaria.

- Papá -entró diciendo Enrique-, todo está listo. Cuando usted guste.

Y dirigiéndose a doña Juana y a Sara, agregó:- Ya papá habrá dicho a ustedes que partimos luego para el rancho; pero también sabrán que muy pronto regresaremos, ¿no es así?

- Sí, hijo mío -contestó doña Juana-, espero en Dios verlos muy pronto aquí; pero qué, ¿no toman ustedes algo de alimento antes de ponerse en camino?

- No, Juana -contestó don Martín-, se nos hace tarde; llegaremos a buena hora al rancho: es seguro que nos espera don Protasio y debe estar preparado.

- Muy bien Martín, ¿no deseas sin embargo, llevar alguna cosilla? siquiera para entretener el hambre en el camino, mientras llegan.

- Todavía eso, pase -contestó el señor Sedeño-. Voy entretanto a cerrar el escritorio, traer mis armas y decir al mozo que marche a dar aviso de que vamos.

Sara, durante este último diálogo, fue a disponer lo que doña Juana indicó a su esposo.

En una blanca servilleta, colocó pan del que se vende en aquella población -donde no se usa aceite de ajonjolí en los amasijos, con bastante beneplácito del público- queso elaborado en el rancho de Sedeño, cecina que la hay en Jonacatepec, según los inteligentes, superior a la de Yecapixtla, huevos cocidos y otras cosas propias para el viaje.

Sedeño se despidió de su esposa e hija que lo esperaban en el corredor.

Enrique, que se encontraba en segundo término, se despidió de su mamá abrazándola.

- Hasta pasado mañana -agregó.

¡Cuánto no hubiera querido decirle a la joven! ¡Cuánto ella también, hubiérale dicho a no estar presentes sus padres! ...

Una hora después pasaban Enrique y su padre por Jonacatepec, y otras dos más tarde, llegaban al rancho donde los esperaba ya don Protasio para que tomaran alimento.

Al concluir la comida, el primer cuidado de don Martín, fue examinarlo todo para ver si al día siguiente encontraba su señoría, digna hospitalidad en su casa. Afortunadamente don Protasio se había anticipado al pensamiento de su principal y nada faltaba para dejarlo contento.

A las once y minutos del día siguiente, una numerosa comitiva, compuesta en su mayor parte de sacristanes y curas, llegaban al rancho de Sedeño, viniendo en primer término el mofletudo diocesano.

Los principales vecinos de las rancherías, salieron al encuentro de su ilustrísima, acompañándolos don Martín, Enrique y don Protasio.

Los huéspedes fueron obsequiados con esplendidez y por tan digna recepción, no dieron la más pequeña muestra de gratitud, tal vez porque esa gente cree que las arcas de todos, les pertenecen por derecho divino y que por obligación debe atendérsele.

Entre los de la comitiva del obispo venía el canónigo N. que había sido catedrático de Enrique y por ese motivo, conociendo las virtudes del joven, lo apreciaba como merecía.

Estaba, es verdad, algo sentido con su discípulo, porque no quiso dedicarse a la carrera eclesiástica, no obstante los esfuerzos que hizo; pero siempre le había conservado predilección y cariño.

Por lo mismo, la alegría de Enrique y su padre fue grande al encontrarse con el canónigo, prodigándole toda clase de atenciones. Este, a su vez, hizo patente su cariño al joven, encomiando, con justicia, su talento y aplicación. Queriéndole dar una prueba de su afecto, suplicó al señor Sedeño, permitiese a Enrique, lo acompañara a Cuernavaca, población que el joven no conocía.

No fue muy del agrado de Enrique la solicitud, porque dilataba su regreso al lado de Sara; pero como el señor Sedeño aceptó con gusto la invitación, manifestando que se le hacía una inmerecida honra, con que su hijo acompañase al maestro y a su señoría ilustrísima, tuvo que resignarse y aceptar por su parte; pero lo hizo más bien para no contrariar a su padre.

En la misma tarde dispuso el obispo continuar su marcha para Cuautla donde, según se le comunicó, era esperado. Enrique formó parte de la comitiva y al despedirse de don Martín, le dio varios encargos para su mamá, diciéndole que pronto regresaría: que no tuviese pena y otras frases por el estilo, con la muy sana intención de que Sara se apercibiese de sus palabras.

Escribió una sencilla pero cariñosa carta para su prima, encomendándola a un mozo con la recomendación de que le fuese entregada en secreto.

Nada tenía la carta que pudiese ruborizar al joven colegial, ni mucho menos a Sara; muy bien la hubiera dado a su padre para que fuese el portador; pero el amor es así, por inocente que sea, necesita del secreto, de lo difícil, buscando siempre lo imposible para hacerse más agradable.

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