Índice de Los plateados de tierra caliente de Pedro RoblesCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO II

AMORES DE ANGEL

Fray Narciso, con la protección de su Provincial, llegó a Cuautla nombrado vicario del cura párroco de aquella localidad, por cuyo motivo, estando cerca de la residencia de don Martín, menudeó sus visitas, adquiriendo así mayor confianza. Sus trabajos se dirigían muy especialmente a inclinar el ánimo de doña Juana a fin de que Sara se hiciese monja. Pero sea que la niña no tuviese vocación o sea porque sus padres le tenían un cariño inmenso para permitir que estuviese tan lejos, es el hecho que fray Narciso quedó derrotado. No podían ni Sedeño, ni su esposa pasarse sin ella, su presencia les era ya tan necesaria que habiendo sido preciso, hacia pocos días, trasladarse a Jantetelco, para que la niña cambiase de aires, por unas intermitentes que la atacaron, que prefirieron abandonar el rancho, antes que consentir que Sara marchase sola.

Enrique durante las vacaciones, seguía visitando cada año a su familia.

Avanzando el tiempo se desarrollaba intelectual y físicamente. Ya se retorcía el bigote, fumaba puro e imponía su voluntad en rueda de estudiantes. La joven se desarrollaba también a gran prisa y ... la historia de siempre; el trato continuo, la edad de Enrique y la hermosura de Sara, encendieron el fuego, apoderándose del corazón del joven colegial. Era seguro que al cariño de hermno primero, debía forzosamente sustituir el más ardiente amor. Ella por su parte, sensible por naturaleza, tomó gran cariño a su hermanito -como ella le llamaba-. Era el afecto de niña, tierno, apacible y desinteresado, pero ni ella misma sabía por qué lloraba, siempre que Enrique tenía que separarse para volver al colegio.

El joven después, no sólo venía al rancho a pasar las vacaciones cada año; sino que aprovechaba también los días de la semana mayor, que se cerraban las cátedras dejando el fausto y atractivos de la metrópoli. Prefería pasar esos días al lado de sus padres, para estar más cerca de su primita a quien no apartaba un solo momento de su pensamiento.

En una de sus visitas a la familia, entre algunos objetos que llevó de regalo, dio a Sara un periódico en el que se leían unas quintillas compuestas para ella. Aunque la joven leyó repetidas veces la composición, no podía comprender cuánto era lo que en aquellos versos se le quería decir. Los guardó sin embargo muy bien en su ropero, para seguirlos leyendo más y más.

Para que la hijita, como la llamaban Sedeño y su esposa, no se fastidiara tanto en el rancho, la llevaban con frecuencia a Jantetelco. Una de las tantas tardes, en esta población, fue de visita a la casa de una amiga de poca más edad y que vivía a corta distancia de ella. Estando ambas jóvenes en la ventana, pasó Enrique montado en un magnífico caballo. Como su tren era de lujo y sabía manejar bien al fogoso corcel, como su porte era distinguido y gracioso, se veía perfectamente.

El estudiante se acercó a saludar a las jóvenes. Una de ellas, la de la casa, Carolina, que así se llamaba, después de un momento de conversación dijo:

- ¿Me esperas Enrique? nada me dilato. ¿Me harás ese favor?

- Sí, Carito -contestó Enrique-, te esperaré todo el tiempo que gustes.

Carolina bajó violentamente de la ventana, se dirigió al corredor de la casa, y de las macetas que allí había, eligió las más exquisitas flores, haciendo un ramillete que ató con un listoncito azul, volvió y ofreciéndolo dice:

- Toma, Enrique; pero consérvalas, siquiera porque son mías.

Sara se puso encendida, ni ella misma supo por qué, bajó los ojos, se llevó el pañuelo a los labios para ocultar su turbación, y un poco recuperada, casi al instante, alzó la vista y dirigió a Enrique una mirada de infinita ternura pareciendo decirle ella: no tomes lo que te ofrecen, compadéceme, tengo celos; pero el joven tan enamorado como galante, no podía cometer una falta tan grave rehusando un presente amistoso y de cariño; sin embargo, era preciso salvar la situación dejando bien puesto el honor del pabellón estudiantil.

- Gracias, Carito -dijo aceptando el ramo-, pero me perdonarás que lo regale a mi querida prima. Mira, Sarita -agregó dirigiéndose a la joven-, este caballo es muy brioso e inquieto, temo que en uno de esos arranques se deshojen las flores; por lo mismo te suplico que tú lo conserves. Ya que Carolina es tan bondadosa y me lo obsequia tan de buena voluntad, creo que no tendrá a mal que te lo dé: ¿verdad, Carolina?

- Sí, Enrique -dijo ésta-, haces muy bien y te agradezco que así cuides mi regalo.

La salida de Enrique, digna de un buen estudiante, hizo ver el cielo a Sara; un destello de satisfacción brilló en sus hermpsos ojos y apenas si pudo articular una palabra de agradecimiento. Carolina quedó también contenta porque interpretó favorablemente la decisión de Enrique. Creyó que al llegar éste a su casa reclamaría el ramillete para conservarlo.

Al separarse Enrique de la ventana, fue el objeto de la conversación de las jóvenes, provocada por Carolina.

- ¡Qué elegante es tu primo! -dijo ésta-. Si vieras que cada día me desespero más porque se nos ha privado de la facultad de expresar nuestros sentimientos. ¡Ah! sería muy feliz su pudiera decirle que lo quiero mucho.

- Pues bien, díselo -replicó Sara-, ya ves que yo a presencia de todos se lo digo, y no tengo pena por ello, antes bien me complazco.

- Sarita, no seas niña -dijo Carolina-, el cariño que tengo a Enrique, es muy distinto del que tú profesas, ¿me entiendes?

- ¡Como! explícate; ¿crees que lo quiero menos que tú? Vamos, contéstame.

- Entendámonos Sara, oye bien lo que voy a decirte. ¿Fuiste al matrimonio de Pedro? ¿Presenciaste el acto de casamiento el domingo anterior? ¿Notaste la alegría y la satisfacción que revelaba en su semblante nuestra amiga María? Pues así es como yo quiero a Enrique, para que sea mi esposo, para vivir con él siempre, para no separarme nunca de él, para estar a su lado. Si está enfermo cuidarlo con esmero, curarlo; que nadie más que yo lo atienda y mime; para estar contenta, si él lo está; en fin para que yo sea el único objeto de su cariño, y a mi vez vea en él a mi padre, a mi alma, a todo mi ser; que no se ponga otra ropa que la que yo le haga; y no coma sino lo que yo le prepare; chiquiarlo tanto, como si fuese el menor de mis hermanitos.

Sara se quedó un momento pensativa al concluir de hablar Carolina, pero luego dijo en voz alta con energía:

- ¡Eso nunca jamás!

- ¿Qué dices, niña? -exclamó aquélla.

- Nada Caro -contestó ésta-, tonterías, estaba pensando ... no sé en qué, pues apenas pude entender lo que me decías.

Casi nada se habló después, diciendo Sara:

- Caro, ya es tarde, me voy antes de que anochezca, no quiero molestar a mi padre con hacerlo venir por mí.

Esta fue su despedida, ni siquiera usó de la frase de etiqueta, de rigor y sacramental entre jóvenes. ¿Cuando me vas a ver? La hubiera proferido a no haber tenido la franca revelación de Carolina. Imposible era para ella consentir que ésta, tomando por pretexto una visita, se complaciera con la presencia de Enrique. Así fue que apenas pronunció una que otra palabra más y salió de la casa de Carolina contrariada, triste, con cierto malestar inexplicable. En el camino para su casa se iba diciendo: Es decir que si Enrique ama a otra y se casa con ella, no lo volveré a ver, ya no iremos a paseo como de costumbre ... ¡Ahora sí que comprendo por qué dice Carolina que las mujeres soma desgraciadas! Si yo pudiera le diría: oye Enrique, vamos a cazarnos, él no me había de desairar porque me quiere mucho ... ¡bueno! ¿y por qué no se lo he de decir? ¡Ah! ¡qué tonta soy! Ahora sí ... ya sé ... ¡qué gusto! ... y más de prisa que como venía, se dirigió a su casa y al llegar apenas saludó a doña Juana, fue a su recámara, abrió el ropero y sacó de él un papel impreso, bien doblado: encendió una luz pues ya comenzaba a oscurecer, desdobló el papel y leyó. Una viva satisfacción se retrató en su semblante. Eran los versos que le regaló Enrique. Entonces comenzó a Comprender; por eso a cada quintilla que daba lectura decía: ¡qué bonito! y su corazón latía de un modo violento y extraño. La lectura de los versos fue interrumpida por la voz de una criada que anunció que la cena estaba servida.

Sara no sabía qué hacer, porque con la seguridad de que Enrique estaría en el comedor, temía mucho, ignorando por qué, encontrarse frente a frente con él.

Por fin se resolvió, guardó sus versos, dejando apagada la luz, e hizo un esfuerzo para dirigirse al comedor; pero al entrar y oír la voz de Enrique, que le preguntó a qué hora se había separado de Carolina, no pudo resistir la emoción y tuvo que apoyarse en el respaldo de la silla. No supo qué respuesta dar; pero sus padres notaron su turbación y que estaba pálida por lo que preguntó doña Juana con ansiedad:

- ¿Qué tienes niña? ¿estás enferma? ¿qué te pasa, hija mía?

Enrique notó entonces que algo pasaba a Sara y de un salto se puso a su lado para preguntarle:

- ¿Qué tienes hermanita? ¿te has puesto mala? habla ¿estás enferma? o te han dado algún pesar.

La infeliz niña no podía contestar, porque si en realidad se notaba algo en ella, no era posible que dijese el motivo; pero reponiéndose violentamente contestó:

- No es nada; sino que soy bastante nerviosa, ya lo saben ustedes. Ahora que encendí luz en mi recámara al ir a buscar la vela, cerca del candelero estaba un ratón, el ruido del cerillo asustó al animal y brincó sobre mí. Se apagó el cerillo y como de pronto no sabía qué animal o qué objeto me había saltado, me impresioné bastante y aún no me pasa el susto. Ya ustedes ven, la cosa es muy sencilla y por falta de valor, les he dado un mal rato.

- No, Sarita -dijo Enrique-, a cualquiera le hubiera sucedido lo que a ti. Una impresión así repentina, hace vacilar aun al más despreocupado. Siento el percance; pero ya pasó, cálmate, toma unos tragos de agua, pues creo que con eso recobrarás la tranquilidad. Vamos siéntate, iré ahora con papá y registraremos bien para evitarte otro susto.

Doña Juana propuso que si deseaba se cambiara a su recámara; pero ella rehusó, manifestando un valor heroico que dio de reír a todos. ¡Bien sabía que sólo era un cuento la existencia de tal ratón! Por la primera vez en su vida mintió; pero no le fue posible otra cosa, ni encontró de pronto, otra explicación satisfactoria que dar.

Concluida la cena, cada cual se retiró a su habitación: los esposos a rezar sus devociones, Enrique a leer algo y Sara a pensar sobre el último acontecimiento. Ya en su habitación, cerró cuidadosamente la puerta y dándole la espalda, por si algún indiscreto pegara el ojo por la cerradura, como si fuera a cometer alguna mala acción, buscó el periódico consabido y volvió a leer y releer los versos, encontrándolos cada vez más bonitos, hasta que casi ya aprendidos de memoria, se decidió a meterse en la cama. Por algún tiempo estuvo con los ojos abiertos pensando en mucho y en nada; pero todo se concretaba a lo siguiente: ¿qué haré si Enrique se casa con otra?

Por fin apagó la luz, cerró los ojos, quiso dormir y no pudo. Le fue imposible conciliar el sueño y ya muy avanzada la noche pudo dormir un poco; pero pensando siempre lo mismo.

El niño alado estaba haciendo de las suyas. Sus envenenadas flechas, tenían por blanco el inocente corazón de Sara y ésta recibía, sin darse cuenta la herida mortal que tanta sangre cuesta a la humanidad.

Todas las mañanas antes del desayuno, tenían por costumbre Sara y Enrique, leer algo, sentados a la sombra de un gran fresno que había en el patio de la casa. Sara fue la primera que llegó al lugar del estudio: poco tiempo después apareció Enrique y lo que jamás le había sucedido a la joven, apenas pudo contestar al saludo de su primo.

- Con que sí Sarita -preguntó éste después de los saludos de costumbre-, ¿no volvió anoche el grosero ratón?

Sara sonriendo, contestó:

- Ya no, por fortuna, hermano mío.

- Me alegro -dijo Enrique-, vamos a otra cosa. Ayer tarde cuando pasé otra vez por la casa de Carolina ya no estabas y lo sentí, porque pensaba darte unas flores muy hermosas que recogí en el campo.

- Y no encontrándome se las diste a Carolina ¿no es cierto? -replicó Sara con precipitación y sarcástica entonación de voz.

- No querida hermana -contestó Enrique-, no escontrándote, las traje, las coloqué en un vaso que está en mi cuarto, esperando verte hoy para obsequiártelas. En prueba de ello las vas a ver, ¿¿las quieres ya?

- Sí, Enrique; pero aguarda un poco, antes quiero que me expliques lo que dice aquí.

Esto diciendo, sacó de entre las hojas del libro que traía, un periódico que no era otro que aquel en que estaban los versos de Enrique.

- Bien, Sara, ¿qué quieres que te explique?

- Nada, primo, una cosa muy sencilla -contestó Sara-, ¿por qué dices en estos versos que si nuestra separación fuera sin esperanzas de vernos, morirías de pesar?

- Eso dije, adorada niña, porque así lo siente mi corazón. Si por desgracia me condenaran a no verte, no sé qué haría; viviría desesperado y ¡quién sabe si podda resistir tanta desgracia!

- Es decir que si me casara ...

No acabó Sara la frase, porque Enrique tomándole suavemente la mano le dijo en tono cariñoso y a la vez con dulce reconvención.

- ¡Tú casarte, ángel inocente! ¡Tú llevar otro nombre unido al tuyo! ¡verte al lado de alguien que tal vez no te haga feliz! ¿Acaso prima querida, tu corazón pertenece ya a persona alguna? dímelo con franqueza; abre tu alma a tu hermano, que nadie será tu mejor consejero. Haré cuanto de mí dependa para que no seas desgraciada.

- ¡Pero si yo no amo a nadie más que a ti y a mis padres que son los tuyos! -contestó la joven con afligida y triste voz-. ¡Si a todos los hombres de aquí no los quiero como a tí! ¡Si cualquiera de ellos me es indiferente! ... ¿Por ventura has visto que tenga predilección por alguno del pueblo? ¡qué malo eres Enrique en suponer que amo a otro!

- ¿Conque es cierto que a nadie amas sino a mí? ¿Será verdad tanta ventura al asegurarme que no serás esposa de otro?

- Sí, Enrique -contestó Sara-, te aseguro que sólo a ti te quiero mucho. Y si deseas que sea tu esposa, yo también lo quiero, para cuidarte, hacerte tu ropa y que nunca te separes de mí; porque dice Carolina que si te casas con otra, te irás a vivir a su lado y entonces ya no te veré con frecuencia, ni platicaremos, ni te bordaré tus pañuelos y eso para mí será una desesperación.

Enrique oía extasiado y con religioso arrobamiento cada una de las palabras de Sara. Sus candorosas e inocentes frases le encantaban y cuando la joven dejó de hablar, después que lo envolvió en una de esas miradas tan llenas de fuego y de inocencia a la vez, dijo Enrique.

- Bien, Sara encantadora, pero repítemelo; ¿me amas? ¿me quieres?, ¿de nadie es, ni será tu corazón más que mío?

- ¡Sí, hombre de Dios! ¿Cuántas veces quieres que te lo diga?, pero tú también dime, ¿no querrás a Carolina? ¿ya no le recibirás flores? ¿ya no permitirás que te llame Enriquito?

- No, adorada niña -contestó Enrique-, sólo tú ocuparás mi corazón; toda mi alma será tuya ...

Las siete daban en el reloj de la casa. Era la hora en que la familia tomaba el desayuno.

- Las siete -dijo la joven-, vamos Enrique, ya nos llamarán.

- Por última vez -insistió éste-, dime ángel mío, ¿me amas?

- Sí, niño -contestó Sara con zalamería-, te amo mucho, muchísimo.

Así comenzaron aquellos castos amores, jugando o serios, ¡quién sabe cómo!

El alma virgen, la virtud y sencillez de Sara no podían medir el gran paso que daba en la senda de la vida. Los celos, el egoísmo de tener siempre a su lado a Enrique y la ternura y cariño que abrigaba su corazón para cuidar siempre de él, daban forma al naciente amor en ambos jóvenes. Pero así es el amor, por algo empieza.

Sara se separó de Enrique y fue a su cuarto a arreglarse para ir al desayuno, contenta, satisfecha, diciendo para sí: ¡Ahora a trabajar, a concluir los pañuelos de papá y luego unas corbatas muy graciosas para Enrique! ... Ahora sí, ya Carolina que se quede con su antojo. Yo seré la esposa de Enrique; pero bien ¿y cuándo nos casaremos? ¡qué boba! ¿y cómo no se lo pregunté? Bueno, ¿y si se lo pregunto? no, ahora no, mejor mañana ... pero Carolina me dijo, que así como cuando Pedro y María se casaron, se fueron a vivir solos, debo hacerlo el día que me case. Entonces Enrique y yo, viviremos en otra parte; pero ... entonces también ... ¿Cómo se quedan papá y mamá solitos? ¡Ah! eso sí que no, mil veces no y no ... ¡qué feo es casarse! pero ... Iba a seguir con otras reflexiones, peros y castillos en el aire todos por el estilo que hubieran sido interminables a la sazón que doña Juana llamó: Sarita, hija, el desayuno se enfría.

Se arregló Sara como pudo violentamente y fue al comedor, dando saltitos y cantando, cosa que hasta esta vez hacía.

Doña Juana, al verla tan contenta y que su semblante revelaba alegría, después de abrazarla para darle los buenos días, al momento en que se acercaba a dar un beso en la frente a don Martín le preguntó la señora:

- ¿Por qué te veo tan contenta?, ¿atrapaste acaso al ratón y le diste su merecido castigo por el susto que te dio?

Sara, que no se acordaba en aquel momento del bicho que sólo había existido en su imaginación, arqueó sus grandes y pobladas cejas e iba a preguntar ¿qué ratón?, pero de pronto recordó la escena de la noche anterior y ruborizándose notablemente por su primera mentira, más aún por tener que inventar otro cuento en el presente caso, para explicar su manifiesta alegría, contestó:

- No, mamá, el pobre animal se conformó con la pena que me hizo sufrir y no volvió más.

- Entonces ¿has descubierto algún tesoro, pues tan contenta te veo? -preguntó don Martín.

Abrazándolo y dándole un beso en la frente le contestó:

- Papacito, yo creía que sólo las mujeres somos curiosas; pero ya veo que también lo es mi viejecito. Y tú Enrique, ¿no quieres saber algo?

Este, temeroso que el candor de Sara descubriese el verdadero motivo de su alegría, apenas pudo decir:

- Como quieras.

Sara más colorada que una amapola, con bastante dificultad, por tener que inventar otra mentirijilla más, dijo:

- Ya usted sabe mamá, cuanto me mortifica no tener una marca a propósito para los pañuelos de papá, las que veo, o son muy sencillas o para jóvenes, con adornos que no cuadran a personas de respeto como papacito; por eso ahora que encontré una ... -se arrepintió de la frase que iba a decir temerosa de que le pidieran la marca para verla y la compuso antes, diciendo-, que tengo una, aquí -y se tocó la frente-, por eso estoy contenta y satisfecha.

- Bien hija -repuso la señora-, ya veremos esa octava maravilla.

- Mamá -replicó la joven-, no tendrá más novedad ni será más maravilla que ser del agrado de mi papá.

- Y yo te doy las gracias de antemano -dijo don Martín-, sobre todo por haberme dicho viejo de una manera tan graciosa.

La joven estaba en ascuas, no ataba ni desataba, afligida en su interior por no saber como salir del paso para cumplir con lo ofrecido, así es que sólo pudo decir:

- Papacito no sea usted susceptible; he dicho que es usted una persona de respeto; pero de eso no se deduce que sea, o que le haya querido decir viejo.

Niña inocente y sensible creyó haber ofendido a don Martín, así es que presentaba ya síntomas de querer llorar. Notándolo doña Juana, la atrajo a sí y le hizo una caricia diciéndole:

- No seas niña, hijita, no quieras ahora cambiar tu contento con lágrimas. Ya lo ves Martín -agregó dirigiéndose a su marido en gracioso reproche-, con tus chanzas pesadas haces sufrir a esta criatura. Vamos viejo mío, pídele perdón.

- Muchachita, ¿qué es eso? -le dijo don Martín con voz cariñosa, ahogada por la emoción y la pena. Tomándola con una mano, la estrechó contra su corazón, y le pasó suavemente la otra por la cabeza-. Perdóname, mi hijita consentida, ven, en prueba de paz, toma -y le dio un pedazo de pan que mojó en el chocolate-, se acabó ya, siéntate. Mini qué cara está poniendo Enrique.

En efecto el joven colegial estaba lívido, pendiente de los menores incidentes de lo que ocurría.

Sara se limpió los ojos con el delantal, vio a todos y como niño consentido, se puso a reír y a suspirar a la vez.

Restablecida la calma, también Enrique reía, bromeando con Sara, porque quería llorar.

Cada quien en su puesto y pasada esta pequeña peripecia, siguió el desayuno, y después se retiraron todos a sus labores cotidianas. Contentos, excepto Sara, que se fue preocupada por tener que inventar la famosa marca, cuyo diseño ni lo había imaginado siquiera.

Índice de Los plateados de tierra caliente de Pedro RoblesCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha