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CAPÍTULO XXIII

INGRATITUD - DESVENTURAS

Varias veces en las conversaciones que los plateados sostenían con don Protasio, éste les daba a entender, que su principal tenía dinero guardado en gran cantidad en su casa.

La noticia, como venida del dependiente de confianza, no podía ponerse en duda, de manera que cuando se propuso el plagio, se aceptó con agrado prometiéndose todos, una pingüe utilidad; pero nadie contaba con que algunos acontecimientos desbaratarían sus planes.

Silvestre Rojas, no creyó que se le interpusiera la influencia de Gabriel, ni la mano de Salomé; pero al ser condescendiente, con bastante pena, porque se le iba el dinero de las manos, reflexionó lo suficiente y decidió por último que el compromiso contraído con sus compañeros, lo había cumplido, sin ofrecer más; por lo mismo estaba en su perfecto derecho para perseguir, ya que no a la persona, sí al dinero de Sedeño.

Después que éste fue puesto en libertad, dispuso Silvestre el asalto a la casa; y saliendo de San Miguel Ixtlilco, donde se encontraba, llegó a oscurecer a Jantetelco; ordenó que se situara la correspondiente avanzada y que seis o siete, penetraran a la casa de don Martín en busca del dinero.

Dos de los bandidos, fueron al segundo patio, dos al lado derecho del corredor y los otros al lado opuesto.

Los primeros, al registrar la zacatera, como llevaban ocote encendido para alumbrarse, se desprendió una chispa, que no fue notada, sino hasta el momento en que el zacate ardía y que no pudieron apagar, porque era en gran cantidad y es elemento terrible por la facilidad con que se comunica el fuego.

Uno de los que penetraron por el ala izquierda de la casa, dio con Sara, que se había refugiado en su recámara.

A doña Gertrudis y criadas les sorprendió el asalto en el comedor y allí se encerraron. El bandido que se encontró con la joven, sintió una infinita alegría al verla y ya no se ocupó de buscar dinero. Primero con halagos y después con palabras amenazantes pretendía convencer a Sara que lo siguiese; pero la joven, inflexible, con justicia, se retiraba más y más a medida que el plateado se le acercaba. Por último, la tomó de la mano, para obligarla a que lo siguiese; pero Sara era fuerte y pudo resistir, hasta que cayó al suelo, porque el bandido pretendió cargar con ella; éste la arrastró, queriendo sacarla de esa manera en los momentos que se oyó decir: La casa se quema y se percibió al mismo tiempo, el toque de la campana que anunciaba el incendio y los disparos entre la avanzada de los plateados y sus perseguidores.

El clarín tocaba enemigo y reunión al centro.

Los jefes decían: Vamos muchachos, ahí está Chagollan: a las armas y carreras de caballos imprecaciones groseras de dichos jefes que reunían su gente.

El raptor de Sara, desesperado, frenético, porque se le escapaba su presa, le dio de puntapiés, obligándola a que se levantase; pero no consiguiéndolo, ante tanta resistencia y tenacidad, ya no pudo más; los momentos eran preciosos, los instantes se sucedían unos a otros, sin conseguir su objeto; irritado y frenético, se le sublevaron sus sanguinarios instintos, porque los disparos eran más continuados y el clarín no callaba un instante, sacó el machete atravesando a Sara y luego de filo le dio cinco o seis golpes.

Satisfecha ya su ferocidad salió violentamente de la casa en los momentos en que Silvestre Rojas con el grueso de fuerza marchaba al lugar de combate.

Hasta aquel instante la avanzada de Rojas y la fuerza de Chagollan, se habían conformado con tirotearse con más o menos furor, pero ninguno avanzaba.

Martín Sánchez en la mañana de ese día, llegó a San Marcos. En la tarde supo que Silvestre Rojas había arribado a Tetelilla y que se disponía a seguir su marcha para Jantetelco. A las seis de la tarde se propuso Chagollan dar un golpe a los plateados, y saliendo de San Marcos emboscó su fuerza en el potrero llamado Cerro Gordo. Con ocho o diez de los más atrevidos se acercó a tirotear la avanzada del enemigo. Este no tenía más órdenes que impedir el paso, por lo que se mantuvo a la defensiva; pero al llegar Silveste, mandó cargar. Chagollan se retiró a escape disparando uno que otro tiro para indicar el camino que seguía. Los plateados, envalentonados con la fuga de sus contrarios, emprendieron la persecución, pero sin orden en la fuerza y a escape sobre el enemigo. Este, preparado ya, salió de la emboscada y cayó a tiempo sobre aquéllos. Ante tan inesperado ataque, los bandidos volvieron grupas para tomar cuarteles en Jantetelco; pero en el puente -único punto por donde puede pasarse la barranca- ya estaba Enrique con sus dos mozos y cuatro o cinco más, que íntimos amigos de él, se le habían incorporado.

Resistieron con brío el empuje, ya no con los mosquetes, porque no les dio tiempo para usar sus armas de fuego para la carga brusca de los que querían pasar y que de cerca eran perseguidos por las fuerzas de Chagollan, sino con machete en la mano, haciendo destrozos en los plateados.

Estos, acorralados, no se daban cuenta del ataque inesperado por la retaguardia.

Esto los acabó de desmoralizar, y por más esfuerzos que hacía Silvestre para organizarlos, le fue imposible, emprendiendo todos la fuga rumbo a la hacienda de Tenango.

Entretanto, Enrique, con el don de mando que más tarde le distinguiera, tan pronto reunía a sus seis compañeros como peleaba solo; pero siempre terrible, valiente, audaz, hasta la temeridad.

Los bandidos se parapetaban en los tecorrales -cercas de piedras- y únicamente Enrique con los suyos los desalojaban inmediatamente.

A las tres de la mañana, poco más o menos, los plateados, dispersos, sin formar un grueso número, fueron abandonados.

Enrique, sin un cartucho en la canana, cansado del brazo derecho por tanto revés y mandoble, ensangrentado como un carnicero y ronco por las voces de mando que había dado, reunió a su pequeña guerrilla y regresó a Jantetelco.

Martín Sánchez tomó posesiones en el Cerro del mirador, para pasar revista a la tropa, siendo favorable el resultado, pues sus pérdidas fueron muy insignificantes.

El enemigo perdió muchos hombres, con la distintiva señal del machete suriano, que sin equivocarse, se podía decir que llevaban el sello de Enrique y sus compañeros, y al día siguiente, que se levantó el campo, entre los cadáveres se encontró el de el Gato, asesino de Sara, con un horrible machetazo en la cara.

Apenas amanecía, Enrique bajó del caballo frente a su casa, para hacer compañía a su adorada Sara.

En el centro de la sala se había levantado un sencillo catafalco donde se colocó un ataúd que contenía el inanimado cuerpo de la joven.

Cuatro grandes cirios ardían, uno en cada esquina del catafalco.

El ataúd tenía iniciales que no correspondían al nombre de Sara ...

Las señoras a cuyo cuidado dejó Enrique el cadáver de su prima, sabían que en Amayuca vivía una señora que tenía el raro capricho de conservar una caja mortuoria para que depositaran en ella sus restos. Esta respetable dama vive aún en Jonacatepec, y tiene todavía el cuidado de conservar siempre a prevención una caja.

Por supuesto que no pocas veces el cajón para ella fabricado, enferma y raquítica, sirve para algún pariente próximo, que con más vigor que un franciscano, paga contra toda su voluntad, el ridículo cuanto injusto tributo a la naturaleza.

Hemos tenido la honra de platicar con dicha señora, y cuando regala su ataúd, llama al carpintero y con mucha gracia y sonriendo, le dice: Maestro, otro cajoncito; el que usted me hizo, siempre no fue para mí.

A esa caritativa señora ocurrieron las de Jantetelco en solicitud de caja mortuoria, cuya señora la remitió con bastante buena voluntad.

Llegó Enrique y se instaló junto al cadáver. No pudo derramar una lágrima. Sufría en silencio horriblemente, no atreviéndose ninguno de los circunstantes a dirigirle la palabra.

Sólo uno de los amigos que lo habían acompañado la noche anterior, se atrevió a decir a Enrique:

- Estás vengado. El Gato murió anoche; lo acaban de traer muerto.

Enrique apenas se apercibió de la noticia, pues siguió guardando silencio ...

Don Martín Sedeño recibió la fatal nueva a las 7 de la mañana, y acompañado de algunas personas llegó a su casa, cuando Enrique se encontraba ya al lado de Sara.

Con paso vacilante, apoyado en el brazo de un amigo, se dirigió a la sala, pero al ver el fúnebre aparato, no pudo resistir, dio un grito y cayó al suelo.

Hasta ese momento Enrique despertó de su letargo como si hubiera sido tocado por un botón eléctrico; se levantó y al fijarse en el grupo que formaban alrededor de su padre, de un salto se puso a su lado.

Tampoco habló una palabra, lo vio, lo examinó y después de un momento dijo:

- Por favor, condúzcanlo a su habitación, pero luego -y salió violentamente.

No llegaban con don Martín a su cama cuando él ya estaba prestando su ayuda a los que lo conducían.

Enrique había ido en busca de su estuche, de donde sacó una lanceta, para aplicarle una sangría que creyó necesaria. Muy provechosa fue la medicina; pero el enfermo tenía una respiración agitada y no abría los ojos.

Enrique, sin despegar la vista de don Martín, estudiaba la enfermedad.

Le era imposible separarse del paciente.

Su corazón, hecho pedazos, estaba a punto de estallar.

Toda su vida hubiera dado por ver a su padre sano y salvo.

Aproximó una silla cerca de la cama, reclinó la cabeza en la almohada y entonces sí, lloró como un niño.

Uno de tantos imprudentes, que nunca faltan en esos casos, vino a comunicarle que la fosa para Sara estaba lista y que esperaban sus órdenes.

Esa noticia lo conmovió, tuvo un estremecimiento nervioso, alzó la vista, dirigió una vaga mirada al importuno y sin darse cuenta de lo que pasaba, con aire extraviado, como idiota, contestó:

- Hagan lo que quieran; no puedo dejar a mi padre.

Todo el día lo pasó Sedeño sin dar señales de alivio.

En la noche abrió los ojos y dijo:

- Enrique.

El joven se acercó presuroso y le preguntó:

- ¿Cómo se siente usted papacito?

- Si nada tengo, hijo, me duele algo la cabeza y tengo sueño; eso es todo.

- Pues descanse usted, duerma un poco, aquí estoy cerca de usted.

El señor Sedeño cerró nuevamente los ojos y Enrique se instaló en un sillón junto a la cama, para combatir oportunamente cualquier síntoma desfavorable que se notara. Hizo que se solicitase al práctico de Jonacatepec para que lo ayudara, y ambos estudiaran la enfermedad para ministrar los recursos oportunos.

Don Martín, aletargado, sin la idea más vaga de los acontecimientos, pasó así los cuatro días; mas el quinto conoció ya a su hermana, saludó a su compadre el señor cura y llamó a su hijo.

- Ven acá Enrique, que nos dejen solos.

El joven suplicó a los presentes que tuviesen la bondad de acceder a los deseos de don Martín.

Ya solos, se acercó Enrique a su padre:

- Ya veo que está usted mejorcito.

- Efectivamente, hijo, y por lo mismo ya estoy capaz de saber todo, te ruego me refieras cuanto nos ha sucedido; pero sin omitir nada, ni el más pequeño detalle.

- Pero padre, no pensemos por ahora en eso, todavía está usted muy débil, después lo sabrá todo.

- No, Enrique, hoy deseo saberlo para agotar de una vez el sufrimiento. Tengo valor y resignación. ¿Pues qué ya no me conoces? Te ruego, hijo, me lo digas todo. Vamos, ya te escucho -y se incorporó en la cama para oír la relación.

Enrique, contra su voluntad, temeroso de que al avivar los recuerdos, sufriera un nuevo ataque, cumplió de una manera discreta con lo que se le ordenaba. Le refirió cuanto había pasado y el auxilio eficaz que prestó a las fuerzas de Sánchez.

- Quisiera -agregó- vengar la muerte de Sara y nuestras desgracias; pero los pueblos están tímidos, será preciso reanimarlos, hacer que pierdan el miedo, galvanizarlos. Creo que lo conseguiré, mas esto será luego que usted se encuentre sano.

- Y yo te ayudo, hijo, pues aunque viejo, me queda todavía sangre en las venas.

Indignación, nada más revelaba el semblante de don Martín y sólo uno que otro suspiro que se le escapaba, hacía comprender lo que sufría, por lo demás, estaba impasible y sereno.

- ¿Y cuándo, mi señor doctor -agregó-, me permitirá vestirme para dar un paseíto?

- Ya mañana creo que podrá usted levantarse, si es que no está usted muy débil.

- ¿Pero crees acaso que soy de alfeñique? Y bien que podré, Enrique.

Este, no obstante el tono de chanza de que usaba su padre, no estaba muy satisfecho. Presumía que el alivio -como pasa con los enfermos-, sería ficticio para caer después en mayor abatimiento. Por eso, al chiste de don Martín, sonrió nada más y le dijo:

- Ya veremos mañana.

Con dificultad dio don Martín algunos pasos a la mañana siguiente, y ese día, víspera del en que Sara cumpliese nueve días, ya pudo ir al comedor y recibió en su despacho algunas visitas. Comió mejor que otras veces, y ya levantada la mesa se dirigió a su recámara apoyado en el brazo de su hijo. Se acostó a descansar algo, y aunque Enrique platicaba, poco a poco quedó dormido y éste guardó silencio sentándose en el sillón para velarle el sueño.

A pocos momentos oyó que don Martín pronunciaba su nombre muy quedo.

El joven se acercó nuevamente, y atento, pendiente del menor movimiento, siguió escuchando lo que su padre decía. ¡Ay de mi Enrique! ... ¡no sera médico! ... ¡no tengo ya dinero! ... ¡soy pobre! ... ¡Perdoname, Juana! ... ¡no tengo la culpa! ... Sarita, ven, cásate con Enrique ... Un prolongado suspiro y una lágrima asomó a sus ojos.

Enrique sacó violentamente su mascada y le limpió con mucho tino el rostro, lo besó, lo acarició, le dio un tiernísimo abrazo.

A tanta manifestación de cariño despertó su padre, abrió los ojos y dándole una palmadita en el carrillo, le dijo:

- ¡Ay, Enriquito! ¿eres tú?, he dormido mucho, ¿no es cierto? Voy a levantarme: espera. ¿te parece que vayamos a la iglesia a saber lo que hay dispuesto para mañana? Aunque he dejado todo al cuidado del señor cura, siempre es bueno ver que nada falte. Luego iremos al panteón un rato, ¿lo quieres?

- Iremos donde usted quiera, señor; pero temo que se fatigue usted mucho. ¿Se siente usted bien?

Ya don Martín estaba en pie, tomó un bastón que había cerca y su hijo anticipándose a sus deseos, le presentó el sombrero, dándole el brazo.

Durante el paseo, puso don Martín a su hijo al tanto de lo que pasaba, y le hizo revelaciones importantes sobre el estado aflictivo de sus negocios.

- Querido padre -dijo Enrique-, ya otra vez manifesté a usted que no se preocupe. Sólo espero ver a usted un poco más restablecido para tomar una determinación definitiva.

Regresaron muy avanzada la tarde, después que dejaron arreglados los funerales de Sara, y de haber visitado el panteón.

Enrique en la noche no pudo conciliar el sueño. ¿Dónde está Sara -decía-, que no me presta un auxilio para salvar a mi padre? ¿Cómo convencerIo para que marche conmigo a México; pero aunque lo convenza, con qué dinero lo llevo y de qué manera estando tan enfermo?

Por fin casi al amanecer le ocurrió un medio difícil; pero no imposible de realizar. Voy al rancho con algunos amigos -dijo para sí-, que no faltan por fortuna y que tan buenos son para el campo, recojo las pocas reses que quedan; costará trabajo porque están alzadas en el monte; pero en fin, se hará lo que se pueda. A esa hora se puso a escribir varias cartas para sus amigos, suplicándoles que si le hacían favor de acompañarlo, lo esperaran a las cinco de la mañana del otro día en el rancho de Atotonilco.

Apenas amaneció llamó a Macario, dándole las cartas para que las llevase a su destino.

Sólo quedaba una dificultad. ¿Cómo dejaba a su padre, y con qué pretexto se separaba de su lado para no darle a comprender lo que trataba de hacer?

Los funerales de Sara estuvieron lucidos, porque cada quien de los del pueblo entregó su óbolo al señor cura y nadie faltó a tributar el homenaje de cariño, cumpliendo con sus deberes religiosos y sociales.

Don Martín, aislado durante la ceremonia, como escondido a la vista de los demás, estuvo derramando copiosas lágrimas.

Enrique en pie, sereno cerca del féretro, no daba a comprender el estado de su alma, sino por los suspiros que continuados se desprendían de su corazón.

Concluida la misa, toda la comitiva se dirigió al panteón, a depositar flores en las tumbas de Sara y de doña Juana.

Sedeño y su hijo permanecieron algún tiempo más en el cementerio; pensando siempre el joven en el medio de que se valdría para llevar adelante su proyecto. Todo el día le preocupó la misma idea; por fin encontró la manera para que don Martín nada sospechara.

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