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CAPÍTULO XXII

GOLPE DE MUERTE

Sara algunos días antes de este último acontecimiento, había escrito a Enrique suplicándole viniese a disponer la marcha de toda la familia para México, pues la situación era muy difícil con los plateados, y además la enfermedad de su padre tomaba creces día a día.

El joven recibió la carta, y como lo indicaba su prima, arregló su viaje, llegando a Cuautla el día siguiente al en que don Martín fue puesto en libertad. Allí supo el plagio de su padre, pero también se le hizo saber que había sido puesto en libertad. La persona que le daba tal noticia, le aseguró que le había visto la tarde anterior en el Portal de González, en Jonacatepec y aun le oyó referir que lo dejaron libre sin haber dado rescate alguno y sin saber cómo ni por qué motivo. En Cuautla supo también lo sucedido a fray Narciso y que don Protasio había salido violentamente para México.

Mucho extrañó la resolución de Rubí, y diversas fueron las conjeturas que hizo, conformándose con esperar que los días explicaran mejor los acontecimientos.

Se tranquilizó al saber que su padre estaba en libertad; sin embargo, consiguió caballos para emprender la marcha el siguiente día a la madrugada.

En Jonacatepec encontró todavía a don Martín, porque sus amigos no lo dejaron marchar hasta no tener seguridad de que no sufriría plagio y que estuviera más tiempo, descansando de las fatigas que había tenido.

Grande fue la alegría de ambos al verse y después de las expansiones de costumbre se pusieron a platicar largamente sobre todo lo sucedido. Comentaron, aunque siempre con reservas, la conducta de don Protasio y por último, don Martín puso al tanto a su hijo del estado de sus negocios y de la perspectiva desgraciada que se les presentaba.

- No hay que afligirse, padre mío -dijo Enrique-, joven soy y fuerte para trabajar, lo que importa es que usted no se enferme; veremos después la manera de pasar la vida; por ahora tranquilícese usted, descanse para que se recupere y podamos marchar a la capital.

Siguieron hablando sobre diversos asuntos; pero teniendo cuidado de mandar un aviso a Sara, que Enrique iría luego a Jantetelco.

A las seis de la tarde, el joven dispuso separarse de Jonacatepec. Al pasar por la hacienda de Santa Clara, se le incorporó el administrador que era su amigo, platicando ambos cosa de una hora, sobre el tema que era general entre todos en aquella época.

Ya en camino y solo, dejó sueltas las riendas de su caballo y se entregó a serias reflexiones. Lucha terrible sostenía en aquel momento su noble corazón y aunque la energía de su carácter levantaba su espíritu, decaía su ánimo abatido por tanta desgracia y contrariedad. De una parte la pobreza a que lo había reducido la mala fe de don Protasio, de la otra la enfermedad de su padre y por último las iniquidades que los plateados estaban cometiendo y la penosísima situación en que se encontraban todos los que vivían en aquellos pueblos; no teniendo solución que dar a todo cuanto le abrumaba.

Como una milla antes de llegar a Jantetelco lo sacó de su abstracción la voz de su fiel mozo Macario que le dijo:

- Señor amo, mire usted; hay una quemazón en el pueblo.

Sofrenó su caballo, se fijó y conocedor del terreno, calculó que si no era su casa la que ardía era muy cerca de ella el siniestro.

No esperó más, picó espuelas a su caballo y poco tiempo después se encontraba frente a su casa.

¡Horror!, un lado ardía algo aún, pues un grupo de vecinos se había esforzado cuanto era posible para sofocar las llamas. Los gritos que daban pidiendo agua, tierra, escaleras, aumentaban la confusión y el desorden.

Llegó Enrique, bajó violentamente del caballo, abriéndose paso entre la multitud.

- Sara, hermana mía, ¿dónde está Sara, señores? -preguntó con voz que dominó los gritos de los demás.

- ¡Enrique! -exclamaron varias personas.

Unos disparos se oyeron en los suburbios de la población.

La campana mayor se tocaba anunciando quemazón y arrebato.

- ¡Martín Sánchez! -dijeron algunos al oír disparos-. ¡Chagollan! ¡Dios mío, que triunfe Chagollan! -repitieron varios de los concurrentes.

Pero a Enrique ¿qué le importaba Chagollan, ni los disparos, ni las voces que lo llamaban? Gritó, ordenó, mandó con energía, con desesperación.

- Una luz -dijo-, un farol, y arrebatando una linterna del primero que tenía cerca, se internó con precipitación en la casa; pero todo fue instantáneo, sin tregua, sin que nadie pudiese reflexionar, ni darse cuenta de lo que pasaba; todo era confusión. Cuatro o cinco personas con haces de ocote siguieron a Enrique para buscar a Sara.

El joven al entrar en casa, se dirigió a la derecha, por la parte que ardía y los otros, sus acompañantes, tomaron distintas direcciones.

- ¡Por aquí, Enrique, por aquí! -llamó uno de ellos.

Esas palabras orientaron al joven y se abalanzó por donde se le indicaba.

Penetró al corredor situado del lado opuesto al que se estaba incendiando y al llegar a la puerta de una recámara, se escuchó un quejido débil, de agonía ...

Allí estaba Sara, en el suelo sobre un gran charco de sangre, moribunda, con los brazos abiertos, acribillada a machetazos.

- Sara, mi ángel, vida mía -dijo Enrique con angustia, lloroso, afligido, cayendo de rodillas para levantar a la niña-, mírame bien mío, soy yo; óyeme Sarita, ¿qué tienes hermanita?

La joven abrió los ojos, quiso hablar y no pudo; sólo una sonrisa se dibujó en sus labios al ver a su primo y muy quedo dijo:

- Enrique -e instantes después pronunció-: ¡ay, Jesús!

Enrique, le tomó la mano, le quería dar vida, infundirle aliento.

- ¿Quién te hirió, angelito? ¿por qué te pegaron, niña linda?

La joven hizo un esfuerzo supremo y contestó con voz apenas perceptible:

- El gato, que me quería llevar.

- ¡Ay, Jesús!

Una convulsión nerviosa se notó en ella y no se movió más. El frío de la muerte se extendió por todo su cuerpo.

Enrique se retorcía las manos, sin saber el partido que debiera tomar.

Llamó a su prima, con cariño primero, luego con desesperación; le alzó la cabeza con la mano izquierda, acariciándola con la derecha, hasta que seguro ya de que Sara no era más que un cadáver, de que su amada no vivía, siendo solamente un cuerpo inanimado, con mucho esmero la dejó en el suelo e incorporándose en tono solemne dijo:

- Sara mía, alma de mi alma, hermana de mi corazónn, juro ante tu cadáver, y por las cenizas de mi madre, que serás vengada.

Hacía más solemne aquel acto la presencia de algunas personas que con haces de acote y pequeños faroles alumbraban la escena.

Unas descargas y toques de clarín se oyeron de lejos. Enrique de pie cerca de Sara preguntó a los circunstantes, que muchos atónitos esperaban la conclusión de aquel sangriento episodio.

- ¿Qué disparos son esos?

- Es Chagollan que se bate con los plateados -contestaron.

- Pues a ellos -dijo y dirigiéndose a los que estaban con él, agregó-: recomiendo a ustedes acompañen un momento a Sara, vuelvo pronto; pero si muero, seré el compañero de ella en la tumba, ya que no pude serlo en la vida.

Luego les dijo en tono cariñoso a unas señoras que habían penetrado al saber la desgracia de la joven:

- Ruego a ustedes, mis buenas amigas, cuiden de Sarita como si se tratara de alguna de vuestras hermanas.

Otros disparos interrumpieron la súplica que Enrique hacía, el cual cambiando de tono, ordenó con enérgica voz de mando:

- Macario, mi caballo -y salió desesperado y loco. Con aire resuelto se puso a caballo-. Ven Macario -agregó.

- Y yo también -dijo otro mozo que acababa de llegar de Jonacatepec y que había ido para acompañar a Enrique por mandato de Sara.

Se ciñó el joven su canana repleta de tiros, examinó su arma para ver si los muelles funcionaban bien y ya satisfecho del todo, repitió:

- ¡A ellos, muchachos! ...

Como rayo atravesó las calles del pueblo, tomando la dirección por donde se oían los tiros.

El Gato, era uno de tantos plateados, pero sí conocido de muchos.

Hubiera deseado Enrique, que fuera de día para buscarlo entre todos, así es que sólo dijo en tono colérico:

- ¡Ay de ti, Gato, si te encuentro!

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