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CAPÍTULO XXI

LLUEVEN DESGRACIAS

Fray Narciso, preparó muchas veces, algunos golpes, que los plateados ponían en ejecución.

El último, y al cual hicieron éstos referencia al ser registrado el fraile en Cuapixco, fue el siguiente: no conforme con lo que don Protasio se había robado ya de su principal, acordaron entre él y su hermano suprimir a don Martín de la lista de los vivos. Al efecto habló con algunos plateados don Protasio, haciéndoles comprender que Sedeño tenía en su casa gran cantidad de dinero, instigándolos para que lo plagiaran. Era natural que no teniendo don Martín con qué pagar su rescate, pues no era más que una falsedad el asegurar que tenía dinero, los plagiarios lo matarían, quedando así satisfechos sus deseos sin que tuvieran ambos hermanos responsabilidad alguna ni trabajo de ningún género.

Acordaron hacer salir a Sedeño fuera del pueblo donde era estimado; y para conseguirlo, convinieron en hacerle llegar una carta como escrita por Enrique, solicitando su presencia.

Comprendían perfectamente que al recibirla don Martín ocurriría presuroso al llamado de su hijo.

Don Protasio proporcionó a su hermano unas cartas de Enrique para que le sirvieran de modelo.

Fray Narciso, buen pendolista imitó perfectamente la letra del joven, escribiendo una carta en que llamaba a su padre, anunciándole que se encontraba enfermo y no tenía quien lo atendiera y cuidara.

Como era de esperarse, la carta surtió sus efectos; por lo que Sara, que tuvo conocimiento de la misiva, instó vivamente a don Martín para que al día siguiente marchara a México a cuidar de Enrique.

Se comunicó a don Protasio la resolución que se había tomado, quien a su vez la dio a conocer a los plagiarios, para que llevaran adelante su propósito.

Después de cuatro leguas, rumbo a México y cerca del puente de Ortiz fue asaltado y plagiado don Martín, sin que hubiera opuesto resistencia alguna.

Como era costumbre en esos casos los dos criados que llevaba fueron también secuestrados, para impedir que de pronto se supiera el rumbo que llevaban los bandidos.

El señor Sedeño, al caer en manos de éstos, conociendo los sufrimientos y martirios a que sujetaban a los plagiados, se encomendó a Dios, porque carecía de dinero para pagar su rescate y además no tenía persona a propósito más que a la joven para que gestionara su libertad; por consiguiente, su muerte sería inevitable con los tormentos que le debían aplicar para que diera lo que no tenía.

Después del plagio, para desorientarlo, fue traído y llevado con los ojos vendados por barrancas y vericuetos hasta los cerros de San Miguel Ixtilco instalándolo en una cueva que existe entre Cerro Prieto y La Piedra desbarrancada.

Dos días y dos noches se pasaron sin esperanzas de salvación; mas al tercer día temprano se le acercó uno de sus guardianes y le dijo:

- Don Martín, puede usted quitarse la venda; el jefe nos manda llamar y ordena que sea usted puesto en libertad. Salga para afuera y aquí lo dejamos para que coja el camino que quiera y vaya como pueda.

Y sin esperar respuesta, ni dar explicación alguna, dio media vuelta, montó a caballo, pues ya habían llegado a la boca de la cueva, donde dejó a Sedeño, a quien conducía de la mano.

Don Martín, se quitó con dificultad la bolsa o capirote de cuero que los bandidos le habían puesto en la cabeza. Al principio no pudo ver y por un momento quedó aturdido; más aún, por lo raro de su situación porque no comprendía qué significaba aquel procedimiento tan inusitado, ni a quién o cómo debía su libertad, pero al fin encontrándose solo y conocedor del terreno se orientó dirigiéndose a Tenextepango.

Expliquemos a qué circunstancia debió ser puesto en libertad.

De aquellos tres plateados que se propusieron proteger a don Martín, uno de ellos se separó de la partida de Silvestre Rojas para incorporarse a la de Salomé Placencia en Yautepec. Su valor, inteligencia y dotes mil, necesarias entre aquella gente para ser considerados como buenos, muy pronto le dieron un lugar distinguido y el aprecio y confianza de su jefe.

Al ser plagiado don Martín, uno de los que habían quedado por el rumbo de Jonacatepec, aunque pudiera haber hecho algo en favor del plagiado no era lo bastante, porque no tenía gran influencia; por lo mismo, luego que supo lo del plagio, aprisa se dirigió a Tololapan donde sabía se encontraba aquél de los amigos de Sedeño, con el fin de dade aviso de lo ocurrido y acordar con él, lo que fuese necesario hacer en su beneficio.

Gabriel el ranchero, que así se llamaba el bandido, se decía o tal vez lo era en realidad, ahijado de don Martín, sin que éste recordara tal circunstancia; pero este motivo con los favores infinitos que había recibido de su padrino, lo tenían altamente obligado.

Luego que supo la desgracia de Sedeño convino con su camarada en que era preciso salvarlo aunque para conseguirlo, fuera indispensable hacer un zafarrancho con sus compañeros; pero antes quiso poner otros medios que él consideró eficaces.

Habló con Placencia, solicitando que interpusiera su influencia y que escribiera a Silvestre Rojas para que mandara poner en libertad a don Martín. O voy y lo quito -dijo el ranchero a Placencia-, aunque para conseguirlo tenga yo que andar a machetazos.

Gabriel era tenido en grande estima por su jefe. Era de todas sus confianzas y más de una vez lo había salvado de caer en manos de sus enemigos, haciendo rasgos de infinito valor y audacia; así es que al solicitar la recomendación de su jefe para Rojas, fue atendido inmediatamente, pues lo conocía y sabía que era muy capaz de hacer una diablura, cosa que no era conveniente al plan de campaña y buenas relaciones que debieran existir entre ambos jefes. Escribió Salomé a su amigo y compañero diciéndole entre otras frases, muy común entre ellos:

Pues yo me intereso por él como si fuese mi padre, y Gabriel el hombre de mis confianzas, a quien tú conoces, también lo quiere y desea la libertad de don Martín Sedeño. Supongo que ni yo, ni Gabriel, quedaremos desairados.

Tu amigo.

Salomé.

Personalmente llevó Gabriel la recomendación.

Silvestre Rojas al recibir la carta de su compañero, no hizo más que un gesto; pero lo mandaba Salomé y apoyaba la pretensión Gabriel, que no hubo más que acceder a los deseos de ambos; tanto más que éste en pie, esperaba la respuesta y tan resuelta era su actitud, que Silvestre, cosa rara, tuvo miedo y recelo de que su cofrade hiciera una de las suyas.

Rojas dio órdenes para que don Martín fuese puesto en libertad.

Este llegó con dificultad y a pie a Tenextepango, pero siendo tan apreciado y conocido, en el acto fue recibido en la primera casa que pidió alojamiento. Grandes instancias se le hicieron para que permaneciera dos o tres días; pero insistió en querer llegar cuanto antes a su casa para presentarse sano y salvo ante la inconsolable Sara y se le permitió continuar su camino proporcionándole caballo y mozo.

Sara, que en ese mismo día supo el plagio de don Martín, puso en juego todos los elementos de que podía disponer, pero fueron casi inútiles pues como se ha visto, don Martín ya no estaba en poder de los plateados.

Al llegar Sedeño al rancho, sólo una vieja sirvienta había quedado, salió a recibirlo. La primera pregunta que hizo al bajarse del caballo fue:

- ¿Y don Protasio?

- Se marchó para Cuautla a ver a fray Narciso que, según se dice, lo han matado -contestó la interrogada.

- ¡Pobre don Protasio!

- ¡Infeliz sacerdote! -exclamó don Martín.

Pidió algo que comer, y la vieja le confeccionó lo que pudo, para que satisfaciera el hambre, por las privaciones tenidas en tan pocos días. ¡Ni un cubierto!, ¡ni un pedazo de pan siquiera! Todo su almacén de víveres lo habían agotado entre don Protasio y los bandidos.

Después de comer despachó al mozo que lo había acompañado. Al darle las gracias por sus servicios, no podía ni hablar, tenía vergüenza por no serle posible darle ni la más pequeña propina, cuando jamás había dejado de hacerlo.

Pasó a su despacho y lo encontró cerrado, porque don Protasio se había llevado la llave. ¡Sea por Dios! fue lo único que dijo.

Mandó llamar al caporal del rancho para saber cómo se encontraban sus negocios.

El caporal, viejo también, vestido con un traje de gamuza que denunciaba luego los años de uso, se presentó a su amo, con los ojos bajos, enfermo, encorvado por los sufrimientos y la edad.

- ¡Mi amo! -dijo al ver a don Martín-, me ha mandado llamar su mercé; la verdá no quería venir. ¿Qué quiere usted?, tenía vergüenza y pena de verlo, porque ya no hay ganado, señor amo; todo se lo han llevado esas gentes. Yo tampoco tengo hijos; al mayor lo mataron por defender a su hermana a quien arrastraron dándole muerte de esa manera, mi hijo Juan se fue con don Martín Chagollan para vengar a sus hermanos; sólo me queda Liborio mi nietito y este machete para matar plateados si Dios me da fuerzas y salú.

Bastante conmovido se llevó a los ojos el dorso de la mano para enjuagarse una lágrima.

- Mi buen Crisanto -contestó don Martín abrazándolo-, no tengas pena; corremos parejas, hijo; ¡que todo sea por Dios!, pero ¿no tendré ni un mal caballo en que seguir mi marcha para Jonacatepec?

- Nada, mi amo, había uno bueno que ignoro por qué no se lo han robado; pero ése se lo llevó don Protasio para Cuautla.

- ¿Y cómo me voy yo ahora, Crisanto?

- Si su mercé quiere -contestó éste-, tengo un burrito que es la única bestia que me han dejado; es muy manso, ligerito y tiene buen paso.

- Pero, ¿es cierto que nada queda aquí, que todo lo han acabado, que soy pobre?

- Pues como se lo he dicho, señor, si quedan algunas reses, serán de las mostrencas.

- Sea en amor de Dios -dijo el señor Sedeño-, tráeme el burro que siempre es algo, siquiera para no ir a pie.

Caballero en asno, cual otro Jesús Nazareno, hizo su entrada triunfal después de las cinco de la tarde en Jonacatepec. En aquellos momentos unos muchachos ensayaban un paso de la pasión de Cristo que debiera ponerse en escena durante ]a próxima Semana Santa; de manera que don Martín completó el cuadro. Nadie lo acompañaba, sólo un perrillo flaco que con él se vino del rancho.

En Jonacatepec fue objeto de grandes atenciones y cuidados, se le proporcionó todo lo necesario y no se le permitió continuar la marcha para su casa, por estar muy cansado; sólo sí se mandó avisar a Jantetelco para calmar la inquietud de la familia.

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