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CAPÍTULO XX

UN PREMIO MERECIDO

No debemos levantar más por ahora, la cortina que cubre tanta iniquidad.

Da pena consignar hechos altamente indignos para el pueblo que ni por su origen, ni por sus antecedentes y benévola índole debieran de haber existido. Existieron sin embargo esos nefandos acontecimientos pero en nada mengua la bien sentada reputación de nuestra patria. Hechos quizá peores se registran en la historia de otras naciones. La página negra de la nuestra, se borra con tantas y tan gloriosas, que podemos decir con orgullo, es un punto oscuro, insignificante, imperceptible en el cielo hermoso de México.

Callemos por tanto y sigamos con nuestro cuentecillo.

El rancho de don Martín Sedeño, era por lo regular el cuartel general de los plateados, don Protasio Rubí de malos instintos, pronto congenió con los bandidos. Como los bienes que a su cuidado estaban no eran suyos, gastaba a manos llenas, prodigando toda clase de atenciones a costillas de su poderdante. Si les daba cien pesos, recogía un recibo de quinientos pesos o mil, de modo que entre éste y aquéllos hacían caminar a gran prisa y al abismo los bienes de Sedeño.

Grandes partidas de ganados caballar y vacuno salían del rancho remitidas por don Protasio consignadas generalmente a Tochimilco y Huaquechula del Estado de Puebla, para ser realizados a bajo precio; pero de estas ventas no daba cuenta, guardándose siempre el dinero.

Parece increíble que entre cierta clase de gentes, se encuentren algunos, y quizá sea la generalidad que cuando se declaran amigos y prometen ser fieles, saben cumplir sus deberes de caballeros, y lo hacen con más religiosidad, que algunos que se precian de ser cumplidos y leales.

Esto pasaba con don Martín, tres bandidos de la peor ralea, por consecuencia respetados de los demás, a quienes Sedeño les había hecho desinteresadamente algunos favores, cuidaban de su casa y no permitían que alguien lo ultrajara. Por esa razón Sara había permanecido tranquila, pues aquellos amigos que entre los plateados tenía don Martín defendían su habitación. No pasaba los mismo con el rancho porque allí, don Protasio los cobijaba y protegía.

Enrique entretanto, en México con su padre.

Después de algunos días de permanencia en la capital, pidió ser examinado para no perder el año. Los muy buenos antecedentes del joven, el cariño que sus maestros le profesaban, porque le conocían dedicado al estudio y sobre todo el motivo que le obligó a separarse haciendo un repentino viaje, nada menos que en los momentos que debiera examinarse, allanaron las dificultades de reglamento y con gran beneplácito por parte de su padre, profesores y amigos, fue aprobado por unanimidad. El éxito feliz obtenido por Enrique, las sinceras felicitaciones, los plácemes a don Martín, testigo presidencial del adelanto de su hijo, reanimaron su abatido espíritu.

Ya iba más animado a pie, al paseo de Bucareli, a la Alameda y a los portales.

El joven no cabía en sí de gozo y en las cartas a Sara, que menudeaban día a día, así se lo comunicaba.

La joven también contentísima con las noticias sobre el estado de salud del señor Sedeño, encargaba constantemente a Enrique con cariñosas frases, que procurara continuar la obra comenzada. En una de sus últimas misivas decía a su primo:

Quiero tener aquí a mi viejecito. Ya tengo hambre de verlo. ¡Estará tan gordito, que tengo deseos de abrazarlo, besarlo y hacerle muchas caricias!

Mándamelo y tú quédate estudiando pues así lo quiere Sara.

Esta carta por un involuntario descuido quedó sobre el bufete, y don Martín, aunque jamás leía papel alguno de Enrique como al pasar la vista muy ligeramente, leyó su nombre y vió la firma de Sara, quiso complacerse con la lectura de cariñosas frases que a no dudar tendría la carta escrita por la niña consentida. Con notable fruición leyó don Martín lo que se le presentaba a la vista. Seguramente eso le hizo mucho bien, pues comió perfectamente, estuvo muy contento y aun propuso a Enrique de ir en la tarde al teatro, cosa que ni siquiera había intentado hasta entonces.

En la noche después de la cena dijo a su hijo:

- ¿Si vieras Enrique, que me siento ya bastante fuerte y por lo mismo con deseos de dar una vuelta por casa? Mi hijita estará triste pues tan sola pasa la vida; quiero ir para que me vea y no esté afligida por mi enfermedad.

- Pero padre, ¿por qué no espera usted que vayamos juntos? así el recuerdo de nuestras desgracias será menos pesado.

- Enrique -contestó don Martín-, en vano pasarán años y más años, la sangre que vierte mi herida nunca se restañará. Así es que no hablemos más, me voy; porque mi Sara me espera.

- Está bien, padre mío. Usted lo quiere, dispongamos la marcha.

A los tres días después, don Martín salía por la diligencia camino de Cuautla para llegar a Yecapixtla, donde lo esperaban los mozos con gran contento de Sara a quien se le había comunicado el regreso de Sedeño.Este señor llegó de México bastante aliviado y hasta contento a su casa; pero visitó el panteón donde reposaban los restos de su querida esposa y se avivaron sus recuerdos, se abrieron las cicatrizadas heridas de su alma y cayó nuevamente en el mayor abatimiento.

Los pronósticos de Enrique se estaban realizando por desgracia.

Achacoso, enfermo, sin energía ni inteligencia para despachar y atender debidamente sus negocios, ni revisaba casi las cuentas que le mandaba don Protasio. Este, por lo mismo lo robaba impunemente.

Fray Narciso, era el cajero y corresponsal de su hermano, situándole sus fondos en México, pero de paso, algo quedaba a su paternidad; sin embargo esto no satisfacía a la desmedida ambición del fraile. No es justo -se decía interiormente-, que uno solo sea quien se aproveche: yo he puesto a Protasio donde haga su agosto, es preciso por tanto dividir como buenos hermanos las utilidades que se tengan. Una última remesa de dos mil pesos que hizo don Protasio, aumentó la avaricia del dominico, por lo que se propuso tener una seria explicación con su hermano.

Cambió el dinero por libranzas y un día después, salió rumbo al rancho tocando primero el pueblo de Tlayacac, qonde tenía un negocio, para seguir después su camino por la piedra cantora.

Por delante del caballo del reverendo caminaba un tlayacanqui, así llaman al indígena de a pie que acompaña al cura párroco cuando sale fuera de su domicilio.

Como de costumbre, el pedestre con la sotana de aquél al hombro, con su repuesto de tortillas en una servilleta atada a la cintura -porque también es uso que ese acompañante se alimente por su cuenta en la semana que le toca de servicio-, jadeante con paso a trote cochinero, caminaba nuestro topile precediendo al dominico.

Frente al cerro llamado Cuapixco, dos individuos de a caballo marcaron el alto a Fray Narciso.

El reverendo padre que con el santóleo llevaba aparejada una pistola americana, al oír el alto ahí, echó mano a su arma, y no hemos podido averiguar si le dieron valor algunas copas de mezcal que en el pueblo próximo se había engullido o porque en realidad quiso dar una prueba de valentía; es el caso que a quemarropa disparó sobre el primero que le arremetió el caballo.

El mal pulso, la embriagez o el miedo, no le dieron buena dirección a la bala. El bandido al notar la intención del cura, arrendó para un lado su caballo y no fue tocado. El compañero desató su reata y le echó una lazada al bravo viajero. Más feliz el asaltante dio con su paternidad, lazándolo del pescuezo y con todo y crucifijo, santóleo y demás camándulas, lo sacó de la silla, conduciéndolo de esa manera tan política a presencia de su jefe el viejo Romero, que desde la altura veía con agrado, esa travesura de los muchachos.

Cerro arriba arrastrado el fraile, sólo llegó al frente de Romero algo informe, costal de huesos, o cosa parecida, a quien se le conoció en vida con el nombre de fray Narciso de la Purísima Concepción y de la Orden de Predicadores.

Como responsorio o salmo de difuntos, se le tributó la risa y rechifla de los amigos queridos tanto de él como de don Protasio, su hermano.

- Qué bien jala el mapano -dijo un pinto que fungía de clarín de órdenes dirigiéndose al conductor de su paternidad.

- Sí, Chema (José María), como que es de la caballada de don Martín Sedeño -contestó el aludido.

- Veamos qué trae este valedor en las bolsas -dijo otro semi negro.

Y uniendo la acción a la palabra, bajó del caballo. Al reconocer el cadáver exclamó:

- ¡Lolo (Dolores), qué bien la hiciste! ¡Si es el padrecito de Cuautla! Como que era de los nuestros; pues aunque le costara algún dinero, nos mandaba buenas noticias. Ayer nada menos cayó en la trampa don Martín por una cama que le pusimos aconsejados por el cura.

- Qué quieres, Vences (Wenceslao), si no ando listo, me almuerza -contestó el bandido.

- ¿Qué papeles son estos? -preguntó el que registraba.

- Veremos -dijo el otro que intervino en aquel momento, llamándose Rosario y que la echaba de inteligente-. ¡Ah! son libranzas de la hacienda de Santa Inés a favor de don Protasio Rubí.

- Bueno, ¿y qué hacemos con esto? -interrogó el primero.

- Nada -dijo Rosario-, llevamos las libranzas al rancho donde está Rubí, le obligamos a que nos mande traer el dinero y si no afloja, lo campaneamos de un cauzahuate. ¿Les parece?

- Pero, Challo (Rosario), ¿cómo hacemos eso si es nuestro amigo ese don Rubí? -replicó el pinto.

- ¿Y qué? -contestó Rosario-, el dinero es uno y la amistad es otra cosa.

- Vamos, muchachos, a caballo -ordenó el jefe.

Al instante todos se pusieron en marcha rumbo a Jalostoc, abandonando al dominico que fue visitado en el día por las aves de rapiña y en la noche por algunos coyotes.

El guía del cura que pudo escapar, dio aviso en Cuautla de lo que pasó a su paternidad, y al día siguiente muy temprano, varios feligreses cargaron con el párroco, conduciéndolos al curato para hacerle la honra de sepultarlo.

Muy pronto tuvo noticia don Protasio que su hermano había muerto. En el acto mandó ensillar el único buen caballo que en el rancho quedaba, y que los plateados habían respetado por las condescendencias y complicidad que aquél tenía con ellos.

No era tanto el cariño que don Protasio tuviera a su hermano, el motivo de su viaje violento a Cuautla; sino para averiguar si había recibido el dinero que le remitió y recogido las libranzas -según sus instrucciones-, el paradero de ellas, y apoderarse de cuanto el fraile hubiese dejado.

Al llegar a Cuautla, averiguó que se le expidieron las letras de cambio y que muy probablemente las llevaba consigo cuando fue asesinado, quedando dichos giros en poder de los plateados.

Fray Narciso, estaba de cuerpo presente en la iglesia, así es que don Protasio pudo registrar todas las piezas del curato. Abrió baules, cómodas, roperos, con el fin de apoderarse de los objetos de valor que su hermano tuviese. Con grande actividad desocupó todas las habitaciones y en una sola depositó cuanto existía y había pertenecido a fray Narciso, guardándose la llave.

Sin descansar, pues se trataba de un asunto grave, dispuso su marcha para la capital de la República, sin más objeto que evitar que alguien se presentase a cobrar las libranzas. Ningún caso hizo, ni orden alguna dio, para la inhumación del cadáver de su hermano.

Según se expresó, el motivo que tenía para separarse, era, porque el pesar embargaba sus facultades. Por lo cual dejaba a la devoción de los fieles cumplir con una de las obras de misericordia.

Como ya el cadáver se empezaba a descomponer, se dispuso el entierro, acompañándolo al panteón dos o tres viejas solamente, que eran protegidas por el fraile, y unos cuantos chicos; pero éstos, no por cariño, sino por que los muchachos a todas partes van.

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