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CAPÍTULO XV

¡1860!

¡Epoca aciaga y de tristes recuerdos para la República!

¡Viva la constitución del 57! era el grito de guerra del Partido Liberal, al que contestaba colérico el clero, Viva la religión. Mueran los puros.

Defendía sus bienes y sus fueros como la leona sus cachorros, lanzando a la muerte a los fanáticos que buscaban la bienaventuranza, creyendo que al morir con cruces y escapularios, San Pedro se haría de la vista gorda, abriéndoles las puertas del cielo.

Una tercera entidad saltó a la lid, sin bandera, sin plan político, sin más fin que el robo, el incendio, el plagio y el asesinato proditorio.

Viva la hacha y santo filo gritaba desaforadamente esa horda de caribes; y ese grito que las montañas repercutían, era la señal de luto y consternación para los indefensos pueblos a donde aquéllos se acercaban y a quienes en conjunto y militarmente se les llamaba La plata.

Van mis lectores a conocer a un plateado.

Chaqueta de gamuza -piel curtida de venado- o de paño toda adornada con espiguilla de plata y lentejuela. Un águila que abarcaba toda la espalda (bordada o de plata maciza), pantalonera con gruesos botones colgantes que al andar sonaban como cascabeles y al correón de esa pantalonera, se adhería grande hebilla, también de plata; pero tan desproporcionado el correón que más bien parecía la atarrea de un aparejo.

Sombrero profusamente adornado con anchos galones bordados y las chapetas eran dos lanzas de plata colocadas en forma de X con un hacha del mismo metal en el centro. Portaban por lo regular, dos pistolas americanas de un tiro unidas por una correa de gamuza colgadas al cuello o bien una al cinto con funda bordada con tal profusión que no se veía algunas veces el cuero y en la culata de esa pistola se ponía una argolla de donde pendía un cordón de seda verde o colorado con su borla en la extremidad; bufanda tejida de estambre, como horrible sarcasmo, con los colores nacionales.

Los arneses de la silla de montar, estaban todos bordados, pero con grosería, sin gusto, ostentando con cinismo el fruto de sus latrocinios; las cabezadas de los frenos tenían chapetones que parecían platos, y las riendas eran cadenas de plata que habían pertenecido a los incensarios de las iglesias.

Jantetelco y Yautepec en el Estado de Morelos, fueron la cuna de ese aborto social y político. Los primeros mandados por Silvestre Rojas; y por Salomé Placencia los de este último lugar.

Llegaron a formar un grupo de más de quinientos hombres con su charanga -mala música- de caballería y alguna vez tuvieron dos piezas de artillería que les fue preciso abandonar porque les estorbaba para el mejor éxito de sus operaciones.

Un marimacho que se dio a conocer con el nombre de La barragana tan feroz, cruel y sanguinaria, como cualquiera de ellos, formaba parte de esa vandálica legión. Se hizo notable por un valor a toda prueba, capitaneando a un gran número, de quien se daba a respetar por su energía y rasgos de audacia admirables.

Aunque los plateados se dividían en partidas, cuando se ofrecía, obraban de acuerdo para dar algún golpe o para defenderse.

Audaces y valientes, nada les arredraba, con tal de que su triunfo tuviera por objeto alguna buena utilidad.

En una persecución que el señor general González Ortega hizo a don Leonardo Márquez, atacaron los plateados y pusieron en desorden la vanguardia de González Ortega en el paraje llamado Palo de los fierros entre Coayuca y Chietla, con el fin de apoderarse de las armas y caballos.

¡Causa pena recordar las depredaciones de que fue víctima lo que hoy es el Estado de Morelos!

El asesinato era moneda corriente; el rapto, necesidad y de buen tono; el plagio con todos sus horrores, artículo primero de su plan de campaña. Los habitantes de los pueblos grandes o pequeños temblaban de miedo al tener noticia de que se acercaban los plateados.

Las jóvenes se escondían de la mejor manera y en lo más inaccesible de sus casas.

Más de una vez los padres de familia, intentaron salvar a sus hijas llevándolas a otros grandes centros de población, pero por lo regular caían en poder de los plateados, que ocupaban todos los caminos y vericuetos. ¡Desgraciada joven en que ponían sus miras, porque no escapaba de sus garras!

Era imposible que el gobierno pudiera atender a las necesidades de aquellos pueblos, porque la lucha que sostenía, era encarnizada y sangrienta, de vida o de muerte para la nación. El partido reaccionario aglomeraba todos sus elementos y si bien es cierto que la bandera republicana se abría paso sobre las excomuniones y los exorcismos, también lo es, que los cruzados peleaban con el furor del fanatismo. Llegó el encono entre ambos bandos a tal grado, que los parientes más próximos se odiaban a muerte y las señoras ¡cosa rara en la mujer mexicana! despreciaban las unas el color rojo -distintivo del partido liberal- y las otras el verde que tomaron como insignia las del partido conservador o mocho -como se le llamaba- usando en el calzado el color del enemigo, para significar así, que pisoteaban a sus adversarios.

Era rarísimo el hecho que una joven de familia liberal o reaccionaria correspondiese sus amores a un joven que no perteneciera a su partido, por más que el corazón se interesara; y cuando tal sucedía jamás la familia la recibía en el hogar. Pero de todo eran culpables los que avasallando las conciencias, abusando del púlpito y usando de sus riquezas derramaban a manos llenas el oro para reconquistar sus perdidos fueros.

El Te deum cantado en todos tonos y en varios templos, anunciaba una derrota a las huestes liberales y la popular canción Los cangrejos era la sarcástica risa, con que el pueblo hacía coro al himno clerical ...

Eugenio Placencia era un hombre honrado, muchos años sirvió de mozo de estribo en la hacienda de Coahuixtla. A la separación del administrador señor Cardona que pasó a encargarse de la hacienda de Mazatepec, Placencia no quiso seguirlo, radicándose en Cuautla.

Tal vez sus instintos, o malas compañías, le hicieron dedicarse al robo, y se declaró en abierta rebelión contra las autoridades y fue perseguido con tenacidad.

Salomé Placencia, hermano de éste, también se lanzó por el camino del crimen para defender a su hermano. Este se encontraba en el Organal, donde fue atacado por fuerzas de Yautepec que lo perseguían, y Salomé, que lo supo, él solo pero perfectamente montado y armado ocurrió al auxilio de su hermano. En esa escaramuza o jornada en que se jugaba la vida, porque bien se sabía que cada cual siendo prisionero sería forzosamente fusilado, Salomé Placencia sin más elementos que el valor y cariño a su hermano hizo proezas de valor admirables.

Las autoridades de Yautepec se propusieron exterminar a los bandidos. Pero a la vez Eugenio y Salomé Placencia aceptaron su condición también buscando el medio de ofender y defenderse; pero sin la franqueza del soldado, sino con la alevosía del asesino.

J. M. Lara, presidente municipal de Yautepec, a la muerte del jefe político a manos de bandidos, tuvo que aceptar la jefatura a cuyo puesto estaba llamado por ministerio de la ley.

Lara, hombre honrado, resistía el puesto a que la ley le llamaba; sin embargo lo aceptó, bajo la condición de que se llamaran a ciudadanos de Tepoxtlán, su tierra nativa. Y cuando él fue en solicitud de sus amigos, tuvo noticia de que el señor Pinzón, procedente del sur, llegaba a Yautepec con ochocientos o más hombres.

Regresó Lara del camino que llevaba. Los bandidos, que tenían preparada una emboscada para matar a Lara en determinado punto, al tener conocimiento que éste no pasaba por allí, regresaron a Yautepec.

Lara, al momento en que se preparaba a dar hospedaje a la fuerza de Pinzón, fue atacado y muerto por los bandidos.

Desde aquel momento los vecinos de Yautepec se propusieron exterminarlos.

Jesús Capire, se declaró su constante perseguidor y aun se hizo para él, cuestión de amor propio.

Una noche que Salomé se encontraba en la hacienda de Atlihuayán en un cuarto sin más entrada y salida que una sola puerta fue sorprendido por Capire que con veinte hombres se acercó a la puerta de la pieza situada junto al purgar.

Llamó y al preguntar Placencia

- ¿Quién es?

- Soy Capire -contestó éste- que viene por ti.

- Está bueno -replicó aquél-, espera un poco vaya vestirme.

Se levantó del lugar donde dormía y sin camisa con los calzoncillos hasta arriba de las rodillas y con dos pistolas en las manos abrió la puerta y les dijo: pasen ustedes.

- Salga usted -contestó Capire.

Salió Placencia disparando en el acto sus pistolas.

Con los fogonazos asustáronse los caballos y se sorprendieron los soldados. Aprovechóse el bandido del desorden y por los pies de los caballos pudo escapar no consiguiendo sus perseguidores aprehenderlo por estar a caballo y no conocer el terreno, cuya circunstancia favorecía a Placencia.

Este, en vez de salir al campo, se dirigió a la habitación del administrador -que aún vive- quien al verlo le dijo:

- Vete hombre, no me comprometas, ahí están los soldados que vienen por ti.

Salomé con mucha calma le contestó:

- Vengo nada más por unos puros, porque los míos se quedaron allá abajo.

El administrador le dio lo que solicitaba y aquel con mucha sangre fría salió para el campo.

Tal era el carácter de Salomé Placencia. Valiente hasta la temeridad, sereno en sus mayores peligros y audaz, cuando se trataba de dar un golpe. Nada le arredraba ni contaba jamás el número de sus enemigos. Esto le dio prestigio para que fuese reconocido como jefe, al formarse el grupo conocido después por Los plateados.

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