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CAPÍTULO XVI

MÁRTIR DE SU DEBER

Carolina, a quien ya conoce el lector, la pesadilla de Sara por su cariño a Enrique, era la admiración de cuantos la veían. Rosada, con ojos y pelo negros, cejas muy pobladas y suaves, gran pestaña quebrada hacia arriba, como si la hubiese rizado el más afamado peluquero, mirada expresiva, con un pequeño y gracioso bosito, alta, bien formada, salerosa al andar, cuando hablaba fascinaba; si reía dejaba ver sus blancos dientes. Era pues un conjunto de hermosura.

Los plateados varias veces la buscaron en su casa y otras tantas burló sus pesquisas, porque se escondía violentamente en un sótano que exprofeso tenía construido.

Había perdido a su padre y afligida su madre, sufría horriblemente porqué sabía lo que pudiera acontecer a su hija.

Los raptos se sucedían sin interrupción maltratando a las jóvenes, siendo algunas de ellas arrastradas con la reata.

Cierto día, Carolina no tuvo noticia anticipada de la presencia de los plateados y sin que pudiera evitarlo, fue sosprendida cuando regaba sus macetas por Quirino El loco, Palafox, Pancho El Tuerto, Bastián Rico y Pablo Rodríguez.

- ¡Carolina! -dijo el primero de ellos y que hacía de jefe- por fin te veo, ahora sí; no hay remedio, marcharás conmigo ¿no es verdad?

- ¡Quirino! -contestó ella, pero dando a su voz una entonación de placer, de agradable sorpresa, dejando la regadera en el suelo y enjugándose las manos en el delantal, y se dirigió al bandido-. Otras veces que has venido, no te he visto, hoy por lo mismo, me alegro que me hayas encontrado; entra y hablaremos.

El bandido no daba crédito a lo que oía, esperaba que Carolina al verlo, se hubiera sorprendido y procurado huir, que llorara o se resistiera, pero al escuchar sus palabras tan reposadas y sin emoción; no pudo menos que exclamar:

- ¿Será cierto lo que oigo, Carolina?

- Tan cierto -contestó ésta- que te suplico que pases, entretanto me alisto para marchar contigo.

El plateado desconfió, creía que era una celada y dirigió una mirada de inteligencia a sus secuaces.

Carolina comprendió el pensamiento de aquél y le dijo:

- Entra Quirino, no creas que te engaño, estaré a la vista para que no temas que me oculte en alguna parte y te burle.

La pobre madre que vio a su hija frente a frente a unos plateados y habiendo reconocido al feroz Quirino, notable por sus asesinatos, poco faltó para que muriera de miedo. Estuvo pendiente de todo lo que estaba sucediendo, esperaba de un momento a otro ver a su hija arrastrada y golpeada.

Por unos instantes aguardaba ver su casa incendiada y saqueada cometiéndose en ella, toda clase de excesos; pero con gran sorpresa vio que su hija con mucha amabilidad y cariño tomaba de la mano al asesino para conducirlo a la sala.

- ¿Qué pasa aquí Dios mío? -decía para sí la señora.

Quirino, tampoco se explicaba la amabilidad con que se le trataba, ni qué significaba la conducta de Carolina.

- En fin -dijo interiormente- caprichos de mujer, más vale así.

La joven llamó a su mamá.

La infeliz madre se acercó sin poder articular una palabra; pálida como un difunto, castañeteándole los dientes, como si estuviese en el Polo.

- ¿Qué se ofrece, hija mía? -preguntó la señora-. Muy buenos días, señor don Quirino -agregó, dirigiéndose al bandido con sonrisa forzada, pero sin atreverse a darle la mano, ni estar muy cerca de él.

- Mamá -dijo Carolina- hágame usted el favor de dar conversación a Quirino mientras me alisto, pues ha de saber usted que me voy con él.

- ¿Cómo es eso hija mía? Por el Santísimo Sacramento, ¿estás en tu sano juicio, Carito?

- Y muy en mi juicio señora madre, porque tengo el gusto de irme con un valiente. Mira, Quirino -continuó diciendo- ven, te enseñaré mi recámara -y lo tomó de la mano.

El plateado siguió a Carolina acompañándola a una pieza contigua a la sala.

- Examina -dijo la joven- en esta recámara no hay salida; la ventana tiene reja de hierro, de manera que estando yo aquí, no podré escapar. Permíteme pues que me quede sola para peinarme y vestirme, platica entretanto con mamá.

El bandido desconfiaba; pero teniendo en rehén a la señora, algo se tranquilizó. Ambos guardaron silencio; ésta, reconcentrando sus ideas, decía para sí:

- ¿Dónde están la timidez, la moralidad y la verguenza de mi hija? ... ¿qué se propone hacer?

La infeliz Carolina tenía que aparentar contento; no obstante que tenía el corazón hecho pedazos. Se sacrificaba para evitar los atropellos que pudieran ponerse en ejecución en caso de resistencia. Pocos momentos después salía de su recámara; bien peinada, con su traje de camino, llevando un gracioso sombrero de montar; y sonriendo se acercó al plateado.

- ¿Y lo creerás ahora? -le dice-. Estoy lista, cuando gustes.

La señora estuvo a punto de caer al suelo, herida por el rudo, terrible e inesperado golpe que acababa de recibir.

Quirino llamó a uno de sus subordinados:

- Bastián -le dijo-, dile a Goyo que traiga mi caballo y que vengan los muchachos, pero pronto.

Entretanto el bandido cumplía la orden, Carolina volvió a su recámara y se arrodilló delante de una imagen de la Virgen que allí tenía; leyó dos cartas que pocos momentos antes había escrito, la una para su mamá y para su padrino el señor cura la otra. Satisfecha de su contenido las puso en lugar visible. La carta a la señora decía lo siguiente:

Perdón madre mía que la haya engañado, fingiendo que me voy por mi voluntad con ese bandido. Cuando usted lea ésta, comprenderá el motivo que me ha impulsado a obrar como lo he hecho. He querido evitar una desgracia en la casa, si hubiera resistido; pero pierda usted cuidado que antes que ser deshonrada moriré. Ruegue usted a Dios por mí, para que me dé fuerzas y no sucumbir. Nada tema que allá en el cielo no hay plateados. ¡No llore usted! Más que triste por mi ausencia debe estar contenta, porque ya podrá vivir tranquila.
Adiós, mamacita; no olvide usted nunca a su hija que mucho la quiere.
Carolina

- Ya están los caballos -dijo el enviado.

- Vamos Quirino -dijo la joven saliendo de su habitación-. Adiós, madre -agregó dirigiéndose a la señora, y le dio un abrazo.

Esta se deshacía en llanto, y la joven haciéndole una caricia y dándole un beso le dice:

- No llore usted mamacita, pronto nos veremos.

- Adiós, hijas -dijo a las criadas que a la novedad, habían acudido y estaban agrupadas en el corredor. Dio la mano a cada una de ellas y todas derramaban lágrimas tiernas lamentando la desgracia. Luego preguntó al plateado:

- ¿En qué monto, Quirino?

- En las ancas de mi caballo -contestó éste- es manso, anda bien y así irás más contenta.

Es costumbre en el Estado de Morelos que las mujeres monten a la grupa, por lo que Carolina no hizo objeción alguna a lo determinado por su raptor y de un salto, con bastante maestría, se colocó en las ancas del caballo, después que el bandido hubo montado.

Doña Rosa, que así se llamaba la madre de Carolina, al verlos partir cayó presa de horribles convulsiones. Las criadas vinieron en su auxilio, mas levantándose con entereza y desesperación, seguida de sus sirvientes, se dirigió a la recámara de su hija. Le parecía todo un sueño lo que estaba pasando; pero sus ojos no la engañaban: allí estaba la ropa que se quitó la joven para vestirse de limpio; allí en el tocador estaban los peines con los cabellos que dejara su hija al componerse el peinado. Todo lo tentó, lo escudriñó, por lo que muy pronto dio con las cartas.

Para mi madre -decía en el sobre de una- ¡Letra de Carolina! -dijo la señora- ¿qué escribiría aquí? ¡Infame! ¡y yo que la creía una buena hija! ... ¿Leo esto? ¿y para qué ... disculpas serán que no podrán satisfacerme nunca? ¿Y esta otra carta? ¡Ah! es para mi compadre. Llevaré personalmente estas cartas al señor cura, que él me dirá lo que debo hacer.

Pocos momentos después acompañada de una criada llegaba a la casa cural.

- ¡Compadre de mi alma! -exclamó doña Rosa al encontrarse con el cura, besándole la mano y ahogada en llanto por la emoción y su desgracia.

Ya el señor cura, sabía lo sucedido en la casa de su comadre -porque en los pueblos pequeños todo se sabe luego y se comenta en el acto- por cuya razón el sacerdote estaba triste, contrariado, molesto y nervioso.

- Compadre, ya sabrá usted lo sucedido; estos papeles que encontré en la recámara de Carolina, los traje para que usted los vea; nada he querido leer, ¡tentada estuve de arrojarlos al fuego!

- Vengan acá esas cartas, comadrita -contestó el cura y que es el mismo a quien hemos presentado en anteriores páginas, concienzudo, prudente y de experiencia-, tal vez en lo escrito encontraremos algo que nos haga ver claro y disipe nuestras dudas.

Doña Rosa entregó las cartas y el cura leyó para sí primero la dirigida a la señora. Al concluir su lectura exclamó teniendo los ojos llenos de lágrimas:

- ¡Gran Dios, bendito seas! ¡Yo te venero mártir inocente! ... ¡Señora -dijo en tono respetuoso-, recemos por ese ángel de ventura que quizá en estos momentos está en el cielo ocupando el lugar que le corresponde en el coro de vírgenes y mártires!- ¿Qué dice usted, señor cura? -interpeló doña Rosa con bastante ansiedad-. ¡Explíquese usted! ¿qué dice mi hija? ¿qué ha hecho? ¿dónde está ...?- ¡Con Dios! -contestó el cura con solemnidad señalando al cielo-, no llore usted, pídale solamente al Altísimo, le dé la fortaleza para que no sucumba en la lucha que en este instante sostiene. Lea usted comadre, lea usted.

Doña Rosa con precipitación pasó la vista por la carta, comprendió lo bastante y delirante, loca, con paso vacilante, sin despédirse de nadie se dirigió a su casa.

Desde que los raptos con violencia fueron frecuentes, Carolina tomó su partido. A solas en su recámara interrumpía su sueño con estas reflexiones.

Si por desgracia soy sorprendida por los plateados, no resistiré, aparento que me voy por mi voluntad; porque resistiendo, sólo conseguiré que seamos maltratadas, mi casa saqueada e incendiada, mis pobres criadas, mis parientes y amigos sufrirán las consecuencias de mi resistencia; si no resisto, solo yo seré quien me sacrifique. Una vez salvada mi madre y mi casa ... Dios me ilumine; moriré si es preciso ...

Al caer en manos del feroz Quirino, ya fuera del pueblo, procuró dar forma a su pensamiento. Agotó todos los recursos fingidos de una mujer que quiere aparecer enamorada.

El bandido, aunque no conocía sentimientos nobles de ningún género, comenzaba ya a marearse al escuchar las frases cariñosas que tan hábilmente le dirigía Carolina. Esta se propuso domar a la fiera; pero la tarea, no podía tener resultados prontos, ni tan fácilmente como deseara.

Hubo momento en que pensó apoderarse de la pistola del bandido para matarlo o matarse; pero la idea era difícil de ejecutar; tanto más que no conocía el manejo de las armas. Mil medios se le vinieron a la imaginación; mas todos ellos, irrealizables, y no era posible que se llevaran a feliz término.

Así pensando y forjándose proyectos de evasión, llegaron a la barranca de Tecajec. Allí se admira la magnífica arquería que sirve para dar paso al agua que va a la hacienda de Santa Clara; no es muy ancha la barranca; pero profunda. El arco principal del acueducto, mide como quince metros de altura desde el fondo de la barranca y en toda su extensión sólo tiene un metro de ancho dicho acueducto.

Un plateado de apellido Meza, atravesó varias veces a caballo esa arquería, y en su mayor altura y en tan reducido terreno, ni el caballo ni el jinete vacilaron nunca, no obstante que el bandido disparaba, al estar en el centro. ¡Temple de alma del bandido! nobleza de un caballo del país.

Frente a los arcos de que nos venimos ocupando, Carolina recibió la divina inspiración que a solas imploraba.

- Quirino -dijo Carolina al plateado-, ¿es verdad que Meza ha pasado por esta arquería, no una sino varias veces, sin necesidad, por gala, por ostentación haciendo lo que nadie se atreve a hacer?

- Es verdad, Caro -contestó el bandido-, mi compadre es un bruto, cree con eso manifestar valor, pero yo me río de él.

- Y si yo te suplicara -dijo la joven- que me permitieras pasar por esos arcos, ¿lo consentirías?

- ¿A caballo? -preguntó Quirino con cierto horror volteándose en la silla para ver frente a frente a Carolina-. ¡Qué tontería! nunca lo consentiré.

- No, hombre, no soy tan valiente. Deseo pasar; pero a pie, pues debe ser hermosísima la vista del campo desde esa altura y por eso tengo verdadero antojo de pasar por ahí, ¿qué dices?

- Pero, ¿y si se te va la cabeza y te caes, qué hacemos?

- No, mi alma, soy fuerte, he subido varias veces a la torre de Jantetelco y no me mareo, al contrario, me encanto y estoy contenta ... ¿con que sí, chatito? -y le dio dos palmadas suaves en el hombro.

- Vaya, mujer -contestó el bandido-, pero que te acompañe Gollo, porque yo voy a esperarte con los caballos del otro lado.

El designado para acompañar a Carolina, era otro bandido feroz y quizá más cruel que sus compañeros; así es que aceptó con gusto la comisión; bajando Carolina del caballo, emprendió la marcha escoltada por aquel fascineroso.

Al llegar a la mitad del acueducto, Carolina alzó los ojos al cielo y con presteza, sin que Gabriel pudiese evitarlo, se dejó caer, estrellándose la cabeza en las piedras del fondo de la barranca.

Así murió aquella niña sencilla, enamorada inconsciente de Enrique; la joven hermosa como pocas; pero más bella aún su alma tan grande, que prefirió la muerte a la deshonra.

¡Bien por ella!

Quirino y su escolta presenciaron el accidente, creyó, conociendo el corazón y sentimientos de su colega que éste por envidia, había precipitado a Carolina; por cuyo motivo lo recibió al otro lado de la barranca a balazos, dejándolo tirado en el suelo revolcándose en su sangre.

Ordenó que de Tecajec vinieran algunos hombres para que descendieran a la barranca en busca de la joven.

Luego que el bandido tuvo malicia de que Carolina estaba muerta se puso furioso, sacó el machete, dándole un machetazo a Gallo en la cabeza; con odio, apretando y rechinando los dientes; pero no se conmovió, ni una sola lágrima, ni señal alguna que indicara el sentimiento y el cariño que tuviera a su víctima Carolina, nada, sus manifestaciones eran las de una hiena a quien arrebatan su presa. Por esto no se ocupó más del asunto, y emprendió su marcha dejando a Carolina al cuidado de sus vecinos de Tecajec, y a Gallo tirado en el campo, ordenando que lo dejaran allí para que sirviera de pasto a las aves de rapiña.

Después de las seis de la tarde, llegaron los indígenas a Jantetelco, conduciendo el cadáver de Carolina, que fue visitado durante la noche por todos sus parientes y amigos, admirando al heroico comportamiento de una mujer mexicana que se sacrificó antes que ser deshonrada.

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