Índice de Los plateados de tierra caliente de Pedro RoblesCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XIV

LUTO EN EL ALMA

Más de un mes pasó la familia viviendo automáticamente.

Muchas noches de insomnio pasó Enrique sin poder resolver el problema, si era o no conveniente casarse con Sara, para poder vivir con tranquilidad bajo el mismo techo, evitando así que la diatriba y la calumnia hirieran la honra de la familia y la acrisolada conducta de su prima. Pero ante esas reflexiones, existía la muy poderosa de que muchas veces doña Juana le había encargado especialmente, que por ningún motivo dejara sus estudios y hasta que los concluyese, se casara con la joven.

Nadie dirigía la palabra en la mesa y las más veces, el comedor permanecía desierto porque cada quien se hacía servir en su habitación.

Por fin la juventud y carácter de Enrique vencieron a su ánimo abatido y le hicieron ver claro.

Don Martín se consumía con la violencia, se envejecía a gran prisa, sufría horriblemente y lo que era natural suponer, la enfermedad no dilataría en hacerse sentir. Le dio miedo al fijarse en su padre y se reprochó de su egoísmo y falta de serenidad en el combate que estaba sosteniendo.

- ¡Valor! -dijo, arrodillándose ante un retrato al óleo que conservaba y era de doña Juana-, perdón, madre mía, si abandonándome a mi dolor estoy descuidándome a todo, a lo único que me queda en el mundo y a quien tanto amas -luego, incorporándose siguió diciendo-: Sí, conservaré a mi padre, ya que Dios me llevó al otro ser tan querido de mi alma.

Se compuso el cabello y salió con ademán resuelto, dirigiéndose a la habitación de doña Gertrudis, donde con seguridad encontraría a Sara.

Al verlo ésta, se levantó violentamente de su asiento y ambos jóvenes cayeron el uno en brazos de la otra, sin pronunciar más palabras que ... ¡Enrique! ... ¡Sara! ... derramando los dos copiosas lágrimas como si estuviera presente aún el cadáver de doña Juana.

Enrique fue el primero en reponerse diciendo:

- Basta ya, hermana mía, sentémonos porque tengo que hablar contigo sobre un negocio muy grave.

Sara enjugó su llanto y se dirigió a tomar asiento.

- Habla, Enrique -le dijo a su primo-, ¿qué ocurre? ¿algún otro golpe tenemos que soportar? di, que por grande que sea, ya no podemos tener otro peor.

- ¡Tal sucederá, Sarita, si sólo nos ocupamos de nuestro dolor! Escúchame: he notado, y te ruego que te fijes también, que papá se está consumiendo por la pena; nosotros que debiéramos cuidarlo, animarlo, dándole ejemplo de cristiana resignación, le abandonamos a su tristeza; con nuestra pena, aumentamos la suya. Jóvenes somos, niña querida y debemos dar nuestras fuerzas a quien las necesita; podemos resistir, ahoguemos nuestro dolor y a solas lloremos nuestra desgracia, pero no demos señales de que somos débiles. Ayúdame pues, hermana mía, porque padre se muere si no acudimos en su auxilio.

- ¿Qué hay que hacer, Enrique de mi alma?, ordena, dime, que mi vida será nada, si es necesaria, para que papá no sufra, para que viva feliz.

- No, no te ordeno, Sarita; sino te suplico; comencemos por aparecer menos abatidos. Ahora, durante la comida, no estemos tan tristes; luego con cualquier pretexto, tomas del brazo a tu viejecito, como le dices, le hablas sobre cualquier cosa, hasta que abordando el asunto, procurarás convencerlo para que vaya conmigo a México, a ver si los aires de por allá, calman un poco su pesar.

- Ya te comprendo y en este momento formulo mi plan; vas a saberlo, le diré con mucho cariño: papacito, veo que Enrique está muy triste, con justicia; pero si sigue así, temo mucho que enferme; como te quiere tanto, la noticia le alarma y es seguro que me consultará lo que debe hacer, entonces le contesto: Enrique necesita continuar sus estudios, bien podrá usted indicarle, que es conveniente que marche a México, es posible que ponga alguna resistencia, pero a usted no le han de faltar razones para convencerlo y una vez fuera de aquí, ya con el estudio, o ya con el bullicio de la capital, se distraerá y no estará tan preocupado; usted también lo acompañará, para que no esté tan solo, así la presencia de usted lo reanimará y estando los dos, la vida les será menos molesta y pesada.

Es seguro que papá me pondrá algunas dificultades, pero si no hoy, mañana o pasado lo comprometo; aceptado por él mi consejo, es probable que te indicará de alguna manera mis deseos. Tú deberas oponerte, presentando algunas evasivas de modo indirecto y por último como condición precisa para hacer el viaje, le dices que irás; pero no solo, que sin él no vivirás en México, en fin hermano, ya tienes el camino, tu sabrás salir del paso. ¿Qué te parece Enrique?

- Magnífico -contestó el joven-, tengo fe en que tu pensamiento saldrá bien. Por ahora, adiós. Hasta luego, tía -agregó Enrique dirigiéndose a doña Gertrudis y salió de la habitación.

A la hora de la mesa se presentó Sara, sin el rebozo negro de los días anteriores, se cubrió con un tono azul, que siempre era una variante más agradable a la vista que el de luto, Enrique cambió de traje llevando ahora chaqueta y chaleco blancos y pantalón negro. Sólo don Martín no se cuidó del vestido, era un poco de luto y algo que no lo era, porque para él nada valían las exterioridades; llevaba luto en el alma y lo llevaría siempre, mientras tuviese vida.

Durante la comida procuraron los jóvenes hablar de cosas sencillas e indiferentes, para que la reunión no fuese tan triste como en anteriores días.

Conforme al plan propuesto, al levantarse todos de la mesa, se acercó Sara a don Martín, lo tomó de la mano, dándole palmaditas, y poco a poco se lo fue llevando para el árbol fresno, a cuya sombra en mejores días pasaron ella y Enrique, tantas horas de plácida ventura.

Como el más hábil diplomático fue insinuándose con tanta zalamería y con tan tiernas frases -iguales a las que usa una niña mimada con el autor de sus días-, que don Martín despertaba del letargo, por decirlo así, en que se encontraba desde algún tiempo, y tuvo que sucumbir comprometiéndose a hablar con su hijo.

En la noche después de la cena, protestaron Sara y su tía una ocupación, para dejar a Enrique solo con su padre.

Trabajo y no pequeño, tuvo éste para abordar la cuestión; mas al fin, después de las frases ambiguas se explicó con alguna más claridad. Enrique, al principio, según las instrucciones de Sara, se hizo el remolón, hasta que dándose por vencido por las diversas instancias y observaciones de su padre, convino en marchar a México; pero con la indispensable condición de que lo había de acompañar.

Sólo el gran cariño que Sedeño profesaba a su hijo, a las conversaciones que a cada momento profesaba Sara con él, lo resolvieron a formalizar el viaje.

Al día siguiente, debajo del histórico fresno, testigo de las primeras palabras de amor, ambos jóvenes se dieron cuenta del resultado de sus trabajos.

- Pero bien, Sara -dijo Enrique al comunicarle ésta la resolución de don Martín-, y tú ¿cómo quedas sola, sin más compañía que tía Gertrudis, en este pueblo que tan pocos o ningunos atractivos tiene? ¿qué hago yo sin mi hermana querida?

- Enrique -contestó la joven-, no seamos egoístas, no pensemos en el pesar que tengamos en no vernos. Papá está triste, abatido y enfermo; primero es él, que nosotros; moriremos de pena, lloraré mi ausencia y tú la mía pero es preferible eso a llorar después otra desgracia mayor. Estoy segura que no me olvidarás, a mi vez te ofrezco que sólo tú ocuparás mi pensamiento, seamos fuertes, sacrifiquemos nuestras almas en bien de papacito; si porque él esté contento hay necesidad de arrancarme el corazón, que se haga así, porque este corazón es de mi padre, del padre de mi Enrique; nada temas, lloraré, pero de placer cuando me escribas que mi viejecito ya no está enfermo; que ya no sufre tanto.

- Pero Sara -replicó el joven-, ¿por qué no vienes con nosotros y así nada tendremos que extrañar, ni que desear?

- Enrique, porque así lo quiere el mundo, no me culpes, compadéceme, la sociedad tiene tales exigencias, que contrariarlas es estrellarse inútilmente; ánimo, valor, hermanito mío, vamos, niño -siguió diciendo con mucha gracia tomándole ambas manos-, yo creía que serías más valiente. ¿Me amas? ¿me quieres?

- ¿Y tú me lo preguntas?

- Pues bien mi alma, te suplico que lleves a papá a México y no me repliques más ¡chitón! -y con inocente coquetería, sonriendo picarescamente como una chiquilla, se puso el dedo índice en los labios, haciendo también un gracioso ademán.

La joven tenía razón, ¡cuánto se hubiera dicho y de qué modo tan desfavorable se hubiese comentado el viaje de ambos jóvenes a México!

Enrique, con la vista baja y el corazón hecho pedazos, con resignación y hondo pesar, dijo:

- ¡Está bien Sara, hágase la voluntad de Dios!

Don Martín tuvo también la idea de que la joven los acompañase; pero algunos momentos de conversación con los sólidos argumentos y recursos que Sara sabía usar tan hábilmente, convencieron al señor Sedeño.

¡Pobre Sara! ¡sólo ella sabía cuánta pena contenía su alma! pero ante su amor, estaba su honra. Se sacrificaba separándose del ser querido de su corazón, es verdad; ¿mas qué importaba si así se evitaba una desgracia? Su protector, su padre, el padre de su Enrique -como ella decía-, estaba enfermo, era necesario aliviar sus penalidades y tenía que aceptar el martirio.

Se dispuso por fin la marcha de don Martín y Enrique, saliendo de Jantetelco a los pocos días para llegar a México por la diligencia de Amecameca.

Desde aquel momento don Protasio Rubí quedó dueño absoluto de los intereses de don Sedeño en virtud del poder general que se le había conferido.

El pez cayó en la red.

Los trabajos de fray Narciso, alcanzaron el éxito deseado.

Cumplíase su voluntad.

Índice de Los plateados de tierra caliente de Pedro RoblesCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha