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CAPÍTULO XIII

GOLPE RUDO

Cuatro días más tarde el señor Sedeño llegaba a México acompañado de Macario, su criado de confianza, el cual fue portador de varias cartas escritas por Sara, y que bien pudiera considerárseles como un diario de su vida.

A principios de octubre debería examinarse Enrique; así es que tenía tiempo de estudiar y acompañar a su padre a las diversiones y paseos.

Muy contento éste por los magníficos informes que se le daban de los adelantos del joven, esperaba con avidez el día del examen, porque -según los profesores le habían asegurado-, debiera ser bastante lucido.

El veinticuatro del mismo septiembre, se disponían padre e hijo, a dar un paseo por la calle de La Merced; mas a las tres y media de la tarde, casi al momento de salir, se les presentó un mozo, trayendo la fatal nueva de que dos días antes, doña Juana había sufrido un ataque cerebral.

De pronto ambos quedaron mudos de pena, sin darse cuenta de lo que pasaba. En nada pensaban en aquel momento. ¡Tal era de terrible el golpe asestado a dos almas tan amantes de la señora!

Por un momento quedó el uno frente al otro, sin querer ninguno de ellos ser el primero en romper el silencio para no renovar la herida recién recibida, pero casi al mismo tiempo se repusieron. Los dos, de carácter severo, con la energía que da la desesperación en casos semejantes y nuestros dos personajes con la energía también de la raza a que pertenecían, cobraron ánimo, pues era imposible que a tal grado embargara sus facultades el sentimiento, que olvidaran sus más sagrados deberes.

- ¡Macario! -llamó don Martín con voz firme.

Presentóse el mozo y con ademán resuelto, ordenó:

- Es preciso que en el acto vayas a ensillar los caballos, el mío, el de Enrique y el tuyo; pero pronto, que la señora se muere. Este muchacho que se quede y descanse, vendrá después; pero ve luego.

Los mozos se retiraron.

- Enrique -agregó dirigiéndose al joven-, cambiemos de ropa, para ponernos en marcha.

No se habló más.

Una hora después, los tres viajeros pasaban a todo trote por la garita de San Lázaro, perdiéndose a pocos momentos, envueltos en el polvo de la interminable calzada del Peñón ...

Retrocedamos, para dar algunas explicaciones.

A la separación de don Martín, doña Juana y Sara, vivían como se vive en los pueblos: sin variar, con monotonía.

Sólo la llegada del mozo con cartas de México, les hacía cambiar de vida algunas horas y por desgracia ese placer se dilataba, porque en aquella fecha -como hasta hoy-, cada particular paga su correo, pues no existe entre Jonacatepec y Jantetelco servicio postal, no obstante que son poblaciones de importancia.

Ambas personas iban pasando así sus tristezas, resignadas, porque sabían que don Martín y Enrique estaban sanos y vivían contentos y felices.

La inesperada enfermedad de doña Juana, fue el rayo destructor desprendido de un cielo hermoso y esplendente. Todo era calma y quietud en la casa de Sedeño; pero una tarde sin que antecedente alguno alarmante turbase por un momento tanta ventura, al salir la señora del comedor, fue atacada de una congestión cerebral.

El motivo -según se dijo- fue porque habiendo asistido doña Juana a una función religiosa bastante dilatada y haber tenido que comulgar, se desayunó muy tarde, sirviéndose después del chocolate un gran vaso de leche.

Sara y doña Gertrudis, en los momentos de peligro, tomaron las medidas urgentes y necesarias en casos semejantes. La primera con bastante presencia de ánimo y energía, sobreponiéndose a la pena y natural condición de su sexo, dispuso que fuera llamado un buen práctico residente en Jonacatepec y que dos mozos salieran, el uno rumbo a México a dar aviso a don Martín, y el otro, en solicitud de don Protasio.

Ya sabemos cuál fue la disposición de Sedeño al recibir la fatal noticia.

Don Protasio al momento que tuvo conocimiento de la desgracia de la familia, se ocupó en el acto de comunicado al dominico, porque sabía muy bien cuán importante era para su hermano encontrarse siempre a la cabecera de un moribundo.

A la una de la madrugada -a la 1 a. m. como hoy se dice- llegó el tenedor de libros, y a las diez de la mañana el reverendo su hermano.

Desgraciadamente no se encontraba en aquellos momentos en Jantetelco el señor cura, por cuyo motivo fue muy bien recibido fray Narciso, instalándose sin pérdida de momento en la recámara de la enferma y lo que pasa en estos casos sirviendo de estorbo, e impidiendo con su presencia, que los de la familia y el enfermo obren con libertad, más aún, cuando la naturaleza de la enfermedad exige ciertas medicinas que no pueden aplicarse a presencia de un extraño.

El 26, como a las diez de la noche, llegaron Enrique y don Martín.

Habían caminado, sin tener más descanso, que el absolutamente necesario.

Al llegar a la casa, sin saludar, sin hacer caso de nadie, se precipitaron a la habitación donde se encontraba doña Juana aletargada, sin sentido, sin conocer a persona alguna.

Don Martín se abalanzó a la cama, llamando a su esposa con palabras tiernísimas; pero ella no dio la más pequeña señal de comprender lo que se le decía.

Enrique con los ojos fijos a la enferma, estudiaba los síntomas que presentaba.

Sacó su pañuelo, se limpió la frente y enjugó una lágrima; pero reponiéndose y dando una prueba de lo que valía, sin saludar a su prima -cosa rara por cierto-, llamó al práctico.

- ¿Qué ha ordenado usted doctor? -le preguntó.

El facultativo le dio una breve explicación, conformándose el joven con lo recetado, pues no era posible más, dados los insignificantes elementos de que se podía disponer en aquel pueblo.

- Venga usted conmigo -agregó y se fue acompañado del práctico al despacho para consultar con sus libros.

Como hemos dicho, Enrique estaba bastante adelante en su carrera de medicina, por lo mismo pudo discutir y acordar con el médico el tratamiento que debiera seguirse, y ambos, después de lo determinado, volvieron a la recámara.

Hasta entonces pudo ocuparse de saludar a su prima y a su tía, que inconsolables atendían a la señora.

Apenas se fijó en el fraile haciendo un gesto de disgusto al verlo; pero su padre hablaba con él y tuvo que respetarlo.

Inútiles fueron los esfuerzos de la ciencia, se agotaron los medios que ella indica; de manera que la esposa del señor Sedeño falleció el 28 del mismo mes a las once de la noche.

¡Noche de horrible pena y tormentos indescriptibles para aquella familia! ¡Cuán grande era el vacío que dejaba tan digna y virtuosa señora! ...

Don Martín no se daba cuenta de tan rudo como inesperado golpe.

Enrique y Sara no encontraban consuelo sino llorando.

Cien misas y algunas alhajas para la virgen del Rosario fueron el precio del desinteresado afecto de fray Narciso a la esposa de Sedeño, retirándose a Cuautla muy contento, luego que recibió el presente fruto de sus credos y letanías.

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