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CAPÍTULO XII

HERIDAS DEL ALMA

En la noche Enrique no quiso concurrir al comedor por no encontrarse con fray Narciso. Pretextó tener que arreglar su equipaje y se encerró en su habitación.

Sara estaba inconsolable.

Doña Juana, llorosa.

Don Martín, pensativo.

Sólo el dominico y don Protasio comían a dos carrillos, platicaban sobre distintas materias y reían, sin respetar la pena de la familia.

La cena concluyó pronto y cada quien se fue a su habitación; los tres primeros a no dormir, pues cada quien tenía en qué pensar ...

A las tres de la mañana, una gran animación se notaba en la casa.

Mozos que iban y venían.

Ruido que hacían los estribos de las sillas de montar al chocar en el suelo, relinchos de caballos; en fin, todo lo que constituye en su género, una caravana de las que se formaban en aquellos calamitosos tiempos en la tierra caliente, por la dificultad y peligros que existían para hacer un viaje a México.

Se necesitaba llevar itacate o lo que es lo mismo, un repuesto de pan, queso, carne, chocolate, etcétera, porque en los pueblecillos del tránsito, nada se encontraba para comer.

Era indispensable también una escolta.

Esta se componía de más o menos hombres armados a su manera y como se podía; con mosquetes o pistolas dragonas según lo que cada quien llevaba, porque se alquilaban por un tanto, montados y armados.

Eso sí, a cada guardián de aquellos, primero les faltará la camisa que el indispensable machete suriano ceñido a la cintura.

Chaqueta y calzonera de piel de venado curtida, abierta dicha calzonera de la cintura al tobillo. Sombrero de anchísimas alas caídas en varias direcciones. He ahí el retrato del Chelo, como les llaman en el Estado de Morelos.

No se ha podido averiguar el porqué del dictado o la etimología de la palabra.

Alguien me aseguró que Chelo era derivado de hacendero -gente que vive en la hacienda-. Otros dicen que viene de ranchero -individuo que vive en el rancho-, el hecho es que la palabra existe y con ella se distingue a cierta clase de personas en dicho Estado de Morelos.

Enrique, a la hora que referimos, tomaba té sin sentarse, a la ligera, con su traje de montar, sobre parado, como se dice por allá.

Don Martín andaba de un lado para otro, más bien para ocultar su turbación que para dar sus disposiciones.

Sentadas a corta distancia de la mesa estaban Sara y doña Juana, tristes, llorosas, afligidas y con marcadas muestras de no haber dormido.

A las cuatro de la mañana se despedían de Enrique, montando éste a caballo en el interior de la casa.

Poco tiempo después pasaba el joven por Amayuca para almorzar en Tecajec y pernoctar en Yecapixtla, camino para México.

Fray Narciso y don Protasio ningún caso hicieron de la partida, dormían a pierna suelta. Al primero lo despertó el ruido de los platos que colocaban en la mesa para el desyuno. Antes no daba señal de vida, no obstante que el ruido era capaz de despertar a un lirón; pero nuestro don Narciso corría parejas con el perro aquel del herrero, que ni por más alboroto que se armaba o martillazos que se daban cerca de él, jamás despertaba; pero apenas oía el ruido de los platos, ya se encontraba listo para el ataque a los huesos.

El fraile se levantó al olfatear el desayuno, se compuso el cerquillo, abrió la puerta y apareció con el breviario en la mano en actitud de estar rezando. Su hermano Protasio lo esperaba ya en la puerta de la habitación; se acercó y saludó.

- Vamos a misa, Protasio -dijo el sacerdote. Y uniendo la acción a la palabra, se pusieron en marcha. Al pasar por el comedor donde se encontraba ya la familia, los llamó la señora para que tomaran el desayuno.

- Gracias -contestó el fraile sin dignarse siquiera dar los buenos días-, voy a celebrar el santo sacrificio de la misa y no puedo detenerme.

Y no obstante que veía que la familia pretendía desayunarse, el muy grosero salía ya con su hermano.

- Señor cura -dijo Sara-. ¿Será usted tan amable que se digne esperarnos un momento mientras nos alistamos para ir a misa aunque después tomemos el desayuno?

- ¡Bien!, pero que sea pronto, pues no obstante que Protasio tiene que confesarse, creo que no será muy largo.

Las señoras y don Martín, en ayunas como estaban, concurrieron a la misa.

Fray Narciso no conocía ni por el forro el popular librito Deberes sociales.

Después de la misa y desayuno, Sara y la señora se retiraron a sus habitaciones a llorar la ausencia de Enrique. Sólo el pobre de don Martín tuvo que soportar la presencia del fraile. Casi todo el día lo pasó oyendo el sermón, que a cada momento se le dirigía, a fin de que obligase a su hijo para que abrazara la carrera eclesiástica; mas no sacando ventaja, como la vez que pretendió hacer monja a Sara, cambió sus baterías.

El blanco de sus miras era la fortuna de Sedeño.

En ese sentido venía trabajando hacía tiempo y eso se propuso desde que colocó de secretario o tenedor de libros a su hermano Protasio.

- Señor don Martín -siguió diciendo-, la juventud en México está en peligro constante de perderse; y si no ya ve usted a Enrique, ¡qué ideas está cobijando!, y si a ese paso va, ¡quién sabe a dónde lo conducirán los malos ejemplos! Usted debe estar con él para vigilarlo de cerca, apartarlo del mal camino y evitarle a tiempo los malos pasos; de lo contrario, al perderse Enrique, no es él quien tiene la culpa, sino usted que lo abandona en ese caos de iniquidades. Es necesario cuidar de que no tenga cierta clase de amigos que, por moda o por mala índole, son enemigos de nuestra santa religión.

Bajo este tema obligado, era todo su dircurso, procurando inclinar el ánimo del señor Sedeño a no abandonar a su hijo, con la muy sana intención de que descuidara sus negocios y quedase don Protasio al frente de ellos.

- Señor cura -contestaba aquél-, Enrique ha vivido solo hace muchos años en México y hasta hoy ningún motivo de disgusto he tenido, ninguna queja se me ha dado, ¿por qué, pues, confiar de la moralidad y dedicación de mi hijo?, ¿formo fantasmas donde nada existe?, ¿cómo abandono mis intereses, reverendo padre? »Usted sabe lo que dice el adagio, a lo tuyo, tú, ¿qué hago, señor, entre el porvenir de mi hijo que según usted dice corre peligro -creyendo yo lo contrario- y mis bienes que peligrarán mucho más si no los administro personalmente?, ¿me expongo a perder éstos? Vea usted, cuidando de mis bienes puedo dar una educación esmerada a Enrique, de los contrario, ¡pobre hijo mío, sin las comodidades a que está acostumbrado!

Todo esto lo decía don Martín afligido, torturando su corazón; con sus acciones imploraba compasión; pero el fraile con el alma dura, inflexible, gozando -por decirlo así-, con la pena de Sedeño, aducía más y más razones, que el pobre don Martín creía de buena fe y que escuchaba con respeto y atención.

En la tarde de ese día, fray Narciso abandonó Jantetelco; pero dejando sembrada la duda en el ánimo de don Martín. A veces éste se inclinaba a atender lo que se le decía, creyendo que el porvenir de su hijo corría peligro si lo dejaba solo en México; mas conociendo su carácter y educación, desechaba toda duda; porque amaba cada día más y más a Enrique; ya era una necesidad imperiosa estar cerca de él, para verlo, oír su voz y acariciarlo; por lo mismo, esta razón más bien que los argumentos del fraile, casi casi lo devolvían a dejarlo todo, para seguir al joven.

La casualidad vino, en mala hora, a secundar los propósitos del dominico.

Pocos días después de la escena anterior recibió don Martín una carta de su corresponsal en Puebla, en que le hacía saber que probablemente se perdería el precio de unas mulas que había mandado para su venta, con motivo de la quiebra del corredor a quien fueron consignadas.

Grande fue la aflicción de Sedeño al recibir la noticia, por la dificultad que había de que pudiese arreglar personalmente el asunto no atreviéndose a ir a Puebla, porque tenía forzosamente que pasar por la Barranca de Santos, donde era seguro que lo plagiaran o robaran, pues casi siempre se encontraba por ese rumbo una partida de bandidos.

Mucho pensó don Martín consultando a la vez con su esposa sobre lo que era conveniente hacer, hasta que al fin se resolvió encomendar el asunto a don Protasio Rubí. Este, con mil preámbulos y rodeos -no obstante que lo deseaba-, aceptó el encargo, nada más que, según se expresó, sólo era por gratitud. Con voz melosa y palabras entrecortadas, manifestó que era preciso un poder, para justificar su personalidad.

Don Martín, que nunca, por fortuna, había comparecido en los juzgados, no conocía las triquiñuelas forenses, por lo cual no hizo objeción alguna. No habiendo juez letrado en Jonacatepec, don Protasio redactó a su modo el poder con frases ambiguas; pero que ponían en sus manos los bienes de su poderdante, quien firmó sin dudar por un momento de la buena fe de aquél, ni conocer la ponzoña que contenía lo escrito en el protocolo.

Recibidas las instrucciones correspondientes y armado ya con el poder, marchó don Protasio para Puebla a desempeñar su misión. Dicha sea la verdad, en esta vez se manejó el apoderado con actividad, inteligencia y honra.

En vista del favorable resultado de este primer negocio, el señor Sedeño le confió otras comisiones, que como la anterior fueron desempeñadas con religiosidad, a satisfacción de don Martín, que no pudo menos de admirar la cordura y tino con que don Protasio se manejaba; pero la eficacia de éste no era más que el cebo puesto al anzuelo, para que la pesca fuese más segura y conseguir el objeto que se propusieron él y su hermano.

Cada día de correo recibía don Martín carta de su hijo, acompañada de otra para doña Juana, llena de recuerdos y frases de doble sentido que Sara interpretaba a su favor.

En una de esas cartas le hizo saber a don Martín que a fines de septiembre serían sus exámenes.Grande fue el contento de Sedeño al tener noticia que su hijo debiera exammarse.

Siempre había tenido el pensamiento de presenciar uno de esos exámenes; pero no le había sido posible realizar sus deseos por sus atenciones.

Después de reflexionar bastante resolvió que bien podía ahora, gracias a los buenos oficios del apoderado, separarse aunque fuera unos días para marchar a la capital.

Habló con doña Juana y le dijo:

- Deseo, hija mía, ir a México a presenciar el examen de Enrique; como sabrás, dicho examen deberá ser próximamente, a fines de septiembre o a principios de octubre; me voy con anticipación, para hacer algunas compras de lo que necesitamos; procuro que nuestro Enrique se haga ropa, ya que acerca de esto nada me dice, regresando con él inmediatamente después. Ya te he dicho varias veces que mi sueño dorado no ha sido otro que asistir a un examen de mi hijo para conocer sus adelantos; no he podido hacerlo porque hubiera sido tanto como abandonar mis negocios, mas hoy que cuento con la honradez y probidad de don Protasio, ya puedo disponer de algún tiempo y tener así la satisfacción de cerciorarme cómo se porta Enrique en sus estudios. ¿Qué te parece, María Juana?

- Muy bien pensado, Martín -contestó la señora-, apruebo de todo corazón lo que has resuelto, pues creo muy justo que después de tantos años de trabajar tengas unos días de paseo, sobre todo por el placer que vas a proporcionar a Enrique teniéndote a su lado. Ve, Martín, porque en ello tengo verdadera satisfacción.

- Pues si te parece bien mi resolución, vamos todos; irá Sara, es justo también que se diviertan ustedes y se distraigan, ya que aquí ninguna diversión tienen.

- No, Martín -replicó la señora-. Aplazaré mi viaje para la Nochebuena de este año o para la Semana Santa del entrante, pues entonces hay más en qué distraerse en la capital. ¿Qué dices de esta idea?, ¿te parece?

- Como quieras, hija; se hará lo que tú dispongas.

Don Martín dispuso su viaje, no siendo su despedida como la que tuvo Enrique en meses anteriores, por mediar distintas circunstancias y aunque su ausencia impresionó a todos, se conformaron resignándose, porque fue con el beneplácito de doña Juana.

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