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CAPÍTULO XI

UN FRAILE COMO HAY MUCHOS. LECCIÓN PROVECHOSA

- ¿Vienes Enrique?

Era una voz argentina, armoniosa, como suponemos deben hablar los ángeles.

Un laus Deo, gangoso, nasal chocante, pareció ser el eco de aquella voz angelical.

La salutación latina salía de una calabaza con cerquillo de cerdas, no cabellos, colocada sobre un tonel con capotín de merino blanco que contestaba al nombre de fray Narciso.

El laus Deo en la boca de aquel ser era un insulto sangriento a la divinidad.

Impresionado Enrique con la conversación y con la voz de Sara que lo llamaba, salió del despacho violentamente dando con el codo a quien llegaba, y que despedía un olor desagradable de incienso y rapé.

Los padres de Enrique, en iguales circunstancias que éste, apenas se apercibieron del canto llano de quien pretendía ser recibido.

- ¡Ave María purísima! -volvió a decir el visitante.

- Sin pecado -contestaron simultáneamente doña Juana y su esposo.

Entró, mejor dicho, se dejó escurrir el gruñón importuno.

- ¡Fray Narciso! -exclamó el señor Sedeño entre admirado y gozoso-, pase su reverencia. ¿Qué tan bueno por aquí?

Y se levantó de su asiento, así como doña Juana, dirigiéndose a besar la mano al fraile.

- Santos y buenos días, señores -dijo éste, inflando los carrillos y soplando en señal de fatiga-, celebré mi última misa en Tlayacac y encontrándome tan cerca de ustedes quise tener la honra de hacerles una visita.

- Muy bien hecho -interrumpió don Martín-, agradecemos a usted tal distinción.

- Mas no me agradezcan mucho la visita, porque en realidad, mi principal objeto lo van a saber. Mi hermano Protasio que tanto cariño a tomado a la familia, me remitió un periódico, consultándome lo que debiera hacer. Leí el papelucho, que debe estar prohibido leer, menos a los sacerdotes, y me resolví a venir, para que con las facultades que tengo como ministro de Dios, levante yo la prohibición, una vez que se trata de salvar una alma, apartándola del pecado. Por tanto, si es que nuestra madre, la santa Iglesia ha excomulgado, como debe ser, a los que leen esta clase de impresos, yo, ministro de Jesucristo -aquí tomó un tono solemne y magistral-, suspendo los efectos de esa excomunión, para dar vista al que carece de ella, como dice la sagrada escritura. Vea usted -agregó concluyendo así aquella especie de exorcismo, sermón o rezo, escuchado con gran admiración y sorpresa por Sedeño y su esposa y presentó un papel impreso que traía en la bolsa de pecho.

- ¿Qué significa esto, padre? -preguntó don Martín con más sorpresa aún.

- El Siglo XIX -contestó el fraile, con cierta repugnancia y desprecio.

Aquél no podía comprender de qué se trataba; la algarabía de palabras, dichas en tono nasal y de reponsorio, por fray Narciso, no daban clara luz a su natural inteligencia. Tomó el periódico, sacó sus anteojos y con curiosidad e interés lo primero que procuró leer fue la gacetilla, creyendo encontrar en ella algún párrafo alusivo a su persona o alguna noticia de importancia que le concerniera de algún modo; pero el dominico, arrebatándole el impreso, le dijo:

- No, señor, no es ahí, lea aquí estos perversos -y señaló, dando un golpe con los dedos donde debiera leer don Martín.

Este leyó para sí:

- Poesía leída por el alumno don Enrique Sedeño en la solemne distribución de premios el 20 de enero de 18... en el Teatro principal.

Un gozo inefable, un placer infinito sintió don Martín y casi agradeció a fray Narciso que le hubiese proporcionado la ocasión de conocer las dotes literarias de su hijo. Siguió leyendo en alta voz:

Al nacer de los siglos el presente
el diecinueve le llamó el Creador:
y al bautismo, le arrqjó en la frente
de grata ciencia la sublime flor.

- Adelante va lo bueno -dijo el fraile-, siga usted, lo demás son flores oratorias como le llaman. Todo puede arder en un candil; pero más esto, mire usted, lea -y arrebatando con bastante grosería el periódico, enseñó dónde debiera leerse.

- Aguarde usted reverendo padre, llegaremos allá, no corre prisa, nadie nos molesta, afortunadamente estoy desocupado.

En este momento pidió permiso doña Juana para retirarse.

Don Martín siguió leyendo:

Levanta juventud la frente altiva
y mira al porvenir en lontananza:
estusiasta salúdalo y festiva
que es porvenir de paz y de bonanza.

Allí del bien está la fuente viva
el término está allí de tu esperanza
míralo y marcha con audaz orgullo,
porque ese porvenir es sólo tuyo.

- ¡Bien! ¡muy bien! -agregó el señor Sedeño.

El fraile estaba contrariado, molesto.

- No ahí, señor mío -dijo-, lea usted aquí -y señaló la parte que debiera leerse.

- Pero señor cura, por Dios, si esto está muy bonito.

- Será muy bonito y todo; pero después lo leerá, por ahora lo que importa es aquí. A ver qué le parecen tales disparates, para que me dé su opinión acerca de tanta barbaridad.

- Sea por Dios -dijo el señor Sedeño con bastante calma y enfado-, veamos esa víbora que tanto muerde, reverendo padre. -Y se resignó a leer donde le indicaba el fraile.

Que no se imponga el yugo de la creencia
a la razón que es fuente de verdad.
Libertad absoluta de conciencia,
para adorar a Dios con libertad.

- ¡Perfectamente bien! -interrumpióse a sí mismo don Martín. Sacó un cigarrillo para él, ofreciendo otro a fray Narciso, quien rehusó con cierto desprecio. Compuso aquél su tabaco, lo encendió y siguió leyendo:

Las liturgias y ritos en su esencia
delirios son del hombre y necedad.
Proclama juventud con arrogancia
en los cultos y dogmas tolerancia.

- ¡Bravo!, muy bueno está esto, señor cura.

Este fuera de sí, furioso, porque cuando creía que el padre de Enrique debiera indignarse con la lectura de los versos, lo estaba viendo con calma saborear su cigarro y aplaudiendo, como él decía, las herejías e iniquidades de su hijo.

Dispuesto ya don Martín a continuar la lectura, se le encaró el religioso diciéndole:

- ¡Pero señor don Martín, usted, el católico ferviente, tiene calma para continuar leyendo esas blasfemias que en mala hora sugirió el infierno en la inteligencia de su hijo y escribió el diablo por la mano de éste! ¿No ve usted en esos conceptos un camino de iniquidad, un paso para el infierno?

El señor Sedeño abrió los ojos, indicando así, que no entendía por qué el fraile estaba tan colérico, por lo mismo replicó:

- No veo en esto nada malo, padre cura. Decidme por favor si me engaño.

- Pero don Martín, por Dios santo. ¿No habéis leido bien? Esas ideas son propias de un ateo.

- ¿Cómo? ¿por qué? Explíquese usted, señor mío.

- Me explicaré, don Martín, ya que el amor de padre tanto lo seduce y ciega. ¿No ve usted en esos versos que su hijo quiere una libertad absoluta, para adorar a Dios con libertad, y que la conciencia sea libre también?

- ¿Y eso qué reverendo padre? ¿Recuerda usted lo que le contesté cuando me quería inclinar a que estableciera un oratorio en mi casa mediante una limosna o contribución de quinientos o mil pesos? Refrescaré su memoria. Manifesté a usted que no lo hacía, primero: porque aunque tenía algún dinero destinado a una obra pía, ya había formado mi plan, que consistía en establecer un hospital o dos escuelas en este pueblo que bastante necesita de esas mejoras; segundo, porque no creía que el oratorio fuese de necesidad absoluta, supuesto que existen templos en cuyos edificios únicamente, según creo, deben celebrarse las augustas ceremonias de nuestra religión, evitando así, que se cometan irreverencias como bien puede suceder en las casas particulares. Entonces usted me replicó diciendo: A Dios se le debe adorar en todas partes y de todas maneras, lo mismo en el templo que en la casa, en Rusia que en Africa; sin restricción se debe adorar a la divinidad. ¿Y qué es eso, sino lo que mi hijo dice en los versos? Libertad para adorar a Dios; es decir, lo que usted me aconsejó. Y cuando me invitaba su reverencia para que lo admitiera como mi confesor y que rehusé porque tenía como padre espiritual un sacerdote que sin agravio de nadie, me parecía bastante digno y vistuoso, ¿se acuerda usted lo que me contestó? Voy a repetirle sus palabras. La conciencia es libre con tal que se sujete a la ley de Dios. ¿Cómo, pues, ahora quiere usted sojuzgar la conciencia y tiene a mal que Enrique piense así? ¿Recuerda usted, por último, que en una feria de Tepalzingo me incomodé, porque varios indígenas disfrazados ridículamente bailaban dentro del templo; dormían otros allá mismo y una vieja comisionada por el señor cura, regateaba el precio de unos rosarios, medallas y medidas, como en público mercado? ¿tiene usted presente lo que me dijo? Es preciso ser tolerante, señor don Martín. Esos indígenas con sus saltos creen agradar así más a Dios; respetemos sus creencias. ¿Por qué ahora se incomoda usted que diga Enrique en los cultos y dogmas tolerancia?

- ¿Por qué? ¿Cómo, señor Sedeño? -gritó indignado el fraile. Se metió las manos en los bolsillos y comenzó a pasearse por la pieza.

En este momento entró Enrique en el despacho, contento, satisfecho, radiante de alegría, por haber pasado la tarde en compañía de Sara y de sus buenos amigos.

El administrador de Santa Clara, había suplicado al joven entregase una libranza a su padre y por este motivo le buscó; pero al verlo lívido, molesto y con un periódico en la mano, creyó que el impreso traería la noticia de algún pronunciamiento tan frecuente en aquellos tiempos que causaban tanto mal a los pacíficos propietarios y que ése sería el motivo del malestar de don Martín, por lo cual preguntó con ansiedad:

- ¿Qué pasa padre mío? ¿qué tiene usted, señor?

A esa pregunta, fray Narciso se volvió a él colérico y en voz alta, descompuesta por la emoción, contestó:

- Ay, Enrique, que eres un hereje excomulgado digno de la inquisición y a propósito para un auto de fe; ¿quién eres tú para oponerte a las resoluciones de los concilios y de los santos padres? ¡Llevas muy malos pasos, joven descarriado! ...

Toda la altivez de la indómita sangre azteca que le venía por parte del padre y de la hidalguía ibérica por la de la madre -pues ésta era hija de español-, se rebeló en él. Enardeciéndose su alma con tanta injuria y reproche que a él se dirigía, tanto más injustos los cargos, por cuanto que antes no se le daba a conocer la razón y el por qué de los dicterios. De encarnado que estaba se puso pálido; no podía contener su cólera, ante semejantes insultos; sin embargo se contuvo y esperó a que el fraile continuase. Este siguió diciendo:

- Si sigues con esas diabólicas ideas desarrolladas en ese mamarracho, que tu padre por desgracia ha leído parte -aquí levantó más la voz como si estuviese en un púlpito-, tu padre te maldecirá como te maldigo yo -y usando de la mímica frailuna al levantar la voz, levantó el dedo índice, lo hizo temblar para levantarlo con energía y fuerza al pronunciar el yo último.

Enrique estaba desesperado, en su fatigosa respiración se conocía que estaba a punto de estallar; no obstante con aparente calma y reposo dijo:

- Con perdón de mi padre pregunto a usted señor, ¿con permiso de quién se atreve usted a tutearme como si fuese yo su vil esclavo o el último de sus sacristanes? ¿Con qué derecho se entromete usted en mis asuntos? A no ser que me equivoque, creo que mi padre hasta hoy no me ha nombrado tutor que cuide de mis acciones.

Como el dominico cerró los puños, dio con el pie un golpe en el suelo, abrió los ojos con colérico ademán mirando airadamente a Enrique, éste perdió la paciencia y levantando también el dedo índice, se dirigió a fray Narciso y continuó así:

- Entienda usted que a nadie, a ninguno permito que me insulte, y a menos en mi casa y a presencia de quien me dio el ser. Sólo él alza la voz delante de mí, después de él, ni el Papa se atrevería a hacerlo, mucho menos un miserable reptil como es usted. No soy yo quien lleva malos pasos; sino usted los llevaría por la calle, a no estar aquí el único hombre a quien temo y respeto. Por lo demás, si usted insiste insultándome, me veré en el caso, no de maldecirIo como usted dice que hará conmigo, sino de darle un puntapié, porque pegarIe con mi mano, sería mucha honra para usted.

- ¡Enrique! -exclamó don Martín en tono paternal; pero contrariado, molesto.

- ¡Padre mío! -dijo Enrique cayendo de hinojos ante su padre abrazándole las rodillas-. ¡Perdón! pero culpe usted a su sangre que es la mía y a nuestra raza, que nos ha dado ejemplos mil, de que no se le insulta impunemente, y a nuestros antecesores que nos han enseñado el camino de la verguenza y del honor.

El fraile se propuso hablar, pero apenas dijo:

- Don Martín, jamás, cuando ...

Enrique, incorporándose y mirándolo de arriba abajo, le marcó el alto diciéndole solamente, pero con energía:

- ¡Silencio!

El reverendo nada tenía de valiente, ni digno; así es que alzó los ojos al cielo, los bajó, cruzóse de brazos y se fue a arrodillar delante de un crucifijo que había en el despacho. Enrique besó la mano a su padre en señal de sumisión y respeto.

- Volveré padre mío, cuando ese hombre no esté aquí -y salió sin ver siquiera a fray Narciso.

No era posible que Enrique tratara de otro modo a su reverencia; amigo de los liberales, colaborador en varios periódicos donde tanto se lucieron los eminentes literatos Zarco, Zamacona, Ramírez y otros patriotas que por desgracia no existen ya, era preciso que se expresara con dureza bien merecida. Era necesario hacer que comprendiera aquel intruso regañón, que habían concluido los tiempos de Domingo de Guzmán y Torquemada.

Luego que el joven se separó del despacho, se levantó el fraile y se dirigió a don Martín, diciéndole:

- Señor; me da compasión ese niño cegado por los ardores de la edad. Sería muy conveniente dedicarlo a la carrera sacerdotal.

Aquí espetó al paciente Sedeño un discurso tan pesado, sin sentido y en canto llano ponderando las ventajas de la vida monástica y no sé cuántas cosas más, que el auditorio quedó dormido -lo mismo que pasa en todos los sermones-. El predicador dirigió la vista al amado creyente suyo y lo encontró con la cabeza inclinada, y murmuró para sí: dejemos reflexionar a este buen hombre, mis consejos lo han puesto taciturno; mañana será otro día. Y salió del despacho para incorporarse con su hermano Protasio que lo esperaba fuera.

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