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LIBRO I

VIII

En el que escribe Periquillo algunas aventuras que le pasaron en la hacienda y la vuelta a su casa

A otro día nos levantamos muy contentos; el señor cura hizo poner su coche, y el padre vicario mandó ensillar su caballo para irse a sus respectivos destinos. El padre vicario se despidió de mí con mucho cariño, y yo le correspondí con el mismo, porque era un hombre amable; benéfico y no soberbio ni necio.

Fuérase que yo era nuevo en la casa, o porque tenía un genio más prudente y jovial, las señoras, las muchachas y todos me querían más que a Juan Largo, que era naturalmente tosco y engreído. Con esto, cuando yo decía alguna facetada, la celebraban infinito, y de esto mondaba mi rival Januario, y trataba de vengarse siempre que hallaba ocasión, sin poder yo librarme de sus maldades, porque las tramaba con la capa de la amistad. ¡Abominable carácter de almas viles, que fabrican la traición a la sombra de la misma virtud!

El picarón de Januario no se saciaba de hacerme mal por cuantos medios podía, y siempre fingiéndome una amistad sincera. Una tarde de un día domingo en que se toreaban unos becerros, me metió en la cabeza que entrara yo a torear con él al corral; que eran los becerros chicos; que estaban despuntados; que él me enseñaría; que era una cosa muy divertida; que los hombres debían saber de todo, especialmente de cosas de campo; que el tener miedo se quedaba para las mujeres, y qué sé yo qué otros desatinos, con los que echó por tierra todo aquel escándalo que yo manifesté al vicario la vez primera que vi la tal zambra de hombres y brutos. Se me disipó el horror que me inspiraron al principio estos juegos, falté a mi antigua circunspección en este punto, y atropellando con todo, me entré al corral a pie; porque me juzgué más seguro.

A los principios llamaba al becerro a distancia de diez o doce varas, con cuya ventaja me escapaba fácilmente de su enojo subiéndome a las trancas del corral; mas como en esta vida no hay cosa a que no se le pierda el miedo con la repetición de actos, poco a poco se lo fui perdiendo a los becerros, viendo que me libraba de ellos sin dificultad, y ayudado con los estímulos de mis buenos amigos y camaradas, que a cada momento me gritaban: arrímese, colegial; arrímate hombre, no seas collón; anda, Coquita (Sinónimo de mariquita, maricón, esto es, afeminado), y otras incitaciones de esta clase, me fui acercando más y más a sus testas respetables, hasta que en una de ésas se me puso por detrás de puntillas el señor Juan Largo, y cuando yo quise huir no pude, porque él me embarazó la carrera haciendo que tropezaba conmigo, con cuyo auxilio tan a tiempo, me alcanzó el becerro, y levantándome en el aire con su moliera, me hizo caer en tierra como un zapote, mal de mi grado a la distancia de cuatro a cinco varas.

El maldito novillo, aprovechando mi ineptitud para correr, repitió sobre mí un segundo golpe, mas con tal furia que a mí me pareció que me habían quebrado las costillas con una de las torres de Catedral, y que había volado más allá de la órbita de la luna; pero al dar en el suelo tan furioso costalazo como el que di, no volví a saber de cosa alguna de esta vida.

Quedé privado; subiéronme cubierto con unas mangas, y se acabó la diversión con el susto, creyeron todas las señoras que me había dado golpe mortal en el cerebro.

Quiso Dios que no pasó de una ligera suspensión del uso de los sentidos; pues con los auxilios de la lana prieta (Según el decir popular de aquellos tiempos, la lana prieta era buena para masajear a quien había perdido el sentido), el álcali, ligaduras y otras cosas, volví en mí al cabo de media hora, sin más novedad que un dolorcillo en el hueso cóccix, que no dejaba de molestarme más de lo que yo quería.

Mi buen amigo Januario en aquel primer rato de mi mal, y cuando todos estaban temiendo no fuera cosa grave, se manifestó bien apesadumbrado con toda aquella hipocresía que sabía usar; mas al siguiente día que me vio fuera de riesgo, me cogió a cargo y comenzó a desahogar todas su bufonadas, haciéndome poner colorado a cada momento delante de las muchachas, con el vergonzoso recuerdo de mi pasada aventura, insistiendo en mi desnudez, en la posición de mi camisa y en el indecente modo de mi caída.

Como él con sus truhanadas excitaba la risa de las niñas, y yo no podía negarlo, me avergonzaba terriblemente, y no hallaba más recurso que suplicarle no me sonrojara en aquellos términos; pero mi súplica sólo servía de espuela a su maldita verbosidad, y esto me añadía más vergüenza y más enojo.

A los tres días de este suceso se acabaron las diversiones, y cada huésped se fue para su casa. El malvado Januario había advertido que yo veía con cariño a su prima y que ella no se incomodaba por esto, y trató de pegarme otro chasco que estuvo peor que el del becerro.

Un día que no estaba en casa don Martín, porque se había ido a otra hacienda inmediata, me dijo Januario:

- Yo he notado que te gusta Ponciana, y que ella te quiere a ti. Vamos, dime la verdad; ya sabes que soy tu amigo y que jamás me has reservado secreto. Ella es bonita; tú tienes buen gusto, y yo te lo pregunto porque sé que puedo servir a tus deseos. La muchacha es mi prima y no me puedo yo casar con ella; y así me alegrara que disfrutara de su amor un amigo a quien yo quisiera tanto como a ti.

¿Quién había de pensar que ésta era la red que me tendía este maldito para burlarse de mí a costa de mi honor? Pues así fue, porque yo, tan fácil como siempre, lo creí, y le dije:

- Que tu prima es de mérito, es evidente; que yo la quiero, no te lo puedo negar, pero tampoco puedo saber si ella me quiere o no, pues no tengo por dónde saberlo.

El bribón se apartó de mí por un corto rato, al cabo del cual volvió muy contento y me dijo:

- Todo está hecho. He dado un vomitorio a Poncianita y me ha desembuchado todo; ha cantado redondamente y me ha confesado que te quiere bien. Yo le dije que tú mueres por ella y que deseas hablarle a solas. Ella quisiera lo mismo, pero me puso el embarazo de su madre que la trae todo el día como un llavero. La dificultad, al parecer, es grande; mas yo he discurrido el arbitrio mejor para que ustedes logren sus deseos sin zozobra, y es éste: el tío no ha de venir hasta mañana; ya tú sabes la recámara donde ella duerme con su madre, y sabe que su cama está a la derecha luego que se entra; y así, esta misma noche puedes, entre las once y doce, ir a hablarle todo cuanto quieras, en la inteligencia de que la vieja a esa hora está en lo más pesado de su sueño. Poncianita está corriente; sólo me encargó que entraras con cuidado y sin hacer ruido, y que si no está despierta, le toques la almohada, que ella tiene un sueño muy ligero. Conque, mire usted, señor Periquillo, y qué pronto se han vencido todas las dificultades que te acobardaban; y así no hay que ser zonzo, logra la ocasión antes que se pase, yo ya hice por ti cuanto he podido.

Dos lecciones os da este suceso, hijos míos, de que os deberéis de aprovechar en el discurso de vuestra vida. La primera es para no ser fáciles en descubrir vuestros secretos a cualquiera que se os venda por amigo; lo uno, porque puede no serIo, sino un traidor, como Januario, que trate de valerse de vuestra simplicidad para perderos; y lo otro, porque aun cuando sea un amigo, quizá llegará el caso de no serIo, y entonces, si es un vil como muchos, descubrirá vuestros defectos que le hayáis comunicado en secreto, para vengarse. En todo caso, mejor es no manifestar el secreto que aventurarlo: si quieres que tu secreto esté oculto, decía Séneca, no lo digas a nadie, pues si tú mismo no lo callas, ¿cómo quieres que los demás lo tengan en silencio?

La otra lección que os proporciona este pasaje es, que no os llevéis de las primeras ideas que os inspire cualquiera. El creer lo primero que nos cuentan sin examinar su posibilidad, ni si es veraz o no el mensajero que nos trae la noticia, arguye una ligereza imperdonable, que debe graduarse de necedad, y necedad que puede ser y ha sido muchas veces causa de unos daños irreparables. Por un chisme del perverso Amán iban a perecer todos los judíos en poder del engañado Asuero, y por otro chisme y calumnia del maldito Juan Largo, sufría la niña su prima un castigo y un descrédito injusto.

Llegó la noche, cenamos, me acosté, y me quedé dormido sin acordarme de la consabida cita; cuando a las horas prevenidas, el perro de Januario, que se desvelaba por mi daño, viendo que yo roncaba alegremente, se levantó y fue a despertarme, diciéndome:

- Flojo, condenado, ¿qué haces? Anda, que son las once y te estará esperando Poncianita.

Era mi sueño mayor que mi malicia, y así, más de fuerza que de gana, me levanté en paños menores; descalzo y temblando de frío y de miedo, me fui para la recámara de mi amada, ignorante de la trampa que me tenía urdida mi grande y generoso amigo. Entré muy quedito; me acerqué a la cama, donde yo pensaba que dormía la inocente niña; toqué la almohada, y cuando menos lo pensé, me plantó la vieja madre tan furioso zapatazo en la cara, que me hizo ver el sol a medianoche. El susto de no saber quién me había dado, me decía que callara; pero el dolor del golpe me hizo dar un grito más recio que el mismo zapatazo. Entonces la buena vieja me afianzó de la camisa, y sentándome junto a sí me dijo:

- Cállese usted, mocoso atrevido, ¿qué venía a buscar aquí? Ya sé sus gracias. ¿Así se honra a sus padres? ¿Así se pagan los favores que le hemos hecho? ¿Éste es el modo de portarse un niño bien nacido y bien criado? ¿Qué deja usted para los payos ordinarios y sin educación? Pícaro, indecente, osado, que se atreve a arrojarse a la cama de una niña doncella, hija de unos señores que lo han favorecido. Agradezca que, por respeto a sus buenos padres, no hago que lo majen a palos mis criados; pero mañana vendrá mi marido, y en el día haré que se lleve a usted a México, que yo no quiero pícaros en mi casa.

Yo, lleno de temor y confusión, me le hinqué, lloré y supliqué tanto que no le avisara a don Martín, que al fin me lo prometió. Fuime a mi cama y observé que reía bastante el indigno Januario debajo de la sábana; pero no me di por entendido.

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