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LIBRO I

VII

Prosigue nuestro autor contando los sucesos que le pasaron en la hacienda

Sin embargo de que nos llamaron, el padre vicario continuó diciéndome:

- Por lo que toca a lo que usted me pide acerca de que le instruya de los mejores autores físicos, le digo que no es menester apuntito, porque son muy pocos los que he de aconsejar a usted que lea, y fácilmente los puede encomendar a la memoria. Procure usted leer la Física experimental de los abates Para y Nollet, las Recreaciones filosóficas del padre don Teodoro de Almeida, el Diccionario de física y el Tratado de física de Brisson. Con esto que usted lea con cuidado tendrá bastante para hablar con acierto de esta ciencia en donde se le ofrezca, y si a este estudio quisiere añadir el de la historia natural, como que es tan análogo al anterior, podrá leer con utilidad el Espectáculo de la Naturaleza por Pluche, y con más gusto y fruto la Historia natural del célebre Conde de Buffon, llamado por antonomasia el Plinio de Francia. Estos estudios, amiguito, son útiles, amenos y divertidos, porque el entendimiento no encuentra en ellos lo abstracto de la teología, la incertidumbre de la medicina, lo intrincado de las leyes, ni lo escabroso de las matemáticas.

En esto, viendo que nos tardábamos, salieron a llamarnos otra vez las niñas y señores de la hacienda para que fuéramos a ver las travesuras de los payos y caporales, y tuvimos que suspender o, por mejor decir, cortar enteramente una conversación tan dulce para mí; porque en la realidad me entretenía más que todos los herraderos.

Admiráronse de vernos tan unidos al padre y a mí, creyendo que yo conservara algún resentimiento por el sonrojillo que me había hecho pasar sobre mesa; y aun entre chanzas nos descubrieron su pensamiento; pero yo, en medio de mis desbaratos, he debido a Dios dos prendas que no merezco. La una, un entendimiento dócil a la razón, y la otra, un corazón noble y sensible, que no me ha dejado prostituir fácilmente a mis pasiones. Lo digo así; porque cuando he cometido algunos excesos, me ha costado dificultad sujetar el espíritu a la carne. Esto es, he cometido el mal conociéndolo y atropellando los gritos de mi conciencia y con plena advertencia de la justicia, lo que acaece a todo hombre cuando se desliza al crimen. Por estas buenas cualidades que digo he visto brillar en mi alma, jamás he sido rencoroso; ni aun con mis enemigos; mucho menos con quien he conocido que me ha aconsejado bien, tal vez con alguna aspereza, lo que no es común, porque nuestro amor propio se resiente de ordinario de la más cariñosa corrección, siempre que tiene visos de regaño; y por eso los de la hacienda se admiraban de la amistosa armonía que observaban entre mí y el padre.

Fuímonos, por fin, al circo de la diversión que era un gran corral, en el que estaban formados unos cómodos tabladitos. Sentámonos el padre vicario y yo juntos, y entretuvimos la tarde mirando herrar los becerros y ganado caballar y mular que había.

Conversamos largo rato sobre esto, que es materia muy fértil, y cuando mi amigo el vicario hubo concluido, le dije:

- Padre, estoy pensando que ese demontre de Januario o Juan Largo, mi condiscípulo, luego que sepa los disparates que yo dije del cometa y la justa reprensión de usted, me ha de burlar altamente y en la mesa delante de todos, porque es muy pandorguista y tiene su gusto en pararle la bola, como dicen, a cualquiera en la mejor concurrencia, y yo, ciertamente, no quisiera pasar otro bochorno como el de a mediodía, o ya que él sea tan mal amigo y tan imprudente, que padeciera el mismo tártago que yo, haciéndolo usted quedar mal con alguna preguntita de física, pues estoy seguro que entiende tanto de esto como de hacer un par de zapatos; y así le encargo a usted que me haga este favor y le saque los colores a la cara por faceto.

- Mire usted -me dijo el padre-; a mí me es fácil desempeñar a usted, pero ésa es una venganza, cuya vil pasión debe usted refrenar toda la vida; la venganza denota un alma baja que no sabe ni es capaz de disimular el más mínimo agravio. El perdonar las injurias no es sólo señal característica de un buen cristiano, sino también de un alma noble y grande. Cualquiera, por pobre, por débil y cobarde que sea, es capaz de vengar una ofensa; para esto no se necesita religión, ni talento, ni prudencia, ni nobleza, cuna, educación ni nada bueno; sobra con tener un alma vil, y dejar que la ira corra por donde se le antoje para suscribir fácilmente a los sanguinarios sentimientos que inspira. Pero para olvidar un agravio, para perdonar al que nos lo infiere, y para remunerar la maldad con acciones benéficas, es menester no solamente saber el Evangelio, aunque esto debía ser suficiente, sino tener un alma heroica, un corazón sensible, y esto no es común.

Porque el saber vencerse a sí mismo y sujetar las pasiones es el más difícil vencimiento, y por eso es la victoria más recomendable, y la prueba más inequívoca de un corazón magnánimo y generoso. Por todo esto, me parece que será bueno que usted olvide y desprecie la injuria del señor Januario.

- Pues, padrecito -le dije-, si más valor se necesita para perdonar una injuria que para hacerla, yo, desde ahora, protesto no vengarme ni de Juan Largo ni de cuantos me agravien en esta vida.

- ¡Oh, don Pedrito! -me contestó el vicario-. ¡Cuán apreciable fuera esta clase de protestas en el mundo si todas se llevasen a cabo! Pero no hay que protestar en esta vida con tanta arrogancia, porque somos muy débiles y frágiles, y no podemos confiar en nuestra propia virtud, ni asegurarnos en nuestra sola palabra. A la hora de la tempestad hacen los marineros mil promesas, pero llegando al puerto se olvidan como si no se hubieran hecho.

Poco más duró nuestra conversación cuando se acabó la tarde y con ella aquella diversión, siéndonos preciso trasladamos a la sala de la hacienda.

Como en aquella época no se trataba sino de pasar el rato, todos fueron entreteniéndose con lo que más les gustaba, y así fueron tomando sus naipes y bandolones, y comenzaron a divertirse unos con otros. Yo entonces ni sabía jugar (o no tenía qué, que es lo más cierto ) ni tocar, y así me fui por una cabecera del estrado para oír cantar a las muchachas, las que me molieron la paciencia a su gusto; porque se acercaban hacia mí dos o tres, y una decía:

- Niña, cuéntame un cuento, pero que no sea el de Periquillo Samiento.

Otra me decía:

- Señor, usted ha estudiado, díganos, ¿por qué hablan los pericos como la gente?

Otra decía:

- ¡Ay, niña, qué comezón tengo en el brazo! ¿Si tendré sarna?

Así me estuvieron chuleando estas madamas toda la noche hasta que fue hora de cenar.

Pusose la mesa, sentámonos todos y con todos mi amiguísimo Juan Largo, que hasta entonces se había estado jugando malilla, o no sé qué.

Mientras duró la cena se trataron diversos asuntos. Yo, en uno que otro, metía mi cucharada; pero después de provocado, y siempre con las salvas de: según me parece, yo no tengo inteligencia, dicen, he oído asegurar, etc., pero ya no hablé con arrogancia, como al mediodía; ya se ve, tal me tenía de acobardado el sermón que me espetó el vicario en mis bigotes. ¡Oh, cuánto aprovecha una lección a tiempo!

Se alzó la mesa, y mi buen amigo Juan Largo, dirigiendo a mí la palabra, comenzó a desahogar su genio bufón, lo mismo que yo me había pensado.

- Conque, Periquillo -me dijo-, ¿las cometas son una cosa a modo de trompetas? ¡Vamos, que tú has quedado lucido en el acto del mediodía! Sí, ya sé tus gracias; no sabía yo que tenía por condiscípulo un tan buen físico como tú, y a más de físico, astrónomo. Seguramente que con el tiempo serás el mejor almanaquero del reino. A hombre que sabe tanto de cometas, ¿que cosa se le podrá ocultar de todos los astros habidos y por haber?

Las mujeres, como casi siempre obran según lo que primero advierten, y en esta rechifla no veían otra cosa que una burleta, comenzaron a reír y a verme más de lo que yo quería; pero el padre vicario, que ya me amaba y conocía mi vergüenza, procuró libertarme de aquel chasco, y dijo a don Martín (que ya dije era dueño de la hacienda):

- ¿Conque pasado mañana tiene usted eclipse de sol?

- Sí, señor -dijo don Martín-, y estoy tamañito.

- ¿Por qué? -preguntó el vicario.

- ¿Cómo por qué? -dijo el amo-; porque los eclises son el diablo. Ahora dos años me acordé que estaba ya viniéndose mi trigo, y por el maldito eclis nació todo chupado y ruincísimo, y no sólo, sino que toda la cría de ganado que nació en aquellos días se maleó y se murió la mayor parte. Vea usted si con razón les tengo tanto miedo a los eclises.

- Amigo don Martín -dijo el vicario-, yo creo que no es tan bravo el león como lo pintan; quiero decir que no son los pobres eclipses tan perversos como usted los supone.

- ¿Cómo no, padre? -dijo don Martín-. Usted sabrá mucho, pero tengo mucha esperencia, y ya ve que la esperencia es madre de la cencia. No hay duda, los eclises son muy dañinos a las sementeras, a los ganados, a la salú y hasta a las mujeres preñadas. Ora cinco años me acordé que estaba encinta mi mujer, y no lo ha de creer, pues hubo eclis y nació mi hijo Polinario tencuitas.

- ¿Pero por qué fue esa desgracia? -preguntó el cura.

- ¿Cómo por qué, señor? -dijo don Martín-, porque se lo comió el eclis.

- No se engañe usted -dijo el vicario-; el eclipse es muy hombre de bien, a nadie se come ni perjudica, y si no, que lo diga don Januario. ¿Qué dice usted, señor bachiller?

- No hay remedio -contestó lleno de satisfacción, porque le habían tomado su parecer-; no, no hay remedio -decía-; el eclipse no puede comer la carne de las criaturas encerradas en el vientre de sus madres; pero sí puede dañarlas por su maligna influencia, y hacer que nazcan tencuas o corcovadas, y mucho mejor puede con la misma malignidad matar las crías y chuparse el trigo, según ha dicho mi tío, atestiguando con la experiencia, y ya ve usted, padre mío que quod ab experientia patet non indíget probatione. Esto es: no necesita de prueba lo que ya ha manifestado la experiencia.

- No me admiro -dijo el padre- que su tío de usted piense de esa manera, porque no tiene motivo para otra cosa; pero me hace mucha fuerza oír producirse de igual modo a un señor colegial. Según eso, dígame usted, ¿qué son los eclipses?

- Yo creo -dijo Januario- que son aquellos choques que tienen el sol y la luna, en los que uno u otro salen perdiendo siempre, conforme es la fuerza del que vence; si vence el sol, el eclipse es de la luna, si vence ésta, se eclipsa el sol. Hasta aquí no tiene duda, porque mirando el eclipse en una bandeja de agua, materialmente se ve como pelea el sol con la luna; y se advierte lo que uno u otro se comen en la lucha; y si tienen virtud estos dos cuerpos para hacerse tanto daño siendo solidísimos, ¿cómo no podrán dañar a las tiernas semillas y a las débiles criaturas del mundo?

- Esa es la vulgaridad -respondió el vicario-. Los eclipses en nada se meten, ni tienen la culpa de esas desgracias. Las siembras se pierden, o porque les ha faltado cultivo a su tiempo, o han escaseado las aguas, o la semilla estaba dañada, o era ruin, o la tierra carece de jugos, o está cansada, etc. Los ganados malparen, o las crías nacen enfermas, ya porque se lastiman las hembras, o padecen alguna enfermedad particular que no conocemos, o han comido alguna hierba que las perjudica, etc.; últimamente, nosotros nos enfermamos o por el excesivo trabajo, o por algún desorden en la comida o bebida, o por exponernos al aire sin recato estando el cuerpo muy caliente; o por otros mil achaques que no faltan; y las criaturas nacen tencuas, raquíticas, defectuosas o muertas, por la imprudencia de sus madres en comer cosas nocivas, por travesear, corretear, alzar cosas pesadas, trabajar mucho, tener cóleras vehementes, o recibir golpes en el vientre. Conque vea usted cómo no tienen los pobres eclipses la culpa de nada de esto.

- Bien -dijo don Martín-, pero ¿cómo suceden estas desgracias puntualmente cuando hay eclis?

- La desgracia de los eclipses -dijo el vicario-, consiste en que suceda algo de esto en su tiempo; porque los pobres que no entienden de nada, luego luego echan la culpa a los eclipses de cuantas averías hay en el mundo. Así como cuando uno se enferma, lo primero que hace es buscar achaque a su enfermedad, y tal vez cree que se la ocasionó lo más inocente. Conque, amigo, no hay que ser vulgares, ni que quitar el crédito a los pobrecitos eclipses, que es pecado de restitución.

Celebraron todos al padre vicario, y le pegaron un buen tabardillo al amigo Juan Largo, de modo que se levantó de allí chillándole las orejas. A poco rato nos fuimos a acostar.

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