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LIBRO III

III

En el que nuestro autor cuenta cómo se embarcó para Acapulco; su naufragio; el buen acogimiento que tuvo en una isla donde arribó con otras cosillas curiosas

¡Qué deliciosos son aquellos fantásticos jardines en que solemos pasearnos a merced de nuestros deseos! ¡Qué cuentas tan alegres nos hacemos cuando las hacemos sin la huéspeda, esto es, cuando no prevenimos lo adverso que puede suceder, o lo más cierto, cuando no advertimos que la alta Providencia puede tener decretadas cosas muy distintas de las que nos imaginamos!

Tales fueron las que yo hice en Manila cuando me embarqué con mi ancheta para Acapulco. Once mil pesos empleados en barata, decía yo, realizados con estimación en México, producirán veintiocho o treinta mil; éstos, puestos en giro con el comercio de Veracruz, en un par de años se hacen cincuenta o sesenta mil pesos. Con semejante principal, ya que no soy tonto ni muy feo, ¿por qué no he de pensar en casarme con una muchacha que tenga por lo menos otro tanto de dote? Y, con un capital tan razonable; ¿por qué no he de buscar en otro par de años, ruinmente y libres de gastos, cuarenta o cincuenta talegas? Con éstas ¿por qué no he de poder lograr en Madrid un título de conde o marqués? Seguramente con menos dinero sé que otros lo han conseguido.

Así, ni más ni menos, era mi modo de pensar en aquellos días primeros que navegaba para mi tierra, y si Dios hubiera llenado la medida de mis inicuos deseos, quién sabe si hoy estarían infinitas familias desgraciadas, la mía deshonrada y yo mismo decapitado en un patíbulo.

Siete días llevábamos de navegación, y en ellos tenía yo la cabeza llena de mil delirios con mi soñado virreinato. Bandas, bordados, excelencias, obsequios, sumisiones, banquetes, vajillas, paseos, coches, lacayos, libreas y palacios eran los títeres que bailaban sin cesar en mi loco cerebro, y con lo que se divertía mi tonta imaginación.

Inmediatamente notaron todos mi repentina mutación, porque si antes me habían visto jovial y cariñoso, dentro de cuatro días me veían fastidioso, soberbio e intratable, por lo que unos me ridiculizaban, otros me hacían mil desaires, todos me aborrecían con razón.

Fue el caso, que al anochecer del día séptimo de nuestra navegación comenzó a entoldarse el cielo y a oscurecerse el aire con negras y espesas nubes; el nordeste soplaba con fuerza en contra de nuestra dirección; a pocas horas creció la cerrazón, oscureciéndose los horizontes comenzaron a desgajarse fuertes aguaceros, mezclándose con el agua multitud de rayos que, cruzando por la atmósfera, aterrorizaban los ojos que los veían.

A las seis horas de esta fatiga, se levantó un sudeste furioso; los mares crecían por momentos y hacían unas olas tan grandes, que parecía que cada una de ellas iba a sepultar el navío. Con los fuertes huracanes y repetidos balances, no quedó un farol encendido; a tientas procuraban maniobrar los marineros; la terrible luz de los relámpagos servía para atemorizarnos más, pues unos a otros veíamos en nuestros pálidos semblantes pintada la imagen de la muerte, que por momentos esperábamos.

En este estado, un golpe de mar rompió el timón; otro el palo del bauprés, y una furiosa sacudida de viento quebró el mastelero del trinquete. Crujía la madera y las jarcias, sin poderse recoger los trapos que ya estaban hechos pedazos, porque no podía la gente detenerse en las vergas.

Yo, luego que advertí que el barco se hundía, trepé a la cubierta como gato, y la Divina Providencia me deparó en ella un tablón del que me así con todas mis fuerzas, porque había oído decir que valía mucho una tabla en un naufragio; pero apenas la había tomado, cuando me vi sobreaguar, y a la luz macilenta de un relámpago, vi frente de mis ojos acabarse de ir a pique todo el buque.

Entonces me sobrecogí del más íntimo terror, considerando que todos mis compañeros habían perecido y yo no podía dejar de correr igual funesta suerte.

Sin embargo, el amor de la vida y aquella tenaz esperanza que nos acompaña hasta perderla, alentaron mis desmayadas fuerzas, y afianzado de la tabla, haciendo promesas a millones e invocando a la madre de Dios bajo la advocación de Guadalupe, me anduve sosteniendo sobre las aguas, llevado a la discreción de las olas y de los vientos.

Unas veces el peso de las olas me hundía y otras el aire contenido en los poros de la tabla me hacía surgir sobre la superficie del agua.

Como hora y media batallaría yo entre estas ansias mortales sin ninguna humana esperanza de remedio, cuando, disipándose las nubes, sosegándose los mares y aquietándose los vientos, amaneció la aurora, más hermosa para mí en aquel punto que lo fue para el monarca más pacífico del universo. El sol no tardó en manifestar su bella y resplandeciente cara. Yo estaba casi desnudo y veía la extensión de los mares; pero acobardado mi espíritu con el pasado infortunio, y temeroso siempre de perder la vida en aquel piélago, no podía ver con entero placer las delicias de la Naturaleza.

Aferrado con mi tabla no trataba sino de sobreaguar, temiendo siempre la sorpresa de algún pez carnicero, cuando en esto que oí cerca de mí voces humanas. Alcé la cara, extendí la vista y observé que los que me gritaban eran unos pescadores que bogaban en un bote. Los miré con atención y observé que se acercaban hacia mí. Es imponderable el gusto que sintió mi corazón al ver que aquellos buenos hombres venían volando a mi socorro, y más cuando, abordándome el barquillo con mi tabla extendieron los brazos y me pusieron en su bote.

Al tiempo de desembarcarme, volví en mí del desmayo o pataleta que me acometió, y vi y advertí lo siguiente:

Me pusieron bajo un árbol copado que había en el muelle, y luego se juntó alrededor de mí porción de gente, entre la que distinguí algunos europeos. Todos me miraban y me hacían mil preguntas de mera curiosidad; pero ninguno se dedicaba a favorecerme. El que más hizo me dio una pequeña moneda del valor de medio real de nuestra tierra.

Los isleños pobres me veían, se enternecían, no me daban nada, pero no me molestaban con preguntas, o porque no nos habíamos de entender, o porque tenían más prudencia.

Tres o cuatro horas haría que estaba yo bajo la sombra del árbol robusto sin saber adónde irme, ni qué hacer en una tierra que reconocía tan extraña, cuando se llegó a mí un hombre, que me pareció isleño por el traje, y rico por lo costoso de él, porque vestía un ropón o túnica de raso azul bordado de oro con vueltas de felpa de marta, ligado con una banda de burato punzó (Nombre dado, entre los sederos, esto es, entre los que se dedican a trabajar la seda, al tono más fuerte del color púrpura), también bordada de oro, que le caía hasta los pies, que apenas se le descubrían, cubiertos con unas sandalias o zapatos de terciopelo de color de oro. En una mano traía un bastón de caña de China con puño de oro, y en la otra una pipa del mismo metal. La cabeza la tenía descubierta y con poco pelo; pero en la coronilla o más abajo tenía una porción recogida como los zorongos de nuestras damas, el cual estaba adornado con una sortija de brillantes y una insignia que por entonces no supe lo qué era.

Venían con él cuatro criados que le servían con la mayor sumisión, uno de los cuales traía un paya, como ellos dicen, o un paraguas, como le decimos nosotros, el cual paraguas era de raso carmesí con franjas de oro, y también venía otro que por su traje me pareció europeo, como en efecto lo era, y nada menos que el intérprete español. Luego que se acercó a mí, me miró con una atención muy patética que manifestaba de a legua interesarse en mis desgracias, y por medio del intérprete me dijo:

- No te acongojes; náufrago infeliz, que los dioses del mar no te han llevado a las islas de las Velas (Islas a las cuales también se les conocía con el nombre de islas de los ladrones), donde hacen esclavos a los que el mar perdona. Ven a mi casa.

Diciendo esto, mandó a sus criados que me llevaran en hombros. Al instante se suscitó un leve murmullo entre los espectadores que remató un sinnúmero de vivas y exclamaciones.

Inmediatamente advertí que aquél era un personaje distinguido, porque todos le hacían muchas reverencias al pasar.

No me engañé en mi concepto, pues luego que llegué a su casa advertí que era un palacio, pero un palacio de la primera jerarquía. Me hizo poner en un cuarto decente; me proveyó de alimentos y vestidos a su uso, pero buenos, y me dejó descansar cuatro días.

Al cabo de ellos, cuando se informó de que yo estaba enteramente restablecido del quebranto que había padecido mi salud en el naufragio, entró en mi cuarto con el intérprete, y me dijo:

- Y bien, español, ¿es mejor mi casa que la mar? ¿Te hallas bien aquí? ¿Estás contento?

- Señor -le dije-, es muy notable la diferencia que me proponéis; vuestra casa es un palacio, es el asilo que me ha libertado de la indigencia y el más seguro puerto que he hallado después de mi naufragio; ¿no deberé estar contento en ella y reconocido a vuestra liberalidad y beneficencia?

Desde entonces me trató el isleño con el mayor cariño. Todos los días me visitaba y me puso maestros que me enseñaran su idioma, el que no tardé en aprender imperfectamente, así como él sabía el español, el inglés y francés, porque de todos entendía un poco, aunque lo chapurraba mucho con el suyo.

Sin embargo, yo hablaba mejor su idioma que él el mío, porque estaba en su tierra y me era preciso hablar y tratar con sus naturales. Ya se ve, no hay arte más pronto y eficaz para aprender un idioma, que la necesidad de tratar con los que lo hablan naturalmente.

A los dos o tres meses ya sabía yo lo bastante para poder entender al isleño sin intérprete, y entonces me dijo que era hermano del tután o virrey de la provincia, cuya capital era aquella isla llamada Saucheofú; que él era su segundo ayudante, y se llamaba Limahotón. A seguida se informó de mi nombre y de la causa de mi navegación por aquellos mares, como también de cuál era mi patria.

Yo le satisfice a todo, y él mostró condolerse de mi suerte, admirándose igualmente de algunas cosas que le conté del reino de Nueva España.

Al día siguiente a esta conversación me llevó a conocer a su hermano, a quien saludé con aquellas reverencias y ceremonias en que me habían instruido; y el tal tután me hizo bastante aprecio, pero con todo su cariño, me dijo:

- ¿Y tú, qué sabes hacer? Porque aunque en esta provincia se usa la hospitalidad con todos los extranjeros pobres, o no pobres, que aportan a nuestras playas, sin embargo, con los que tratan de detenerse en nuestras ciudades no somos muy indulgentes, pasado cierto tiempo, sino que nos informamos de sus habilidades y oficios para ocuparlos en lo que saben hacer, o para aprender de ellos lo que ignoramos.

Sorprendido me quedé con tales avisos, porque no sabía hacer cosa de provecho con mis manos, y así le contesté al tután:

- Señor, yo soy noble en mi tierra, y por esto no tengo oficio alguno mecánico, porque es bajeza en los caballeros trabajar corporalmente.

Perdió su gravedad el mesurado mandarín al oír mi disculpa, y comenzó a reír a carcajadas, apretándose la barriga y tendiéndose sobre uno y otro cojín de los que tenía a los lados, y cuando se desahogó, me dijo:

- ¿Conque en tu tierra es bajeza trabajar con las manos? Luego cada noble en tu tierra será un tután o potentado, y según eso todos los nobles serán muy ricos.

- No, señor -le dije-, no son príncipes todos los nobles, ni son todos ricos; antes hay innumerables que son pobrísimos, y tanto, que por su pobreza se hallan confundidos con la escoria del pueblo.

- Pues entonces -decía el tután-, siendo esos ejemplares repetidos, es menester creer que en tu tierra todos son locos caballerescos, pues mirando todos los días lo poco que vale la nobleza a los pobres, y sabiendo lo fácil que es que el rico llegue a ser pobre y se vea abatido aunque sea noble, tratan de criar a los hijos hechos unos holgazanes, exponiéndolos por esta especie de locura a que mañana y otro día perezcan en las garras de la indigencia.

- No, señor -le respondí-; a los nobles y a los ricos los dirigen sus padres por las dos carreras ilustres que hay, que son las armas y las letras; y en cualquiera de ellas son utilísimas a la sociedad.

- Muy bien me parece -dijo el virrey- ¿Conque a las armas o a las letras está aislada toda la utilidad por venir de tus nobles? Yo no entiendo esas frases. Dime, ¿qué oficios son las armas y las letras?

- Señor -le contesté-, no son oficios sino profesiones, y si tuvieran el nombre de oficios serían viles y nadie querría dedicarse a ellos. La carrera de las armas es aquella donde los jóvenes ilustres se dedican a aprender el arte de la guerra con el auxilio del estudio de las matemáticas, que les enseña a levantar planos de fortificación, a minar una fortaleza, a dirigir simétricamente los escuadrones, a bombear una ciudad, a disponer un combate naval, y a cosas semejantes, con cuya ciencia se hacen los nobles aptos para ser buenos generales y ser útiles a su patria, defendiéndola de las incursiones de los enemigos.

- Esa ciencia es noble en sí misma y demásiado útil a los ciudadanos -dijo el chino-, porque el deseo de la conservación individual de cada uno exige apreciar a los que se dedican a defenderlos. Muy noble y estimable carrera es la del soldado, pero dime: ¿por qué en tu tierra son tan exquisitos los soldados? ¿Qué, no son soldados todos los ciudadanos? Porque aquí no hay uno que no lo sea. Tú mismo, mientras vivas en nuestra compañía, serás soldado y estarás obligado a tomar las armas con todos, en caso de verse acometida la isla por enemigos.

- Señor -le dije-, en mi tierra no es así. Hay porciones de hombres destinados al servicio de las armas, pagados por el rey, que llaman ejército o regimientos; y esta clase de gente tiene obligación de presentarse sola delante de los enemigos, sin exigir de los demás, que llaman paisanaje, otra cosa que contribuciones de dinero para sostenerse, y esto no siempre, sino en los graves apuros.

- Pero todo esto es conversación. Yo no entiendo de la política de tu rey, ni de los demás de Europa, y mucho menos tengo noticia del carácter de sus naciones; y pues ellos, que son los primeros interesados, así lo disponen, razón tendrán, aunque siempre me admiraré de este sistema. Mas supuesto que tú eres noble, dime, ¿eres soldado?

- No, señor -le dije-, mi carrera la hice por las letras.

- Bien -dijo el asiático-; ¿y qué has aprendido por las letras o las ciencias, que eso querrás decir?

Yo, pensando que aquél era un tonto; según había oído decir que lo eran todos los que no hablaban castellano, le respondí que era teólogo.

- ¿Y qué es teólogo? -dijo el tután.

- Señor -le respondí-; es aquel hombre que hace estudio de la ciencia divina, o que pertenece a Dios.

- ¡Hola! -dijo el tután-. Este hombre deberá ser eternamente adorable. ¿Conque tú conoces la esencia de tu Dios a lo menos? ¿Sabes cuáles son sus atributos y perfecciones, y tienes talento y poder para descorrer el velo a sus arcanos? Desde este instante serás para mí el mortal más digno de reverencia. Siéntate a mi lado, y dígnate ser mi consejero.

Me sorprendí otra vez con semejante ironía y le dije:

- Señor, los teólogos de mi tierra no saben quién es Dios ni son capaces de comprenderlo; mucho menos de tantear el fondo infinito de sus atributos, ni de descubrir sus arcanos. Son unos hombres qué explican mejor que otros las propiedades de la Deidad y los misterios de la religión.

- Es decir -contestó el chino-, que en tu tierra se llaman teólogos los santones, sabios o sacerdotes que en la nuestra tienen noticias más profundas de la esencia de nuestros dioses, de nuestra religión o de sus dogmas; pero por saber sólo esto y enseñarlo no dejan de ser útiles a los demás con el trabajo de sus manos; y así a ti nada te servirá ser teólogo de tu tierra.

Viéndome yo tan atacado, y procurando salir de mi ataque a fuerza de mentiras, creyendo simplemente que el que me hablaba era un necio como yo, le dije que era médico.

- ¡Oh! -dijo el virrey-. Ésa es gran ciencia, si tú no quieres que la llame oficio. ¡Médico! ¡Buena cosa! Un hombre que alarga la vida de los otros y los arranca de las manos del dolor es un tesoro en donde vive. Aquí están los cajones del rey abiertos para los buenos médicos inventores de algunos específicos que no han conocido los antiguos. Ésta no es ciencia en nuestra tierra, sino un oficio liberal, y al que no se dedican sino hombres muy sabios y experimentados. Tal vez tú serás uno de ellos y tendrás tu fortuna en tu habilidad; pero la veremos.

Diciendo esto, mandó traer una hierba de la maceta número diez de su jardín. Trajéronla y poniéndomela en la mano, me dijo el tután:

- ¿Contra qué enfermedad es esa hierba?

Quedeme embarazado con la pregunta, pues entendía tanto de botánica como de cometas cuando desatiné sobre éstos en Tlanepantla; pero acordándome de mi necio orgullo, tomé la hierba, la vi, la olí, la probé, y lleno de satisfacción dije:

- Esta hierba se parece a una que hay en mi tierra que se llama parietaria o tianguispepetla, no me acuerdo bien de ellas, pero ambas son febrífugas.

- ¿Y qué son febrífugas? -preguntó el tután, a quien respondí que tenían especial virtud contra la fiebre o calentura.

- Pues me parece -dijo el tután- que tú eres tan médico como teólogo o soldado; porque esta hierba, tan lejos está de ser remedio contra la calentura, que antes es propísima para acarrearla, de suerte que tomadas cinco o seis hojitas en infusión de medio cuartillo de agua, encienden terriblemente en calenturas al que las toma.

Descubierta tan vergonzosamente mi ignorancia, no tuve más escape que decir:

- Señor, los médicos de mi tierra no tienen obligación de conocer los caracteres particulares de las hierbas, ni de saber deducir las virtudes de cada una por principios generales. Básteles tener en la memoria los nombres de quinientas o seiscientas, con la noticia de las virtudes que les atribuyen los autores para hacer uso de esa tradición a la cabecera de los enfermos, lo que se consigue fácilmente con el auxilio de las farmacopeas.

- Pues, a ti no te será tan fácil -dijo el mandarín- persuadirme a que los médicos de tu tierra son tan generalmente ignorantes en materia del conocimiento de las hierbas como dices. De los médicos como tú, no lo negaré; pero los que merezcan este nombre sin duda no estarán enterrados en tan grosera estupidez que, a más de deshonrar su profesión, sería causa de infinitos desastres en la sociedad.

- Eso no os haga fuerza, señor -le dije-, porque en mi tierra la ciencia menos protegida es la medicina. Hay colegios donde se dan lecciones del idioma latino, de filosofía, teología y ambos derechos; los hay donde se enseña mucho y bueno de química y física experimental, de mineralogía o del arte de conocer las piedras que tienen plata, y de otras cosas; pero en ninguna parte se enseña medicina. Es verdad que hay tres cátedras en la universidad, una de prima, otra de vísperas y la tercera de methodo medendí, donde se enseña alguna cosita, pero esto es un corto rato por las mañanas, y eso no todas las mañanas; porque a más de los jueves y días de fiesta, hay muchos días privilegiados que dan asueto a los estudiantes, los que por lo regular, como jóvenes, están más gustosos con el paseo que con el estudio. Por esta razón, entre otras, no son en mi tierra comunes los médicos verdaderamente tales, y si hay algunos que llegan a adquirir este nombre, es a costa de mucha aplicación y desvelos, y animándose a este, o a aquel hábil profesor para aprovecharse de sus luces.

- Atendríame yo a ellos -dijo el tután-, pues a lo menos se aplican a consultar a la Naturaleza en una parte tan necesaria a la medicina como el conocimiento de las clases y virtudes de las hierbas. En efecto, en tu tierra habrá boticarios que curarán con más acierto que muchos médicos. Cuanto me has dicho me ha admirado, porque veo la diferencia que hay entre los usos de una nación y los de otra.

Lo cierto es que tú no eres médico ni aun puedes servir para aprendiz de los de acá y así di qué otra cosa sabes con que puedes ganar la vida.

Aturdido yo con los aprietos en que me ponía el chino a cada paso, le dije que tal vez sería útil para abogacía.

- ¿Abogacía? -dijo él- ¿Qué cosa es? ¿Es el arte de bogar en los barcos?

- No, señor -le dije-; la abogacía es aquella ciencia a que se dedican muchos hombres para instruirse en las leyes nacionales, y exponer el derecho de sus clientes ante los jueces.

Al oír esto, reclinóse el tután sobre la mesa poniéndose la mano en los ojos y guardando silencio un largo rato, al cabo del cual levantó la cabeza, y me dijo:

- ¿Conque en tu tierra se llaman abogados aquellos hombres que aprenden las leyes del reino para defender con ellas a los que los ocupan, aclarando sus derechos delante de los tutanes o magistrados?

- Eso es, señor, y nomás.

- ¡Válgame Tien! -dijo el chino- ¿Es posible que en tu tierra son tan ignorantes que no saben cuáles son sus derechos, ni las leyes que los condenan o favorecen? No me debían tan bajo concepto los europeos.

- Señor -le dije-, no es fácil que todos se impongan en las leyes por ser muchas, ni mucho menos en sus interpretaciones, las que sólo pueden hacer los abogados, porque tienen licencia para ello, y por eso se llaman licenciados ...

- ¿Cómo, cómo es eso de interpretaciones? -dijo el asiático- ¿Pues qué, las leyes no se entienden según la letra del Legislador? ¿Aún están sujetas al genio sofístico del intérprete? Si es así, lástima tengo a tus connaturales, y abomino el saber de sus abogados. Pero sea de esto lo que fuere, si tú no sabes más de lo que me has dicho, nada sabes; eres inútil, y es fuerza hacerte útil porque no vivas ocioso en mi patria. Limahotón, pon a este extranjero a que aprenda a cardar seda; a teñirla, a hilarla y a bordar con ella, y cuando me entregue un tapiz de su mano, yo le acomodaré de modo que sea rico. En fin, enséñale algo que le sirva para subsistir en su tierra y en la ajena.

Diciendo esto, se retiró, y yo me fui bien avergonzado con mi protector, pensando cómo aprendería al cabo de la vejez algún oficio en una tierra que no consentía inútiles ni vagos Periquillos.

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