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LIBRO III

II

Prosigue nuestro autor contando su buena conducta y fortuna en Manila. Refiere su licencia, la muerte del coronel, su funeral y otras friolerillas pasaderas

En los ocho años que viví con el coronel, me manejé con honradez, y con la misma correspondí a sus confianzas, y esto me proporcionó algunas razonables ventajas, pues mi jefe, como me amaba y tenía dinero, me franqueaba el que yo le pedía para comprar varias anchetas en el año, que daba por su medio a algunos comerciantes para que me las vendiesen en Acapulco. Ya se sabe que en los efectos de China, y más en aquellos tiempos y a la sombra de las cajas que llaman de permiso, dejaban de utilidad un ciento por ciento, y tal vez más. Con esto es fácil concebir que en cuatro viajes felices que logré hicieran mis comisionados, comenzando con el principalillo de mil pesos, al cabo de los ocho años yo ya contaba como míos cosa de ocho mil, adquiridos con facilidad y conservados con la misma, pues no tenía en qué gastarlos, ni amigos que me los disiparan.

El día mismo que se cumplieron los ocho años de mi condena, contados desde el día en que me pasaron por cajas (Hacerse de razón, esto es, tomar libremente consciencia de se es soldado, y recibir a contraparte, tal filiación) en México, me llamó el coronel y me dijo:

- Ya has cumplido a mi lado el tiempo que debías haber cumplido entre la tropa como por castigo, según la sentencia que merecieron en México tus extravíos. En mi compañía te has portado con honor, y yo te he querido con verdad, y te lo he manifestado con las obras. Has adquirido, desterrado y en tierra ajena, un principalito que no pudiste lograr libre en tu patria; esto, más que a fortuna, debes atribuirlo al arreglo de tus costumbres, lo que te enseña que la mejor suerte del hombre es su mejor conducta, y que la mejor patria es aquella donde se dedica a trabajar con hombría de bien. Hasta hoy has tenido el nombre de asistente, aunque no el trato; pero desde este instante ya estás relevado de este cargo, ya estás libre, toma tu licencia; ya sabes que tienes en mi poder ocho mil pesos, y así, si quieres volver a tu patria, prevén tus cosas para cuando salga la nao.

- Señor -le dije yo enternecido por su generosidad-, no sé cómo significar a V. S. mi gratitud por los muchos y grandes favores que le he debido, y siento mucho la proposición de V. S., pues ciertamente, aunque celebro mi libertad de la tropa, no quisiera separarme de esta casa, sino quedarme en ella aunque fuera de último criado; pues bien conozco que desechándome V. S., pierdo no a mi jefe ni a mi amo, sino a mi bienhechor, a mi mejor amigo, a mi padre.

- Vamos, deja eso -dijo el coronel-; el decirte lo que has oído, no es porque esté descontento contigo ni quiera echarte de mi casa (que debes contar por tuya), sino por ponerte en entera posición de tu libertad, pues aunque me has servido como hijo, viniste a mi lado como presidiario, y por más que no hubieras querido, hubieras estado en Manila este tiempo. Fuera de esto considero que el amor de la patria, aunque es una preocupación, es una preocupación de aquellas que, a más de ser inocentes en sí, pueden ser principio de algunas virtudes cívicas y morales.

- Muy bien está eso, señor -dije yo-; justo será amar a la patria por haber nacido en ella o por las conexiones que ligan a los hombres entre sí, pero eso que se quede para los que se consideren hijos de su patria y para aquellos con quienes ésta haya hecho los oficios de madre, pero no para mí, con quien se ha portado como madrastra. En mis amigos he advertido el más sórdido interés de su particular provecho, de modo que cuando he tenido un peso he contado un sinfín de amigos, y luego que me han visto sin blanca, han dado media vuelta a la derecha, me han dejado en mis miserias, y hasta se han avergonzado de hablarme; en mis parientes he visto el peor desconocimiento, y la mayor ingratitud en mis paisanos. ¿Conque a semejante tierra será capaz que yo la ame como patria por sus naturales? No, señor; mejor es reconocerla madre por sus casas y paseos, por su Orilla, Ixtacalco y Santa Anita, por su San Agustín de las Cuevas, San Ángel y Tacubaya, y por estas cosas así. De verdad aseguro a V. S. que no la extraño por otros motivos. Ni un alma de allá me debe la memoria más mínima, al paso que hasta sueño la fiesta de Santiago, y hasta las almuercerías de las Cañitas y de Nana Rosa (1).

- No, no te esfuerces mucho en persuadirme ese tu modo de pensar -dijo el coronel-; pero sábete que eres muy amuchachado y muy injusto. Verdad es que no sólo para ti, sino para muchos es la patria madrastra; pero prescindiendo de razones políticas que embarazan en cualquier parte la igualdad de fortunas en todos sus naturales, has de advertir que muchos por su mala cabeza tienen la culpa de perecer en sus patrias por más que sus paisanos sean benéficos; porque, ¿quién querrá exponer su dinero ni franquear su casa a un joven disipado y lleno de vicios? Ninguno, y en tal caso los tales pícaros ¿deberán quejarse de sus patrias y de sus paisanos, o más bien de su estragada conducta? Tú mismo eres un testigo irrefragable de esta verdad; me has contado tu vida pasada; examínala y verás cómo las miserias que padeciste en México, hasta llegar a verte en una cárcel, reputado por ladrón, y por fin confinado a un presidio, no te las granjeó tu patria ni la mala índole de tus paisanos sino tus locuras y tus perversos amigos.

Le di un estrecho abrazo por su favor, y concluyó esta seria sesión quedándome en su compañía con la confianza de siempre y disfrutando las mismas satisfacciones; pero estaba muy cerca el plazo de mi felicidad; se acabó presto.

Como a los dos meses de estar ya viviendo de paisano, un día, después de comer, le acometió a mi amo un insulto apoplético, tan grave y violento, que apenas le dio una corta tregua para recibir la absolución sacramental, y como a las oraciones de la noche, falleció en mis brazos dejándome en el mayor pesar y desconsuelo.

Al día siguiente, apenas se divulgó por la ciudad la muerte del coronel, cuando se llenó la casa de gente; ¿pero de qué gente? De doncellas pobres, de viudas miserables, de huérfanos desamparados y otros semejantes infelices, a quienes mi amo socorría con el mayor silencio, cuya subsistencia dependía de su caridad.

Estaba el cadáver en el féretro, en medio de la sala, rodeado de todas aquellas familias desgraciadas que lloraban amargamente su orfandad en la muerte de su benefactor, a quien con la mayor ternura le cogían las manos, se las besaban, y regándolas con el agua del dolor, decían a gritos:

- Ha muerto nuestro bienhechor, nuestro padre, nuestro mejor amigo ... ¿Quién nos consolará? ¿Quién suplirá su falta?

Ni la publicidad, ni la concurrencia de los grandes señores que suelen solemnizar estas funciones por cumplimiento, bastaba a contener a tanto miserable que se consideraba desamparado y sujeto desde aquel momento al duro yugo de la indigencia. Todos lloraban, gemían y suspiraban, y aun cuando daban treguas a su llanto, publicaban la bondad de su benefactor con la tristeza de sus semblantes.

No desampararon el cadáver hasta que lo cubrió la tierra. La música fúnebre lograba las más dulces consonancias con los tristes gemidos de los pobres, legítimos dolientes del difunto, y las bóvedas del sagrado templo recibían en sus concavidades los últimos esfuerzos del más verdadero sentimiento.

Concluida esta religiosa ceremonia, me volví a la casa lleno de tal dolor, que en los nueve días no estuve apto ni para recibir los pésames.

Pasado este término, el albacea hizo los inventarios; se realizó todo, y se cumplió la voluntad del testador, entregándome la parte que me tocaba, que fueron tres mil y pico de pesos, los que recibí con harta pesadumbre por la causa que me hacía dueño de ellos.

Pasados cerca de tres meses me hallé más tranquilo, y no me acordaba tanto de mi padre y favorecedor; ya se ve que me duró la memoria mucho tiempo respecto de otros, pues he notado que hijos, mujeres y amigos de los difuntos, aun entre los que se precian de amantes, suelen olvidados más presto, y divertirse a este tiempo con la misma frescura que si no los hubieran conocido, a pesar de los vestidos negros que llevan y les recuerdan su memoria.

Para esto emplee con tiempo mis monedas, comprando bien barato, y cuando fue tiempo de que la nao se alistara para Acapulco, me despedí de todos mis amigos y de los de mi amo, a cuya memoria, antes que otra cosa, dispuse que se le hiciese un solemne novenario de misas, lo que se me tuvo muy a bien, y concluido esto, salí para Cavite y me embarqué con todos mis intereses.


Notas

(1) Fueron mentadas, antiguamente, las sabrosas enchiladas y bocadillos que se hacían tras de Regina en un jacal de canas, de donde la almuercería tomó el nombre de La Cañitas. En tiempos posteriores se puso un bodegón inmediato a la misma iglesia, con el mismo nombre, pero sin la antigua fama, que ya también desapareció. A orillas de la acequia: en el Paseo de la Viga había un jardincito donde Nana Rosa, que vivió cerca de cien años, con su afabilidad y genialidades atraía a los mexicanos a pasar en su casa alegres días de campo, haciéndose pagar muy bien los almuerzos que condimentaba, y hasta hoy hacen papel en los libros de cocina los envueltos de Nana Rosa.

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