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LIBRO II

XV

En el que Periquillo cuenta la aventura funesta del egoísta y su desgraciado fin de resultas de haberse encallado la nao; los consejos que por este motivo le dio el coronel y su feliz arribo a Manila

Cuando estuve restablecido de mi accidente, subí a la cubierta y ya no vi nada de tierra, sino cielo, agua y el buque en que navegábamos, lo que no dejaba de atemorizarme bastante, y más cuando interiormente reflexionaba en todos los riesgos que me rodeaban.

Estas funestas consideraciones y nada pánicos temores pasaba algunos ratos del día, hasta que al cabo de un mes, viendo que nada adverso sucedía, los fui desechando poco a poco y haciéndome, como dicen, a las armas, en tal grado que ya me era gustosa la navegación, pues en las noches de luna reflejaba ésta en las ondas, haciéndolas lucir como si fueran un espejo, lo que, junto con los repetidos celajes que se observaban por los horizontes, nos divertía bastante, y más cuando el viento que soplaba en la popa era el que se quería para navegar aprisa y sin riesgo de nortes tempestuosos, pues entonces, descansando de maniobrar los marineros, gustábamos todos ya de la conversación de los comerciantes, oficialidad y pasajería decente que subían sobre cubierta a gozar de la hermosa noche, ya de los que tocaban y cantaban, y ya de la naturaleza pacífica cual se nos manifestaba en aquellos ratos.

Me acuerdo que en uno de ellos se puso a platicar conmigo un comerciante que se había hecho mi amigo; porque había menester la protección del coronel en Manila y veía la estimación que yo disfrutaba de él. En la conversación le conté los trabajos que había padecido en el discurso de mi vida, exagerándolos sin motivo.

Él lo escuchaba todo con fría indiferencia, lo que no dejó de escandalizarme; y por ver si era genial o lo afectaba, le dije:

- Cierto que somos desgraciados los mortales: ¡cuántos males nos rodean desde la cuna y cuántos daños padecemos, no ya de uno en uno, sino de generación en generación!

- ¿Y qué se le da a usted de eso? -me dijo con mucha socarra-. ¿Los padece usted?

- No los padezco -le dije-, pero me lastima que los padezcan mis prójimos, a quienes debo considerar como a mis hermanos, o más bien como a partes de mí mismo.

- ¡Oh!, vaya -dijo el comerciante-, usted es uno de los muchos preocupados que hay en el mundo: ¡ya se ve!, es usted un pobre soldado que no tiene motivo de ser instruido.

No dejé de incomodarme con tal disculpa; y así le dije:

- Quizá, no soy tan lerdo como usted supone, y podré hacerle ver que no todos los soldados son de principios ordinarios ni carecen tal cual de instrucción; y si no, dígame usted, ¿por qué me juzga preocupado? ¿Porque le dije que me dolían los males que padecía mi prójimo como si fuera mi hermano o una parte de mí mismo?

- Sí, señor, porque creer eso -me dijo-, es una preocupación. Nosotros mismos somos nuestros hermanos. Y harto haremos si vemos por nosotros solamente sin mezclamos con el resto de los hombres, a no ser que nos redunde algún provecho particular de sus amistades.

- Según eso -le dije-, no deberemos ser amigos sino de aquellos que nos sirvan o nos den esperanzas de servirnos en algún tiempo.

- Cabalmente así debe ser -me contestó-. Y aquí encaja bien el refrán que dice: que el amigo que no da, y el cuchillo que no corta, que se pierdan poco importa. Y ya usted ve que los refranes son evangelios chiquitos.

- Yo entiendo -le dije- que no todos lo son; antes hay algunos falsos y disparatados de que no se debe hacer caudal, en cuyo número pongo el que usted acaba de citarme, pues habrá muchos amigos cuya amistad será utilísima aunque no den nada más que su estimación, sus consejos o su enseñanza, y cierto que la pérdida de éstos será sensible a quien conozca lo que valen.

- Esas son pataratas -me contestó-; consejos, estimación, enseñanza y todo lo que no es dinero o cosa que lo valga, son fantasmas agradables que sólo pueden divertir muchachos, pero que no traen gota de utilidad. Yo, por mí, detesto de semejantes amigos; no, no me empeñaré en buscarlos, y si tengo alguno sin esta diligencia, no se me dará nada de que se pierdan.

- ¿Conque usted sólo será amigo del que le proporcione dinero?

- No hay otros que merezcan mi amistad -me respondió-; y las desgracias de éstos las sentiré, por lo que puedan tocarme, que por lo demás cada uno se rasque con sus uñas.

Escandalizado al escuchar tan inefables máximas, mudé de conversación y a poco rato me separé de su lado.

Al día siguiente, estando peinando al coronel, le conté mi anterior conversación, y él me dijo:

No te espantes, Pedro, de haber hallado tal dureza en ese comerciante, ni te escandalice su avaricia e interés. Hay muchos en el mundo que piensan y obran lo mismo que él: ése es un gran egoísta, y como tal, es ambicioso, cruel, y adulador; vicios comunes a los que piensan que para ellos solos se hizo el mundo; pero este sujeto, a más de egoísta tiene la desgracia de ser un necio, pues se jacta de sus mismos vicios y los descubre sin disfraz, que es por lo que te has escandalizado; mas sábete que este vicio está tan extendido en el mundo, que de cada cien hombres dudo que haya uno que no sea egoísta.

Ya sabes que se entiende por egoísta el que se ama a sí propio con tal inmoderación que atropella los respetos más sagrados cuando trata de complacerse o de satisfacer sus pasiones. Según esto el egoísmo no sólo es un vicio temible, porque ha sido y es causa de cuantas desgracias han acaecido y acaecen a los mortales diariamente, sino que es un vicio el más detestable, pues es la raíz de todos los delitos que se cometén en el mundo; de suerte que nadie es criminal antes que ser egoísta. Todos pecan por darse gusto y porque se aman demasiado, que vale tanto como decir que todos pecan porque son egoístas, y mientras más egoístas son, por consecuencia, son más pecadores.

De semejante manera me instruía siempre mi buen mentor, y no perdía las ocasiones que se le presentaban oportunas para el efecto, pero por desgracia entonces sembraba en tierra dura; sin embargo, a la vuelta de mis extravíos, muy mucho me han servido sus saludables advertencias.

Ya navegaba yo contento pensando que todo el monte era orégano y todo mar pacífico, cuando me sacó de este confiado error uno de aquellos accidentes de mar que no se sujetan a la práctica de los mejores pilotos.

Una noche que estaba enfermo el primer piloto, dejó encargado el cuidado de la brújula a un segundo, que aunque diestro en el manejo del timón, era mortal, y acosado del sueño se durmió sobre el banco sin que ninguno lo advirtiera, y todos los pasajeros hicimos lo mismo con la seguridad del tiempo favorable que nos hacía.

Como dormido el pilotín, quedó el buque con la misma libertad que el caballo sin gobierno en la rienda, tomó el rumbo que quiso darle el aire, y en lo más tranquilo de nuestro sueño nos despertó el bronco ruido que hizo la quilla al arrastrarse en la arena.

El primero que advirtió la desgracia fue el buen piloto, que no había podido dormir a causa de sus dolencias. Inmediatamente, desde su camarote, comenzó a gritar:

- Orza, orza, vira a babor ... que nos varamos ... banco ... banco.

Toda la tripulación, el contramaestre, los pasajeros y toda la gente despertó y se pusieron a maniobrar, pero ya no alcanzaban a remediar el mallas primeras recetas que había dictado el práctico piloto; lo más que hicieron fue amarrar el timón y recoger las lonas, con cuya diligencia no se enterró más la embarcación.

Se hizo una solemne junta de los pilotos y jefes, y en ella se determinó probar cuantos medios fueran posibles para libertarnos del riesgo que nos amenazaba; y en virtud de esta resolución se echaron al agua todos los botes y lanchas, desde las cuales tiraban del buque atado con cables; pero esta diligencia fue enteramente inútil, ya como consecuencia se determinó ejecutar la última, y fue alijar o aligerar el navío, echando al mar cuanto peso fuera bastante para que sobreaguara.<

Ya se sabe que la nao de China a su regreso de Acapulco no lleva más carga que víveres y plata; en esta virtud, supuesto que los víveres no se debían echar al agua, el decreto recayó sobre la plata. Se separó el caudal del rey, que llaman situado, y los marineros comenzaron a tirar baúles y cajones de dinero, según que los cogían y sin ninguna distinción.

Mi maestro y jefe abrió sus baúles, sacó sus papeles y dos mudas de ropa, y él mismo, junto conmigo, dio con ellos en el mar, sirviendo su ejemplo de un poderoso estímulo para que casi todos los señores oficiales y comerciantes hicieran lo mismo, si no alegres, porque nadie podía hacer este sacrificio contento, a lo menos conformes, porque no había esperanzas de libertar la vida de otra manera.

- Sobran minas, amigos -decía en el fervor de la fatiga-; con poco basta al hombre para vivir; los créditos de ustedes quedan seguros en este caso y libres de toda responsabilidad; lo único que se pierde es la ganancia; pero con el sacrificio de ésta compraremos todos nuestra futura existencia. Comparemos la vida con el dinero, y veremos que la vida es el mayor bien del hombre, y el primero a cuya conservación debemos atender; y el dinero, los pesos, las onzas de oro, no son más que pedazos de piedra beneficiados, sin los cuales puede vivir el hombre felizmente. Ea, pues, seamos liberales cuando nada perdemos, compremos nuestras vidas y las de tantos pobres que nos acompañan a costa de una tierra blanca o amarilla, o llámense metales de oro y plata, y no queramos perecer abrazados de nuestros tesoros como el codicioso Creso.

Con éstas y semejantes exhortaciones avaloraba mi amado coronel los ánimos decaídos de los que veían sepultada la utilidad de sus sudores en el abismo profundo de la mar; y así echando cada uno, como dicen, pecho por tierra, trabajaba en destruirse y asegurarse al mismo tiempo, arrojando al mar sus respectivos caudales, señalando el lugar con una boya; pero no bien hubieron tocado los baúles y cajones del egoísta (que veía frescamente la escena sentado sobre ellos), cuando juró, perjuró, blasfemó, ofreció galas considerables, e hizo cuantas diligencias pudo por librar sus intereses, pero no le valió; los marineros, gente pobre y que en estos casos no respeta ni Rey ni Roque, lo hicieron a un lado y arrojaron al mar sus baúles y cajones.

Quizá éstos eran los más pesados que llevaba el buque, pues luego que se vio libre de ellos comenzó a sobreaguar, y espiando el barco por la popa con el anclote esperanza y la ayuda del cabrestante, salimos a mar libre y se desencajó del banco en un momento.

No es posible ponderar el regocijo que ocupó los corazones de todos al verse libres de un riesgo del que pocas navegaciones escapan, y más que ya muchos habíamos creído morir de hambre. Sólo el práctico, flojo y el miserable egoísta estaban ocupados de la mayor melancolía, que en este último pasó a la más funesta desesperación, pues cansado de llorar, jurar, renegar y desmecharse, viendo que el barco se apartaba del lugar donde dejaba su tesoro, lleno de rabia y ambición, dijo:

- ¿Para qué quiero la vida sin dinero?

Y diciendo y haciendo, se arrojó al mar, sin que lo pudiéramos estorbar ninguno de cuantos estábamos a su lado.

En vano fue la diligencia de echar al agua una guindola, pues como no sabía nadar, en cuanto cayó se fue a plomo y desapareció de nuestra vista, dejándonos llenos de compasión y espanto.

El piloto, que no soltaba la sonda de la mano, cuando se vio fuera de los bancos y en un lugar proporcionado, hizo fondear la nao y asegurada con las anclas; se recogieron las velas, se amarró el timón y se echaron al mar todos los esquifes, botes y lanchas que llevábamos; y tripulándose con la gente más útil y algunos buenos buzos, se embarcó con ellos y fue a tentar la restauración de los caudales, lo que consiguió con tan feliz éxito, que ayudado del tiempo sereno qué corría, a las veinticuatro horas ya estaban en el navío todos los baúles y cajones de plata que se habían tirado, hasta los del infeliz y avaro egoísta, cuyo cuerpo tuvo menos suerte que su dinero, y quién sabe si su alma la tendría más desgraciada que su cuerpo.

Reembarcados los intereses en el navío y reconocidos por sus dueños por respectivas marcas, se hizo una general promesa a María Santísima en muy justa acción de gracias por tanto beneficio, y tomada razón de los cajones y baúles que pertenecían al egoísta, se entregaron en depósito al coronel para que los pusiera en manos de su desgraciada familia, que era más digna de poseerlos.

Este hombre, cuya memoria se perpetuó en la mía, no perdía, como he dicho, las ocasiones de instruirme, y según su loable sistema, que jamás seré bastante a agradecer, un día que lo peinaba, se acordó del desgraciado fin del egoísta y me dijo:

¿Te acuerdas, hijo, del pobre de don Anselmo? ¡Pobrecito! Él se echó al mar y perdió la vida, y quizás el alma, por la falta de su dinero.

¡Ah, dinero, funesto motivo de la ruina temporal y eterna de los hombres! Días ha que un gentil llamó neciamente sagrada (mejor hubiera dicho maldita) el hambre del oro, y exclamó que ¿a qué no obligaría a los mortales? Hijo: nunca sean la plata ni el oro los resortes de tu corazón; jamás la codicia y el interés sea el eje sobre el que se mueva tu voluntad.

No son estas proposiciones metafísicas, antes tocan las puertas de la evidencia. Luego que en alguna parte se descubren una o dos minas ricas, se dice estar aquel pueblo en bonanza, y es precisamente cuando está peor. No bien se manifiestan las vetas cuando todo se encarece; se aumenta el lujo; se llena el pueblo de gentes extrañas, acaso las más viciosas; corrompen éstas a las naturales; en breve se convierte aquel real en un teatro escandaloso de crímenes; por todas partes sobran juegos, embriagueces, riñas, heridas, robos, muertes y todo género de desórdenes. Las más activas diligencias de la justicia no bastan a contener el mal ni en sus principios. Todo el mundo sabe que la gente minera es por lo regular viciosa, provocativa, soberbia y desperdiciada. Pero se dirá que estos defectos se notan en los operarios. Conque no me nieguen esto, que es más claro que la luz, me basta para probar lo que quiero.

No creas que me he desviado mucho del asunto principal adonde dirijo mi conversación. Esto que te he dicho es para que adviertas que la abundancia de oro y plata está tan lejos de hacer la verdadera felicidad de los mortales, que antes ella misma puede ser causa de su ruina moral, así como lo es la decadencia política de los Estados, y por tanto no debemos ni hacer mal uso del dinero, ni solicitarlo con tal afán, ni conservarlo con tal anhelo, que su pérdida nos cause una angustia irreparable, que tal vez nos conduzca a nuestra última ruina, como le sucedió al necio don Anselmo.

Este desgraciado creyó que toda su felicidad pendía de la posesión de unos cuantos tepalcates brillantes; perdiólos en su concepto; la negra tristeza se apoderó de su avaro corazón, y no pudiendo resistirla, se precipitó al mar en el exceso de su desesperación, perdiendo de una vez el honor, la vida, y plegue a Dios no haya perdido el alma.

Este funesto suceso lo presenciaste, y jamás te acordarás de él sin advertir que el oro no hace nuestra felicidad, que es un gran malla avaricia, y debemos huirla con empeño posible.

Yo lo que te aconsejo es que no hagas consistir tu felicidad en las riquezas; que no las desees ni las solicites con ansia; y tenidas, que no las adores ni te hagas esclavo de ellas; pero también te aconsejo que trabajes para subsistir, y últimamente, que apetezcas y vivas contento con la medianía, que es el estado más oportuno para pasar la vida tranquilamente.

Este consejo es sabio y dictado por el mismo Dios en el cap. XXX, v. 9, de los Proverbios, en boca de aquel prudente que decía: Señor no me déis ni pobreza ni riquezas; concededme solamente lo necesario para pasar la vida; no sea que en teniendo mucho me ensoberbezca y os abandone diciendo: ¿quién es el Señora o que viéndome afligido, por la pobreza me desespere y hurte o vulnere el nombre de mi Dios perjurando ...

Aquí llegaba el coronel, cuando interrumpió su conversación el palmoteo y vocerío de los grumetes y gente de mar que gritaban alborozados sobre la cubierta:

- ¡Tierra! ¡Tierra!

Al eco lisonjero de estas voces, todos abandonaron lo que hacían y subieron, unos con anteojos y otros sin ellos, para certificarse por su vista o por la ajena de si era realidad lo que habían anunciado los gritos de los muchachos.

Cuanto más avanzaba el navío sobre la costa, más se aseguraban todos de la realidad, lo que fue motivo para que el comandante mandara dar aquel día a la tripulación un buen refresco y ración doble, que recibieron con mayor gusto cuando el piloto, que ya estaba restablecido, aseguró que con la ayuda de Dios y el viento favorable que nos hacía, al día siguiente desembarcaríamos en Cavite.

Aquella noche y el resto del día prefijado se pasó en cantos, juegos y conversaciones agradables, y como a las cinco de la tarde dimos fondo en el deseado puerto.

La plana mayor comenzó a desembarcar en la misma hora, y yo logré esta anticipación con mi jefe. Al día siguiente se verificó el desembarque general, y concluido, trataron todos de pasar a Manila, que era el lugar de su residencia, siendo de los primeros nosotros, como que el coronel no tenía conexiones de comercio que lo detuvieran.

Llegamos a la ciudad, entregó mi coronel la gente forzada al gobernador, puso los caudales del egoísta en manos de su familia, ocultándole con prudencia el triste modo de su muerte, y nos fuimos para su casa, en la que le serví y acompañé ocho años, que eran los de mi condena, y en este tiempo me hice de un razonable capital por sus respetos.

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