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LIBRO II

XIV

Aquí cuenta Periquillo la fortuna que tuvo en ser asistente del coronel, el carácter de éste, su embarque para Manila y otras casillas pasaderas

Cuando a los hombres no los contiene la razón, los suele contener el temor del castigo. Así me sucedió en esta época en que, temeroso de sufrir los castigos que había visto padecer a algunos de mis compañeros, traté de ser hombre de bien a pura fuerza, o a lo menos de fingirlo, con lo que logré no experimentar los rigores de las ordenanzas militares, y con mis hipocresías y adulaciones me capté la voluntad del coronel, quien, como dije, me llevó a su casa y me acomodó de su asistente.

Ya sin ninguna protección en la tropa procuré granjearme la estimación de mis jefes, ¿qué no haría después que comencé a percibir el fruto de mis fingimientos con el aprecio del coronel? Fácil es concebirlo.

Yo le escribía a la mano cuanto se le ofrecía, hacía los mandados de la casa bien y breve, lo rasuraba y peinaba a su gusto, servía de mayordomo y cuidaba del gasto doméstico con puntualidad, eficacia y economía, y en recompensa contaba con el plato, los desechos del coronel, que eran muy buenos y pudiera haberlos lucido un oficial, algunos pesitos de cuando en cuando, mi entero y absoluto relevo de toda fatiga, que no era lo menos, tal cual libertad para pasearme y mucha estimación del caballero coronel, que ciertamente era lo que más me amarraba. Al fin, yo había tenido buenos principios y me obligaba más el cariño que el interés. Ello es que llegué a querer y a respetar al coronel como a mi padre, y él llegó a corresponder mi afecto con el amor de tal.

Sea por la estimación que me tenía, o por lo que yo le servía con la pluma, pocos ratos faltaba de su mesa, y era talla confianza que hacía de mí, que me permitía presenciar cuantas conversaciones tenía. Esto me proporcionó saber algunas cosas que regularmente ignoran los soldados, y quién sabe si algunos oficiales.

Hijo, no están reñidas las letras con las armas. El hombre siempre es hombre en cualquier clase que se halle, y debe alimentar su razón con la erudición y el estudio. Algunos oficiales he conocido que, aplicados únicamente a sus ordenanzas y a su Colón, no sólo no se han dedicado a ninguna clase de estudio ni lectura, sino que han visto los demás libros con cierto aire de indiferencia que parece desprecio, creyendo, y mal, que un militar no debe entender más que de su profesión, ni tiene necesidad de saber otra cosa; sin advertir que, como dice Saavedra en su Empresa, una profesión sin noticia ni adorno de otras es una especie de ignorancia; por eso también he visto que estos sujetos han tenido que representar al convidado de piedra en las conversaciones de gente instruida, quedándose, como dicen vulgarmente, como tontos en vísperas, sin hablar una palabra; y son los que han sabido tomar mejor partido que los que han querido meter su cuchara y salirse de la corta esfera a que han aislado su instrucción, que apenas lo han intentado cuando han prorrumpido en mil inepcias, granjeándose así, cuando menos, el concepto de ignorantes.

Sí tú, Pedro, llegares alguna vez a ser oficial, procura ilustrar tu entendimiento con los libros, y aplícate a ignorar cuanto menos puedas.

No quiero que seas un omniscio, ni que faltes a tus precisas obligaciones por el estudio; pero sí que no mires con desdén los libros, ni creas que un militar, por serlo, está disculpado para chorrear disparates en cualquiera conversación, pues en este caso los que lo advierten, o lo tienen por un necio, pedante, o tal vez su falta de instrucción la atribuyen a la humildad de sus principios.

Por el contrario, un militar instruido es apreciado en todas partes, hace número en la sociedad de los sabios, y él mismo recomienda su cuna manifestando su finura sin tener que acreditarla con el documento de sus divisas.

No están, repito, reñidas las letras con las armas; antes aquéllas suelen ser y han sido mil veces ornamento y auxilio de éstas. Don Alonso, rey de Nápoles, preguntado que a quién debía más, si a las armas o a las letras, respondió: En los libros he aprendido las armas y los derechos de las armas. Muchos militares ha habido que, penetrados de estos conocimientos, se han aplicado a las letras lo mismo que a las armas, y nos han dejado en sus escritos un eterno testimonio de que supieron manejar la pluma con la misma destreza que la espada. Tales fueron los Franciscos Santos, los Gerardos Lobos, los Ercillas y otros varios.

Por lo que respecta a tu conducta en el caso supuesto, no debes ser menos cuidadoso. Debes vestirte decente sin afeminación, ser franco sin llaneza, valiente en la campaña, jovial y dulce en tu trato familiar con la gente, moderado en tus palabras y hombre de bien en todas tus acciones. No imites el ejemplo de los malos, no quieras parecer más bien hijo de Adonis que amigo de Marte; jamás seas hazañero ni baladrón; ni a título del carácter militar, según entienden mal algunos, seas obsceno en tus palabras ni grosero en tus acciones; ésta no es marcialidad, sino falta de educación y poca vergüenza. Un oficial es un caballero, y el carácter de un caballero debe ser atento, afable, cortés y comedido en todas ocasiones. Advierte que el rey no te condecora con el distintivo de oficial, ni condecora a nadie, para que se aumenten los provocativos, los atrevidos, los irreligiosos; los gorrones ni los pícaros; sino para que, bajo la dirección de unos hombres de honor, se asegure la defensa de la religión católica, su corona, y el bien y tranquilidad de sus estados.

Reflexiona que lo que en un soldado merece pena como dos, en un oficial debe merecerla como cuatro, porque aquél, las más veces, será un pobre plebeyo sin nacimiento, sin principios, sin educación y acaso sin un mediano talento, y por consiguiente sus errores merecen alguna indulgencia; cuando, por el contrario, el oficial que se considera de buena cuna, instrucción y talento, seguramente debe reputarse más criminal, como que comete el mal con conocimiento, y se halla obligado a no cometerlo con dobles empeños que el soldado vulgar.

Últimamente, si te hallares algún día en este caso, esto es, si algún día fueres oficial, lo que no es imposible, y por desgracia fueres de mala conducta, te aconsejo que no blasones de la limpieza de tu sangre, ni saques a la plaza las cenizas de tus buenos abuelos en su memoria, pues estas jactancias sólo servirán para hacerte más odioso a los ojos de los hombres de bien, porque mientras mejores hayan sido tus ascendientes, tanta más resultará tu perversidad, y tú mismo darás a conocer tu mala inclinación, pues probarás que te empeñaste en ser malo no obstante haber tenido padres buenos, que es felicidad no bien conocida y agradecida en este mundo.

Tales eran los consejos que frecuentemente me daba el coronel, quien a un tiempo era mi jefe, mi amo, mi padre, mi amigo, mi maestro y bienhechor, pues todos estos oficios hacía conmigo aquel buen hombre.

Sin embargo, como mi virtud no era sólida, o más bien no era virtud sino disimulo de mi malicia, no dejaba yo de hacer de las mías de cuando en cuando a excusas del coronel. Sabía visitar a mis amigos, que entonces eran soldados, pues no tenía otros que apetecieran mi amistad; iba al cuartel unas veces, y otras a las almuercerías, bodegas de pulquerías y lupanares adonde me llevaban mis camaradas; jugaba mis alburillos muy seguido, cortejaba mis ninfas, y después que andaba estas tan inocentes estaciones y conocía que el jefe estaba en casa, me retiraba yo a ella a leer, a limpiar la casaca, a dar bola a las botas y a continuar mis hipócritas adulaciones.

El frecuente trato que tenía con los soldados me acabó de imponer en sus modales. Entre ellos era yo maldiciente, desvergonzado, malcriado, atrevido y grosero a toda prueba. Algunas veces me acordaba del buen ejemplo y sanas instrucciones del coronel; pero, ¿cómo había de dejar de hacer lo que todos hacían? ¿Qué hubieran dicho de mí si delante de ellos me hubiera yo abstenido de hacer o decir alguna picardía u obscenidad por observar los consejos de mi jefe? ¿Qué jácara no hubieran formado a mi cuenta si hubieran escuchado de mi boca los nombres de Dios, conciencia, muerte, eternidad, premios o castigos divinos? ¿Qué burla no me hubieran hecho si descuidándome hubiera intentado corregirlos con mi instrucción o con mi buen ejemplo, permitiendo que hubiera sido capaz de darlo? Mucha, sin duda; y así yo, por no malquistarme con tan buenos amigos, y porque no me llamaran el mocho, el beato o el hipócrita, concurría con ellos a todas sus maldades, y a pesar de que algunas me repugnaban, yo procuraba distinguirme por malo entre los majos, atropellando con todos los respetos divinos y humanos a trueque de granjearme su estimación y los dulces y honoríficos epítetos de veterano, buen pillo, corriente, marcial y otros así con que me condecoraban mis amigos. Lo único que estudiaba era el modo de que mis diabluras no llegaran a la noticia de mi jefe, si por no sufrir el castigo condigno, como por no perder la conveniencia que sabía por experiencia que era inmejorable.

En las tertulias que tenía con los soldados, les oí algunas veces murmurar alegremente de los sargentos. De unos decían que eran crueles, de otros que eran ladrones y que se aprovechaban de su dinero comprando camisas, zapatos, etc., a un precio y cargándoselos a ellos a otro. En fin, hablaban de los pobres sargentos las tres mil leyes: Yo consideraba que tal vez serían calumnias y temeridades, pero no me atrevía a replicarles, porque como no había estado bajo el dominio de los sargentos el tiempo necesario para experimentarlos, no podía hablar con acierto en la materia.

Así pasé algunos meses hasta que llegó el día de partimos para Acapulco, como lo hicimos, conduciendo los reclutas que habían de ser embarcados para Manila.

No hubo novedad en el camino; llegamos con felicidad a la ciudad de los reyes, puerto y fortaleza de San Diego de Acapulco. No me admiraron sus reales tamarindos, ni la ciudad, que por la humildad de sus edificios, mal temperamento y pésima situación, me pareció menos que muchos pueblos de indios que había visto; pero en cambio de este disgusto, tuve la sorprendente complacencia de ver por la primera vez el mar, el castillo y los navíos, que supuse serían todos como el San Fernando Magallanes, que estaba anclado en aquella bahía. A más de esto me divertí con las morenas del país, que aunque desagradables a la vista del que sale de México, son harto familiares y obsequiosas.

También regalé mi paladar con el pescado fresco, que lo hay muy bueno y en abundancia, y así con estas bagatelas entretuve las incomodidades que sufría con el calor y la poca sociedad, pues no tenía muchos amigos. A más de esto, la privación de las diversiones de esta ciudad y el temor de la navegación, que me urgía bastante, como urge al que jamás se ha embarcado y tiene que fiar su vida a la furia de los vientos y a la ninguna firmeza de las aguas no dejaba de mortificarme algunas veces.

Llegó el día en que nos habíamos de dar a la vela. Se entregaron al capitán los forzados, nos embarcamos, se levantaron las anclas, cortaron los cables, y con el buen viaje gritado por los amigos y curiosos que estaban en el muelle, fuimos saliendo de la bocana a la ancha mar.

Desde este primer día nos pronosticó el cielo una feliz navegación, pues a poco de habernos alejado del puerto se levantó un viento favorable que, llenando las velas que se habían desplegado enteramente, nos hacía volar a mi entender con la mayor serenidad, pues a las cuatro horas de navegación ya no veía yo, ni con anteojos, las que llaman Tetas de Coyuca; que son los cerros más elevados del Sur, y la primera tierra que se descubre desde el mar.

Esto algo me entristeció, como que sabía lo largo de la navegación que me esperaba. Tampoco dejé de marearme y padecer mis náuseas y dolor de cabeza como bisoño en semejantes caminos; pero pasada esta tormenta, continué mi viaje alegremente.

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