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VI

Mientras talnto, el diablo empezó seriamente a hacer el amor a Soloja. Hacía tales mohínes al besarle la mano, que enteramente parecía un concejal besando la de la hija del pope. Llevándose la mano al corazón, suspiraba, y concluyó por decirle claramente que si ella no consentía en satisfacer su pasión y en corresponderle como era debido, no respondía de sus acciones y estaba dispuesto a ahogarse y mandar inmediatamente su alma al infierno. Soloja no era tan cruel como para rechazarlo; además todos sabemos que ellos se comprendían. Por otro lado, gustaba de verse rodeada de admiradores; raramente estaba sola, y aquella noche, como en la aldea la gente de viso estaba reunida en casa del diácono para comer la cutiá, iba a pasarla muy aburrida.

Pero todo sucedió de modo distinto al pensado; pues apenas concluyó de declarársele el diablo y se disponía a contestarle, se oyó un aldabonazo en la puerta y la robusta voz del alcalde, que llamaba. Soloja corrió a abrir, y el diablo, con su agilidad acostumbrada, se escondió en uno de los sacos que había en el suelo de la cabaña.

El alcalde, una vez que hubo sacudido la nieve de su gorro, y después de beberse la copa de aguardiente que le dió Soloja, le contó que no pudo llegar a casa del diácono a causa de la borrasca, y que al ver luz en su cabaña decidió entrar y tenía el propósito de pasar la velada con ella.

Apenas había termlnado de hablar el alcalde cuando sonó otro aldabonazo y se oyó la voz del diácono.

-Escóndeme en alguna parte -dijo en voz baja el alcalde -; no tengo ninguna gana de ver al diácono en este momento.

Soloja se detuvo a pensar en dónde podría meter a tan robusto visitante. Por fin escogió un gran saco que estaba lleno de carbón, lo vació en un tonel y el macizo alcalde entró en el saco con bigote, gorra, y todo.

El diácono entró refunfuñando y frotándose las manos, y le contó que como a causa de la borrasca no había acudido nadie a su invitación, se alegraba de poder venir a pasar el rato con ella, ya que a él no le asustaba el temporal. Luego, acercándose a Soloja, tosió y, sonriendo, le tocó con sus afilados dedos su brazo gordinflón, diciéndole socarronamente:

-¿Qué es esto, espléndida Soloja! -y diciendo así dió un paso atrás.

-¿Que qué es? ¡Pues mi brazo, Osip Nikiforovich! -contestó ella.

-¡Hwn! ¡Su brazo! ¡Je, je, je! -dijo el diácono, satisfecho de que empezasen así las cosas; y después de dar otro paseíto por la cabaña, paróse de pronto.

-¿Y esto, queridísima SoIoja? -excIamó con el mismo tono, abordándola otra vez y tocándole ligeramente el cuello y dando otro saltito hacia atrás.

-¿Dónde tenéis los ojos, Osip Nikiforovich- respondió Soloja-, si es mi cuello, con su collar y todo?

-¡Hwn! ¡Un collar sobre su cuello! ¡Je, je, je!- y de nuevo dió unos cuantos pasos por la habitación, frotándose las manos.

-¿Y qué es esto, incomparable Soloja ...?

No sabemos lo que tocó entonces con sus voluptuosos dedos, porque sonó un nuevo golpe en la puerta al mismo tiempo que la voz del cosaco Chub.

-¡Oh, Dios mio! ¿Qué haré? Si me encuentran aquí, ¡faltará tiempo para que lo sepa el padre Condrat ...!

Pero no era éste el principal motivo de su temor: lo que más le atemorizaba era que llegase a oídos de su mujer; pues ésta fue la que con su temible mano había reducido su hermosa trenza de antaño convirtiéndola en la insignificante que le quedaba (13).

-¡Por amor de Dios, virtuosa Soloja! -decía, temblando con todo su cuerpo-. ¡Por su bondad, como dice la epístola de San Lucas, capítulo tre... ¡que están llamando! ¡A fe mía que lIaman! ... ¡Oh, escóndame en cualquier sitio!

Soloja vació un nuevo saco, también de carbón, en el tonel, y el delgaducho diácono se arrebujó allá en el fondo, dejando libre más de la mitad.

-Buenas noches, Soloja -dijo Chub entrando en la cabaña-. Tal vez no me esperabas; ¿verdad que no? Quizá soy inoportuno -seguía Chub con expresión alegre y significativa, que dejaba entrever que en su torpe caletre se fraguaba algún chiste mordaz y divertido-. Tal vez has estado divirtiéndote con alguien; quizá le tienes escondido. ¡Oh!

Y encantado de su gracia, Chub se puso a reír con aire de triunfo, pues creía con toda su alma que Soloja sólo se mostraba benévola con él.

-¡Bueno, Soloja, dame un vaso de aguardiente, pues parece que la garganta se me heló con el maldito frío! ¡Qué Nochebuena nos ha mandado el Señor! Cuando se levantó, ¿oyes, Soloja?; cuando se levantó ..., ¡qué tiesas se me han quedado las manos, no puedo desabrocharme la pelliza! cuando se levantó la borrasca ...

-¡Abre! -se oyó decir de pronto fuera, en la calle. Y al mismo tiempo sonó un aldabonazo.

-Alguien llama -dijo, parándose, Chub.

-¡Abre! -se oyó de nuevo más fuerte.

-Es el herrero -exclamó Chub cogiendo su gorro-. Oye, Soloja, escóndeme donde te parezca. Por nada del mundo quiero que me vea ese maldito bastardo. ¡Ahí le salgan a ese hijo del diablo dos grandes vejigas como pilas debajo de los ojos!

Soloja, muy asustada también, iba de un lado a otro. Trastornada y atolondrada como estaba, sin saber lo que hacía, le dijo por señas que se metiese en el saco donde estaba el diácono escondido. Este pobre no se atrevió a quejarse ni chistó cuando el voluminoso cosaco se le sentó encima de la cabeza y le puso las grandes botas heladas sobre las sienes.

El herrero entró sin decir palabra, sin quitarse el sombrero y casi se tiró sobre un banco. Venía, evidentemente, de mal humor.

Mientras Soloja cerraba la puerta tras del herrero, alguien llamó. Era el cosaco Sverbigus. A éste sí que no se le podía esconder en ningún saco pues no los había para su tamaño. Era aún más macizo que el alcalde y más alto que el compadre de Chub. Por ello Soloja lo llevó al huerto y allí escuchó todo lo que le quiso contar.

El herrero, abstraído, miraba a su alrededor, escuchando de vez en cuando las canciones que resonaban por toda la aldea. Por último se fijó en los sacos.

-¿Por qué están aún aquí estos sacos? Ya es hora de que se quiten de aquí. ¡Este dichoso amor que me tieue embrutecido! Mañana es día de fiesta y la cabaña está llena de trastos. Me los voy a llevar a la herrería.

Se levantó, ató los enormes sacos y se dispuso a echárselos sobre los hombros. Al mismo tiempo se podría comprendér que sus pensamientos volaban Dios sabe a dónde. Si no hubiera sido por esto habría oído a Chub, que tuvo que quejarse cuando al atar el saco le cogió el peio con la cuerda, y también al robusto alcalde, a quien le entró un hipo muy fuerte.

¿Será posible que no pueda borrar de mi pensamiento a Oksana? -se decía.- No quiero pensar en ella; pero ni que lo hiciera a propósito: ¡no pienso en otra cosa! ¿Por qué las ideas vendrán a uno sin querer? ¡Diablos! ¡Estos sacos parece que pesan más que antes! De seguro que han metido alguna cosa más que carbón. Pero ¡qué tonto soy! ¡Ya no me acordaba de que ahora todo me parece más pesado! ¡Antes podía doblar y enderezar de nuevo con la mano una moneda de cobre y hasta una herradura, y ahora apenas puedo con un saco de carbón! ¡Si sigo así, pronto me llevará un soplo de viénto! ¡No -exclamó cobrando ánimos-, no quiero ser como una mujer! ¡No permitiré que se rían de mí! ¡Aunque fuesen diez sacos habría de poder con ellos!

Y altivamente se echó sobre los hombros más sacos de los que hubieran podido llevar dos hombres robustos.

Quizá tome éste también -siguió diciendo, levantando el más pequeño, en el que se había escondido el diablo-. Aquí me parece que puse mis herramientas.

Dicho esto, salió silbando la canción.

Yo no tengo que casarme ...

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