Índice de Noticias de ninguna parte de William Morris Un antiguo amigo - Capítulo octavoPreguntas y respuestas - Capítulo décimoBiblioteca Virtual Antorcha

NOTICIAS DE NINGUNA PARTE

William Morris

CAPÍTULO NOVENO
Del amor



- Vuestro pariente no se cuida mucho de las bellas construcciones -dije, entrando en la clásica morada, la cual, aunque blanqueada con esmero y muy limpia, parecía triste y desnuda, alegrándola sólo gruesos ramos de flores.

- No sé -contestó Dick, un tanto distraido-; es bastante viejo, y a sus ciento cincuenta años no quiere tener el fastidio de moverse de aquí. Desde luego podría habitar en una bella casa si quisiera, que no está obligado a vivir siempre en el mismo sitio. ¡Por aquí, Huésped!

Subimos hasta el primer piso, abrió una puerta y entramos en una gran sala de tipo antiguo, tan sencilla como el resto de la casa y alhajada con los muebles estrictamente necesarios, muy sencillos, y aun toscos, pero sólidos y tallados con líneas, si bien dibujadas, de grosera ejecución. En el ángulo más apartado de la sala y delante de un escritorio emplazado cerca de la ventana estaba un viejecito sentado en amplio y mullido sillón. Estaba vestido con una especie de chaqueta de Norfolk de serga azul, tan usada, que se veía la urdimbre del tejido, pantalones parecidos y medias de lana gris. Se levantó del sillón y gritó con voz muy fuerte para su aspecto:

- ¡Bienvenido, Dick, hijo mío! Clara está aquí y se alegrará mucho de verte. ¡Alégrate!

- ¿Clara aquí? -balbuceó Dick-. Si lo hubiese sabido, no hubiera traido ..., es decir, hubiera ...

Balbuceaba, como digo, y estaba confuso, porque evidentemente tenía miedo de decir algo que me hiciera sospechar que yo estorbaba. Pero el viejo, que hasta entonces no me había visto, vino hacia mí diciéndome con mucha bondad:

- Os ruego que me perdonéis. No había visto más que a Dick, que es bastante grande para ocultar a cualquiera; no sabía que trajese consigo un amigo. ¡Mi cordial bienvenida! Con tanto mayor motivo cuanto que espero distraeréis a este pobre viejo dándole noticias de más allá de los mares, porque, como veo, habéis atravesado el Océano y venís de países muy lejanos.

Me miró con aire pensativo, casi ansioso, y dijo cambiando el tono de su voz:

- ¿Me permitís que os pregunte de dónde venís, puesto que, a lo que parece, sois extranjero?

Contesté distraidamente:

- Vivía en Inglaterra y he vuelto a ella. La noche pasada dormí en la Casa de Huéspedes de Hammersmith.

Se inclinó gravemente y me pareció un tanto desilusionado con mi respuesta. Yo le miré tan curiosamente como me permitía la urbanidad, porque su cara, tan arrugada como una manzana seca, a decir verdad, me pareció tan extrañamente familiar como si la hubiera visto antes, en un espejo quizá.

- Bien. De cualquier parte que vengáis estáis entre amigos, y basta que mi biznieto Ricardo Hammond os haya traido aquí para que yo haga por vos cuanto pueda. ¿No es cierto, Dick?

Dick, que esta vez estaba más distraido y que no cesaba de mirar inquietamente a la puerta, contestó con algún trabajo:

- Sí; eso es, abuelo. Nuestro huésped encuentra las cosas muy cambiadas y no puede comprenderIas, y no pudiendo explicárselas convenientemente, he pensado traerlo aquí porque nadie como vos sabe lo que ha ocurrido desde hace dos siglos ... ¿Pero qué es esto?

Volvióse hacia la puerta. Se sentía ruido de pasos fuera, la puerta se abrió y entró una bellísima mujer que se paró de repente al ver a Dick, coloreándose como una rosa, pero mirándole a la cara. Dick la miró también fijamente y tendió hacia ella la mano, temblando de emoción.

El viejo no quiso dejarlos mucho tiempo en situación tan embarazosa, y sonriendo jovialmente, dijo:

- Dick, hijo mío, y tú, querida Clara, creo que estos dos viejos os estorban, y creo también que tenéis mucho que hablar. Deberíais iros a la Sala de Nelson; sé que ha salido y que ha cubierto las paredes de hermosos manuscritos medievales, de modo que aquello está muy lindo para que renovéis vuestras alegrías.

Cuando se hubo cerrado la puerta tras ellos, el viejo, todavía sonriente, se volvió hacia mí, diciéndome:

- Francamente, estimado Huésped; me prestáis un gran servicio viniendo a poner en movimiento mi vieja lengua. El gusto de hablar perdura en mí, o más bien se acrecienta. Es muy agradable ver a estos jóvenes agitarse seriamente como si el mundo entero dependiese de sus besos (y depende un poco de ellos), y no creo que mis historias del pasado les interesen gran cosa. La última cosecha, el último niño, el último trozo de escultura en la sala del mercado, ésas son sus historias. Otra cosa era en mis tiempos, cuando no teníamos una paz y una abundancia estables y seguras ... ¡Bien, bien! Ahora dejadme que os haga una pregunta: ¿Debo consideraros como un curioso que sabe algo de nuestra manera de vivir, o como quien llega de sitios donde las bases de la vida son diferentes de las nuestras? ... ¿Sabéis algo y no sabéis nada de nosotros?

Mientras decía esto me miraba atentamente y con creciente sorpresa. Yo le respondí:

- No conozco de vuestra vida moderna más que lo que han podido ver mis ojos desde Hammersmith aquí, y lo que me ha contado Ricardo Hammond, respondiendo a mis preguntas, la mayor parte de las cuales no ha entendido.

Esto hizo sonreír al viejo.

- Entonces debo hablaros ...

- Como si yo fuese de otro planeta.

El viejo, que se apellidaba Hammond como su biznieto, sonrió, inclinó la cabeza, trajo su sillón hacia mí y me invitó a sentarme en otro labrado en encina, y diciéndome después al verme fijar los ojos en el tallado de los muebles:

- Sí; yo estoy muy apegado al pasado, a mi pasado, ¿comprendéis? Hasta los muebles que veis aquí son de una época anterior a mi infancia; mi padre fue quien los hizo construir. Si los hubieran hecho en los últimos cincuenta años estarían más hábilmente ejecutados, pero creo que no los querría más. En aquellos tiempos siempre se estaba inquieto, tiempos ardorosos y agitados. Pero soy muy locuaz; preguntadme, Huésped, preguntadme acerca de lo que queráis, y ya que he de hablar, conducíros de modo que os sirva de algo lo que diga.

Callé por un momento, y después dije un poco nerviosamente:

- Perdonadme si soy indiscreto, pero de tal modo me interesa Ricardo y tan amable ha sido para mí, un extranjero, que desearía preguntaros algo relativo a él.

- Bueno -contestó el anciano-; si no hubiera sido amable, como decís, para un extranjero, sería un individuo extraño y las gentes deberían huir de él. Pero preguntad, preguntad; no temáis.

- ¿Va a casarse con esa hermosa joven? -interrogué.

- Eso es. Ya estuvo casado con ella y me parece que se va a casar de nuevo.

- ¿De veras? -dije, tratando de adivinar lo que había querido decirme.

- He aquí toda la historia -dijo Hammond-, que es muy sencilla, y esta vez espero que feliz: vivieron juntos dos años la primera vez, siendo muy jóvenes. A ella se le metió en la cabeza que estaba enamorada de otro y se separó del pobre Ricardo, y digo pobre porque él no había encontrado otra mujer. Pero esto no ha durado mucho tiempo, un año apenas. Después ella vino a verme, porque tiene la costumbre de contar sus penas a este viejo rústico, y me preguntó cómo estaba Dick, si era feliz, y otra porción de cosas. Yo vi lo que pasaba y contesté que era muy ctesgraciado y que no estaba del todo bien, aunque esto último no era verdad. El resto ya podéis adivinarlo. Clara ha venido hoy para hablar conmigo despacio, pero Dick tratará mejor que yo este asunto. Si la casualidad no le hubiera traido hoy aquí, mañana le habría llamado.

- ¿Y tuvieron hijos?

- Sí, dos, que ahora están en casa de una de mis hijas con la que Clara vivía desde hace tiempo. Yo no he querido perderla de vista porque tenía la seguridad de que volverían a unirse, y que a Dick, que es el mejor de los jóvenes, la cosa le apremiaba, porque no tenía como ella otro amor. El asunto le ha llevado bien, como otros de la misma índole.

- ¿Habéis, sin duda, querido evitar que el asunto fuera a los Tribunales de divorcio, que supongo funcionarán todavía?

- Habéis supuesto un absurdo -contestó-. Sé que han existido cosas tan disparatadas como esos Tribunales; pero reflexionad un poco. Todos los casos que en ellos se presentaban relacionábanse con la propiedad, y yo creo, estimado Huésped, que aunque llegado de otro planeta, una simple ojeada por nuestro mundo os habrá hecho ver que entre nosotros y en nuestros días no puede haber discusiones acerca de la propiedad.

En efecto, mi caminata desde Hammersmith a Bloomsbury y la vida feliz y tranquila, de la que había visto tantas muestras, sin contar con mi adquisición, habían bastado para probarme que los sagrados derechos de propiedad, tal como nosotros nos los representamos, no existían ya.

Permanecí silenciosamente sentado, y el viejo reanudó su discurso.

- Luego, si no son posibles los litigios acerca de la propiedad, ¿qué queda en estas materias que sea asunto de un Tribunal? ¿Pensáis que un Tribunal de justicia puede sancionar un contrato de pasión y de sentimiento? Semejante institución sería una locura.

Calló de nuevo un instante y luego prosiguió:

- Es preciso que entendáis de una vez para siempre que hemos cambiado estas cosas o, más bien, que ha cambiado nuestra manera de considerarlas, a medida que hemos cambiado en los dos últimos siglos. Verdaderamente que no debemos hacernos la ilusión de creernos liberados de todos los cuidados y preocupaciones inherentes a las relaciones de los dos sexos. Sabemos que hay que afrontar la desgracia que proviene de la confusión en el hombre y en la mujer de lo que es impulso natural con el sentimiento y la amistad, que cuando todo va bien endulza el despertar de las ilusiones pasajeras, pero no somos tan locos que añadamos el envilecimiento a esta desgracia enredándonos en sórdidas querellas acerca de los medios de existencia y de posición, y también respecto del derecho de tiranizar a los hijos que fueron el resultado del amor o del placer.

Descansó de nuevo y prosiguió:

- El amor repentino que se toma como sentimiento heroico que durará toda la vida y que se desvanece con la desilusión; el inexplicable deseo que acomete al hombre aun en la edad madura de ser todo para una mujer cuyo vulgar encanto humano y humana belleza ha idealizado hasta convertirse en soberanas perfecciones, y de la cual hace el objeto único de su deseo; el anhelo razonable, en fin, de un hombre fuerte y reflexivo de ser el amigo más íntimo de una mujer bella y prudente, verdadero tipo de la gloria y de la belleza del mundo que tanto amamos, todos estos sentimientos, en fin, lo mismo que gustamos el placer y la exaltación del espíritu que los acompaña, nos resignamos a soportar la tristeza que también les acompaña acordándonos de los versos del viejo poeta (cito de memoria una de las muchas traducciones del siglo diecinueve):

Los dioses han modelado

el dolor del hombre y sus tormentos

para que el hombre pueda contarlos

y cantarlos
.

- Sí, sí. es poco probable que lleguen a faltar los poemas y que todas las tristezas sean curadas.

Volvió a callar y no quise interrumpirle. Al cabo continuó:

- Debéis saber que nosotros, las presentes generaciones, somos robustos y sanos de cuerpo, y vivimos sencillamente. Pasamos la vida en lucha razonable con la naturaleza y ejercitando no una parte de nosotros, sino nosotros enteros, y por eso tiene la vida para nosotros mayores goces. Además, es un punto de honor para nosotros no quejarnos, no suponer que el mundo deba hundirse por un dolor humano, y por eso creemos cometer una tontería, o si se quiere, un delito, exagerando el sentimentalismo y la sensibilidad. No tenemos inclinación a aumentar la sensación de dolor en vez de buscar alivio para nuestras penas materiales. También reconocemos que hay otros placeres además de los del amor. Debéis recordar que tenemos la vida larga, y que, por consecuencia, la belleza no es en el hombre y en la mujer tan efímera como lo era en la época en que soportábamos un enorme fardo de males por nosotros creados. Así sacudimos nuestras penas de un modo que los moralistas de otros tiempos hubieran encontrado despreciable y poco heroico, pero que a nosotros nos parece necesario y humano. Además hemos dejado de ser mercantilistas en los asuntos de amor, y también de ser artificialmente locos. La locura que viene de la naturaleza, la imprudencia del hombre inexperto o la desgracia del hombre maduro, son males que debemos soportar y que no son vergonzosos; en cuanto a ser convencionalmente sensibles o sentimentales ..,, amigo mío, soy viejo y puede que me equivoque, pero creo que hemos desechado algunas de las locuras del viejo mundo.

Cesó de hablar como si esperase algunas observaciones más, pero como yo permanecí en silencio, prosiguió:

- Por lo menos, cuando sufrimos la tiranía y la tiránica mutabilidad de la naturaleza y de nuestra inexperiencia, tenemos paciencia y no gipamos ni mentimos. Si deben separarse dos que pensaron vivir siempre juntos, que se separen, que no es preciso ostentar una unión cuando en realidad ha concluido, como no se puede forzar a nadie a profesar un sentimiento eterno cuando en realidad no le siente; además, la monstruosidad de la lujuria venal no es posible ni concebible. No interpretéis mal mis palabras, os ruego. Cuando os dije que no había Tribunales de justicia que sancionaran los contratos de sentimiento o de pasión, no pareció que os escandalizaseis, pero es tan extraña la naturaleza del hombre que quizá os choque que no haya tampoco un código de opinión pública que haga las veces de esos Tribunales, código que sería tan tiránico y tan irracional como aquéllos. No digo que las gentes no juzguen la conducta de sus vecinos, a veces con injusticia, pero afirmo que no hay reglas convencionales por las cuales sean juzgadas las gentes; que no hay un lecho de Procusto que alargue o encoja los espíritus y las vidas, que no hay anatemas ni entredichos pronunciados bien por una inconsciente costumbre, ya por tácita amenaza, contra quienes no sean hipócritas. Os escandaliza todo esto, ¿no es cierto?

- No ..., no ... -respondí, titubeando-. ¡Es ahora todo tan distinto!

- De cualquier modo -añadió-, de una cosa creo poder responderos, y es que todo sentimiento, sea como sea, es ahora verdadero y general, y no queda limitado a las gentes particularmente refinadas. También os aseguro que hoy no existen tantos dolores como en lo pasado, ligados a las relaciones de hombre y mujer. Perdonadme que sea tan prolijo en este asunto, pero recordaréis que me indicasteis que os tratara como a un hombre llegado de otro planeta.

- Y yo os lo agradezco mucho. Y ahora, ¿puedo preguntaros acerca de la posición de la mujer en la actual sociedad?

Rió demasiado estrepitosamente para su edad y contestó:

- No sin razón estoy reputado de concienzudo estudiante de la historia; de ahí que crea comprender realmente el movimiento para la emancipación de la mujer en el siglo diecinueve, y aún dudo que ningún otro vivo le comprenda como yo.

- ¿De veras? -pregunté, un poco amoscado por su hilaridad.

- Sí. y como veréis, al presente ha terminado toda controversia. Los hombres no tienen hoy ocasión de tiranizar a las mujeres ni las mujeres a los hombres, como ocurría en los tiempos antiguos. Las mujeres hacen lo que mejor les parece y los hombres ni sienten celos ni se ofenden. Es éste un hecho natural que da vergüenza enunciarle.

- ¡Oh! ¿y la legislación? ¿Toman parte en ella?

Hammond sonrió.

- Creo que deberéis esperar la respuesta de esa pregunta para cuando hablemos de la legislación, porque en este punto vais a encontrar muchas novedades.

- Muy bien, pero respondedme al menos a esta pregunta: En la Casa de los Huéspedes he visto que las mujeres sirven a los hombres y esto se asemeja algo a una reacción, ¿no es cierto?

- ¿Lo creéis así? Entonces pensaréis que el cuidado de una casa es una ocupación secundaria, que no merece respeto. Según tengo entendido, ésa era la opinión de las mujeres emancipadas del siglo diecinueve y de sus paladines del sexo masculino. Si pensáis también así os recomiendo mi popular y viejo cuento noruego titulado algo parecido a Cómo el hombre cuida la casa. El resultado final del cuidado fue que, después de muchas peripecias, el hombre y la vaca de la familia se balanceaban cada uno a la punta de una cuerda: el hombre suspendido a la mitad de la chimenea, y la vaca, en el techo de la casa, que según la costumbre del país, es de hierba, lo cual me parece que no sería muy cómodo, sobre todo para la vaca. Naturalmente, semejante infortunio no le hubiera ocurrido a un hombre superior como vos parecéis serlo -añadió, riendo socarronamente.

Me sentía un tanto molesto por el tono sarcástico de sus palabras, y me pareció algo ofensivo su modo de tratar la cuestión.

- Además -amigo mío-, ¿no sabéis que para la mujer es un gran placer gobernar bien la casa y conducirse de modo que todos los familiares estén contentos y satisfechos? Y no ignoráis que a todo el mundo le gusta verse cuidado por una mujer bonita, y acaso sea ésta una de las formas más agradables de la coquetería. No sois tan viejo que no lo recordéis. ¡Ah, yo me acuerdo muy bien!

Rio nuevamente el viejo.

- Perdonadme -dijo al poco rato-, no río de lo que suponéis, sino de la estúpida usanza del siglo diecinueve, practicada por la gente rica y culta, que consistía en ignorar la preparación de los alimentos cotidianos, como si eso fuese cosa indigna de las inteligencias sublimes. ¡Inútiles idiotas! Pues bien: yo soy un literato, como se nos llamaba a nosotros extraños animales, y, sin embargo, soy un buen cocinero.

- Y yo también -dije.

- Entonces creo que me entendéis mejor de lo que permiten juzgar vuestras palabras y vuestro silencio.

- Quizá; pero en cierto modo me sorprende que las gentes tomen con tanto interés la práctica de las ocupaciones ordinarias de la vida. Aún quiero haceros una o dos preguntas acerca del mismo tema; pero antes volvamos a la posición de la mujer entre vosotros. Habéis estudiado el movimiento de la emancipación de la mujer en el siglo diecinueve, ¿y os acordáis de que algunas mujeres superiores querían emancipar a la parte más inteligente de su sexo de la carga de la maternidad?

El viejo se puso serio y me dijo:

- Recuerdo ese rasgo de vana locura, resultado, como todas las otras locuras de la época, de la odiosa tiranía de clase que entonces dominaba. ¿Qué pensamos ahora? ¿Es esto lo que queréis decir? Amigo mío, la respuesta es sencilla. ¿Sería posible que nosotros no honrásemos altamente la maternidad? No hay que decir que los dolores naturales e inevitables forman un lazo entre el hombre y la mujer, y son un estímulo para el recíproco cariño; verdad ésta que todos reconocemos. Por lo demás, acordaos de que todas las cargas artificiales de la maternidad han sido suprimidas. La madre no tiene aquella sórdida inquietud por el porvenir de sus hijos. Estos pueden ser más o menos buenos, es cierto; pueden defraudarla en sus más altas esperanzas, que semejantes ansiedades forman el tejido de dolores y de placeres inherentes a la vida humana; pero al menos no tiene la madre el temor o, mejor, la certeza, como en el pasado, que las incapacidades artificiales hagan de los niños algo menos que hombres o mujeres; hoy sabe que sus hijos vivirán y se moverán en la medida de sus propias facultades. En los tiempos pasados la sociedad hacía recaer en los hijos las culpas de los padres. Cómo poder destruir esta teoría, cómo arrancar su aguijón a la herencia, fue por mucho tiempo la preocupación de nuestros pensadores. Ahora, como veréis, la mujer ordinariamente sana (y casi todas son sanas y graciosas), es respetada cómo madre y como nodriza de sus hijos, es deseada como mujer, amada como compañera, y está tranquila respecto del porvenir de sus hijos. Tiene más inclinación a la maternidad que la pobre esclava; madre de esclavos de los pasados tiempos, y que sus hermanas de las clases superiores, criadas en una fingida ignorancia de los hechos naturales, criadas en una atmósfera de falsedad y de fingida modestia.

- Os acaloráis mucho -dije-, pero veo que tenéis razón.

- Sí, y voy a daros una prueba de lo que hemos ganado con la libertad. ¿Qué impresión os han producido las personas que habéis visto por la calle?

- Creo que difícilmente podría encontrarse tanta gente de tan buen aspecto en ningún país civilizado.

Cantó victoria como un gallo viejo.

- ¿Qué? ¿Estamos aún civilizados? En cuanto a nuestro aspecto, la sangre inglesa y danesa que aquí predominan, no producían mucha belleza, mas ahora parece que mejoramos. Conozco una persona que tiene una gran colección de retratos grabados de fotografías del siglo diecinueve y no hay comparación entre aquellos rostros y los de ahora. A algunos no les parece quimérica una conexión directa entre el crecimiento de la belleza y el crecimiento de la libertad y del buen sentido en las cuestiones de que hemos hablado. Creen también que el hijo nacido del amor fuerte y natural de un hombre y de una mujer, aunque ese amor sea efímero, produce seres de mayor belleza física que el matrimonio comercialmente respetable o que el de dos pobres esclavos víctimas del sistema mercantil. Dicen que el placer engendra placer. ¿Qué os parece?

- Completamente de acuerdo.
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