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William Morris

CAPÍTULO DÉCIMO
Preguntas y respuestas



- Bien -dijo el anciano después de haber cambiado de postura en su sillón-; continuad preguntando, Huésped; he empleado mucho tiempo en contestar a vuestra primer pregunta.

- Necesito una o dos aclaraciones acerca de vuestra idea de la educación, aunque ya sé por Dick que dejáis ir a vuestros hijos a la ventura, no enseñándoles nada. En suma, que habéis perfeccionado de tal manera la educación que no tenéis sistema ninguno.

- Entonces no os habéis hecho bien cargo. Comprendo, naturalmente, vuestro punto de vista acerca de la educación, que es el de los tiempos pasados, cuando la lucha por la vida -ésa era la fórmula, o sea, la lucha por la ración de esclavos en una parte y del privilegio de los dueños de esclavos en otra- reducía la educación para la mayor parte de las gentes a una mezquina dosis de conocimientos inexactos, a algo que debían ingerir los principiantes en el arte de vivir, quisieran o no, tuviesen o no hambre, a una materia digerida y triturada tantas veces que se transmitía de individuo a individuo, sin ninguna utilidad práctica.

Interrumpí con una carcajada la creciente vehemencia del viejo, y le dije:

- Después de todo, vos habéis recibido instrucción, y no es el caso para que os irritéis tanto.

- Verdad, verdad -repuso, sonriendo-, reprimís mi mal carácter y os lo agradezco. Es que siempre me imagino vivir en la época de que hablamos y por ello me dejo llevar de la cólera. Pero tratemos fríamente el asunto. Esperabais ver que se obligaba a los niños a frecuentar la escuela a la edad convenida, cualesquiera que fuesen sus gustos y sus facultades, para ser en ella sometidos, con menosprecio de los hechos, a un programa de instrucción también convenido. Pero, amigo mío, ¿no veis que semejante manera de proceder implica una ignorancia completa del desarrollo físico y moral? Nadie podría salir sin daño de semejante engranaje, a menos de poseer un poderoso espíritu de rebelión. Felizmente, la mayor parte de los niños de todas las épocas han tenido ese espíritu; sin eso no habríamos llegado a la situación presente. Ahora veamos a dónde conduce todo esto. En los tiempos antiguos todo ello era el resultado de la pobreza. En el siglo diecinueve la sociedad era tan escuálidamente pobre por consecuencia del robo organizado sobre que se basaba, que la verdadera educación para todos tenía la categoría de un imposible. Toda la teoría de la llamada educación consistía en considerar como una necesidad el hacer entrar unos conocimientos en la mente del niño, acompañados de unos verbalismos tenidos por inútiles, y si no, no había instrucción; no había otro remedio, pues a esto empujaba la pobreza. Todo esto ha concluido, ya no estamos oprimidos, y la cultura se encuentra al alcance de cuantos quieran buscarla. Y como en esto -y en todo- hemos llegado a ser ricos, podemos dejar tiempo al crecimiento.

- Sí -dije-; pero supongamos que el niño, que el joven, que el hombre no siente necesidad de instruirse, ni se desarrolla en el sentido que deseáis; suponed, por ejemplo, que es enemigo de estudiar aritmética y matemáticas; naturalmente, cuando es adulto, no podéis obligarle, ni podéis obligarle antes, pero ¿no deberíais hacerlo?

- Está bien -contestó-. A vos se os obligó a aprender aritmética y matemáticas, ¿no es verdad?

- Un poco.

- ¿Y qué edad tenéis ahora?

- Pongamos cincuenta y seis años.

- ¿Y qué sabéis de aritmética y de matemáticas?

- Siento decir que absolutamente nada.

Hammond rio dulcemente, pero no hizo ningún otro comentario acerca de mi confesión, y yo abandoné el tema de la educación, viendo que no había modo de entendernos.

Reflexioné un momento y le dije:

- Hace poco me habéis hablado de habitaciones domésticas, y esto semeja un poco a los viejos usos. Yo hubiera creido que vivíais más en común.

- En falansterio, ¿no es verdad? Vivimos como nos agrada, y en general nos agrada vivir con ciertos compañeros de casa a cuyo trato nos hemos habituado. Acordaos de que la pobreza ha desaparecido y que los falansterios de Fourier y otras cosas parecidas, muy naturales en su tiempo, no eran sino un lugar de refugio contra la indigencia. Semejantes maneras de vivir no han podido ser concebidas más que por gentes rodeadas de la peor forma de pobreza. Pero al mismo tiempo comprenderéis que si las casas distintas son la regla entre nosotros, y que si en cada una se varía de costumbres, ninguna puerta está cerrada a las personas de buen carácter que se avienen a vivir como los demás compañeros de la casa, bien entendido que sería irracional que cada uno entrase en las casas queriendo imponer a los demás sus costumbres o sus deseos, cuando puede vivir como le plazca e ir donde le agrade. Pero no quiero ser extenso en este punto; puesto que vais a remontar el río con Dick, veréis por vos mismo cómo se arreglan las cosas.

Después de un momento pregunté:

- ¿Qué habéis hecho de las grandes ciudades? Londres que ... por lo que he leído, era la moderna Babilonia de la civilización, parece haber desaparecido.

- Puede ser; y quizá se pareciese a la antigua Babilonia esta moderna Babilonia del siglo diecinueve. Pero poco importa. Después de todo, hay bastante población entre este sitio y Hammersmith, y aún no habéis visto la parte más densa de la ciudad.

- Decidme: ¿qué ha sido de la parte oriental?

- Hubo un tiempo en que si hubieseis montado un buen caballo y partido al trote desde mi puerta, al cabo de hora y media de correr en línea recta aún os encontraríais en pleno Londres, y la mayor parte de sus edificios eran tabucos, esto es, lugares de tortura para hombres y mujeres, o peor, casas de prostitución, donde se vivía en un envilecimiento tal que la tortura parecía un hecho ordinario y natural de la vida.

- Lo sé, lo sé -interrumpí impaciente-; el pasado era lo que era; decidme algo de lo que es ahora. ¿No queda nada de aquello?

- Nada. Sólo queda un recuerdo, y me alegro. Una vez al año, el primero de mayo, celebramos una fiesta solemne en los lugares orientales de Londres para conmemorar la destrucción de miseria, como suele decirse. Ese día tenemos música, danza, alegres juegos y un banquete en el emplazamiento de uno de los más inmundos tabucos, del cual conservamos un tradicional recuerdo. En semejante ocasión es costumbre que las bellas jóvenes canten viejos cantos revolucionarios y repitan los lamentos de dolores -en un tiempo sin esperanza- en el mismo sitio donde cotidianamente se perpetró el asesinato de una clase durante tantos años. Para un hombre como yo, que tan diligentemente ha estudiado el pasado, es conmovedor el espectáculo de una joven elegantemente vestida y coronada de flores de los vecinos campos, entre tanta gente feliz, sobre aquel Tártaro, honrado en otros tiempos con el nombre de casa, donde hombres y mujeres se apilaban como sardinas en barril, y vivían una vida que sólo podían soportar por su nivel inferior en la humanidad, es conmovedor, digo, oír terribles palabras de amenaza en aquellos dulces labios, inconscientes de su verdadero significado; oír, por ejemplo, la tremenda canción de la camisa de Hood, y pensar que ni quien canta ni quienes oyen entienden el dolor que refleja, pensar que hay una tragedia oculta para todos ... ¡Reflexionad en esto, si podéis, y pensad cuán gloriosa ha llegado a ser la vida!

- Es verdad -dije-, y es difícil que yo pueda pensar en eso.

Miré el brillo de sus ojos, la vida fresca que palpitaba en su cara, y me maravillé de que un hombre de su edad pudiera tomar con tanto interés la felicidad del mundo, y aun todo aquello que no se refiriese a la próxima comida.

- Decidme qué ha ocurrido en el oriente de Bloomsbury.

- Hay pocas casas porque ésa es la parte exterior de la antigua City, pero en la City tenemos una población bastante numerosa. Nuestros antepasados, en los primeros tiempos de la demolición de tabucos, no tuvieron prisa para derribar aquellos barrios de la City que en el siglo diecinueve eran llamados comerciales y que después fueron conocidos con el nombre de Barrio de los usureros. Aquellas casas, aunque fuesen horriblemente malas, en cierto sentido, eran amplias y estaban limpias y bien construidas porque no servían de habitaciones, sino de tiendas y almacenes donde se engañaba al prójimo. Los pobres las tomaron como habitación cuando se demolieron los tabucos y las habitaron hasta que se pudo hacer algo mejor. Aquellas construcciones fueron tan gradualmente demolidas, que el pueblo se acostumbró a vivir amontonado, y por esto este sitio es el más populoso de Londres y aun de la isla. Por otra parte es un sitio bello, donde la arquitectura encuentra espléndidos motivos, más espléndidos que en los demás lugares. Otro sitio de gentío -que así puede denominarsele hay en la calle llamada Aldgate, nombre que no os será desconocido. Por lo demás, las casas se diría que están en el campo, como veréis cuando lleguéis al Lea, donde pescaba el viejo Isaac Walton (Escribió un famoso tratado de pesca)), cerca del lugar llamado Old Ford y Stratford (Lugar de nacimiento de Shakespeare), nombres de los cuales no habréis oído hablar, aunque los romanos dieron una vuelta por ellos.

¡Oír hablar! -pensaba yo-. ¡Qué cosa más extraña!

Había visto yo la destrucción de los últimos amenos y fértiles campos del Lea, y sentía hablar de ellos cuando volvían a ser amenos.

Hammond prosiguió:

- Cuando venís de lo bajo del Támesis encontráis los Docks, que son obra del siglo diecinueve, aún utilizados, pero no tan atrafagados como en aquel tiempo, porque ahora evitamos todo lo posible la centralización, y desde hace muchos años hemos renunciado alegremente a la pretensión de ser el mercado del mundo. Alrededor de los Docks hay pocas casas en las que de continuo no habitan muchas personas; quiero decir que la gente va y viene porque aquel sitio es muy bajo y palúdico para que sea morada agradable. Después de los Docks, al oriente, la campiña, en tiempos un tanto palúdica, con excepción de unos cuantos jardines, es ahora una sucesión de pastos con pocas habitaciones fijas y algunas cabañas y barracas para los hombres que cuidan el ganado. Sin embargo, aquel sitio poblado de hombres y de bestias, alegrado por techos de rosadas tejas o de verde heno, no es tan feo, ni mucho menos, para dar un paseo, montado en un caballejo, las tardes otoñales, mirando el ir y venir de los barcos por el río, desde el monte Shooter's y el altozano de Kentish y todo el gran mar de verdura del pantano de Essex, bajo la inmensa bóveda del cielo y el esplendor del sol que envía torrentes de luz. Hay un sitio llamado Canning's Town, y más allá está Silvertown, donde los campos se muestran en toda su belleza. Todo esto era, sin duda, una sucesión de tabucos. ¡Y qué tabucos!

Aquellos nombres, sin saber por qué, herían mis oídos, así que pregunté:

- Y la parte meridional del río, ¿cómo está?

- La encontraréis parecida a la campiña de los alrededores de Hammersmith. Al Norte, en la risueña campiña, hay una ciudad llamada Hampstead, que linda con Londres; más abajo, al nordeste, se ve un extremo del bosque que habéis atravesado.

Sonreí y le dije:

- Basta de lo que fue Londres. Habladme ahora de otras ciudades de la región.

- Aquellos lugares grandes y tétricos que, como sabemos, eran centros manufactureros, desaparecieron lo mismo que aquel desierto de cal y de ladrillo que se llamaba Londres; sólo que los que no eran más que centros de manufactura para alimentar el mercado del fraude han dejado menos vestigios que Londres de su existencia. Naturalmente, la gran transformación en el uso de la fuerza mecánica hizo la cosa fácil, y hubieran dejado de ser centros aunque nuestras costumbres no hubiesen cambiado tan radicalmente. De cualquier modo, aquellos distritos manufactureros -como los llamaban- eran tan horribles que ningún sacrificio para librarse de ellos podía considerarse caro. Ahora, cuando se necesita algún mineral, se saca y se manda en seguida a su destino, evitando todo lo posible la suciedad y la confusión en la vida de los ciudadanos. Leyendo la condición de aquellos distritos en el siglo diecinueve se creería que allí se atormentaba, se embrutecía y se degradaba a los hombres con propósito deliberado, pero no era así. Como el falso sistema de educación de que hemos hablado antes, éste era un hecho derivado de la terrible pobreza de aquellos tiempos. Los pobres estaban obligados a soportar!o todo, y aún se pretendía que lo hiciesen de buen grado. Ahora las cosas se hacen racionalmente y midiendo la producción por las necesidades.

Confieso que no me dolió cortar con una pregunta aquella glorificación de su época que venía haciendo.

- ¿Qué ha sido de las ciudades menores? Supongo que las habréis destruido en seguida.

- No -respondió-; no ha sido así. Por el contrario, se ha demolido poco y se ha edificado mucho en las ciudades pequeñas. Sus arrabales, cuando los tenían, han ido a confundirse con el campo, obteniéndose así amplitud en el centro de ellas, pero las ciudades se conservan con sus calles, plazas y mercados. Esas pequeñas ciudades pueden darnos hoy idea de lo que eran las ciudades en el mundo antiguo. Hablo en la mejor hipótesis.

- Tomad como ejemplo a Oxford -le dije.

- Yo creo que Oxford debía ser bella aún en el siglo diecinueve. Ahora es muy interesante, porque conserva gran cantidad de edificios precomerciales y es de veras hermosa. Pero hay otras muchas no menos bonitas.

- ¿Puedo preguntaros, así, de pasada, si es todavía un sitio para instruirse?

- ¿Todavía? -preguntó, sonriendo-. Ahora es cuando ha vuelto a sus mejores tradiciones; por ahí podéis calcular cuán diverso será aquello de lo que fue en el siglo diecinueve. Ahora es verdaderamente la sede del saber, es decir, del arte de la ciencia que ha sucedido a la cultura comercial del pasado. Habéis de saber que en el siglo diecinueve, Oxford y su hermana menor Cambridge se hicieron decididamente mercantiles. Estos lugares -principalmente Oxford- fueron la cuna de una clase especial de parásitos llamados doctos, los cuales no sólo tenían el cinismo común a las clases llamadas educadas, sino que fingían un cinismo aún más exagerado para hacerse creer los más cultos y los más sabios. Las clases medias ricas (que nada tenían que ver con las clases trabajadoras) trataban a tales gentes con la misma respectiva tolerancia que los barones de la Edad Media trataban a sus bufones; aunque, a decir verdad, los doctos no eran tan placenteros como los bufones, que despreciaban a la misma sociedad que se reía de ellos, que los trataba con desdén y que los pagaba, que era lo que ellos querían.

¡Dios mío! -pensé-. Cómo demuele la historia los juicios contemporáneos.

Aunque, sin duda, el juicio que había oído no se refería más que a la parte peor de los doctos.

- Por lo demás, debo admitir que no todos eran vanos, aunque todos eran indistintamente comerciales -dijo, como respondiendo a mi pensamiento.

- ¿Y cómo habían de ser mejores que la época que los producía?

- Es verdad; pero en vanidad sobrepujaban a su época.

- ¿De veras?

- Me lleváis de un argumento a otro -añadió, cambiando conmigo una sonrisa-. Permitidme al menos que os diga que eran una mezquina continuación del Oxford de la bárbara Edad Media.

- Puede afirmarse que sí.

- En absoluto. Recordad que cuanto he dicho es verdad, en general. Pero seguid preguntando.

- Hemos hablado de Londres, de los distritos manufactureros, de las ciudades secundarias; hablemos ahora de las aldeas.

- Debéis saber que hacia fines del siglo diecinueve las aldeas fueron casi todas destruidas o se convirtieron en agregados de los distritos manufactureros, cuando no se convirtieron en distritos manufactureros menores. Las casas fueron abandonadas hasta caer en ruinas, los árboles fueron arrancados por amor al dinero que daba la venta de su madera, el arte de edificar se hizo horrible y tosco hasta lo indecible. El trabajo escaseó y bajaron los salarios. Todas las pequeñas industrias, que eran al propio tiempo el placer de las gentes del campo, desaparecieron. Los productos de los campos que pasaban por las manos de los agricultores no llegaban jamás a sus bocas. Una miseria increible, una estrechez sin límites reinaban en los campos, los cuales, a pesar de la agricultura rudimentaria y atrasada de aquellos tiempos, eran ubérrimos y magnificentes. ¿Habéis oído algo de todo esto?

- Sí; lo he oído. ¿Y qué pasó después?

- El cambio que ocurrió en la primera época fue extrañamente rápido. Las gentes afluían a las aldeas campestres y, por decirlo así, se arrojaban a la tierra como la fiera sobre su presa, y en un relámpago las aldeas de Inglaterra fueron más populosas que lo habían sido en los siglos medievales; la población crecía y crecía con rapidez. Esta invasión del campo fue cosa embarazosa al principio, y habría producido la miseria si el pueblo hubiese sido aún esclavo del monopolio de clases. Pero con la mudanza de condiciones, las cosas se arreglaron pronto: la gente comprendió las tareas a que estaba llamada y renunció a emplearse en ocupaciones que no le interesaban. La ciudad invadió el campo, pero los invasores, como los guerreros primitivos, cedieron a la acción del ambiente y a su vez se trocaron en campesinos, y, siendo cada vez más numerosos, atrajeron a sus hábitos a la gente ciudadana. Si bien la diferencia entre la ciudad y el campo desapareció poco a poco, el mundo campesino se sintió vivificado con el pensamiento, la actividad y la educación ciudadanas, que hicieron la vida feliz y sosegada al par que activa, de la cual habéis podido ver algo. Vuelvo a repetir que hubo muchos errores, pero con el tiempo los hemos enmendado. Cuando yo era niño había bastante que corregir. Las ideas poco maduras de la primera mitad del siglo veinte, cuando los hombres estaban aún oprimidos con el temor de la pobreza y no sabían apreciar bastante los goces de la vida cotidiana, ocasionaban la ruina de muchas bellezas externas que había dejado la edad comercial, y debo decir que los hombres se rehicieron muy lentamente de los daños que ellos mismos se proporcionaban después de su liberación. Aun cuando lentamente, la curación vino, y a medida que veáis cosas nuestras más os convenceréis de que somos felices y de que vivimos rodeados de bellezas, sin temor de afeminarnos, que tenemos muchas cosas que hacer y de que las hacemos con alegría. ¿Qué más podríamos desear en la vida?

Aquí se interrumpió cual si buscase palabras adecuadas a su pensamiento. Después siguió:

- Tal es nuestro estado presente. Inglaterra era en tiempos un país de tierras incultas, de bosques y de pantanos, con ciudades esparcidas aquí y allá, que para el ejército feudal representaban fortalezas, para el pueblo mercados y para los artífices lugares de asambleas o municipios. Después se cambió en el país de los grandes y sucios oficios y de las más sucias trapacerías del comercio, circundado de tierras mal cultivadas, enfermo por la pobreza, despreciado por los patronos de las fábricas, y ahora es un jardín que nada destruye ni nada turba, con sus habitaciones, sus edificios públicos, sus laboratorios esparcidos por los campos, todo ordenado, limpio, bello. Y sería demasiada vergüenza para nosotros que consintiéramos la producción de mercancías en vasta escala, que acaso traería consigo un fantasma de palidez y de miseria.

- Visto así, vuestro cambio es excelente, y puesto que he de ver vuestras aldeas, decidme algo como preparación.

- ¿Habéis visto pintada alguna representación de las aldeas antes de fines del siglo diecinueve? Pues no veréis nada que se le parezca.

- He visto, ciertamente, algo semejante a esas pinturas.

- Pues bien -dijo Hammond-; nuestras aldeas son infinitamente mejores que aquellas que tenían su iglesia y su Casa Municipal como edificios principales. No veréis en ellos ningún indicio de pobreza, ninguna pintoresca ruina, que, a decir verdad, sólo servían para que ciertos artistas ocultaran su incapacidad arquitectónica. Semejantes cosas no nos agradan, aun cuando no indicaran miseria, que sí la indican. Como los medievales, gustamos de lo que es correcto, nítido, bien ordenado y brillante, lo cual es propio de cuantos tienen talento arquitectónico y se sienten capaces de satisfacer sus deseos, y que teniendo que luchar con la naturaleza no quieran reducirla a una apariencia sin sentido.

- Además de las aldeas, ¿hay casas de campo? -pregunté.

- Sí, muchas. Excepto en los pantanos, en las selvas y en las colinas de arena, como Hindhead y Surry, es difícil encontrar un sitio donde no haya casas, y donde escasean son más amplias basta parecer antiguos colegios, mejor que habitaciones ordinarias. Se construyen así para comodidad general, con objeto de que puedan contener muchas personas, porque aunque todos los habitantes del campo no son agricultores, casi todos ayudan en tiempo oportuno. En todas estas grandes casas se hace una vida placentera, especialmente porque algunas de las gentes más estudiosas de nuestra época viven en ellas, y se encuentra una gran variedad de ideas y de costumbres que hacen brillante aquella sociedad.

- Me sorprende cuanto decís, y de ello deduzco que la campiña debe de estar muy poblada.

- Sin duda. Por lo demás, la población viene a ser la misma que a fines del siglo diecinueve, sólo que la hemos esparcido, y eso es todo. También hemos poblado otras campiñas a medida que lo hemos necesitado.

- Hay algo que no concuerda con la palabra jardín que usáis -dije-. Habéis hablado de pantanos y de selvas y yo he visto el principio del bosque de Middlesex y Essex. Decidme, ¿por qué dejáis tales cosas en un jardín? ¿No lo mancillan acaso?

- Amigo mío, nos agradan estos trozos de naturaleza salvaje, y cuando los tenemos los dejamos; aparte de que los bosques nos dan la madera que necesitamos y que necesitarán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Cuanto a la campiña convertida en jardín, he oído decir que antes en los jardines se fingían bosquecillos y rocas, y aun cuando a mí no me gusta lo artificial, os aseguro que nuestros jardines merecen ser vistos. Id al Norte este verano y observad el Cumberland y Westmoreland, y encontraréis dehesas que no os parecerán feas, como decís, tan feas como aquella tierra a la que se obligaba a dar fruto fuera de la estación. Mirad, mirad los prados de Ingleborough y de Pen-y-gwent, y decidme después si derrochamos tontamente la tierra, porque no la cubrimos de fábricas y de cosas que no servirían a nadie, como ocurría en el siglo diecinueve.

- Trataré de ir -contesté.

- Y no os será difícil -respondió.
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