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William Morris

CAPÍTULO SÉPTIMO
La plaza de Trafalgar



Y heme de nuevo mirando en torno mío. Habíamos salido del mercado de Piccadilly y nos encontrábamos entre casas elegantemente construidas y muy bien decoradas a las que llamaría villas si hubieran sido tan feas y hubieran estado construidas con tantas pretensiones como las de antaño.

Cada casa estaba rodeada de un jardín rebosante en flores; los mirlos cantaban entre los árboles, frutales todos, salvo algunos laureles y tal cual grupo de tilos. Había muchos cerezos cuajados de fruta que muchas veces, cuando pasábamos cerca de un jardín, venían niños y niñas a ofrecernos colocada en cestitas.

En aquel laberinto de casas y de jardines era difícil recordar el sitio donde estuviera la antigua calle, aunque me pareció que parte de ella correspondía a los viejos tiempos.

Desembocamos de pronto en un inmenso espacio levemente inclinado al Mediodía. Su parte más abierta estaba ocupada por un pomar en el que podían verse no pocos albaricoqueros. En medio de los árboles se alzaba un alegre y gracioso quiosco dorado y pintado que parecía un lugar de descanso. De la parte meridional del pomar arrancaba un paseo sombreado por grandes y vetustos perales, en cuyo fondo aparecía la alta torre del Parlamento, o si se quiere, del mercado de abono.

Me invadió una extraña sensación; cerré los ojos para resguardarlos del sol que fulguraba en aquella espléndida zona de jardines, y en un segundo pasó por ellos la visión del pasado. Vi un inmenso espacio rodeado por grandes y feas casas, con una fea iglesia en un ángulo, y a mi espalda un hórrido edificio cubierto con una cúpula. Por el pavimento cruzaba una multitud ansiosa, agitada, en la que predominaban los ómnibus cargados de viajeros. En el centro había una plaza empedrada, adornada con dos fuentes y poblada no más que por unos cuantos hombres vestidos de azul y por varias estatuas de bronce de una singular rudeza, una de ellas colocada en lo alto de una columna. Esta plaza estaba custodiada al lado del camino por cuatro filas de robustos hombres vestidos de azul, y en la calle meridional los cascos de una compañía de soldados de caballería se destacaban blancos sobre el fondo gris de una brumosa tarde de noviembre ...

Abrí los ojos al sol, y mirando alrededor de mí la verdura de los árboles y el colorido de los jardines, dije:

- Plaza de Trafalgar.

- Sí -añadió Dick, que había aflojado las riendas-, la misma. No me maravilla que encontréis ridículo el nombre, y es que, después de todo, nadie se ha cuidado de cambiarle; aparte de que el nombre de las locuras desaparecidas nada supone. Sin embargo, alguna vez se me ha ocurrido que debería dársele un nombre que conmemorase la gran batalla que aquí hubo en mil novecientos cincuenta y dos, hecho importante si no mienten los historiadores.

- Como suelen hacer casi todos, o al menos, como solían hacer antes -dijo el viejo-. Por ejemplo, ciudadanos, ¿qué os parece esto que voy a deciros? He leído en un libro, ¡oh!, un libro tonto, titulado Historia Social Democrática, de James -la noticia de una batalla que hubo en este sitio hacia el año mil ochocientos ochenta y siete -tengo una memoria poco feliz para las fechas-. Muchas personas, dice el libro, iban a celebrar aquí una reunión o cosa parecida, pero el Gobierno de Londres, o el Consejo, o la Comisión, o lo que fuera, cayó con mano armada sobre aquellos burgueses -así los llamaban-. Todo esto parece demasiado ridículo para ser cierto. Por suerte, cuando las historias relatan tantos excesos lo más derecho es no creer nada.

- Pues, sin embargo, vuestro señor James tenía algo de razón. El hecho es cierto, si se exceptúa la batalla, porque no hubo más que gente inerme y pacifica asaltada por rebeldes armados con bastones de hierro.

- ¿Y soportaron eso? -preguntó Dick con una expresión de desprecio que no había visto nunca en su rostro.

- Teníamos que soportarlo -dije, ruborizándome-, no podíamos hacer otra cosa porque estábamos desarmados.

El viejo me miró con vivo interés y me dijo:

- Parece que estáis bien enterado, ciudadano. ¿Y es verdad que el hecho no tuvo consecuencias?

- Ninguna, salvo que después de él bastantes fueron por meses a la cárcel.

- ¿Los que golpearon con los bastones? -preguntó el viejo.

- No, no; los que sufrieron los golpes -respondí.

Y replicó el viejo con tono severo:

- Amigo mío, creo que habéis leído una indigna colección de mentiras y que las habéis dado crédito demasiado fácilmente.

- No; os aseguro que cuanto he dicho es verdad.

- Bien, bien, lo seguro es que lo creéis así, ciudadano; pero yo no veo las razones de vuestra certeza.

Como estas razones no podía decirlas, me callé. Entretanto, Dick, que había permanecido meditabundo y con el entrecejo arrugado, dijo al fin con cara menos seria, aunque con tono triste:

- ¡Y pensar que hombres como nosotros, que habitaron este país tan feliz y tan bello, que tenían a lo que creo nuestros mismos afectos y nuestros mismos sentimientos, pudieron cometer actos tan horribles! ...

- Sí -dije en tono doctoral-, pero, después de todo, aquellos tiempos eran tiempos de progreso, comparados con los anteriores. ¿No habéis leído nada del período medieval y de la ferocidad de sus leyes criminales? ¿No sabéis que en aquellos tiempos, por el más leve delito, se atormentaba a los semejantes? ¡Y que, por consecuencia de tales principios, los hombres hacían de su dios un tirano, un carcelero mayor que los demás!

- Sí -dijo Dick-, tenemos buenos libros acerca de aquel período y yo he leído algunos, pero no veo el progreso del siglo diecinueve. El pueblo de la Edad Media procedía de acuerdo con su conciencia, como lo demuestra vuestra misma observación acerca de su dios, y que, a su vez, estaban dispuestos a soportar lo que infligían a los demás, y a su lado las gentes del siglo diecinueve eran hipócritas, porque mientras pretendían tener sentimientos humanitarios atormentaban a sus semejantes, obligándoles a soportar duros tratos, encerrándolos en prisiones sin la menor razón. Sin otra razón que la triste condición a que los mismos carceleros habían reducido a aquellos desdichados. ¡Oh, eso es horrible! ¡Horrible, sólo pensarlo!

- Pero -repliqué- los carceleros ignoraban lo que fuesen las prisiones.

Me pareció que Dick estaba un tanto airado.

- Más vergüenza para ellos -dijo-; cuando vos y yo lo sabemos tantos años después. Además, Huésped, no es presumible que no supieran que las prisiones eran una desgracia para el pueblo, ni podían tampoco ignorar que las cárceles se hubiesen hecho para tener presos.

- ¿Pero no tenéis vosotros cárceles? -pregunté.

Apenas hice la pregunta vi que había cometido un error, porque la cara de Dick se puso torva, afluyéndole a ella la sangre, mientras el viejo parecía sorprendido y dolorido. Dick, con acento de cólera un tanto reprimida, exclamó:

- ¡Oh, hombre del mundo! ¿Cómo podéis hacerme semejante pregunta? ¿No os he dicho que sabemos lo que fueron cárceles por el testimonio de libros dignos de fe auxiliados por nuestra imaginación? ¿Y no me habéis hecho observar en el camino que todos tienen un aspecto feliz? ¿Y cómo podrían ser felices sabiendo que otros ciudadanos se encontraban encerrados en la cárcel y soportando pacientemente semejante enormidad? Si hubiese gente presa no podría ocultársele al pueblo como se oculta un homicidio accidental, porque en éste sólo interviene la cólera de un hombre y en el otro es la sociedad quien encierra con propósito deliberado. ¡Prisiones! No tengo que decirlo. ¡No hay ninguna!

Guardó silencio, se calmó un tanto, y después añadió más tranquilo:

- Perdonadme; no debí irritarme tanto por una cosa que ya no existe, y temo que lleguéis a tener mala opinión de mí con esas alternativas. Naturalmente, no se puede exigir que vos, llegado del extranjero, sepáis ciertas cosas. Ahora lamento haberos disgustado.

- ¡Oh! Toda la culpa es mía por ser tan ignorante. Permitidme, pues, que cambie de tema. ¿Qué edificio es aquel que vemos a la izquierda en un bosquecillo de plátanos?

- ¡Ah! -respondió-. Es un antiguo edificio construido a principios del siglo veinte. Como veis, su estilo es un tanto raro y no muy bello, pero dentro de él hay cosas muy apreciables, pinturas antiquísimas la mayor parte. Se llama Galería Nacional. Muchas veces me he quebrado la cabeza para explicarme lo que significa ese nombre. De cualquier modo, todo sitio donde se conservan pinturas como una curiosidad permanente, se llama Galería Nacional, sin duda por imitación. Naturalmente, hay muchas en todo el país.

No quise resolver sus dudas porque me pareció empresa un tanto ardua; saqué mi pipa y me puse a fumar mientras el viejo caballo avanzaba con paso tardo.

- Es esta pipa una bagatela demasiado cuidadosamente trabajada, y ¿cómo siendo vosotros tan sabios y el país tan cultivador de una magnífica arquitectura, empleáis tiempo y aptitudes en estas fruslerías?

Al decir esto pensé que era un tanto ingrato después del excelente regalo que me habían hecho, pero no pareció que Dick tomase en cuenta mi descortesía, y me respondió:

- No sé. El objeto es gracioso y nadie lo construiría si eso no le gustara, y desde el momento que eso gusta no veo por qué razón no ha de hacerse. Sin duda que si faltasen tallistas y escultores o se ocuparan pocos de arquitectura, como decís, la fabricación de bagatelas la cedería el puesto, pero como hay gente que talla (se puede decir que todo el mundo) y el trabajo escasea, y aun tememos que falte, no hay por qué despreciar un género inferior de trabajo.

Pareció un tanto pensativo y aun turbado, y serenándose, añadió:

- Después de todo, habéis de admitir que esta pipa es muy graciosa. Mirad estas figuritas que están bajo los árboles, ¡qué bien talladas, qué limpieza! Es un trabajo acaso complicado para una pipa; sin embargo, ¡es tan linda!

Estaba a punto de emprender la difícil tarea de explicar lo que había querido decirle, cuando llegamos cerca de un edificio circular donde parecía realizarse algún trabajo.

- ¿Qué es esto? -pregunté con cierta premura, porque me agradaba encontrar entre tantas cosas nuevas algo que se asemejase a aquello a que estaba acostumbrado-. Parece un taller.

- Sí; creo entender lo que decís, y eso es. Pero no lo llamamos taller, sino laboratorios reunidos, esto es, para gentes que trabajan juntas.

- Supongo que será porque se emplea alguna fuerza motriz.

- No, no. ¿Por qué habían de reunirse las personas para tener fuerza motriz cuando pueden tenerla cerca de donde habitan o en sus mismas casas, y cuando tres, dos y aun uno bastan para realizar la tarea? No, la gente se junta en estos laboratorios reunidos para realizar trabajos a mano en los que es necesario y conveniente trabajar juntos. Semejante manera de trabajar es divertida. Aquí, por ejemplo, hacen vidrios y vasos; mirad la cúspide de los hornos. Naturalmente, es cómodo tener hornos y crisoles y todos los grandes artefactos necesarios; y como este edificio hay muchos, porque sería ridículo que teniendo un hombre afición a hacer vasos tuviera por fuerza que habitar en un sitio dado o que renunciar a un trabajo que le agradara.

- No veo salir humo de los hornos.

- ¿El humo? ¿Y por qué habríais de verlo?

Guardé silencio y continuó:

- El edificio es gracioso en el interior, aunque tan sencillo como por fuera. En cuanto al oficio, el manejar la sílice debe ser divertido; soplar el vidrio es una operación algo sofocante, pero a algunos les agrada, y no me maravilla, porque dando forma a aquella materia en fusión se experimenta un sentimiento de fuerza y de superioridad. La fabricación de estos objetos da buena contribución al trabajo agradable -dijo, sonriendo-, porque así se tenga el mayor cuidado se rompen un día u otro y siempre hay que hacer.

Continué silencioso y meditabundo.

Llegábamos a un sitio donde había bastantes hombres que recomponían el empedrado. Aquello me alegró, porque cuanto había visto hasta entonces se reducía a las escenas de un día de fiesta en verano, y sentía necesidad de ver cómo aquel pueblo trabajaba en lo verdaderamente necesario.

Aquellos hombres estaban descansando, y al llegar nosotros cerca de ellos volvían al trabajo, sacándome de mis meditaciones el ruido de los picos. Había cerca de una docena, todos jóvenes y vigorosos. que semejaban una compañía de remeros de Oxford, porque realizaban su trabajo con singular desenvoltura.

Sus sobrevestas formaban un montón muy ordenado a un lado de la calle, y un niño de seis años estaba cerca de ellas ciñendo con sus bracitos el cuello de un enorme mastín, tan beatíficamente perezoso como si aquel día espléndido hubiera sido creado expresamente para él.

Como vi muchos trajes fulgurantes de oro y de seda, pensé que algunos de aquellos obreros tenían los mismos gustos que el dorado barrendero de Hammersmith.

Había también un gran cesto con las sobras de un paste] y con vino. Seis jovencillas estaban mirando la obra o mejor dicho, a los obreros. Estos trabajaban dando diestramente fuertes golpes con sus picos, riendo y charlando unos con otros y con las jóvenes, pero no bien su director miró hacia nosotros y vio el camino interceptado, tiró la herramienta y gritó:

- ¡Alto, compañeros! Ahí vienen unos ciudadanos que necesitan pasar.

A este grito todos dejaron el trabajo; vinieron a nuestro encuentro y ayudaron al viejo caballo a pasar por la vía medio deshecha, en la que se embarazaban las rueda del coche. Después, como hombres que han realizado un placentero deber, volvieron a su tarea, no deteniéndose más que el tiempo preciso para darnos los buenos días con una amable sonrisa.

Y antes de que el viejo Gris hubiera emprendido su trote, ya sonaban de nuevo los picos penetrando en la tierra.

Dick volvió la cabeza y dijo:

- ¡Qué buen día para todos! Verdaderamente es una gran diversión trabajar con el pico durante una hora, y veo que esos ciudadanos le manejan de muy buena gana. No es sólo cuestión de fuerza el trabajo que ahora ejecutan, ¿verdad, Huésped?

- Creo que no, pero con franqueza os diré que no lo he probado.

- ¿De veras? -dijo, gravemente-. ¡Demonio! Es un buen trabajo para dar vigor a los músculos; a mí me gusta mucho, y me parece mejor la segunda semana que la primera. Aunque no tengo las manos muy diestras en ese ejercicio, recuerdo que en una ocasión mis compañeros bromeaban conmigo, diciéndome: ¡Bien por el remero! ¡Daaale! ¡Dóblate!

- En efecto, tiene eso todo el aire de una chanza.

- Pues bien, para nosotros todo es diversión cuando nos sentimos atraidos por la fuerza mágica del trabajo y cuando estamos entre alegres compañeros. ¡Si supieseis cuán felices somos entonces!

Callé de nuevo y medité.
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